Fernando Lizama-Murphy's Blog, page 17

March 9, 2015

LA VIDA DEL OBISPO EN UN PARTIDO DE CHUECA

De cómo la vida de Francisco José de Marán y Geldres, Obispo de Concepción (1780-1795), dependió del resultado de un partido de chueca...
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Published on March 09, 2015 04:55

March 6, 2015

GASPAR YANGA, EL ESPARTACO DE MÉXICO

Crónica de Fernando Lizama-Murphy Los primeros años del colonialismo español en América causaron una debacle en la población aborigen. Entre las pestes, las batallas y la explotación diezmaron de tal manera a los indios que los terratenientes no tenían mano de obra barata suficiente para trabajar sus encomiendas. Esto los obligó a importar esclavos africanos, […]
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Published on March 06, 2015 04:32

February 28, 2015

LA MALDICIÓN DE LA VIUDA NEGRA

Cuento de Fernando Lizama-Murphy Pudo ser mi manía por el orden o el aburrimiento por la espera lo que me llevó a enderezar ese cuadro que estaba inclinado en la casa de mi tía Eufemia. Ella me había pedido que la acompañara al médico y mientras la aguardaba, no se me ocurrió nada mejor que […]
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Published on February 28, 2015 13:25

February 27, 2015

ZORRO ACORRALADO

Cuento de Fernando Lizama-Murphy Cuando te vi a través de la vitrina del café, me vi a mi misma, ocho años antes, sentada en la silla que hoy ocupaba la muchacha. ¿Qué edad tenía ella, trece, catorce? Más o menos la misma que yo entonces. Me dieron deseos de entrar y mostrarte a Matías, el […]
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Published on February 27, 2015 06:50

February 25, 2015

DURANTE EL SEPELIO

Cuento de Fernando Lizama-Murphy Numerosa fue la asistencia al funeral del padre de mi amigo Florencio, pese al frescor del mediodía otoñal. Claro que entre tanto pariente, quedé relegado al último lugar de ese moderno camposanto, de exuberante verdor matizado con millares de flores. El sopor me invadió con los discursos. No conocía al muerto […]
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Published on February 25, 2015 17:04

PESADILLA

Cuento de Fernando Lizama-Murphy Despertó sudoroso y angustiado cuando ya comenzaba a amanecer, pero no pudo recordar la pesadilla. Sentía la incómoda sensación de estar iniciando el último día de su vida. Nada le dijo a María Teresa, su mujer, que dormía en la pieza contigua, pero decidió que no iría a trabajar. Se quedó […]
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Published on February 25, 2015 16:47

January 14, 2015

LA VIDA DEL OBISPO EN UN PARTIDO DE CHUECA Episodio Olvidado de la Guerra de Arauco

"Hablando con franqueza, debo hacer presente que las autoridades españolas creyeron ver siempre en el juego de la chueca el enemigo mas poderoso de la dominación araucana; i no dejaban de tener razón, pues mediante ella los indios se hacían fuertes guerreros e indomables por su valor, ligereza i resistencia en el ataque.
Si bien es cierto que este juego se presta a desórdenes e incorrecciones de toda especie, no es menos cierto que levanta el espíritu, templa los nervios i forma hombres de arrojo i de carácter firme, haciendo gozar al cuerpo de todos los beneficios que la ciencia exije para robustecer los organismos débiles". (Manuel Manquilef)

La guerra es la manifestación extrema de la inagotable capacidad de autodestrucción del hombre. En ella se evidencia toda la bestialidad del género humano. Pero también entrega algunas lecciones, que casi nunca aprendemos, e historias que no quedan registradas en las síntesis que se difunden en los libros, pero sí en los recuerdos de cronistas, o de quienes las vivieron, o de sus descendientes.

