Fabián Buelvas's Blog, page 2
March 10, 2019
El ajedrez mental de Stanley Kubrick
Publicado en El Heraldo, el 10 de marzo de 2019
El pasado siete de marzo se cumplieron veinte años de la muerte del cineasta estadounidense Stanley Kubrick. Descrito como un hombre obsesivo y huraño hasta rayar en la misantropía, es uno de los referentes del cine de la segunda mitad del siglo XX, experto en la difícil tarea de equilibrar arte y ganancias tan propia de Hollywood. Perfil de un hombre extraño.
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Stanley Kubrick (1928-1999) pensaba que dirigir una película era como escribir Guerra y paz en un parque de diversiones, dentro de un carrito chocón. Aquel hombre obeso, de párpados caídos, mirada distante y barba descuidada, que vestía como un vendedor de globos según su esposa Christiane Kubrick, es recordado como un genio intratable capaz de desquiciar a todos aquellos que lo rodeaban con tal de lograr la película perfecta.
Jack Nicholson buscó durante años trabajar con él para después terminar odiándolo. Podía llegar a repetir cien veces una escena buscando una perfección que solo él parecía entender, y que frecuentemente retrasaba el estreno de sus películas. «Soy desconfiado para delegar autoridad, y mi desconfianza está normalmente bien fundada», decía. Pocas veces subía a un avión a pesar de tener licencia de piloto, y cuando viajaba en carro exigía al conductor no sobrepasar los cuarenta kilómetros por hora. Sus biógrafos, colegas y amigos coinciden en que el cineasta era un tipo obsesivo, meticuloso y hermético.
Kubrick se veía a sí mismo como alguien capaz de darle a Hollywood todo el dinero que quería, a cambio de la libertad para hacer lo que a él le diera la gana. 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Odyssey, 1968) fue su película más exitosa bajo esta premisa: costó doce millones de dólares y recaudó más de trescientos cuarenta solamente en Estados Unidos, ajustados a la inflación actual; es, además, la novena mejor película de todos los tiempos según The Hollywood Reporter y la vigésimoprimera según Empire. 2001: Odisea del espacio convirtió a Kubrick, a sus 39 años, en uno de los directores más mimados de la industria no solo por su talento, sino porque evitaba —a diferencia de otros como Orson Welles— morder la mano que le daba de comer.
La
eficacia del control
Antes de hacer cine, Stanley Kubrick se dedicó a la fotografía y al ajedrez. Tenía 17 años, vendía sus fotos a revistas y periódicos y con el ajedrez ganaba uno que otro torneo menor. Años más tarde diría que fue el ajedrez y no la fotografía lo que lo hizo tan meticuloso; se trata de un deporte puramente intelectual en el que se dispone de tiempo y recursos limitados para escoger el mejor movimiento posible. Entre su primer rodaje, un corto llamado El día del combate (Day of the Fight, 1951) y Espartaco (Spartacus, 1960), su primera película de alto presupuesto, Kubrick fue bastante indolente con su propio trabajo. De Miedo y deseo (Fear and Desire, 1953) dijo que «se trató de un esfuerzo serio, realizado inhábilmente», mientras que El beso del asesino (Killer’s Kiss, 1955) le pareció «una película imbécil, con una historia estúpida y en la que los actores apenas están regular». Y Espartaco nunca la consideró suya porque llegó como director en reemplazo de Anthony Mann, no la produjo ni escribió el guión. En Lolita (1962) tuvo más libertad creativa, pero el guión tampoco era suyo y la película, que trata sobre el deseo sexual de un hombre mayor hacia una niña de catorce años, tuvo desde su rodaje el veto de la Legión de la Decencia. Temiendo problemas, Kubrick se deshizo de escenas en las que el protagonista justifica la pedofilia. La película fue un éxito comercial, pero recibió críticas ambivalentes. Kubrick seguía pensando que no podría hacer una gran jugada si no controlaba todos los recursos disponibles.
En 1964 tuvo la oportunidad. Dr. Insólito o: Cómo aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba (Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb) fue la primera película dirigida, producida y escrita por él. Filmada en blanco y negro, Dr. Strangelove es una sátira sobre un holocausto nuclear provocado por un oficial estadounidense que, tras enloquecer, lanza sin autorización un ataque atómico contra la Unión Soviética. En la película, Kubrick da rienda suelta a sus principales obsesiones: la tecnología, el sexo y la locura, que luego se verían con detalle en 2001: Odisea del espacio, La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) y El resplandor (The Shining, 1980).
[image error]Stanley Kubrick durante el rodaje de 2001: Odisea del espacio. Fotografía: MGM/Stanley Kubrick Productions/Kobal/REX/Shutterstock.
