Comprender nuestra propia insignificancia no es derrotismo ni cobardía, sino todo lo contrario. Una vez más, actuar —y actuar con valentía, aun ante la perspectiva de no obtener un gran resultado con ello— constituye el máximo grado de grandeza humana y nos lleva de vuelta al sentido de la tragedia. Schopenhauer lo sintetiza con particular brutalidad: «Quien no tiene esperanza tampoco tiene miedo».[5] Él llama a esto «desesperanza», pero la línea que la separa de la grandeza puede ser muy fina.

