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El médico trabaja con la mente. El cirujano trabaja con las manos y su fuerza bruta.
Hazel se obligó a sonreír y se llevó los lirios a la nariz para aspirar el aroma, como correspondía. «Las mujeres del mercado te han mentido —quiso responder—. Dicen lo que haga falta con tal de vender. Te vieron enfundado en ese abrigo azul y adivinaron que no sabrías que los lirios blancos son flores de funeral.»
Ser una mujer le había cerrado muchas puertas a Hazel Sinnett, pero también le había revelado una valiosa arma de su arsenal: las mujeres apenas se consideraban personas, lo que te otorgaba el poder de la invisibilidad.
En el instante en que la piel de ambos entró en contacto, las burbujas de champán se multiplicaron con energía frenética. Era puro galvanismo, las descargas eléctricas de Galvini —no había otro modo de describirlo—, una corriente que fluía desde la mano del chico a la de Hazel y avanzaba directa a su corazón desbocado.
—Ponte ropa oscura —le advirtió Jack como respuesta. —No soy tonta, Jack Currer, aunque me tomes por tal. —Le aseguro, señorita Sinnett, que la tomo por muchas cosas, pero jamás se me ocurriría tomarla por tonta.
Tenía el rostro de Hazel grabado en la memoria y nunca se desdibujaba; era un eco que no se desvanecía. Una obsesión. Desde que posó la mirada en sus grandes ojos castaños, del marrón cálido de la madera bruñida o del ámbar pulido reflejando el ocaso, Jack había confiado en ella y seguiría confiando durante mucho más tiempo del que su instinto de supervivencia consideraba prudente.
Tampoco él se lo esperaba, no imaginaba que así debía ser un beso: un gesto natural, como si los labios del otro fueran el único espacio que ambos deseaban ocupar, y como si el propio destino los hubiera conducido a ese instante, aterrados y doloridos en una tumba a medio excavar, con el único fin de que pudieran encontrarse.
Cuando Jack miraba a Hazel, la llama vivía y acariciaba el aire. Notaba su calor y su energía, oía su chisporroteo. Era igual que ver el fuego en vivo por primera vez.
Jack se inclinó para besarla y posó los labios en los de ella con tanta ternura que la caricia fue más sombra que carne. Y entonces ella lo besó a su vez, y pronto estaban tan inmersos el uno en el otro que por un instante no se sintieron dos personas distintas.
—Alguien debería decirte que eres hermosa cada vez que sale el sol. Alguien debería decirte que eres hermosa los miércoles. A la hora del té. Alguien debería decirte que eres hermosa el día de Navidad y el de Nochebuena, y la víspera de Nochebuena, y en Pascua. Debería decírtelo la noche de Guy Fawkes y en Nochevieja y el ocho de agosto, por que sí.
Hazel Sinnett, eres la criatura más milagrosa con la que me he cruzado y estaré pensando en tu belleza hasta el día que me muera.
La pobreza hacía de Jack una persona vulnerable, pero también lo empujó a ser imprudente.
—Entonces es verdad —dijo Hazel—. No hay más Beechams que usted. Es usted el autor del libro, el tratado. Usted... —Resolví el enigma de la inmortalidad —apuntó el médico—. El sueño de cualquier médico, imagino. Parece ser que los demás sencillamente no eran tan listos como yo.
Muy al comienzo pensaba que la dificultad principal de la inmortalidad sería la deserción de mis órganos y extremidades, uno a uno. Y más tarde comprendí que sería ver fallecer a mis seres queridos.
—Está enamorada —respondió él sencillamente. No era una pregunta, tan solo una observación—. En ese caso, le estoy haciendo el mayor favor del mundo, señorita Sinnett. El amor no es nada salvo la dilatada agonía de esperar a que llegue a su fin. El miedo a perder a los seres queridos nos empuja a cometer actos egoístas, necios y crueles. La verdadera libertad es liberarse del amor y, una vez que tu amor te ha dejado, dejar que cristalice en el recuerdo, perfecto por siempre.
A través de los huecos de los barrotes oxidados, Jack unió los labios con los de ella y los dos saborearon la sal de las lágrimas. —No. No no no no no. Hazel, si lo hago..., si decido tomar esto, seré un fugitivo durante toda mi vida. O al menos durante mucho tiempo. Durante mi primera vida y parte de la segunda. Tú —volvió a besarla—, mi preciosa —y una vez más—, mi perfecta Hazel —y otra—, mereces una vida de verdad. Te vas a convertir en una doctora brillante. Vas a ayudar a mucha gente y a cambiar infinitas vidas. Vas a transformar el mundo y no puedes hacerlo desde las sombras. No puedes
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—Hazel, no imagino peor infierno que un mundo en el que te vea envejecer y te pierda y esté obligado a vivir un día más.
—Pasaré toda mi vida amándote, Jack Currer —prometió. Pasó la mano entre los barrotes para apoyarle la palma en el corazón y notó la costura que ella misma le había practicado en el centro del pecho. —Mi corazón te pertenece, Hazel Sinnett —dijo Jack—. Por siempre. Tanto si late como si no. —Tanto si late como si no —repitió ella.
Jack la visitaba en sueños de vez en cuando, con sus ojos cálidos y anhelantes. Durante los primeros meses, Hazel amanecía con las almohadas empapadas de lágrimas.
«Mi corazón sigue siendo tuyo —decía la carta— y te esperaré.»