Cadillac sin motor
Kubrick era consciente de su incapacidad para concebir una buena historia y en especial de elaborar diálogos. De Lolita en adelante, sus películas son adaptaciones de novelas. Solía trabajar con uno o más escritores de oficio al momento de concebir el guion, o incluso con los mismos autores de los libros. Los guionistas se quejaban de su terquedad o de las modificaciones que realizaba a los guiones sin consultar previamente, e incluso los autores de las novelas que adaptaba le reprocharon su falta de rigor con la historia original. Con Stephen King, el autor de El resplandor, tuvo varias desavenencias: «Conocí a Kubrick y no hay duda de que era un tipo tremendamente inteligente. Creo que hizo algunas cosas magníficas pero era un hombre muy inusual. Me refiero a que cuando lo conocías, y cuando hablabas con él, era capaz de interactuar de una manera perfectamente normal pero nunca sentías que estuviese completamente ahí. Estaba dentro de sí mismo”, recuerda el escritor, para quien la versión cinematográfica de El resplandor “es como un precioso gran Cadillac sin motor en su interior».
Frederic Raphael, guionista de Ojos bien cerrados (Eyes Wide Shut, 1999), escribió un libro en el que narra la tensa relación que tuvo con el cineasta. Kubrick le prohibió, bajo contrato, escribir cualquier cosa durante el proceso de escritura del guión. Raphael se quejó de la cláusula argumentando que le gustaba escribir reseñas literarias. «¿Para qué las escribes?», preguntó Kubrick. «Por vanidad —respondió—, y porque así entretengo la mente con algo nuevo». «Eso es lo que yo quiero evitar», sentenció el director.
Para Kubrick, Ojos bien cerrados sería su regreso a la pantalla grande. Su anterior película había sido Nacido para matar (Full Metal Jacket, 1987), un drama sobre la guerra de Vietnam que se ha convertido en referente de culto para los adolescentes. En Ojos bien cerrados, el director vuelve a explorar la sexualidad a partir del drama del doctor William Harford (Tom Cruise) y su esposa Alice (Nicole Kidman), quienes comienzan a tener problemas luego de asistir a una fiesta y confesarse varias fantasías sexuales. La película terminó siendo un inesperado punto de partida para discutir la genialidad del director, pues el director murió meses antes del estreno.
La muerte lo sorprendió en St Albans, Inglaterra, el 7 de marzo de 1999, a los setenta años. No murió en un avión ni en un carro sino de un infarto que sufrió mientras dormía en casa, al lado de su esposa, como si en verdad hubiera sido capaz de controlar cualquier contingencia y morir de la manera más plácida y ordenada. Como si hubiese dirigido la escena final en la que abandona el mundo.
March 4, 2019
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December 9, 2018
Nika Turbiná: ascenso y caída de una prodigio
Publicado en El Heraldo, el 9 de diciembre de 2018
A principios de los ochenta, la pequeña Nika Turbiná apareció en el panorama poético de la Unión Soviética. Tenía seis años cuando comenzó a leer en público poemas de una madurez tan profunda como la tristeza y la soledad que expresaban. Se hizo famosa, fue traducida y ganó premios, pero también fue rápidamente olvidada. ¿Cómo una niña que apenas era capaz de leer y escribir podía conmocionar a un país con su poesía? Aproximación a un misterio.
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A principios de 2002, la poeta Nika Georgievna Turbiná concedió su última entrevista. Su cara, alumbrada muy de cerca por una lámpara de mesa, desafiaba la impertinencia del entrevistador que quería saber si la poesía la había abandonado. «Todavía escribo», respondió muy seria mientras apagaba su cigarrillo contra el cenicero. Semanas después, el 11 de mayo, se suicidó lanzándose desde el balcón de un quinto piso. Tenía veintisiete años.
La vida de Nika Turbiná fue vertiginosa, envuelta por la bruma de lo sobrenatural: nacida el 17 de diciembre de 1974 en Yalta, entonces parte de la Unión Soviética, desde el principio se comportó de manera inusual. A los ocho meses balbuceaba palabras en ruso y a los dos años hablaba el idioma con fluidez; a los cuatro, cuando la mayoría de los niños apenas logran reconocer las vocales, Nika compuso su primer poema. Lo hizo –aseguró su familia– conminada por voces que dictaban versos que luego ella recitaba para que su madre copiara. «Te necesito, anota todas mis frases, sino vendrán noches sin sueños y todos mis poemas se convertirán en desgracia», escribió a los nueve años en un poema dedicado a su madre. Ya fueran propios o venidos del más allá, la historia de la pequeña niña atrajo la atención del público ruso acostumbrado a idolatrar poetas con la misma intensidad que a los dictadores.
«Un niño ciego sobre un montón de basura»
Buena parte de la historia de Nika Turbiná la hemos visto antes: un infante con algún talento innato para el baile, el canto, las matemáticas o los idiomas, es exhibido por sus padres para asombro de un público que los olvida cuando crecen y el don desaparece o, en el mejor de los casos, es encauzado para desempeñar algún oficio que no tiene nada de espectacular. La otra parte de la historia es que los poemas de Nika eran tan buenos como inquietantes; su poesía tenía un tono profético, suicida, con imágenes de niños y animales que sufren o se extravían bajo la lluvia.
