Kindle Notes & Highlights
A nosotros nos ha tocado la misión de asistir al crepúsculo de la piedad. ROBERTO ARLT
La primera edición de La invasión es de 1967 y no he vuelto a publicarlo desde entonces. Varias veces estuve por reeditarlo y siempre me distrajeron otros proyectos. En un sentido me gustaría imaginarlo como un manuscrito perdido y vuelto a encontrar; una obra olvidada en un cajón. Cuarenta años es un buen plazo para saber si un libro resiste el paso del tiempo. No necesariamente es éste el caso, ni tampoco la supervivencia es una virtud en sí misma (muchos libros pésimos han sobrevivido y libros excelentes han sido negados), pero de todos modos si me decido a publicarlo es porque no le veo
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Los dos relatos más extensos —que abren y cierran el volumen— son inéditos. «El joyero» fue escrito en 1969 y «Un pez en el hielo» a principios de 1970. Los dos textos pasaron por diversas versiones y múltiples reescrituras. Me pareció pertinente incluirlos en el libro porque fueron escritos con la misma concepción de la literatura que el resto de los relatos. Reescribir viejas historias tratando de que sigan iguales a lo que fueron es una benévola utopía literaria, más benévola en todo caso que la esperanza de inventar siempre algo nuevo. Una ilusión suplementaria podría hacernos pensar que
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Su hija Mimi se había trepado a la ventana que daba a la calle y el Chino le sonrió para que no se asustara. La nena se tenía del postigo y miraba el vacío. —Mimi —le habló despacio el Chino—. Vení con papá. —Papi se fue —dijo la nena, y se dejó caer. Entonces lo despertó la claridad de la mañana. Había soñado que Mimi se hundía en un pozo blanco y ahora vio el mismo brillo sucio reflejado en el aire del cuarto. Vivía solo y estaba obsesionado con su hija. Tenía prohibido verla. Su ex mujer, Blanca, se había apoyado en los antecedentes penales del Chino y lo había acusado de irresponsabilidad
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El sueño lo perturbó, y al levantarse de la cama quiso saber de su hija. Tengo que llamarla, pensó. Era supersticioso y veía señales en todos lados. Sabía que el azar puede cambiar la vida en un instante. Ese sueño quería decir que su hija estaba en peligro. El Chino se acercó medio dormido al botiquín y buscó una anfetamina. Abrió el frasco, hizo correr la píldora hacia la palma de la mano y la tomó en seco. En dos minutos, cuando la droga empezara a actuar, sería otro, más lúcido, más rápido. Se le borrarían los malos augurios, los pensamientos mismos se borrarían. Primero hay que saber
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El Chino había laminado el metal hasta convertirlo en una hoja transparente, luego tejió un tul para sostener el engarce y empezó a facetar el diamante. Trabajaba la piedra sobre una tulipa de acero con un esmeril de dos milímetros. Se ajustó el cono de porcelana de la lupa en el ojo izquierdo y prendió la luz fija. Un rayo blanco iluminaba un punto preciso de la piedra sin provocar reflejos. Parecía un minero trabajando en la galería subterránea de un universo en miniatura. Tallar es algo que se hace casi sin ver, guiándose por el instinto, buscando la rosa microscópica en el borde de la
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En la cárcel el Chino había conocido al flaco Pura y ahí aprendió el oficio de joyero. Pura llevaba siete años preso porque había matado a un capitán, una noche, en el casino de oficiales de un destacamento de montaña, en Cobunco, dos días antes de salir de baja, a fines de marzo del 56. Nunca nadie supo por qué lo había matado y Pura jamás se lo explicó. Fue una suerte, en medio de la desgracia, que al Chino le tocara compartir la celda con el flaco Pura, que era uno de los mejores joyeros de la Argentina y que a los dieciocho años había sido primer oficial en el taller de Ricciardi. En seis