LA VIDA DEL OBISPO EN UN PARTIDO DE CHUECA / Episodio Olvidado de la Guerra de Arauco

La frontera de Arauco era un terreno frágil. La vida nunca fue tranquila, pese a que varios caciques, hartos de luchar, se sometían al dominio español y a la religión católica. Pero otros permanecían rebeldes y transar con el invasor no estaba en sus planes. Para ellos, los sometidos eran traidores a sus ancestros.
Por eso, cuando el 28 de Octubre de 1793, Francisco José de Marán y Geldres, Obispo de Concepción, abandonó su sede episcopal para viajar a Chiloé en visita pastoral, sentía un justificado miedo. Era natural del Perú y cuando asumió su cargo en 1779 jamás imaginó que la diferencia de actitud ―que tanto mentaban en la región que venía a evangelizar― entre los sumisos indígenas de su país y los feroces mapuches, fuera verdad. Antes de su arribo, suponía que exageraban.
Ahora, al partir hacia el sur, sabía que en el camino encontraría muchos indios amigos, pero asimismo sabía que su vida corría peligro si llegaba a caer en manos de los rebeldes. Tratando de garantizar su seguridad, el intendente puso a su disposición un destacamento militar, además de enviar mensajeros a los caciques leales, anunciando el pronto arribo de Su Eminencia, que aprovecharía de impartir sacramentos entre los muchos feligreses que, por las buenas o por las malas, adherían a su fe en el último tiempo.
A medida que pasaba por territorios ocupados desde siempre por tribus ahora leales, se unían a su séquito guerreros mapuches que, sumados a los soldados españoles, le brindaban protección y una relativa seguridad.
Todo marchó bien hasta la plaza de Arauco, pero desde ahí el camino se tornó más difícil, pese a que el grupo se incrementaba con la presencia de guerreros de distintas tribus.
Cuando la larga comitiva se acercaba a Tirúa el silencio del bosque se interrumpió con una música atronadora. Era el cacique Huentelemu, con tropas provenientes de Lleulleu, Tucapel y Tirúa, que parecían dispuestas a incorporarse protegiendo al purpurado. Pero en los bosques de los alrededores se movían indios ocultos entre los árboles, que los soldados españoles vieron como un desplazamiento de troncos en la vegetación. El miedo al enemigo y la superstición, aumentaron la intranquilidad, que contagiaba al obispo y al séquito de sacerdotes que le acompañaba en su misión religiosa.
Una inquietud casi demencial se respiraba en el ambiente. Tratando de abandonar pronto esas tierras inhóspitas marcharon a pie forzado por varios días. No debemos olvidar que las monturas eran privilegios de algunos.
Una tarde, cuando anochecía y ya estaban muy agotados por la larga caminata, armaron el campamento en el sitio que al jefe del destacamento militar le pareció más seguro. Solo los centinelas se mantenían despiertos al momento en que un estrépito hizo retumbar todo el cajón cordillerano de Nahuelbuta. Los soldados, adormilados y con el terror reflejado en el rostro, empuñaron las armas justo cuando toda la corona de las montañas colindantes se tiñó con el resplandor del fuego. Casi al mismo tiempo, una indiada, gritando “malón, malón” se abalanzó sobre el contingente del obispo, mientras Huentelemu con sus tropas cambiaba de bando.
A duras penas el purpurado y los sacerdotes abandonaron sus carpas, montaron sus cabalgaduras y huyeron por entre las quebradas, protegidos por algunos soldados, que también trataban de salvar sus pellejos. Pero fueron capturados por los atacantes.
Las tropas del cacique Curimilla, que continuaban leales a la corona y a la fe, lograron bloquear la retirada de los rebeldes, que se retrasaron buscando a los fugados. Cara a cara las dos fuerzas, parecía que el único camino que quedaba era el enfrentamiento entre mapuches. Gran parte de las tropas del rey, los curas de Marán y él mismo, ya eran prisioneros de Huentelemu.
