Tenga cuidado con lo que hace, señor Hindley. Si no le importa de sí mismo, tenga al menos compasión de este pobre niño. –Estará mejor en manos de cualquiera que en las mías –contestó. –¡Tenga, pues, compasión de su propia alma! –le dije, al tiempo que trataba de quitarle el vaso de las manos. –¡Ni pensarlo! Me produce, por el contrario, un gran placer empujarla a la perdición, para castigar a quien la creó –gritó el blasfemo–. Mira, ¡por su entrañable condenación!

