La tía Tula
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Read between November 8 - November 12, 2018
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Rosa
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su hermana Gertrudis,
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Ramiro.
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Ramiro y Rosa, al atraerse el uno al otro.
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tanto provocativa de Rosa, flor de carne que se abría a flor del cielo a toda luz y todo viento,
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Gertrudis
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aquellos ojos de Gertrudis, que hablaban mudamente de seriedad.
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relaciones amorosas Rosa y Ramiro.
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Vivían las dos hermanas, huérfanas de padre y madre desde muy niñas, con un tío materno, sacerdote, que no las mantenía, pues ellas disfrutaban de un pequeño patrimonio que les permitía sostenerse en la holgura de la modestia, pero les daba buenos consejos a la hora de comer, en la mesa, dejándolas, por lo demás, a la guía de su buen natural.
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Los buenos consejos eran consejos de libros, los mismos que le servían a don Primitivo para formar sus escasos sermones. «Además —se decía a sí mismo con muy buen acierto don Primitivo—, ¿para qué me voy a meter en sus inclinaciones y sentimientos íntimos? Lo mejor es no hablarlas mucho de eso, que se les abre demasiado los ojos. Aunque... ¿abrirles? ¡Bah!, bien abiertos los tienen, sobre todo las mujeres. Nosotros los hombres no sabemos una palabra de esas cosas. Y los curas, menos. Todo lo que nos dicen los libros son pataratas. ¡Y luego, me mete un miedo esa Tulilla...! Delante de ella no ...more
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Rosa bajó la frente con los ojos,
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Las mujeres vivimos siempre solas. El pobre tío es un santo, pero un santo de libro, y aunque cura, al fin y al cabo hombre.
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La pobre Rosa se echó a llorar. —¿Le quieres? —sonó la voz implacable.
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Tenemos que probarnos... —¿Qué, qué es eso?, ¿qué es eso de probaros? ¿Crees que la conocerás mejor dentro de un año? Peor, mucho peor...
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los recién casados, y Rosa reclamaba a ella de continuo la presencia de su hermana. Gertrudis le replicaba que a los novios les convenía soledad.
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¿qué es? —Un perro, chica, ¿no lo ves? —¿Y cómo ha venido? —Lo encontré ahí, en la calle, abandonado y medio muerto; me dio lástima, le traje, le di de comer, le curé y aquí le tengo —y lo acariciaba en su regazo y le daba besos en el hocico. —Pues mira, Rosa, me parece que debes regalar el perrito, porque el que le mates me parece una crueldad. —¿Regalarle? Y ¿por qué? Mira, Tití y al decirlo apechugaba contra su seno al animalito—, le dicen que te eche.
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respondió Rosa— te vendrás a vivir con nosotros, por supuesto. —¡No, eso no! —exclamó súbitamente la otra. —¿Cómo que no?
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¿Afición a casarse? ¿Qué es eso? —Bueno; es que... —Es que no me ves buscar novio, ¿no es eso? —No, no es eso. —Sí, eso es. —Si tú los aceptaras, de seguro que no te habrían faltado...
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Vete a verla morir; a que entre en la otra vida en tus brazos; ¡vete! ¡Déjame!
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«Sois unos chiquillos que cuando no os veo estáis jugando a marido y mujer; no es esa la manera de prepararse a criar hijos, pues el matrimonio se instituyó para casar, dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo.» ¡Los hijos! Ellos fueron sus primeras grandes meditaciones. Porque pasó un mes y otro y algunos más, y al no notar señal ni indicio de que hubiese fructificado aquel amor,
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lo que más le molestaba entonces, recordábalo bien ahora, era lo que pensarían los demás, pues acaso hubiese quien le creyera a él, por eso de no haber podido hacer hijos, menos hombre que otros. ¿Por qué no había de hacer él, y mejor, lo que cualquier mentecato, enclenque y apocado hace? Heríale en su amor propio; habría querido que su mujer hubiese dado a luz a los nueve meses justos y cabales de haberse ellos casado.