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Y ahí fue donde Pura le regaló las joyas de la virgen y le dijo que tenía que largar todo e irse a Buenos Aires. Como si Pura fuera su padre, que siempre le estaba dando consejos que él no entendía, como si Pura le leyera el pensamiento o pudiera ver las imágenes que se le cruzaban por la cabeza cuando estaba asustado. Blanca ya lo engañaba o el Chino pensaba que Blanca ya lo engañaba y estaban a punto de separarse. Pura tenía una bolsita de cuero con la limadura de platino y de oro que había juntado en todos esos años, escondida en una figura hueca de la virgen de Luján. La había puesto en
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Con lo que sacó vendiendo las limaduras, pudo dejar todo e irse de Mar del Plata cuando se separó de Blanca. En Buenos Aires el oficio era muy diferente, se valoraba el trabajo personal y el Chino enseguida empezó a hacer piezas finas. Un anillo bien hecho podía llevarle meses. En el fondo nunca estaban terminados. Se podía seguir laminando la piedra y puliendo el engarce hasta que el metal y el diamante parecieran formar un solo cuerpo invisible. Desde mayo estaba trabajando en un solitario de platino que le ocupaba todo el tiempo. Era una pieza única, un diamante sudafricano de cuatro puntas
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La vio regresar desnuda a la cama y apoyar la rodilla en el colchón mientras el tipo la miraba, tirado boca arriba, fumando. (El tipo tirado boca arriba en la cama no tenía cara.) El recuerdo de una tarde que habían pasado en un hotel cerca del Faro y la imagen de Blanca desnuda, que se acercaba sonriendo, insistía como una alucinación. Volvió al banco y trabajó media hora hasta dejar el engarce del anillo casi listo. Se sentía tranquilo y relajado y a la vez volvía a oír la voz del tipo en el teléfono, una voz irónica, satisfecha, que lo alteraba. Le costaba cada vez más someter a su mente.
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Sosa trabajaba en un costado, con un aprendiz que le sostenía el metal mientras lo laminaba. Era un viejo de cara flaca y aire distraído. Había sufrido un ataque y había estado a punto de morir. Le temblaban un poco las manos y ahora se encargaba de dirigir el trabajo que hacía el Gorrión, su aprendiz. En un sentido el Gorrión era las manos de Sosa. —Traje esto, don Sosa —dijo el Chino, y dejó el anillo sobre la mesa—. No está terminado. Sosa observó el anillo con aprobación. —Sin soldar —afirmó. El Chino pensó que era una pregunta. —No, lo tallé con sierras de dos milímetros. Sosa miró al
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Para cada ocasión tenía una sentencia. Era un hombre que odiaba a las mujeres. Trabajaba para ellas, hacía joyas para las manos y las gargantas de las mujeres, pero eso era todo lo que podía ofrecerles. Las conocía bien, sabía lo que podía gustarles. Estaba acostumbrado a recibirlas en el local y ayudarlas a decidir cómo tenía que ser el cintillo que iban a lucir. Pero ése era todo el trato. Vivía solo en una casa por Villa Crespo, no tenía hijos, no se le conocían parientes ni amigos. A veces, los sábados, iba a un boliche del bajo (al New Texas, al First and Last) y a la madrugada salía con
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La Terminal de ómnibus de Mar del Plata estaba vacía porque era fines de noviembre, pero las bombitas de luz de los negocios seguían prendidas como invitando a los clientes a entrar. El Chino anduvo por el hall y vio los viejos locales arruinados donde se ofrecían pulóveres y recuerdos del verano. Enfrente, sobre la recova, había una serie de negocios que estaban abiertos toda la noche. Boliches de compra y venta de oro y relojes y de cachivaches que la gente que había ganado a la ruleta le compraba de regalo a los hijos. Vendió el anillo. Se paró frente a la vidriera de una juguetería. La
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Dejó la muñeca en la mesa de luz y se tiró en la cama. Era raro estar otra vez en Mar del Plata donde siempre había vivido. Tenía varios amigos y muchos conocidos pero pensaba cruzar en secreto y ver a Mimi, regalarle la muñeca y después irse. Blanca se iba a dar cuenta de que no podía impedirle ver a su hija. Había conservado la llave de la cocina de la casa y pensó que podía entrar furtivamente por atrás, estar un rato con Mimi y después irse sin que nadie lo notara. Le dieron muchísimas ganas de verla y de oírla hablar. Tenía unas manitas muy chiquitas y le gustaba ponerlas contra la palma
