Guillermo Fadanelli's Blog, page 2
July 27, 2009
El hombre humilde
El hombre humilde que se ve a sí mismo como un cero a la izquierda es el ser que más posibilidades tiene de conocer la bondad y convertirse en un hombre bueno. Esta es la conclusión de una filósofa que ha especulado profundamente acerca de la idea del bien, Iris Murdoch. Me parece una noción sensata, pero me pregunto cuántos hombres humildes he conocido en mi vida y me respondo: “son menos que los ornitorrincos.” En cambio, levantas una piedra y encuentras a un vanidoso que cree que el mundo sería distinto y estaría incompleto sin su presencia. Y estos no son los peores ya que existe una clase de personas aún más detestable: esos que pregonan su humildad cuando en realidad son fantoches envanecidos que intentan darnos lecciones de moral. Mi conclusión es por lo tanto algo diferente a la de Murdoch: si esperamos a que los humildes nos muestren el camino a la bondad estamos fritos.
Cada vez que veo a una mujer hermosa me dan ganas de llorar. Estas no son palabras de un filósofo, sino de un buen amigo expresadas en un momento de sinceridad e iluminación. Es una sensación tan real: la profunda melancolía que despierta una belleza que jamás será poseída. Sentado a la mesa de una terraza veo pasar a mi lado a una joven de piernas tensas y lisas, descubro su sonrisa en apariencia indefensa, su cintura derretida en sus caderas ondulantes y de súbito desvío la mirada e intento desterrar su imagen de mi mente. El sufrimiento es tanto que si tuviera suficiente valor me pondría a llorar como un niño que ha perdido a su madre en la multitud. Sin embargo, me decido por la hipocresía y aguardo a que la sensación de vacuidad se marche y enseguida me dirijo a mí mismo unas palabras de consuelo: la belleza no puede ser poseída, sino sólo contemplada desde el sufrimiento del ser finito. Por supuesto no digo estas tonterías, pero muevo la cabeza en señal de desesperanza y digo: ya viviste lo tuyo (que por cierto es el título de la autobiografía de Anthony Burgess: You´ve Had Your Time).
Quisiera hacer una aclaración que viene a cuento: no soy de esa clase de hombres que mira descaradamente a las mujeres o las insulta con piropos obscenos. En una ciudad plagada de criminales urbanos como la nuestra en donde la cobardía es un deporte ampliamente practicado, las mujeres sufren de un acoso constante e incluso han tenido que disimular su belleza para no ser denostadas en la vía pública. Por el contrario, yo intento imaginarme que ellas son fantasmas que mis ojos no pueden reconocer y sólo en contadas ocasiones, cuando es imposible escapar, intercambio con las desconocidas una mirada que de inmediato me hace sentir arrepentido. ¿Me las estoy dando de santo? ¿Les parezco un párroco de pueblo? Es posible, pero como repito a menudo: una buena teoría hace que nuestros actos sean menos idiotas de lo que regularmente son. Y en el caso de las mujeres que mis amigos aman suelo comportarme de una manera mucho más radical. Me convierto en un ser cortés que se suicidaría antes de cometer una fechoría que pusiera en peligro la calma momentánea que permite a los amigos reunirnos en una mesa a charlar y a esperar la muerte con la conciencia de ser queridos. Nada como eso.
Se preguntarán qué tienen que ver los hombres humildes con mis obsesiones personales. Yo también me lo pregunto e intentaré aclarar esta relación: el hombre bueno es el que nos brinda su ausencia, el que desaparece y nos permite caminar libremente. Contra el vanidoso que nos abruma con sus éxitos o el cobarde que persigue y acosa mujeres prefiero al hombre mediocre que no hace daño a nadie y que considera que su presencia casi siempre es innecesaria. Dice Murdoch de los seres humanos que somos animales movidos por la ansiedad de un ego que nos oculta parcialmente el mundo. Y sólo el hombre humilde y sensato podrá a través del amor encontrar una idea del bien que le sea propicia para vivir. No sé si estas palabras me convencen del todo pues a mí no me importa que las personas sean buenas o malas mientras respeten a los demás y hagan lo posible por comportarse como ceros a la izquierda. El hombre cortés, desde mi punto de vista, está por encima del animal bondadoso. La cortesía y la mesura hacen que los hombres sean buenos aunque en el fondo sean bestias. Y eso ya es mucho.