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eso de tener hijos o no tenerlos debía de depender —decíase entonces— de la mayor o menor fuerza de cariño que los casados se tengan, aunque los hay enamoradísimos uno de otro y que no dan fruto, y otros, ayuntados por conveniencias de fortuna y ventura, que se cargan de críos.
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hay un amor aparente y consciente, de cabeza, que puede mostrarse muy grande y ser, sin embargo, infecundo, y otro sustancial y oculto, recatado aun al propio conocimiento de los mismos que lo alimentan, un amor del alma y el cuerpo enteros y justos, amor fecundo siempre.
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era porque la otra no era aún de veras y por entero suya también; pero luego, cuando ponía su mano sobre la carne desnuda de ella, era como si en la propia la hubiese puesto, tan tranquilo se quedaba;
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«Tú, tú que eres mi vida, tú que conmigo has traído al mundo nuevos mortales, tú que me has sacado tres vidas, tú, mi hombre, dime, ¿esto qué es?»
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cosas de amor de libro y no de cariño de vida, y le escocía que aquel robusto sentimiento, vida de su vida y aire de su espíritu, no se le cuajara más que en abstractas lucubraciones. El dolor se le espiritualizaba, vale decir que se intelectualizaba, y sólo cobraba carne, aunque fuera vaporosa, cuando entraba Gertrudis. Y de todo esto sacábale una de aquellas vocecitas frescas que piaba: «¡Papá!»
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¿Y si llegases a serlo tú, Tula? —¿Cómo yo? —Sí, tú; casándote con él, con Ramiro. —¡Eso nunca! —Pues yo sólo así me lo explico.
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que no me llames Tula, y menos delante de los niños. Ellos sí, pero tú no. Y ten respeto a los pequeños. —¿En qué les falto al respeto? —En dejar así al descubierto delante de ellos tus instintos... —Pero si no comprenden... —Los niños lo comprenden todo; más que nosotros. Y no olvidan nada. Y si ahora no lo comprenden, lo comprenderán mañana. Cada cosa de estas que ve a oye un niño es una semilla en su alma, que luego echa tallo y da fruto. ¡Y basta!
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¿Madrastra? —Sí, madrastra. Si yo me caso con él, con el padre de los hijos de mi corazón, les daré madrastra a estos, y más si llego a tener hijos de carne y de sangre con él. Esto, ahora ya... ¡nunca!
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Es que esa fortaleza, hija mía, puede alguna vez ser dureza, ser crueldad. Y es dura con él, muy dura. ¿Que no le quiere como a marido? ¡Y qué importa! Ni hace falta eso para casarse con un hombre. Muchas veces tiene que casarse una mujer con un hombre por compasión, por no dejarle solo, por salvarle, por salvar su alma...
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¿Su casa? No lo quieras saber. ¿Y por qué preguntas eso? —Porque le he visto a papá que la estaba besando... Aquella noche, luego que hubieron acostado a los niños, dijo Gertrudis a Ramiro:
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Pues bien, Ramiro; se ha acabado ya aquello del año; no hay plazo ninguno; no puede ser, no puede ser. Y ahora sí que me voy, y, diga lo que dijere la ley, me llevaré a los niños conmigo, es decir, se irán conmigo. —¿Pero estás loca, Gertrudis? —Quien está loco eres tú.
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¡Señora! —se oyó como un gemido, y la pobre muchacha, que acurrucada junto al fogón, en la cocina, había estado oyéndolo todo, no se movió de su sitio. Volvió a llamarla, y después de otro «¡Señora!», tampoco se movió. —Ven acá, o iré a traerte. —¡Por Dios! —suplicó Ramiro. La muchacha apareció cubriéndose la llorosa cara con las manos. —Descubre la cara y míranos. —¡No, señora, no! —Sí, míranos. Aquí tienes a tu amo, a Ramiro, que te pide perdón por lo que de ti ha hecho. —Perdón, yo, señora, y a usted... —No, te pide perdón y se casará contigo. —¡Pero señora! —clamó Manuela a la vez que ...more
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cada mujer, una luna, ¿no es eso, don Juan? —Cada mujer puede ser un cielo.