Los poemas de Nika atrajeron la atención de los poetas Yulián Semiónov (1931-1993) y Yevgueni Yevtushenko (1932-2017), quienes se encargaron de volverla famosa. Nika comenzó a ofrecer espectáculos en los que, con una profunda timidez, recitaba varios de sus poemas para luego correr a esconderse bajo las faldas de su madre. La enternecedora escena la dio a conocer ante un público que quería más de ella. En 1984, a los diez años, publicó Primer borrador, un poemario-LP que vendió más de treinta mil copias. Fue traducida al francés, al inglés y al italiano, y al año siguiente recibió el León de Oro de Venecia. La estatuilla, un león alado sosteniendo un libro abierto con una de sus patas, la destruyó poco después partiendo nueces mientras jugaba con un amigo.
Pero la infancia, ya se sabe, es una bomba de tiempo que te estalla en las manos. En 1991 publicó su último poemario, Pasos hacia arriba, pasos hacia abajo…, una suerte de testamento del olvido: Nika había dejado de escribir en 1987, justo cuando las voces desaparecieron de su cabeza. Ya no era una niña sino una adolescente en crisis habitando un país en crisis, desmoronándose junto con la Unión Soviética. La fama y los shows desaparecieron con el comunismo y las ganas del pueblo de leer poesía. Los poetas que la arroparon se esfumaron de su vida sin dar explicaciones. Un año antes, en 1990, se había mudado a Suiza para iniciar sus estudios, pero lo único que consiguió allí fue volverse alcohólica y sostener una relación con un hombre sesenta años mayor que ella, «algo hermoso y trágico, como una rosa pisoteada», de lo que prefería no hablar. En 1991 regresó a Moscú, intentó trabajar y hacer cine y en ambos casos fracasó. Detestaba estar acompañada, en especial por personas de su misma edad. Prefería permanecer encerrada en su apartamento, escribiendo poemas que nadie leía y que esta vez no le fueron dictados por aquellas voces que también, como todo y todos en su vida, prefirieron dejarla a la deriva en un mundo que no estaba hecho para ella.
[image error]Nika Turbiná y su León de Oro (1985). Fotografía: L. Kalínina.
«La poesía no tiene edad»
La poesía de Nika Turbiná es difícil de clasificar. Para su traductora, la poeta bielorrusa Natalia Litvinova (1986), «en la obra de Nika están los gestos de otra poeta, Anna Ajmátova (1889-1966). Nika los reelaboró muy bien, desde una mirada particular y de una manera muy fresca, desde su experiencia personal. El tono profético de sus poemas, la alusión al suicidio, imágenes que denotaban un futuro desesperanzador y un presente melancólico, pero Nika era más que eso, su obra era una radiografía de su época».
Su obra es dolorosa e hipnótica. Supone una ruptura con la llamada poesía comprometida y social de Semiónov y Yevtushenko, quienes sabían moverse entre el arte y la política; Nika, niña al fin y al cabo, habla desde las entrañas de su intimidad y de la búsqueda constante de una identidad:
Mi vida es un borrador
donde las letras son constelaciones…
Todos mis días malos están contados por adelantado.
Mi vida es un borrador.
Toda mi suerte y mis desdichas
quedan plasmadas en él
como un grito desgarrado por un tiro.
Nika comprendió pronto que esa identidad que tanto perseguía era incomunicable. «¿Quién soy? ¿Con los ojos de quién miro este mundo?», preguntaba. Y se respondía:
Tú y yo
hablamos lenguas distintas.
Las mismas letras,
pero palabras extrañas.
Vivimos en distintas islas,
aunque en la misma casa.
«Pierdo mi voz entre las voces»
El relato de una niña que toma dictado de los espíritus es atractivo. Para Nika significó una atención extra: «la gente no podía creer que esos poemas los escribía ella. La pequeña se convirtió en un espectáculo, y su fama se apagó también de golpe», resume Litvinova. Es común que los lectores establezcan pactos ficcionales no solo con una obra sino también con el autor de la misma: piénsese, por ejemplo, en la figura del hipermacho de Hemingway o en el alcohólico de Bukowski («Lo conocía desde hace como treinta y cinco años. Nunca lo vi borracho. Ni una sola vez, nunca», aseguró su editor John Martin) que tanta fascinación causan, muchas veces por encima de sus libros. En el caso de Nika, sus alucinaciones auditivas, el insomnio y sus pesadillas requerían más que una interpretación sobrenatural: no solo en su poesía, sino en sus entrevistas y hasta en sus gestos, se afanó por comunicar el dolor que la embargaba. Recibió a cambio aplausos estériles.
En más de una ocasión, agobiada primero por las voces y luego por la partida de esas mismas voces, Nika consultó con psiquiatras. Le detectaron un cuadro depresivo que recomendaron tratar. No lo hizo, que se sepa.