Cada vez que veo a una mujer hermosa me dan ganas de llorar. Estas no son palabras de un filósofo, sino de un buen amigo expresadas en un momento de sinceridad e iluminación. Es una sensación tan real: la profunda melancolía que despierta una belleza que jamás será poseída. Sentado a la mesa de una terraza veo pasar a mi lado a una joven de piernas tensas y lisas, descubro su sonrisa en apariencia indefensa, su cintura derretida en sus caderas ondulantes y de súbito desvío la mirada e intento desterrar su imagen de mi mente. El sufrimiento es tanto que si tuviera suficiente valor me pondría a llorar como un niño que ha perdido a su madre en la multitud. Sin embargo, me decido por la hipocresía y aguardo a que la sensación de vacuidad se marche y enseguida me dirijo a mí mismo unas palabras de consuelo: la belleza no puede ser poseída, sino sólo contemplada desde el sufrimiento del ser finito. Por supuesto no digo estas tonterías, pero muevo la cabeza en señal de desesperanza y digo: ya viviste lo tuyo (que por cierto es el título de la autobiografía de Anthony Burgess: You´ve Had Your Time).
Quisiera hacer una aclaración que viene a cuento: no soy de esa clase de hombres que mira descaradamente a las mujeres o las insulta con piropos obscenos. En una ciudad plagada de criminales urbanos como la nuestra en donde la cobardía es un deporte ampliamente practicado, las mujeres sufren de un acoso constante e incluso han tenido que disimular su belleza para no ser denostadas en la vía pública. Por el contrario, yo intento imaginarme que ellas son fantasmas que mis ojos no pueden reconocer y sólo en contadas ocasiones, cuando es imposible escapar, intercambio con las desconocidas una mirada que de inmediato me hace sentir arrepentido. ¿Me las estoy dando de santo? ¿Les parezco un párroco de pueblo? Es posible, pero como repito a menudo: una buena teoría hace que nuestros actos sean menos idiotas de lo que regularmente son. Y en el caso de las mujeres que mis amigos aman suelo comportarme de una manera mucho más radical. Me convierto en un ser cortés que se suicidaría antes de cometer una fechoría que pusiera en peligro la calma momentánea que permite a los amigos reunirnos en una mesa a charlar y a esperar la muerte con la conciencia de ser queridos. Nada como eso.
Se preguntarán qué tienen que ver los hombres humildes con mis obsesiones personales. Yo también me lo pregunto e intentaré aclarar esta relación: el hombre bueno es el que nos brinda su ausencia, el que desaparece y nos permite caminar libremente. Contra el vanidoso que nos abruma con sus éxitos o el cobarde que persigue y acosa mujeres prefiero al hombre mediocre que no hace daño a nadie y que considera que su presencia casi siempre es innecesaria. Dice Murdoch de los seres humanos que somos animales movidos por la ansiedad de un ego que nos oculta parcialmente el mundo. Y sólo el hombre humilde y sensato podrá a través del amor encontrar una idea del bien que le sea propicia para vivir. No sé si estas palabras me convencen del todo pues a mí no me importa que las personas sean buenas o malas mientras respeten a los demás y hagan lo posible por comportarse como ceros a la izquierda. El hombre cortés, desde mi punto de vista, está por encima del animal bondadoso. La cortesía y la mesura hacen que los hombres sean buenos aunque en el fondo sean bestias. Y eso ya es mucho.
Published on July 27, 2009 03:05
July 20, 2009
Persona non grata
Las mujeres de mis amigos son un misterio para mí: un enigma que no es sencillo desentrañar. Cierto día de junio espero a un amigo en la cantina para tomarnos un trago y aparece acompañado de una mujer que, según me dice, es su nuevo amor. La cortesía me impide hacer comentarios al respecto e intento comportarme lo más distante posible debido a que descubro en las pupilas de mi amigo una amenaza que en palabras puede traducirse del modo siguiente: “si haces uno de tus estúpidos comentarios acerca de las mujeres, nuestra amistad se acaba”. En ocasiones, las pupilas no amenazan sino que me suplican: “no se te ocurra decir nada comprometedor porque no sabes de lo que esta mujer es capaz”. Mis amigos no tienen razones para preocuparse, ya que trato por todos los medios de ser tan mustio como ellos.
