La mentalidad trágica: Sobre el miedo, el destino y la pesada carga del poder (Spanish Edition)
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ningún hombre puede considerarse afortunado hasta que está muerto, pues no hay nada seguro y, por lo tanto, nada se puede dar por descontado.
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Los líderes sabios son aquellos que saben que deben pensar con una mentalidad trágica para evitar la tragedia.
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nada hay más bello en este mundo que la lucha del individuo contra casi todo pronóstico, sabedor de que le aguarda la muerte al final del camino, y con muy escasa (o nula) probabilidad de que vaya a ser recordado mucho tiempo después.
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la tragedia no es el triunfo del mal sobre el bien, sino el triunfo de un bien sobre otro bien causante de sufrimiento.
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El Edipo Rey de Sófocles nos enseña que ningún hombre puede juzgarse afortunado hasta que está muerto, pues no hay nada seguro y, por consiguiente, nada se puede dar por descontado.
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La tragedia, que es la base de la autoconciencia y significa la pérdida de lo ilusorio, es consustancial al desarrollo de la individualidad, que se manifestó por vez primera en la Grecia clásica y condujo en última instancia al surgimiento de la democracia occidental.
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tratar valientemente de arreglar el mundo, pero solo dentro de unos límites, sabiendo que muchas luchas son desgarradoras y trágicas precisamente porque son en vano.
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la lucha no aspira a la justicia sin más, sino a lograr que se imponga el menor de los males en un mundo que no tiene cura posible. Hay muchas maneras de fracasar y algunas son mejores que otras.
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Aceptar la tragedia significa saber que las cosas suelen salir mal y tienen a menudo consecuencias imprevistas.
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nada hay más bello en este mundo que la lucha del individuo contra todos los pronósticos, aun cuando la muerte le aguarde inevitable al final del camino.
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sin atribuirle a lo irracional el espacio que le corresponde, es imposible entender el mundo humano... y lo que probablemente ocurra en
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la arrogancia es una forma de estupidez.
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Solo los débiles y los falsos culpan de sus desgracias al destino, por mucho que el destino siempre incida en nuestras vidas e incluso las determine de vez en cuando.
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las crisis —y, en particular, las de carácter político— no guardan relación únicamente con la clarividencia de los decisores, sino también con las ilusiones que guían sus decisiones.
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Y un año de anarquía puede ser peor que muchos años de tiranía,
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Obviamente, el orden en sí puede ser opresivo y tiránico; y, por lo tanto, siempre es bueno fomentar aquellas evoluciones continuas que nos alejen de la tiranía. Pero instalarse en la mera oposición ingenua a la tiranía es una actitud demasiado cómoda, porque, con ella, evitamos enfrentarnos a la pregunta clave: ¿y si no hubiera orden alguno?
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Hasta el peor de los regímenes es menos peligroso y aterrador que la ausencia de régimen alguno.
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Son tiempos de desmoronamiento de las jerarquías y debilitamiento de las instituciones: en la política, en el trabajo, en la religión, y en las relaciones sociales y sexuales. Las jerarquías pueden ser injustas y opresivas, desde luego. Pero su desmantelamiento conlleva también la responsabilidad de erigir otras nuevas y más justas, pues la cuestión del orden siempre es la fundamental.
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Aparte de los veteranos de guerra, los corresponsales en el extranjero, los migrantes y los inmigrantes, la mayoría de las personas solo conocen el desorden por la vía de la imaginación, no de la experiencia directa.
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aunque la rebelión contra la tiranía es natural, erigir un orden nuevo no lo es. El orden no es algo que debamos dar nunca por descontado.
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A menudo hacemos lo que debemos hacer (o lo que creemos que debemos hacer). Es un espejismo posmoderno pensar que somos libres de elegir y decidir todo lo que hacemos, porque siempre hay millones de condicionantes que restringen nuestras elecciones y actos. Solo quienes disfrutan de independencia económica disponen de un poco de esa libertad que, según la industria de la autoayuda, tantos de nosotros tenemos.
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siempre hay cosas del mundo y de sus situaciones que no podemos conocer, y, por lo tanto, nos inculca humildad.
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Comprender nuestra propia insignificancia no es derrotismo ni cobardía, sino todo lo contrario. Una vez más, actuar —y actuar con valentía, aun ante la perspectiva de no obtener un gran resultado con ello— constituye el máximo grado de grandeza humana y nos lleva de vuelta al sentido de la tragedia. Schopenhauer lo sintetiza con particular brutalidad: «Quien no tiene esperanza tampoco tiene miedo».[5] Él llama a esto «desesperanza», pero la línea que la separa de la grandeza puede ser muy fina.
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Cuando pensamos con mentalidad trágica, nos hacemos conscientes de todas nuestras limitaciones y, de ese modo, podemos actuar con mayor eficacia.
