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Esto dijéronme: Tu padre ha muerto, más nunca habrás de verlo. Ábrele los ojos por última vez y huélelo y tócalo por última vez. Con la terrible mano tuya recórrelo y huélelo como siguiendo el rastro de su muerte y entreábrele los ojos por si pudieras mirar adonde ahora se encuentra.
Uno no acepta la ausencia, pero termina por acostumbrarse a ella.
Prefiero las plantas sembradas porque son la promesa de que habrá un mañana. Son una declaración de vida.
Aprendieron a escribir, pero no alcanzaron a saber lo que se siente al tener a un papá al cual amar.
Bastaba observarlas para entender el valor de la paciencia, para saber que el crecimiento solo ocurre cuando existen las condiciones adecuadas.
El silencio es algo que se teje y se entreteje igual que una araña hace su red. Nadie sabe lo que pesa el silencio hasta que lo lleva por dentro. Nadie sabe el ruido que genera, lo que aturde, lo que remueve. Creo que todos estábamos aturdidos.
Todos jugamos a ser fuertes, aunque estuviéramos quebrados por dentro.
Lo único que les digo es que no se fíen mucho de los que se mantienen riendo. Puede ser que estén expresando justamente lo contrario. Se lo digo yo, mientras escribo esto con una sonrisa.
Tenía la edad suficiente para saber que las cosas más importantes de la vida no son cosas y que aquello que realmente importa no puede llevarse en ninguna maleta.
Uno no anda por ahí diciéndole al corazón: «Quiere a esta persona», «Deja de querer a esta otra», «Perdona a esta», «Olvida a esta otra»; ojalá fuera así de fácil. Ojalá.

