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Mientras su hermana Rosa abría espléndidamente a todo viento y toda luz la flor de su encarnadura, ella era como un cofre cerrado y sellado en que se adivina un tesoro de ternuras y delicias secretas.
—¿Y cómo no fuiste monja? —No me gusta que me manden.
—Los niños lo comprenden todo; más que nosotros. Y no olvidan nada. Y si ahora no lo comprenden, lo comprenderán mañana. Cada cosa de estas que ve a oye un niño es una semilla en su alma, que luego echa tallo y da fruto.
Al llegar a un punto en que un tronco tendido en tierra, junto al sendero, ofrecía, a modo de banco rústico, asiento, sentábanse en él ellos dos, cara al mar, mientras los niños jugaban allí cerca, lo más cerca posible.
Era la luna llena, roja sobre su palidez, que surgía de las olas como una flor gigantesca y solitaria en un yermo palpitante. —¿Por qué le habrán cantado tanto a la luna los poetas? —dijo Ramiro—; ¿por qué será la luz romántica y de los enamorados? —No lo sé, pero se me ocurre que es la única tierra, porque es una tierra... que vemos sabiendo que nunca llegaremos a ella... es lo inaccesible... El sol no, el sol nos rechaza; gustamos de bañarnos en su luz, pero sabemos que es inhabitable, que en él nos quemaríamos, mientras que en la luna creemos que se podría vivir y en paz y crepúsculo
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—Así sois los hombres; no sabéis lo que hacéis ni pensáis en ello. Hacéis las cosas sin pensarlas... —Peor es muchas veces pensarlas y no hacerlas...
—Cada hombre es un mundo, Gertrudis. —Y cada mujer, una luna, ¿no es eso, don Juan? —Cada mujer puede ser un cielo.

