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el proceso de centralización política también marca el comienzo de una era de mayor absolutismo. Un ejemplo de ello son los orígenes del absolutismo ruso,
En el siglo XV, representaban solamente a dieciocho ciudades, cada una de las cuales enviaba a dos diputados. En consecuencia, las Cortes no representaban a una serie de grupos tan amplia como la que representaba el Parlamento inglés, y nunca se desarrollaron como un nexo de intereses variados que compitieran para imponer límites al absolutismo.
En 1821, lo dejó claro en un discurso, característico de los gobernantes Habsburgo, que dio ante los profesores de una escuela de Laibach, en el que afirmó: «No necesito sabios, sino ciudadanos buenos y honestos. Su tarea es educar a estos jóvenes para que sean esto último. Aquel que me sirva debe enseñar lo que yo le ordeno. Si alguien no puede hacerlo, o viene con ideas nuevas, se puede ir, o yo haré que se vaya».
Cuando el filántropo inglés Robert Owen intentó convencer al gobierno austriaco de que adoptara algunas reformas sociales para mejorar las condiciones de los pobres, uno de los ayudantes de Metternich, Friedrich von Gentz, contestó: «No deseamos que todas las grandes masas sean ricas e independientes... ¿Cómo íbamos a gobernarlas entonces?».
El problema en el Congo era que sus habitantes comprendían que cualquier cosa que produjeran podía ser confiscada por un monarca absolutista y, en consecuencia, no tenían incentivos para invertir ni utilizar una tecnología mejor.
La actitud de Kankrin estaba proféticamente determinada por el temor de que el cambio económico conllevara el cambio político, unas ideas que compartía el zar Nicolás.
Afirmaba que éste conllevaría una peligrosa movilidad social y destacaba que «los ferrocarriles no siempre son resultado de una necesidad natural, sino que son más bien un objeto de necesidad o lujo artificial. Fomentan el viaje innecesario de un lugar a otro, lo que es totalmente típico de nuestro tiempo».