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Cerca del Casino vio a los tipos que cruzaban por el Boulevard Marítimo como fantasmas. Todavía era temporada de invierno, se podía jugar hasta las dos de la mañana. Tocó el revólver y pensó lo que siempre pensaba. Qué hubiera sido de su vida si esa tarde, cuando estaba de guardia, no hubiera dejado pasar a la muchacha o si ella hubiera cruzado antes de que empezaran a tirar o si ese día no lo hubieran mandado a hacer guardia en el camino que bordeaba la costa. Su vida sería otra, no estaría ahora parado ahí, como un ladrón, esperando la madrugada para entrar en silencio a su casa y saludar a
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Pensaba en el bar cuando estaba en Buenos Aires, y se veía con Blanca después de salir del cine, tomando café con ginebra y hablando con el mozo que tenía la pierna chueca, pero ahora que estaba aquí nadie lo conocía. También el bar era un lugar vacío, como si sólo existiera en la memoria. El mundo exterior existe si podemos recordarlo, pensó de golpe sin entender muy bien lo que quería decir. Las evidencias son la única verdad. Había tratado de explicar que la mujer del Fiat 600 le había sonreído y le había pedido por favor que la dejara cruzar porque si no iba a tener que desviarse como cien
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Miró al Chino sonriendo, divertido con el chiste. Y se alejó al otro lado del mostrador. El Chino levantó el vaso de ginebra y miró el salón buscando una mesa. Al fondo, en el ventanal que daba a la playa, vio al médico que venía siempre al bar y pasaba las noches tomando whisky. Cada vez se iba más tarde, vivía en El Paraíso, un hotel sobre la avenida Luto. Lo había visitado varias veces y siempre lo había asombrado la elegancia del tipo, que tenía la pieza llena de discos de música clásica y de libros en francés. Cuando el Chino salió de la cárcel le habían dado el dato del doctor Montes, un
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El doctor se tiró atrás en la silla y lo miró con una expresión amistosa. Para el doctor Montes, el Chino era otro desesperado, un tipo que había perdido a su mujer y a su hija y que se arrastraba empujado por la benzedrina. —¿Y adónde piensa irse? —Me vuelvo a Buenos Aires. Quiero llevarme a mi hija a vivir un tiempo conmigo. De golpe le había dicho la verdad y se sintió aliviado porque él mismo descubrió lo que pensaba. —Todo se puede arreglar —dijo el médico. —Mi mujer tiene el amparo del juez y no me deja verla. Usted sabe que yo estuve preso. —El médico lo miró con interés—. No fue culpa
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Se detuvo y se arrimó a un árbol, la calle estaba desierta y él rondaba como un ladrón frente a su propia casa. Había una luz encendida en el jardín y vio el triciclo de Mimi entre los jazmines. Iba a tener que saltar el cerco de ligustro, había un soporte de ladrillo en un costado y lo podía usar para apoyarse y cruzar por el tejido. Al caer en el jardín, pisó mal y tropezó. La bolsa con la muñeca y el revólver se le soltó de la mano y al caer rebotó contra un cantero y se abrió. Cuando levantó el paquete empezó a sonar la musiquita y vio que se le había despegado la cabeza a la muñeca. El
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La nena le transmitía una alegría y una intimidad que siempre lo calmaba. Ella lo hacía sentirse un hombre como nunca ninguna mujer lo había hecho sentir. Cuando estaba con Mimi se sentía seguro y actuaba con suavidad, sin perder la calma. Jamás estaba perdido estando con su hija. Con el resto del mundo, en cambio, vacilaba inseguro. Salvo cuando estaba trabajando en el taller; si había logrado concentrarse y salir de sí mismo, entonces todo iba bien. Pero con Mimi era mejor porque ella lo aliviaba instantáneamente. Comprendió que había venido para verla pero que ahora había decidido llevarla
