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Bienvenidos a la hermosa familia Sinclair. Aquí no tenemos delincuentes. No tenemos adictos. No tenemos fracasados. Los Sinclair somos atléticos, altos y guapos. Somos demócratas adinerados. Tenemos sonrisas amplias, mentones cuadrados y un servicio agresivo cuando jugamos al tenis.
Somos los Sinclair. No nos falta de nada. No nos equivocamos.
Antes era fuerte, pero ahora soy débil. Antes era guapa, pero ahora parezco enferma.
Me gustan los juegos de palabras. ¿Lo veis? «Sufro» migrañas. No puedo «sufrir» a los idiotas. La palabra significa lo mismo que en la frase anterior, pero no exactamente. Sufrir. Podría decirse que significa «soportar», pero no exactamente.
No podía sonreír, no podía mentir, no podía formar parte de aquella hermosa familia en aquellas hermosas casas. No podía. No podía. No quería.
Estaban hechas para ser una leyenda. Estaban hechas para príncipes y universidades de la Ivy League, para figuras de marfil y casas majestuosas.
Oía sus pasos detrás de mí sobre los caminos de tablas que cruzan la isla. Seguí corriendo, y él persiguiéndome. Johnny salió detrás de Gat. Y Mirren fue tras Johnny.
—¿Tienes una estrategia? Asintió con seriedad. —Es lo más absurdo que he oído en mi vida. ¿Y cuál es? —Nada atraviesa mi armadura. ¿Aún no te habías dado cuenta? Aquello me hizo reír. —No. —Maldita sea. Creía que funcionaba.
Un día miré a Gat, que estaba tendido en la hamaca de la casa Clairmont con un libro, y me pareció... bueno, como si fuera mío. Como si estuviera hecho para mí.
Había llegado a la isla desde una casa de lágrimas y falsedad, y vi a Gat, y vi la rosa en su mano, y en aquel momento único, con los rayos del sol que entraban por la ventana brillando sobre él, las manzanas en la encimera de la cocina, el olor a madera y a mar en el aire, sí, lo llamé «amor».
Porque era amor, y me afectó tanto que tuve que apoyarme en la puerta mosquitera que todavía nos separaba para tenerme en pie.
Yo también tenía algo escrito en las manos. Una cita que me gustaba. En la izquierda: «VIVE.» En la derecha: «EL PRESENTE.»
—La gente compra y vende tierras continuamente. —¿No podemos hablar de sexo o de asesinatos? —preguntó Johnny. Gat no le hizo caso. —Quizá la tierra no debería pertenecer a nadie. O quizá debería haber límites sobre lo que la gente puede poseer.
—Cuando decimos «Cállate, Gat», en realidad no es eso lo que queremos decir. —¿Ah, no? —Lo que queremos decir es que te queremos. Nos recuerdas que somos unos cabrones egoístas. En ese sentido, tú no eres uno de nosotros.
—Cuéntamelo. Sabía la respuesta que mi abuelo esperaba. Era una petición que hacía bastante a menudo. Le encantaba volver a contar momentos clave de la historia de la familia Sinclair, exagerando su importancia. No paraba de preguntarte qué significaba algo para ti y esperaba que respondieras con detalles, imágenes, tal vez una lección aprendida.
Por norma general, me encantaba relatar aquellas historias y oírlas contar. Los legendarios Sinclair, lo bien que nos lo pasábamos, lo guapos que éramos. Pero aquel día no me apetecía.
Encontré a Gat en el sendero del perímetro, contemplando el agua, y corrí hacia él. El viento soplaba con fuerza y me llevaba el pelo a los ojos. Cuando lo besé, noté sus labios salados.
No hay que entristecer a la gente, dijo. No hay que recordarles a las personas que han perdido. «¿Lo entiendes, Cady? El silencio es una capa protectora sobre el dolor.»
me comportaba como si aquellas dos personas fundamentales no hubieran existido.
Gat y yo nos escondíamos. Nos sentábamos en el columpio de neumático a medianoche, envolviéndonos el uno al otro con los brazos y las piernas, los labios cálidos sobre la fría piel nocturna.
Por las mañanas nos escabullíamos riendo al sótano de la casa Clairmont, que tenía las paredes forradas de botellas de vino y enciclopedias. Allí nos besábamos y nos maravillábamos de la existencia del otro, saboreando nuestro secreto y nuestra dicha.
Estar anoche contigo fue mejor que el chocolate. Tonto de mí, creía que no había nada mejor que el chocolate.
Como gesto profundo y simbólico, te doy esta tableta de Vosges que compré cuando fuimos todos a Edgarton. Puedes comértela, o sentarte junto a ella y sentirte superior.
Bienvenidos, de nuevo, a la hermosa familia Sinclair. Creemos en el ejercicio al aire libre. Creemos que el tiempo lo cura todo. Creemos, aunque no lo diremos explícitamente, en los medicamentos con receta a la hora del cóctel.
No hablamos de nuestros problemas en los restaurantes. No creemos en las demostraciones de dolor. Mantenemos la compostura, y es posible que despertemos la curiosidad de la gente porque no les abrimos el corazón. Es posible que disfrutemos con la curiosidad que despertamos en los demás.
No es glamuroso que no pueda conducir un coche. No es misterioso estar en casa un sábado por la noche leyendo una novela entre un montón de golden retriever malolientes. Sin embargo, no soy inmune a la sensación de ser vista como un misterio, como una Sinclair, como parte de un clan privilegiado de gente especial y como parte de una narración mágica e importante sólo porque pertenezco a este clan. Mi madre tampoco es inmune a ella.
Nos han educado para ser estas personas. Los Sinclair. Los Sinclair.
la acumulación de objetos bonitos es una meta en la vida. Quien se muera con más cosas, gana. Lo que me gustaría saber es: ¿qué gana?
Antes yo era una persona a la que le gustaban las cosas bonitas. Como a mi madre, como a todos los Sinclair. Pero ésa ya no soy yo.
Ninguno de esos símbolos de prosperidad y buen gusto tiene utilidad alguna.
—La belleza es útil en sí misma —sostiene mamá—. Crea una sensación de lugar, una sensación de historia personal. Incluso de placer, Cadence. ¿Has oído hablar del placer alguna vez? Pero yo creo que miente, a mí y a sí misma, acerca de por qué posee esos objetos.
El abuelo es de esas personas que tienen lemas. «No aceptes un no por respuesta», nos dice siempre. Y: «Nunca te sientes al fondo de la habitación. Los ganadores se sientan delante.»
—«Sé decidido; a nadie le gustan los indecisos»; «Nunca te quejes y nunca des explicaciones»—,
Gat no me quiere. Yo tampoco lo quiero, y quizá nunca lo quise. Lo veré pasado mañana y no lo quiero y no quiero su cazadora.
Pronto veré a Gat. Gat, mi Gat, que no es mi Gat.
¿Seguiré sintiéndome en casa?
—Llevas el pelo negro —dice Bonnie—. Pareces un vampiro muerto. —¡Bonnie! Liberty le da un manotazo. —Bueno, eso es redundante porque todos los vampiros están muertos —explica Bonnie—, pero tienen ojeras y la piel blanca, igual que tú.
—Sé amable con Cady —susurra Liberty—. Nos lo dijo mamá. —Estoy siendo amable —contesta Bonnie—. Muchos vampiros son muy sexis. Es un hecho documentado.