Entre mis tribulaciones más graves se encuentra el hecho de considerar la amistad como la única relación afectiva en verdad humana. Cuando los amores se suicidan o encuentran sus límites muy temprano, me alegra el haber conservado mis amistades a salvo: de lo contrario me marcharía a la tumba con las manos vacías. Ningún sacrificio es suficiente si de conservar a nuestros amigos se trata. Lo primero que un hombre alerta hace a este respecto es desterrar el ánimo competitivo. La rivalidad entre amigos puede ser estimulante o tener sentido humano mientras sea sólo un pasatiempo que no ofenda a quienes queremos. De lo contrario es una patanería más que oscurece el horizonte.
Regresando: cada vez que un amigo me presenta a su nueva amante me pongo a temblar. Sobre todo cuando ella me observa o sopesa mis comentarios con el fin de desaprobarme. En verdad se sufre. No obstante su desprecio, las mujeres no escucharán de mi boca jamás un juicio malvado. Lo que me intimida, en realidad, es ese delicado poder que ellas poseen para reducir a varios de mis amigos a migajas que hasta las palomas hambrientas despreciarían. No aceptaré que mis palabras se malentiendan: conozco la gravedad de una seducción femenina y es cierto que en una situación extrema desollaría a todos mis amigos a cambio de las caricias o la atención de una mujer. Sin embargo, uno debe estar preparado para no llevar a cabo acciones tan injustas: el único atenuante para cometer tamaño disparate (pasar sobre una amistad para ir en pos de la conquista femenina) es que uno se vea envuelto de repente en el laberinto de un amor trágico. Entonces no sólo se merece el perdón, sino la admiración y el pésame. “Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza porque en ese caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias”, palabras que Sándor Márai ha puesto en boca de uno de sus personajes. Y no las olvido.
Son tan pocos los amigos que se comportan de la misma manera estando o no en compañía de una mujer, que suelo considerarlos seres excepcionales. Los respeto porque no sólo creen en el individuo, sino que se esfuerzan en llevar a cabo su propia vida sin necesidad de rendir cuentas a sus grandes amores. En la amistad el individuo hace de la conciencia de la soledad un refugio y un arma pasajera para combatir el tiempo. En cambio, las parejas de amantes o esposos pierden la batalla desde el principio: la suma de ambos es menos que uno. Es indigesto el tono moralista que poseen mis palabras, pero conforme pasan los años creo que es mejor escribir como un viejo irresponsable que como un doctor especialista. Por cierto, a ninguno de los amigos que he perdido le guardo rencor alguno (el tiempo ha jugado contra nosotros).
No he comentado la amistad femenina ni la que se produce entre seres de sexos divergentes porque este es un breve artículo perdido en medio de un millar de hojas, no un tratado acerca de la amistad. Lo que estas notas quieren decir es que son tantos los casos en que tu pareja te vuelve tan vulnerable e insípido, que para conservar un poco de gracia lo mejor sería largarte a vivir a una ermita. Quizás debido a estas opiniones las mujeres de varios amigos me miran con extrema suspicacia y desean cuanto antes verme en el exilio. Yo evito defenderme: cada quien elegirá qué clase de cuerda va a enredarse en el cuello.
Entre mis tribulaciones más graves se encuentra el hecho de considerar la amistad como la única relación afectiva en verdad humana. Cuando los amores se suicidan o encuentran sus límites muy temprano, me alegra el haber conservado mis amistades a salvo: de lo contrario me marcharía a la tumba con las manos vacías. Ningún sacrificio es suficiente si de conservar a nuestros amigos se trata. Lo primero que un hombre alerta hace a este respecto es desterrar el ánimo competitivo. La rivalidad entre amigos puede ser estimulante o tener sentido humano mientras sea sólo un pasatiempo que no ofenda a quienes queremos. De lo contrario es una patanería más que oscurece el horizonte.