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morirá, don Juan? —preguntó henchida de angustia Gertrudis. —Todo pudiera ser... —Sálvele, don Juan, sálvele, como sea... —Qué más quisiera yo...
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Yo me muero, Tula, me muero sin remedio. Siento que el corazón no quiere ya marchar, a pesar de todas las inyecciones; yo me muero... —No pienses en eso, Ramiro. Pero ella también creía en aquella muerte.
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Me muero, y es hora, Tula, de decirte toda la verdad. Tú me casaste con Rosa. —Como no te decidías y dabas largas... —¿Y sabes por qué? —Sí, lo sé, Ramiro. —Al principio, al veros, al ver a la pareja, sólo reparé en Rosa; era a quien se le veía de lejos; pero al acercarme, al empezar a frecuentaros, sólo te vi a ti, pues eras la única a quien desde cerca se veía. De lejos te borraba ella; de cerca le borrabas tú.
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los niños eran incapaces de darse cuenta de lo que había pasado,
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Manuela,
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Dio a luz una niña, pero se iba en sangre. La niña misma nació envuelta en sangre. Y Gertrudis tuvo que vencer la repugnancia que la sangre, sobre todo la negra cuajada, le producía. Siempre le costó una terrible brega consigo misma el vencer este asco. Cuando una vez, poco antes de morir, su hermana Rosa tuvo un vómito, Gertrudis huyó despavorida. Y no era miedo, no; era, sobre todo, asco.
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¿No la he matado yo más que nadie? ¿No la he traído yo a este trance? ¿Pero es que la pobre ha vivido? ¿Es que pudo vivir? ¿Es que nació acaso? Si fue expósita, ¿no ha sido exposición su muerte? ¿No lo fue su casamiento? ¿No la hemos echado en el torno de la eternidad para que entre al hospicio de la Gloria? ¿No será allí hospiciana también?»
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las insinuaciones de don Juan, el médico, que menudeaba las visitas para los niños,
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lo que necesita es un ama de casa, una que le cuide, que le ponga sobre la cama la ropa limpia, que haga que se le prepare el puchero... peor, peor que el remedio, peor aún! ¡Cuando una no es remedio es animal doméstico, y la mayor parte de las veces ambas cosas a la vez! Estos hombres... ¡O porquería o poltronería! ¡Y aún dicen que el cristianismo redimió nuestra suerte, la de las mujeres!» Y al pensar esto, acordándose de su buen tío, se santiguó diciéndose: «¡No, no lo volveré a pensar...!» ¿Pero quién enfrenaba a un pensamiento
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¡Qué cosas se te ocurren, mamá Tula! —No ves que me he pasado la vida soñando...
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Pero si dicen, mamita, que yo no sirvo para nada... —¿Y quién dice eso, hija mía? —No, no lo dicen... no lo dicen... pero lo piensan... —¿Y cómo sabes tú lo que piensan? —¡Pues... porque lo sé! Y además, porque es verdad... porque yo no sirvo para nada, y después de que tú te me mueras yo nada tengo que hacer aquí... Si tú te murieras me moriría de frío... —Vamos, vamos, arrópate bien y no digas esas cosas... Y voy a arreglarte esa medicina...
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con la vida eterna de la familiaridad inmortal.
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Ahora era ya para sus hijos, sus sobrinos, la Tía, no más que la Tía, ni madre ya ni mamá, ni aun tía Tula, sino sólo la Tía. Fue este nombre de invocación, de verdadera invocación religiosa, como el canonizamiento doméstico de una santidad de hogar.
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Elvira,
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Manolita.
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Y una de las frases de íntimo sentido, casi esotérico, que aprendió Manolita de la Tía y que de vez en cuando aplicaba a sus hermanos, cuando dejaban muy al desnudo su masculinidad de instintos, era decirles: «¡Cállate, zángano!»
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