Era la policía. La voz llegaba distorsionada, en falsete, una típica voz de guanaco, retorcida y prepotente, vacía de cualquier sentimiento que no fuera el verdugueo. Tipos que gritan seguros de que el otro va a obedecer o se va a hundir. Ésa es la voz de la autoridad, la que se escucha por el altavoz en los calabozos, en los pasillos de los hospitales, en los celulares que llevan a los presos en medio de la noche por la ciudad vacía a los sótanos de las comisarías para darles goma y máquina.
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