Cómo maté a mi padre
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A mí me gusta pensar que la vida, a veces, es esa película en la que basta mirar a alguien a los ojos y pedir un deseo para que se cumpla.
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La mamá se agachó para ponerse a mi altura y me miró a los ojos rompiendo el hechizo de invisibilidad. Yo la miré a los suyos y supe que el remolino también la había devorado y devuelto rota en mil pedazos, que tomaría tiempo recoger y reparar. Y así, mirándonos, me dijo que el papá se había ido para el cielo. Aquella tarde, una parte de mí se fue al abismo, murió para poder acompañar a mi padre en ese viaje sin retorno. Ignoro cómo se vistió su espíritu para entrar al cielo;
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Cuando alguien se muere, uno tiende a aferrarse a los recuerdos, a unir los retazos. Es una lucha constante contra el olvido, a sabiendas de que no hay manera de ganarle. El tiempo pasa como un vendaval arrasando todo lo que no esté muy firme. Pero incluso las cosas más firmes amenazan con esfumarse. Yo he recreado la última cara de mi padre tantas veces que en ocasiones me pregunto si fue un invento de mi cabeza para tener de quién despedirse. Toda partida sin adiós es inconclusa.
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Mi padre moriría en cuestión de horas, pero yo no lo sabía y él tampoco.
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Allí nunca faltaba ni sobraba nada. Éramos felices. Estábamos completos.
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Volví a escuchar a mi madre diciéndome que el papá se había ido para el cielo, sin dar muchos detalles acerca de cómo un hombre que sale por la mañana a trabajar termina yéndose para el cielo.
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Uno se demora en acostumbrarse a la idea de un padre muerto, pero termina por hacerlo y llega el día en que abre los ojos y la única certeza que tiene es la de su ausencia.
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Yo me pasaba toda la noche leyendo porque me costaba dormir y porque no tenía a quién llamar cuando estaba asustada. A menudo soñaba que la mamá también se moría y me despertaba tan aterrorizada que atravesaba corriendo los interminables corredores en donde acechaban las sombras de los helechos, para ir hasta su cuarto y comprobar que estaba viva. La idea de que pudiera morirse se convirtió en un pensamiento obsesivo. Cada vez que se demoraba un minuto más de la cuenta en llegar a casa o en recogerme en el colegio yo ya me había imaginado todo lo que podría haberle pasado en ese minuto.
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Yo me acurrucaba a su lado con la excusa de cuidarla, pero lo que quería, en realidad, era estar completamente segura de que estuviera respirando. No había mejor sonido que el del aire entrando y saliendo de su boca.
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Uno no acepta la ausencia, pero termina por acostumbrarse a ella. Con el tiempo, mi padre fue una sombra, un fantasma, un nombre y luego nada más que un recuerdo. Hace mucho que dejó de habitar esos diez segundos. Hace mucho que olvidé el tono de su voz. Cada vez hay más distancia entre nosotros y no puedo hacer nada por acortarla. Hoy está tan lejos que, a veces, me pregunto si de verdad existió.
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hice tantos esfuerzos por olvidarlo que ahora, cuando me despierto, durante diez segundos tengo que esforzarme en recordar que alguna vez estuvo vivo.
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me puse mi uniforme del diario, el blanco de puntos rojos. Solía odiarlo, pero en ese momento me pareció hermoso pues me hizo sentir, por un instante, que era igual al resto de las niñas con sus familias completas y felices.
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Creo que enfrentar una tragedia muy fuerte hace que cualquier otro problema parezca una tontería. Se altera el sentido de la gravedad.
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Uno quiere estar solo y abrazarse a su dolor. Familiarizarse con él. Hacerse a la idea de que estará dentro de uno durante toda la vida.
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pensando si al papá le molestaría que ocupara su lado de la cama. Eso sería admitir su partida, perder toda esperanza
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de un regreso. Estaba segura de que no volvería, y aun así, no dejaba de esperarlo.
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Supongo que toma tiempo hacerse a la idea de lo
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definitivo.
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No hay que cargar crucifijos sino lo que uno necesita, cuando lo necesita.
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Esa misma noche, en cambio, supe que el papá no iba a volver, que lo único definitivo de mi vida era su ausencia.