Pero los caciques necesitaban de sus hombres y no deseaban sacrificarlos en una lucha fratricida. Por eso, en medio del grito ensordecedor de sus adeptos, se sentaron a parlamentar, resolviendo que el destino del obispo y de los demás cautivos se definiera en una serie de tres partidos de chueca, el deporte de los mapuches.
Buscaron el lugar que les pareció más adecuado para el enfrentamiento, seleccionaron a los valientes que representarían a cada bando y se prepararon para las trascendentales confrontaciones que definirían la suerte de los rehenes.
Los defensores de Marán y sus huestes se mantenían en silencio, quizás pensando en por qué tenían que luchar por alguien que no era de su sangre. En cambio las tropas de Huentelemu, avivadas por él, que a modo de poncho vestía la casulla púrpura del obispo, lanzaban alaridos frenéticos, seguros de su victoria y sedientos de la sangre de los cautivos. En un rincón del campamento rebelde se podía ver la triste figura del obispo, pálido, extenuado, confesándose con un sacerdote que le daba la absolución.
Curimilla y los demás caciques leales, planificaron una estrategia y enviaron al primer partido a un contingente débil, que tenía como misión principal agotar al rival que, entusiasmado como estaba por las arengas de su líder, cargarían con todo para conseguir la victoria.
Y así ocurrió. Los hombres de Huentelemu, después de un largo y agotador partido de chueca, consiguieron un triunfo celebrado a gritos, burlándose de sus rivales, que, heridos en su amor propio, juraron vengarse en el partido siguiente.
Ahí Curimilla incluyó a sus mejores hombres, a los más robustos y fornidos, a los más resistentes a los golpes y las fatigas, mientras por el otro lado, debieron reemplazar a los exhaustos por jugadores menos hábiles.
Cuando ya la noche aparecía y luego de una ardua lucha, se logró la victoria para los hombres leales al obispo. La definición del pleito quedó postergada para el día siguiente.
Nadie durmió esa noche. Todos se preparaban para el partido definitivo, que se inició cuando amanecía y al que se incorporaron los dos caciques, cada uno apoyando a los suyos. Pero ya no fue una confrontación deportiva. Las chuecas no buscaban la bola sino el cuerpo de los rivales y cuando se quebraban en el fragor del partido, continuaban golpeándose con los puños. A media mañana, parecía que los triunfadores serían los hombres de Huentelemu.
Marán, espectador del partido desde su incómoda posición, observaba los golpes como si se los dieran a él. Lo recorría un sudor frío cuando imaginaba la suerte que le esperaba. En un momento se puso de rodillas y gritó con todas las fuerzas de sus pulmones: “Señor, Señor ¿por qué me habéis abandonado? Estoy dispuesto al martirio por ti, pero no olvidéis que sólo soy un hombre”.
Para callarlo, alguien le golpeó la cabeza. En ese instante solo deseaba morir. Pero la situación produjo el milagro de distraer a Huentelemu, lo que aprovechó Curimilla para descargar sobre la chueca del cacique rival un golpe con tanta fuerza, que saltó convertida en astillas. Aprovechando la confusión, corrió hasta el sitio en el que estaba la pelota en disputa y la golpeó hacia sus guerreros, que traspasaron la línea de meta, conquistando el triunfo.
Francisco José de Marán y Geldres no podía salir de su letargo, pese a la victoria que le daba la libertad. Al principio, no sabía si los gritos de alegría provenían de sus aliados o de sus enemigos. Una vez repuesto del susto y de los golpes, decidió que lo mejor era regresar a Concepción. Continuar el viaje hasta Chiloé podía significar darle la oportunidad de la revancha a Huentelemu y era un riesgo que prefería no correr.
La ciudad, avisada por los mensajeros del anticipado retorno del Obispo y de la situación vivida, salió a recibirlo en medio de gritos de alegría, como si regresase de la tumba.
Un año después, Monseñor Francisco de Marán fue trasladado a la diócesis de Santiago, donde fue obispo hasta 1804 y donde falleció en 1807.