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La claridad del alba se insinuaba en el mar. No sabía muy bien qué iba a hacer. Quería llevar a la nena a pescar. Y pensaba que al volver quizás Blanca le sonriera como le sonreía antes y las cosas se arreglaran. De un modo extraño se dio cuenta de que ya no soportaba vivir solo. Abrió la bolsa y le dio la muñeca a Mimi. La cabeza colgaba sobre el pecho. —Se rompió —dijo Mimi. —Después te la arreglo —dijo el Chino—. Hay que pegarle la cabeza con cola. Pero ¿ves?, es una cajita de música. La hizo andar y la música sonó débil en la esquina medio vacía. Mimi no le dio mucha importancia y se
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Rainer Wagner se había acomodado en la camita turca y miraba el aire, cansado de hacer lista de caballos para completar la sección Hípicas del Buenos Aires-Seitung, un diario alemán que se editaba en La Plata desde los tiempos de la Segunda Guerra y que ahora salía, en realidad, tres veces por semana con noticias varias y una cátedra infalible en el hipódromo que, según decían, era lo único que explicaba su pervivencia. De vez en cuando en alguna carta de lector renacía una inocultable admiración por las hazañas del Tercer Reich. Wagner, único redactor y gerente del periódico, las dejaba pasar
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Habían vivido juntos en esa pieza de pensión durante meses sin mayores problemas hasta que en los últimos días algo empezó a pasar y ahora los dos estaban nerviosos y desalentados. En un costado de la pieza había bultos atados con sogas, valijas, un baúl blanco muy viejo, con estampillas alemanas. Iban a tener que actuar pero no se decidían y la inquietud los rondaba mientras tomaban ginebra acodados en la baranda de hierro del balcón oyendo los rumores torvos de la ciudad en la tarde.
—Uno envejece —dijo de pronto el maestro Pardo—. No cambia, sólo envejece. Eso es lo fulero. Me siguen gustando las mismas cosas pero ya no puedo conseguirlas porque nadie me toma en serio. Sólo yo sigo fiel a mis berretines. —Nuestra situación ha cambiado sustancialmente —dijo Wagner—. Y usted me preocupa, querido. No es que Wagner tuviera especial interés en el maestro Pardo, en realidad tenía interés en muy pocas cosas, pero en los últimos días no había podido dormir más de dos o tres horas y eso le daba una particular lucidez que lo distanciaba de todo y lo hacía observar a Pardo con ojos
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Entonces se miraron, atentos, expectantes, como en suspenso, una vez más. Porque en los últimos días no habían hecho otra cosa que adivinar los pasos en el zaguán y el golpe de la cerradura, las voces y las risas sofocadas, en la otra pieza. Y ahora volvían a imaginar la luz amarillenta que bajaba de la única bombita y alumbraba las paredes manchadas de humedad, la mesa contra la ventana de cortinas como telas de araña. Wagner hizo un gesto y los dos esperaron el silencio que venía siempre después que se habían sofocado las voces, después del último roce de las ropas contra el piso, del
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Wagner se acercó a la puerta. Luego se arrodilló contra la cerradura. La mirada recayó primero sobre un papel blanco, luego sobre un vaso; después vio el brillo de un anillo en la mano abierta de la mujer. Fue un instante, porque enseguida la mujer se alejó, luego vio que apoyaba las manos en el piso y se tiraba hacia atrás, desnuda, contra el hombre que la abrazaba y la obligaba a girar. Lo que veía se desintegraba en pequeños detalles; el cubrecama verde se extendía como un prado; una mano blanca descansaba sin sentido en el aire; una esclava dorada envolvía el tobillo de la mujer. El
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La tarde declinaba sobre la ciudad. Wagner se apoyó en la mesa y se calzó primero un zapato y luego el otro. El maestro Pardo estaba cerca de los bultos y las valijas. En la otra pieza se oyeron risas, voces sofocadas. Wagner buscó en el bolsillo del pijama y mostró una llave. Se miraron en silencio. —Perfecto —dijo Pardo. En la luna del espejo del ropero entreabierto podía verse un árbol florecido en la vereda de enfrente. Era raro, estaba lejos y estaba ahí. Wagner se paró delante y su cuerpo se reflejó entre las ramas. —Oigo cantar —dijo. Se pusieron a escuchar. —No oigo nada —dijo Pardo.
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