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Ser la mano derecha de Ymor era como si te azotaran amablemente hasta la muerte con cordones perfumados de zapatos.
—¿Guardias? ¿Para qué los quiero? No tengo nada que valga la pena robar.
La posesión de la caja confería al que la controlaba una especie de poder; cualquiera situado delante del ojo hipnótico de cristal obedecía las órdenes más perentorias sobre postura y expresión.
Eso es lo estúpido de la magia, ¿sabes? Te pasas veinte años aprendiendo el hechizo que hace aparecer vírgenes desnudas en tu dormitorio y, cuando lo consigues, estás tan envenenado por los vapores de mercurio, tan ciego de leer grimorios viejos, que no te acuerdas de lo que viene después.
Muchas veces se ha dicho que, aquellos que son sensibles a la radiación del octarino —el octavo color, el Pigmento de la Imaginación— pueden ver cosas que resultan invisibles para los demás.
Es bastante embarazoso saber que uno es dios de un mundo que sólo existe porque cada curva de improbabilidad debe tener su cenit.
Dosflores era un turista, el primero del Mundodisco. Según decidió Rincewind, turista significaba «imbécil».
—Pues la verdad, me parece bastante inútil —dijo—. Siempre había imaginado... bueno, ya sabes, que un mago dice las palabras mágicas y ya está. No sabía nada de eso tan aburrido de memorizarlas. Rincewind asintió, malhumorado. Intentó explicarle que, en otros tiempos, la magia sí había sido salvaje, sin leyes. Pero, en el principio más remoto, los Antiguos la habían domesticado para que obedeciera la Ley de Conservación de la Realidad, entre otras cosas. Ésta exigía que el esfuerzo necesario para alcanzar un objetivo fuera siempre el mismo, se usara el método que se usara. En términos
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Estaba muy bien apoyarse en la lógica pura, decir que el universo estaba regido por la lógica y la armonía de los números, pero lo obvio era que el disco atravesaba el espacio a lomos de una tortuga gigante, y que los dioses tenían la costumbre de rondar por las casas de los ateos para destrozarles las ventanas.
Una vez, mientras estudiaba Magia Práctica en la Universidad Invisible, entró por una apuesta en una pequeña habitación de la biblioteca principal: en la habitación cuyas paredes estaban cubiertas de pentagramas protectores, en la habitación donde nadie podía estar más de cuatro minutos y treinta y dos segundos, tiempo calculado tras doscientos años de cuidadosa experimentación...
—Pero ¿quién sería tan idiota como para adorar a Bel... a ése? Que se adore a un demonio, bueno, pase. ¡Pero es el Devorador de Almas...! —Había... ciertas ventajas. Y la raza que solía vivir por esta zona tenía ideas extrañas. —¿Y qué les pasó? —He dicho que solían vivir por esta zona.
—Bajo un manzano, encuentras manzanas —dijo—. Bajo un altar, encuentras tesoros. Lógica.
Algunos piratas conseguían la inmortalidad por sus grandes crueldades o proezas. Otros conseguían la inmortalidad gracias a la gran riqueza amasada. Pero el capitán había decidido mucho tiempo antes que quería alcanzar la inmortalidad por no haber muerto.