©Fernando Lizama Murphy
Enero 2015
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Published on January 14, 2015 13:20 Tags: chueca, colonia, guerra-de-arauco, mapuches-historia

ERIC DE BISSCHOP – EL NAVEGANTE AUDAZ

La primera noticia que tuve sobre Eric de Bisschop surgió de una conversación con mi amigo Felipe Blanco, sobrino de don Horacio Blanco Baeza, uno de los más entusiastas colaboradores que tuvo el marino francés en Constitución para poder concretar la aventura que le costó la vida.
Porque Eric de Bisshop ─que cruzó el mundo varias veces navegando en embarcaciones frágiles y que terminó sus días al encallar la Tahiti Nui II (o la III, no lo sabemos muy bien) en los arrecifes de Rakahanga, al norte de las islas Cook─ nunca aprendió a nadar.
Este navegante, aventurero, antropólogo, científico, escritor y quizás cuántas cosas más, nació en Francia, en Aire-sur-la-Lys, cerca de Calais, el 21 de Octubre de 1891. Participó en la Primera Guerra Mundial donde, entre 1914 y 1915, estuvo a cargo de un barreminas. Amante de las emociones, no dudó en enrolarse en la nueva arma que se estaba probando en el frente, la aviación, sufriendo un grave accidente en 1917. No se sabe cuánto tiempo le costó reponerse de las heridas porque durante diez años está perdido el rastro de este hombre singular.
Pero su sed de aventuras recién comenzaba. En 1927 viajó a China. Ahí navegó dedicándose al comercio y a recopilar información geográfica a bordo de un junco de su propiedad, el Fou Po, en compañía de Joseph Tatibouet, que fue su compañero de viajes y aventuras durante muchos años, en los que recorrieron miles de millas náuticas, viviendo un sinfín de aventuras.
Juntos fueron apresados en 1935 por los japoneses en las islas Marianas, de las que huyeron a duras penas para llegar a la isla Molokai casi muertos de hambre. Dos días después del arribo un tifón hundió la embarcación con todas las anotaciones que el navegante había tomado de sus viajes.
Pero sin duda la primera gran locura emprendida por Eric de Bisschop fue cruzar en el Kaimiloa, un catamarán polinésico (denominación que no le agradaba al francés, prefería la de doble canoa) y acompañado únicamente por su inseparable Tatibouet, desde Honolulu hasta Cannes, pasando por Australia y el Cabo de Buena Esperanza, en un viaje que duró 15 meses, recorriendo 19.000 millas náuticas. Las peripecias están relatadas en su libro Kaimiloa, publicado en 1939.
Concluido el viaje se casó con Constance Contable, a la que había conocido en Hawái y sus amigos pensaron que sería el fin de su vida aventurera; pero se equivocaron. Un año después zarpó con su mujer hacia las Islas Marquesas, pero su embarcación chocó con otra en Palmas de Mallorca, donde debió permanecer un tiempo a causa del juicio por el accidente. En el intertanto fue nombrado por Pétain cónsul en Honolulu, pero después del ataque a Pearl Harbor Estados Unidos le revocó el nombramiento sin que quedaran claras las causas.
En 1947, el mismo año que Thor Heyerdhal cruzó el Pacífico desde Perú a la polinesia intentando demostrar que la colonización de estos archipiélagos se debió a navegantes sudamericanos, de Bisschop abandonó Honolulu para embarcarse como marino mercante. Durante ocho años navegó por aguas polinésicas, desempeñando distintas funciones y madurando su proyecto máximo. Porque Eric de Bisschop sostenía lo contrario que Heyerdhal. Afirmaba que navegantes de los archipiélagos habían llegado a las costas de Sudamérica.
Para concretar su teoría, en 1956 construyó una balsa conforme a los sistemas primitivos que se utilizaban en la polinesia: de bambú atado con sogas fabricadas a partir de fibras de coco, unido con tarugos de madera, sin clavos metálicos y sin ninguno de los elementos que la modernidad de la época ponía a su disposición para conseguir una travesía más segura. Y por supuesto, a vela, con el viento y las corrientes como únicos motores. En la aventura lo acompañaron cuatro tripulantes: Francis Cowan, los hermanos Alain y Michel Brun y el chileno Juan Bugueño, que le sirvió de intérprete en nuestro país.