Regresando: cada vez que un amigo me presenta a su nueva amante me pongo a temblar. Sobre todo cuando ella me observa o sopesa mis comentarios con el fin de desaprobarme. En verdad se sufre. No obstante su desprecio, las mujeres no escucharán de mi boca jamás un juicio malvado. Lo que me intimida, en realidad, es ese delicado poder que ellas poseen para reducir a varios de mis amigos a migajas que hasta las palomas hambrientas despreciarían. No aceptaré que mis palabras se malentiendan: conozco la gravedad de una seducción femenina y es cierto que en una situación extrema desollaría a todos mis amigos a cambio de las caricias o la atención de una mujer. Sin embargo, uno debe estar preparado para no llevar a cabo acciones tan injustas: el único atenuante para cometer tamaño disparate (pasar sobre una amistad para ir en pos de la conquista femenina) es que uno se vea envuelto de repente en el laberinto de un amor trágico. Entonces no sólo se merece el perdón, sino la admiración y el pésame. “Todas las grandes pasiones son desesperadas: no tienen ninguna esperanza porque en ese caso no serían pasiones, sino acuerdos, negocios razonables, comercio de insignificancias”, palabras que Sándor Márai ha puesto en boca de uno de sus personajes. Y no las olvido.
Son tan pocos los amigos que se comportan de la misma manera estando o no en compañía de una mujer, que suelo considerarlos seres excepcionales. Los respeto porque no sólo creen en el individuo, sino que se esfuerzan en llevar a cabo su propia vida sin necesidad de rendir cuentas a sus grandes amores. En la amistad el individuo hace de la conciencia de la soledad un refugio y un arma pasajera para combatir el tiempo. En cambio, las parejas de amantes o esposos pierden la batalla desde el principio: la suma de ambos es menos que uno. Es indigesto el tono moralista que poseen mis palabras, pero conforme pasan los años creo que es mejor escribir como un viejo irresponsable que como un doctor especialista. Por cierto, a ninguno de los amigos que he perdido le guardo rencor alguno (el tiempo ha jugado contra nosotros).
No he comentado la amistad femenina ni la que se produce entre seres de sexos divergentes porque este es un breve artículo perdido en medio de un millar de hojas, no un tratado acerca de la amistad. Lo que estas notas quieren decir es que son tantos los casos en que tu pareja te vuelve tan vulnerable e insípido, que para conservar un poco de gracia lo mejor sería largarte a vivir a una ermita. Quizás debido a estas opiniones las mujeres de varios amigos me miran con extrema suspicacia y desean cuanto antes verme en el exilio. Yo evito defenderme: cada quien elegirá qué clase de cuerda va a enredarse en el cuello.
Published on July 20, 2009 03:10
July 13, 2009
Arrogante
Sesenta años han pasado desde que Robert Walser se quejara de los aburridos ladrillos con que los escritores aterrorizaban a los lectores. Odiaba los ademanes imperiales de la literatura.
No negaré que estas tímidas objeciones me han despertado nostalgia y ternura al mismo tiempo. Al menos en ese entonces la literatura podía hacerse la importante; en cambio hoy los aburridos ladrillos continúan, pero las letras representan sólo uno más entre tantos oficios que se disipan en la confusión de una época marcada por la tecnología y las comunicaciones (es decir, una época de nueva barbarie). Me ha causado curiosidad que en varios círculos la palabra "intelectual" se considere casi un insulto e incluso se use para descalificar la opinión o la calidad moral de una persona. Me parece que esta aversión posee dos aristas evidentes: la primera es que se considera al intelectual un ser que se ubica fuera de la realidad (Y aquel que de leer tiene más uso / De ver letreros sólo esta confuso): es decir, su saber pertenece a un mundo utópico. La segunda causa del encono producido por lo "intelectual" es que en estos tiempos se valora más el actuar que el pensar. Sin duda la aceleración del tiempo histórico nos ha llevado a ser puro movimiento (acción ensimismada e idiota).
No hace más de una semana escuché a un renombrado artista visual ufanarse de no leer novelas ni ensayos y decir que sólo prestaba atención a textos relacionados exclusivamente con su oficio. Acto seguido, pasó a disertar acerca de la importancia de las artes usando conceptos (en realidad palabras) que ni él mismo comprendía y opiniones que habrían hecho sonrojar a Kant cuando tenía tres años. No muchos días antes, mientras comía en una cantina, escuché a una persona de la mesa vecina afirmar que los intelectuales eran arrogantes y, por lo tanto, lo más conveniente era hacerles el vacío: desterrarlos. Una vez que sus compañeros asintieron el juicio lapidario continuaron hablando sobre política hasta que horas después estuvieron a punto de llegar a las manos. Sobra decir que su discusión no era más que un conjunto de opiniones sin ningún sustento y expresadas con tanta arrogancia que harían parecer al intelectual más pedante un manso cordero en medio de una manada de lobos. Y me pregunto si no es más arrogante aquel que cree inventar de nuevo el mundo y desprecia a quienes antes que él han pensado y especulado sobre los mismos asuntos.
