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216 pages, Paperback
First published April 1, 1997
”Cuando cuenta algo sobre él, a veces no sabes de qué está hablando. Setenta años de vida no pueden esfumarse entre las frases tan fácilmente (…) Por lo que no esperes respuesta cuando le preguntes algo. Se mezclan demasiadas cosas. En el mejor de los casos, obtendrás fragmentos de una narración encerrada en su cabeza, sin principio ni fin."Wondratschek no ofrece una historia cerrada ni le da al lector una estructura tradicional. Esto no es una sinfonía de Beethoven o Mahler, es más bien una de esas composiciones de Ligeti o Schoenberg en las que la música parece deshacerse en el aire, sin una melodía que la guíe, solo un flujo de notas que se arremolinan como pensamientos dispersos. Una improvisación de palabras en la que el ritmo lo marca el tono confesional del protagonista.
”Al final me vi obligado a cumplir la última voluntad de mi esposa de ser enterrada en tierra rusa. Bueno, no se refería a que debía llevar el cuerpo a Moscú: lo que quería decir era algo más poético. Sentía nostalgia, así era ella. Añoraba la tierra de su hogar. Así pues, le encargué a mi antigua alumna que me enviara tierra desde Rusia. Los gastos de envío a cargo del destinatario, por supuesto. Es una mercancía pesada.”Un gesto absurdo y poético, como tantos en la historia rusa. Porque el exilio no se borra con los kilómetros, y menos con los años. El pianista de Wondratschek también es un exiliado, pero de un tiempo más que de un lugar. Un testigo incómodo de ese mundo, de las últimas décadas del régimen soviético, de un sistema que se desmoronaba con la misma torpeza burocrática con la que antes había impuesto su ley. Suvorin arrastra una memoria incómoda, no solo del fin de una era, sino de un tiempo anterior donde todo era aún más expeditivo. Una memoria que se resiste a morir. No hace falta que nadie lo nombre: está ahí, en cada pausa, en cada nota que se queda suspendida en el aire.
“Nunca digas lo que piensas, especialmente en una dictadura. Eso seguro. Siempre hay alguien que llama a tu puerta, aunque solo sea interesándose por la salud de tu madre.”Pero lo más fascinante es cómo Wondratschek escribe sobre la música: no la describe, la hace sonar. Cada frase está impregnada de ritmo, de cadencia, de ecos de conciertos que solo existen en la memoria del pianista. Porque Wondratschek no solo menciona la música, la respira. A través de Suvorin, el autor nos lleva de la mano por una serie de homenajes a aquellos que dieron su vida por las notas, como si cada mención de Gould, Richter, Schubert, Beethoven o Bach fuera una plegaria. La música clásica aquí no es solo un fondo para la historia, es la clave misma que descifra la profundidad del ser humano, el único refugio en un mundo que ha dejado de entender su propio lenguaje. Y cuando Suvorin habla de sus intérpretes, lo hace con el mismo respeto con el que se nombra a los dioses caídos: su música es la única salvación, su silencio, el único consuelo.
”Todavía no se ha desvanecido del todo la última nota cuando, de repente, griterío, ruido y vítores. Ni un momento de silencio, ni medio segundo. ¡Qué ignorantes! ¡Qué bárbaros! Sin reverberación, sin detenerse, sin emocionarse, ni rastro de haberse olvidado de ellos mismos en los que han estado escuchando. De hecho, he rezado cada vez para pedir que fueran incapaces de moverse. Por favor, gente del público, tranquilos. ¡Quedaos quietos! Quedaos sentados y en silencio. Levantaos, marchaos, haced lo que queráis con la música que acabo de interpretar, lo que deseéis, pero no hagáis ningún ruido. ¿Qué tipo de persona estalla en júbilo después de una sonata de Schubert, por ejemplo esa tardía en si bemol mayor, que completó dos meses antes de morir?”Autorretrato con piano ruso juega con las fronteras entre quien narra y quien está siendo narrado. Es difícil seguir quién habla en cada momento, y la ausencia de guiones de acotación en los diálogos crea una atmósfera confusa, casi como un rompecabezas, que se complica aún más cuando quien habla lo hace, a su vez, de su conversación con un tercero. Esto, por supuesto, no es un error del autor o del editor, sino una decisión estilística que obliga al lector a involucrarse profundamente con la novela y, en algunos casos, puede acabar frustrándolo. Wondratschek nos invita a escuchar, a mirar, a leer con otros ojos, a un ritmo distinto al habitual. Porque, en el fondo, cada “yo” y cada “él” de la narración se enredan en una danza que marca el flujo de la historia. Es como si el narrador se mezclara con Suvorin, como si ambos compartieran una misma historia, una misma vejez, una misma decadencia, lanzando preguntas, reflexiones y recuerdos que, en un momento, despiertan al lector y, al siguiente, lo dejan con una incomodidad difícil de sacudir.
"¿Sabe lo decepcionante que resulta al llegar a una encrucijada no poder seguir en ambos sentidos al mismo tiempo? No soy filósofo. No lo entiendo. Lo mismo me pasa con la bebida. Siempre son decisiones equivocadas."Sabe que ha cometido errores y que seguirá cometiéndolos. No pretende comprender su vida; solo la deja correr, una copa tras otra, un recuerdo tras otro.