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La Ilíada es la más grande de las obras sobre la guerra porque, con su crónica de las intrigas de los dioses y los hombres, trata de explicar por qué las cosas suceden como suceden. Al final, según Horacio, solo los dioses pueden dar solución a las situaciones más difíciles, pero la actividad humana es necesaria para ayudar a que ese proceso se produzca. Y dado que es imposible saber en qué coyuntura concreta deben intervenir los dioses, los hombres y las mujeres deben continuar esforzándose y luchando, aunque sepan que también está interviniendo en sus vidas un mecanismo superior a ellos y ...more
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No existe ninguna alternativa humanitaria al orden.
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Sin orden, la civilización es imposible. Pero el orden suele ser opresivo, anulador, cruel.
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Hay también muchos casos en los que un individuo manifiesta de forma insincera su eterna lealtad a un Estado opresivo a fin de proteger a su familia. Pero, en ambas situaciones, lo que entra en conflicto mutuo no es el bien contra el mal, sino un bien contra otro bien: la lealtad al orden vigente, que promueve estabilidad aunque lo haga de forma injusta en ocasiones, frente a la lealtad a la familia, que casi siempre es un bien. La civilización y los órdenes sociales pueden existir y florecer únicamente cuando ambas lealtades están lo bastante extendidas.
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la pasión es a menudo enemiga del análisis. La pasión surge fácil cuando quienes se dejan consumir por ella —muchos columnistas, por ejemplo— no lidian con el peso de las responsabilidades administrativas.
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La paradoja del poder es que se puede estar al mando, pero nunca se posee el pleno control.
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el Estado, pese a sus monstruosas imperfecciones, debe seguir existiendo para monopolizar el uso de la violencia a fin de que la humanidad no degenere en un interminable ciclo de muertes por venganza. El Estado nos rescata de lo primitivo.
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El meollo del problema estriba en cuando el Estado se vuelve tan tiránico que pierde legitimidad: en ese caso, desafiarlo puede suponer un acto moral. Aun así, recordemos que Camus dijo que, incluso en ese punto, el rebelde que pone en cuestión a un Estado tiránico debe contar con un orden de gobierno alternativo en mente que llevar a la práctica, porque, si no, también su rebelión pierde legitimidad, ya que la anarquía es peor que la tiranía.
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La mayoría de los hombres no se dejan arrastrar por la violencia, pero esta nos atrae de todos modos. De hecho, cuando más cerca están los hombres de usar la fuerza —sobre todo, cuando más cerca están administrativamente de ese uso—, más realizados se sienten.
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Los principios elevados pueden disfrazar motivos ocultos. Incluso a los profetas los corrompe la ambición,
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El carácter lo es todo al final, pues se eleva por encima del saber y el conocimiento experto.
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No actuar es vegetar.
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Sin ambición, ni los hombres ni las mujeres pueden siquiera proponerse mejorar el mundo. Pero la ambición puede entremezclarse con el mal criterio y el desastre.
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La tragedia, que halla sentido en el horror mismo de la vida, es un triángulo formado por la ambición, la violencia y la anarquía.
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Cuando la ambición conduce al caos, estamos ante la quintaesencia de la tragedia. «Derroquemos a un líder y veamos qué ocurre»: eso rara vez sale bien.
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¿Cuántas guerras fracasadas comienzan con una gran ambición que luego no deja más que profundas heridas? Pues bien, la única manera de eludir la ambición es recurriendo al temor.
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Cuanto mayor y más intensa es la tiranía, más grande es el temor y la soledad del dictador.
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Los seres humanos, y no los dioses, crean el destino, aunque el choque y el entrelazamiento de las ambiciones de multitudes infinitas de personas vuelvan indescifrable ese sino. He ahí el misterio de la existencia.
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Huesos, polvo: en eso se acaba todo. Pero,
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Si damos forma al mundo y lo mejoramos, suele ser gracias a la pura ambición personal. E incluso si el Estado es injusto, se necesita de todos modos ambición —¡siempre reforzada por el temor!— para desafiar esa autoridad.
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Es de la oscilación correcta entre valentía y miedo de la que se obtienen mejores resultados en el arte de gobernar. Sin el temor, el coraje, con la ayuda de la ambición, puede desencadenar una catástrofe irresponsable, mientras que el miedo, sin el valor, inmoviliza a los decisores políticos.
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La guerra, incluso cuando es relativamente limpia y causa pocas (o nulas) víctimas civiles, e incluso cuando la libran personas de honor, es un absoluto infierno. Solo quienes la han experimentado pueden darse el lujo de defenderla con la conciencia tranquila.
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es del todo necesario inculcar en la ciudadanía un miedo absoluto a la guerra para que, de ese modo, sepan que las ocasiones en que la guerra sí resulta apropiada son excepcionalmente raras.
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un hombre valiente es valeroso porque es fiel a sí mismo; de ahí que se queden solos él y lo que sabe.
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el hombre al mando, conocedor de horribles verdades como es, debe conservar la dignidad aun cuando sea un esclavo de la masa.
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aunque siempre se pueden juzgar retrospectivamente las decisiones de un líder, en el momento en que este actúa solo conoce los datos de que dispone entonces. Y aunque estos serán, a lo sumo, parciales, las decisiones tomadas a partir de ellos son ya irrevocables. De ahí que la valentía esté tan estrechamente vinculada al liderazgo.
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