Restando unas cuantas penosas excepciones de las que nunca me arrepentiré lo suficiente, hace tiempo que he renunciado a aceptar invitaciones para acudir a la televisión. Me niego a participar en esa caravana de la ignominia porque el individuo se disuelve en aras de la exhibición y porque las personas comienzan a respetarte sólo porque tu espantoso rostro se multiplica en la pantalla como un virus. La televisión cultural —como suele llamársele para acentuar su diferencia—, además de debilitar la imagen del intelectual, es en buena parte provinciana e ingenua ya que se inclina por el saber enciclopédico y desprecia el estímulo reflexivo y la promoción del desorden intelectual. Y cuando hablo de desorden aludo a la capacidad que tienen los seres humanos de quebrantar sus propias convicciones y fundamentos en pos de crear maneras alternativas para imaginar y poblar el mundo en el que vivimos.
Cuando Heidegger, en su Carta al humanismo, señaló que la preocupación de los intelectuales por la cultura les impide pensar y darse a la tarea de profundizar en el conocimiento estaba siendo demasiado idealista, sin embargo abordó un problema todavía vigente. En una época de crisis permanente, la televisión ofrece una imagen de "cultura" bastante timorata (entrevistas tediosas, horas y horas consumidas para diferenciar la palabra jamón de la palabra mamón, jóvenes pedantes que apenas han leído dos libros y ya nos dan lecciones de historia de la literatura, programas banales que intentan demostrarnos que la cultura puede ser divertida): se privilegia la decoración y la gramática sobre la reflexión y el desorden que produce el conocimiento. Las excepciones son numerosas, pero son sepultadas por la miseria intelectual que, en televisión, es una constante. En fin, termino aquí y me marcho a cultivar mi arrogancia en otra parte.
No negaré que estas tímidas objeciones me han despertado nostalgia y ternura al mismo tiempo. Al menos en ese entonces la literatura podía hacerse la importante; en cambio hoy los aburridos ladrillos continúan, pero las letras representan sólo uno más entre tantos oficios que se disipan en la confusión de una época marcada por la tecnología y las comunicaciones (es decir, una época de nueva barbarie). Me ha causado curiosidad que en varios círculos la palabra "intelectual" se considere casi un insulto e incluso se use para descalificar la opinión o la calidad moral de una persona. Me parece que esta aversión posee dos aristas evidentes: la primera es que se considera al intelectual un ser que se ubica fuera de la realidad (Y aquel que de leer tiene más uso / De ver letreros sólo esta confuso): es decir, su saber pertenece a un mundo utópico. La segunda causa del encono producido por lo "intelectual" es que en estos tiempos se valora más el actuar que el pensar. Sin duda la aceleración del tiempo histórico nos ha llevado a ser puro movimiento (acción ensimismada e idiota).
No hace más de una semana escuché a un renombrado artista visual ufanarse de no leer novelas ni ensayos y decir que sólo prestaba atención a textos relacionados exclusivamente con su oficio. Acto seguido, pasó a disertar acerca de la importancia de las artes usando conceptos (en realidad palabras) que ni él mismo comprendía y opiniones que habrían hecho sonrojar a Kant cuando tenía tres años. No muchos días antes, mientras comía en una cantina, escuché a una persona de la mesa vecina afirmar que los intelectuales eran arrogantes y, por lo tanto, lo más conveniente era hacerles el vacío: desterrarlos. Una vez que sus compañeros asintieron el juicio lapidario continuaron hablando sobre política hasta que horas después estuvieron a punto de llegar a las manos. Sobra decir que su discusión no era más que un conjunto de opiniones sin ningún sustento y expresadas con tanta arrogancia que harían parecer al intelectual más pedante un manso cordero en medio de una manada de lobos. Y me pregunto si no es más arrogante aquel que cree inventar de nuevo el mundo y desprecia a quienes antes que él han pensado y especulado sobre los mismos asuntos.