Seis meses después y cuando estaban cerca de Juan Fernández, los nautas, acongojados, concluyeron que seguir en las condiciones en las que se encontraba la nave era suicida y pidieron socorro. Los rescató la Baquedano, de la Armada de Chile, que intentó arrastrar la balsa para ser reparada; pero la frágil embarcación no resistió y terminó desarmándose. Los duros aventureros, que venían de soportar las más adversas condiciones climáticas, que convivieron durante todo ese tiempo en un espacio reducido, contemplando solo mar las veinticuatro horas del día, sin otra compañía que ellos mismos y que al final a duras penas se toleraban, lloraron como niños la pérdida de su embarcación. Como compensación, en Valparaíso tuvieron una recepción de héroes.
Pero de Bisschop no era de esas personas que se dejan vencer fácilmente y consultando, fue informado de los astilleros de Constitución, que en esa época continuaban construyendo faluchos para trasladar minerales en el norte. Sin dudarlo partió a la “Perla del Maule”. Ahí lo conoció el personaje del que proviene esta historia. Don Horacio Blanco era el jefe de la estación de ferrocarriles del puerto y de inmediato quedó seducido por el proyecto de construir una nueva balsa, la Tahiti Nui II.
En el Astillero de los hermanos Muñoz se construyó la embarcación de acuerdo a planos del propio de Bisschop, en los que intentó mejorar las deficiencias que causaron el naufragio de la primera balsa. Después de un trabajo arduo, de recolectar las mejores maderas de ciprés en la zona y de comprometer a toda la comunidad en el proyecto, a comienzos de Febrero de 1958 la nave estuvo lista para navegar.
Como buen francés, de Bisschop tuvo un affaire con una chilena. María Correa Pereira, dueña de viñas en Lontué, en cuya casa el marino concluyó su libro póstumo, Cap a l´Est, donde narra las peripecias de su travesía e incluye algunas notas con observaciones efectuadas durante su vida. Se podría decir que fue su testamento.
Pese a ser una mujer madura y viuda, doña María estaba obsesionada con la idea de ser parte de la tripulación de la Tahiti Nui II, a lo que por supuesto de Bisschop se opuso. No obstante, ella buscó la manera de acoplarse al periplo y el día 15 de Febrero de 1958, fecha fijada para el zarpe, la balsa amaneció con su línea de flotación mas sumergida, la cubierta apenas sobresalía por sobre el agua. Pero no había tiempo que perder, la barra del río Maule se presentaba favorable, por lo que entre tres lanchas la arrastraron hasta dejarla a la cuadra necesaria para captar los vientos del sur, la corriente de Humboldt y emprender el viaje.
Los tripulantes Jean Péllisier, francés y los chilenos Juan Fischer y Juan Bugueño, no tardaron en darse cuenta de que el sobrepeso provenía de varias cajas de vino que por la noche hiciera embarcar la enamorada del capitán. Poco más tardaron en percatarse de que ella misma permanecía oculta entre las botellas. Para su pesar, la trasladaron a una de las lanchas y doña María tuvo que despedirse de su amor, en la que sería la última vez que lo vería.
Toda la población del puerto de Constitución, además de los veraneantes que en esa época del año repletaban el balneario, salieron a despedir a los arrojados marinos, que zarparon entre pañuelos agitados y gritos de alegría y vítores. Días después, la balsa recaló en Valparaíso y siguió viaje hasta el Callao, desde dónde enfiló hacia el oeste a mediados de Abril de 1958.
De Bisschop pretendía llegar a las islas Marquesas, pero las corrientes lo arrastraron más hacia el oeste. Algunas versiones dicen que fue la Tahiti Nui II la que encalló en los arrecifes de Rakahanga, el 30 de Agosto de 1958. Otros aseguran que esta balsa se destruyó a comienzos del mismo mes y que debieron construir una de emergencia, la Tahiti Nui III, que los llevó a este destino, en el que Eric de Bisshop, el soñador, después de conseguir su meta, encontró la ruta a la eternidad.
Fue sepultado en Moreai, en la isla Rurutu.

©Fernando Lizama-Murphy (Talca, enero 2015)
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Published on January 14, 2015 13:17 Tags: aventurero, eric-de-bisschop, navegante