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Ya éramos conscientes de que la vida es frágil, de que puede escaparse en un instante. No queríamos ser frágiles.
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porque ya sabíamos que el silencio aturde más que los regaños y que el descontrol no puede combatirse a gritos.
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Dos solitarias ingiriendo su dosis de realidad a tragos minúsculos para que no sentara tan mal.
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Pero lo que más me preocupaba era haber descubierto que la gente no solo se moría en las noticias de la televisión: saber que eso podía ocurrir en tu propio hogar, a tu propio padre, me llenó de una angustia desmedida sobre el hecho de que a mi mamá le pasara lo mismo. No podía pensar en otra cosa. Por las noches, de forma recurrente, soñaba que ella se moría y cuando se demoraba, así fuera un minuto, en llegar a casa o en recogerme en el colegio, me ponía muy nerviosa, porque en ese minuto yo ya me había preguntado si acaso ella llegara a faltar quién se iba a hacer cargo de cinco huérfanos, ...more
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No me sentía capaz de tanto, a menudo pensaba que, si la mamá se llegara a morir, mi única opción era morirme con ella.
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«Eres la mejor mamá del mundo, no te mueras nunca».
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Necesitábamos sentir que todo iba a estar bien, pero no había nadie que nos tomara de las manos, nos mirara a los ojos y nos asegurara que así sería.
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Perdí hace tanto a mi padre que ahora es raro para mí pensar que alguna vez lo tuve, que me aferré a su cuello, que lo cubrí de besos. Perdí esa sensación de cercanía, tanto que, hoy en día, si lo tuviera al frente por un minuto, creo que no sabría cómo actuar, no sabría cómo saludarlo ni qué decirle.
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Mi imaginación siempre iba un paso adelante. Andaba a tal velocidad que yo nunca llegaba a tiempo para controlarla. Mientras que yo corría y corría sin llegar a ninguna parte, ella ya había hecho de las suyas, ya se había imaginado el final de la historia. Y siempre era trágico. Si el teléfono sonaba a deshoras suponía que era él.
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Y yo no podía arrancármela para que dejara de imaginar tragedias que solo podían ocurrir dentro de ella.
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Tenía la edad suficiente para saber que las cosas más importantes de la vida no son cosas y que aquello que realmente importa no puede llevarse en ninguna maleta.
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Y sin embargo, se estrellan, porque hay que estar vivo para estrellarse alguna vez.
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esas miradas tendrían que alcanzar para recordarnos por el resto de nuestras vidas.
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no se pasa hambre, pero los estómagos suenan todo el tiempo. A lo mejor siempre suenan, pero uno nunca los oye, porque cuando se está en silencio durante tanto tiempo, se empiezan a oír cosas que nunca habíamos oído. Se oye el corazón, se sienten los órganos, se percibe la respiración rozando la nariz y la sangre corriendo por las venas.
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Me di cuenta de que esa espiral de deseos que nos hace humanos es la que nos hace tan desdichados. No disfrutamos el presente por andar pensando que lo mejor está en otra parte, siempre en otra parte. Nunca con uno, siempre en otra parte.
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Es la única forma de llegar a conocerse, de dejar de medirse por la percepción de los otros. Mirar hacia dentro no es fácil; por eso, a menudo, andamos buscando en qué distraernos. Ahora, cuando me hallo buscando con desespero cosas para hacer, me regalo un instante para pensar si acaso hay algo de lo que esté huyendo.
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Me gustas porque te crees eterno y aún no conoces mis excesos de mortalidad. Ya sabes, cargo un trauma grande y suelo pensar que es normal que la gente que amo se vaya sin despedirse. Sé que es posible que cruces la puerta de salida una mañana y no vuelvas a cruzarla de vuelta por la tarde. Que cualquier sonrisa podría ser la última sonrisa. Que cualquier mueca podría ser la última mueca. Que los pasos frente a mi cuarto podrían ser los últimos pasos. Como esa vez cuando no tenía ninguna razón para pensar que habría una última vez y, sin embargo, la hubo.
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A mi padre, que ya no vive bajo tierra sino entre estas páginas. No se me ocurre un lugar mejor para vivir que en un libro.