Restando unas cuantas penosas excepciones de las que nunca me arrepentiré lo suficiente, hace tiempo que he renunciado a aceptar invitaciones para acudir a la televisión. Me niego a participar en esa caravana de la ignominia porque el individuo se disuelve en aras de la exhibición y porque las personas comienzan a respetarte sólo porque tu espantoso rostro se multiplica en la pantalla como un virus. La televisión cultural —como suele llamársele para acentuar su diferencia—, además de debilitar la imagen del intelectual, es en buena parte provinciana e ingenua ya que se inclina por el saber enciclopédico y desprecia el estímulo reflexivo y la promoción del desorden intelectual. Y cuando hablo de desorden aludo a la capacidad que tienen los seres humanos de quebrantar sus propias convicciones y fundamentos en pos de crear maneras alternativas para imaginar y poblar el mundo en el que vivimos.
Cuando Heidegger, en su Carta al humanismo, señaló que la preocupación de los intelectuales por la cultura les impide pensar y darse a la tarea de profundizar en el conocimiento estaba siendo demasiado idealista, sin embargo abordó un problema todavía vigente. En una época de crisis permanente, la televisión ofrece una imagen de "cultura" bastante timorata (entrevistas tediosas, horas y horas consumidas para diferenciar la palabra jamón de la palabra mamón, jóvenes pedantes que apenas han leído dos libros y ya nos dan lecciones de historia de la literatura, programas banales que intentan demostrarnos que la cultura puede ser divertida): se privilegia la decoración y la gramática sobre la reflexión y el desorden que produce el conocimiento. Las excepciones son numerosas, pero son sepultadas por la miseria intelectual que, en televisión, es una constante. En fin, termino aquí y me marcho a cultivar mi arrogancia en otra parte.
Published on July 13, 2009 03:11
July 6, 2009
La autoridad de los muertos
Si una obsesión ha marcado mi vida desde el día de mi nacimiento (que en mi caso fue a los veinticuatro años) ha sido la de no imponer mi palabra a los demás. No sólo porque considero que mis opiniones respecto a todos los temas son débiles e insuficientes, sino porque creo que las personas son en verdad otras personas. Por lo tanto, además de respetar mis diferencias con ellas trato de mantenerme a una buena distancia de quienes intentan pensar por mí o tomar decisiones en mi nombre (no tienen ningún derecho a hacer esto aun cuando puedan tener razón). Una buena manera de salvar el honor es carecer de poder y dedicarse a actividades que no dañen al resto de las personas (asunto complicado dada la promiscuidad en que vivimos). Volverme poderoso sería un insulto que no creo merecer y dedicar la vida a acumular dinero me pondría más cerca de los animales que de los seres pensantes (escribir una columna pasajera o publicar novelas son actividades que en realidad no hacen daño a nadie, excepto a quien las realiza). En fin, lo que quiero decir es que la autoridad no se impone, sino se reconoce y que es más sano reconocer la autoridad en los muertos que en los vivos.
Cuando era joven pensaba exactamente lo contrario: dado que procuraba hacerme de un lugar en el mundo hasta los muertos me estorbaban. Me preguntaba por qué razón debía leer libros de personas muertas si había tantos escritores vivos deseosos de ser conocidos: “es una injusticia”, concluía arrogante. Esta aversión hacia los difuntos aumentó cuando comencé a colaborar en el suplemento Sábado, de Huberto Batis: cada vez que una celebridad literaria moría, el suplemento dedicaba varias páginas a su reconocimiento y los primeros artículos que posponían para su publicación eran los míos. El tiempo, como había de esperarse, me puso en mi sitio y comprendí que los muertos son más simpáticos que los vivos, y que los contemporáneos no necesariamente son quienes coinciden en una misma época. Como se lee en el Fedro, de Platón, las palabras en sí mismas no contienen sabiduría, sino que producen saber cuando son expresadas a las personas adecuadas en un momento preciso.
Por razones oscuras, entre mis amistades se encuentra un buen número de personas jóvenes. Lo mismo sucede cuando cometo el error de aceptar una invitación para hablar en público: me percato que me es bastante sencillo entenderme con personas que acaban de salir del cascarón. Yo creo que esto es posible porque no les tengo ningún respeto a priori: quiero decir que para mí los jóvenes no son empalagosas metáforas del futuro, ni mucho menos representan la esperanza de nada. Lo que nos une es que tenemos la desgracia de navegar en el mismo barco y de soportar las mismas calamidades (estructuras políticas y autoritarias que nos hacen civilmente incompletos). Y no obstante estas palabras —un tanto desdeñosas—, mi experiencia me ha dado una buena noticia: advierto en bastantes jóvenes un aburrimiento absoluto y una desconfianza intuitiva hacia los ardides políticos con los que se han querido ocultar los principios de libertad y equidad necesarios en cualquier democracia de raíces liberales. No añadiré más pues los lectores a estas alturas deben vomitar el tema, pero no quería dejar de decir que encuentro más saludable para la sociedad a un joven que duda, cuestiona y reflexiona que a uno que vota (votar tal como están las cosas es un acto nulo en sí mismo).
Termino citando una idea de Paul Feyerabend quien, efectivamente, es un escritor antipático: dice que a los jóvenes no habría que protegerlos de la falsedad, sino también de la verdad (dogmas, ideologías, etc...), pues en caso contrario nunca estarán en condiciones de tomar una decisión libremente, ni de poder superar los errores de su tiempo. Suena bien, ¿pero es posible poner esta sentencia en práctica? No tengo dudas de que es posible, incluso con las personas que la televisión echa a perder diariamente.
Cuando era joven pensaba exactamente lo contrario: dado que procuraba hacerme de un lugar en el mundo hasta los muertos me estorbaban. Me preguntaba por qué razón debía leer libros de personas muertas si había tantos escritores vivos deseosos de ser conocidos: “es una injusticia”, concluía arrogante. Esta aversión hacia los difuntos aumentó cuando comencé a colaborar en el suplemento Sábado, de Huberto Batis: cada vez que una celebridad literaria moría, el suplemento dedicaba varias páginas a su reconocimiento y los primeros artículos que posponían para su publicación eran los míos. El tiempo, como había de esperarse, me puso en mi sitio y comprendí que los muertos son más simpáticos que los vivos, y que los contemporáneos no necesariamente son quienes coinciden en una misma época. Como se lee en el Fedro, de Platón, las palabras en sí mismas no contienen sabiduría, sino que producen saber cuando son expresadas a las personas adecuadas en un momento preciso.
Por razones oscuras, entre mis amistades se encuentra un buen número de personas jóvenes. Lo mismo sucede cuando cometo el error de aceptar una invitación para hablar en público: me percato que me es bastante sencillo entenderme con personas que acaban de salir del cascarón. Yo creo que esto es posible porque no les tengo ningún respeto a priori: quiero decir que para mí los jóvenes no son empalagosas metáforas del futuro, ni mucho menos representan la esperanza de nada. Lo que nos une es que tenemos la desgracia de navegar en el mismo barco y de soportar las mismas calamidades (estructuras políticas y autoritarias que nos hacen civilmente incompletos). Y no obstante estas palabras —un tanto desdeñosas—, mi experiencia me ha dado una buena noticia: advierto en bastantes jóvenes un aburrimiento absoluto y una desconfianza intuitiva hacia los ardides políticos con los que se han querido ocultar los principios de libertad y equidad necesarios en cualquier democracia de raíces liberales. No añadiré más pues los lectores a estas alturas deben vomitar el tema, pero no quería dejar de decir que encuentro más saludable para la sociedad a un joven que duda, cuestiona y reflexiona que a uno que vota (votar tal como están las cosas es un acto nulo en sí mismo).
Termino citando una idea de Paul Feyerabend quien, efectivamente, es un escritor antipático: dice que a los jóvenes no habría que protegerlos de la falsedad, sino también de la verdad (dogmas, ideologías, etc...), pues en caso contrario nunca estarán en condiciones de tomar una decisión libremente, ni de poder superar los errores de su tiempo. Suena bien, ¿pero es posible poner esta sentencia en práctica? No tengo dudas de que es posible, incluso con las personas que la televisión echa a perder diariamente.
Published on July 06, 2009 03:12
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