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106 pages, Paperback
First published January 1, 1907
Yo no imagino paraíso, ni vida de ultratumba por espléndida que sea, en que no estuviesen en su sitio tal magnífica haya de la Sainrencia o de una humilde ermita vecina de mi casa que ofrecen al transeúnte el modelo de todos los grandes movimientos de resistencia necesaria, de valor tranquilo, de empuje, de gravedad, de victoria silenciosa y de perseverancia.
Los perfumes son del todo inútiles a nuestra vida física. Demasiado violentos, demasiado permanentes, hasta pueden ser hostiles. Sin embargo, poseemos una facultad que se regocija en ellos y de ellos nos trae la buena noticia con tanto entusiasmo y convicción como si se tratase del descubrimiento de un fruto o de un brebaje delicioso. Esa inutilidad merece nuestra atención. Debe ocultar un buen secreto. He aquí la única ocasión en que la naturaleza nos procura un placer gratuito, una satisfacción que no adorna un lazo de la necesidad. El olfato es el único sentido de lujo que la naturaleza nos ha dado; por esto parece ajeno a nuestro organismo.
El cuadrante solar es el único digno de medir el esplendor de los meses verdes y dorados. Como la dicha profunda, no habla. Sobre él, el tiempo marcha en silencio; pero la iglesia de la aldea vecina le presta por momentos su voz de bronce, y nada hay tan armonioso como el sonido de la campa que concuerda con el gesto mudo de su sombra marcando el mediodía en el océano del azul celeste. Da un centro y nombre sucesivos a la beatitud desparramada y anónima. Toda la poesía, todas las delicias de los alrededores, todos los misterios del firmamento, todos los pensamientos confusos de la olmeda que guarda la frescura que la noche le confió como un tesoro sagrada, toda la intensidad feliz y dolorosa de los campos , de las llanuras, de las colinas entregadas sin defensa a la devorante magnificencia de la luz, toda la indolencia del arroto que se desliza entres sus tiernas riberas, y el sueño del estanque que se cubre de las gotas de sudor que forman las lentejas de agua, y la satisfacción de la casa que abre en su fachada blanca sus ventanas ávidas de aspirar el horizonte, y el perfume de las flores que se apresuras a termina un día de ardiente belleza, los pájaros que cantan según el orden de las horas para tejerles guirnaldas de alegría en el cielo, todo esto, con millares de rosas y millares de vida que no son visibles, se da cita, y se junta, y toma conciencia de su duración en torno de ese espejo del tiempo en que el sol, que no es más que una de las ruedas de la inmensa máquina que en vano subdivide la eternidad, viene a marcar con un radio complaciente el trayecto que la tierra, y todo lo que ésta sustenta realiza cada día en la ruta de las estrellas.
Consagra su vida a sorprender sus secretos más minuciosos: les prepara en su pensamientos y en los nuestros el espacio necesario para sus evoluciones. Eleva a su altura la conciencia de su ignorancia y enseña a comprender más profundamente que son incomprensibles.
Cuanto más desarmados nos sentimos en presencia de la ofensa, más nos atormenta el deseo de manifestar a los demás y de persuadirnos a nosotros mismo de que nadie nos ofende impunemente.
El valor es tanto más susceptible, tanto más intratable, cuanto más el instinto asustado, agazapado en el fondo del cuerpo que recibirá los golpes se pregunta con angustiosa ansiedad de qué manera acabará la algarada.
¿Qué harpa ese pobre instinto prudente, si la crisis toma mal giro? Con él se cuenta, a la hora del peligro. Destinados le están los cuidados del ataque y de la defensa.
Pero en la vida cotidiana se le alejó tantas veces de los negocios y del consejo supremo, que al llamamiento de su nombre sale de su retiro como un cautivo envejecido, súbitamente deslumbrado por la luz del día.
¿Qué resolución tomará? ¿Dónde habrá que dar? ¿En los ojos, en el vientre, en la nariz, en las sienes, en el cuello? ¿Y qué arma escoger? ¿El pie, los dientes, la mano, el codo o las uñas?
No sabe: vacila en su pobre morada que van a deteriorar, y mientras se atolondra y las tira de la manga, el valor, el orgullo, la vanidad, la altivez, el amor propio, todos los grandes señores magníficos, pero irresponsables, enconan la querella recalcitrante, que para en fin, después de innumerables y grotescos rodeos, en el inhábil cambio de porrazos chillones, ciegos, híbridos y llorones, lastimosos y pueriles e indefinidamente impotentes.
Por el contrario, el que conoce la fuente de justicia que posee en ambas manos cerradas no tiene nada de qué persuadirse. Una vez para siempre sabe lo que sabe hacer.
La longanimidad, como una flor apacible, emana de su victoria ideal pero segura.
El más grosero insulto no puede alterar su sonrisa indulgente. Espera, pacífico, las primeras violencias, y puede decir con calma a todo el que lo ofende: «No pasaréis de ahí»
Por otra parte, si se la quiere comprar con Hamlet, es probable que el pensamiento es el él menos activo, menos agudo, menos profundo, menos vibrante, menos profético. En cambio, ¡cómo la acción de la obra parece más enérgica, más consistente y más irresistible! Ciertos penachos, ciertos hilos de luz sobre la explanada del Elsinor alcanzan e iluminan un instante, como resplandores de ultratumba, más inaccesibles tinieblas; pero aquí la columna de humo y de llamas ilumina de una manera permanente y uniforme todo un lienzo de la noche. El asunto es más sencillo, más general y más normalmente humano; el color más monótono, pero más majestuosamente y más armoniosamente grandioso; la intensidad más constante y más extensa; el lirismo más continuo, más rebosante y más alucinador, y sin embargo más natural, más próximo a la realidades cotidianas, más familiarmente conmovedor, porque no emana del pensamiento, sino de la pasión; porque envuelve una situación que , a pesar de ser excepcional, es universalmente posible: porque no necesita un héroe metafísico como Hamlet, sino que toca inmediatamente el alma primitiva y casi invariable del hombre.
A medida que aprende, a medida que conoce, la oleada de los desconocido invade su dominio. En la proporción en que los ejércitos se organizan y se extienden, en que las armas se perfeccionan, en que la ciencia progresa y domina fuerzas naturales, la suerte de la batalla escapa al capitán para obedecer al grupo de leyes indescifrables a que se da los nombres de ventura, azar, destino.
Nos es imposible olvidar el mal que se nos hizo, porque el más profundo de nuestros instintos, el de la conversación, está directamente interesado en ese recuerdo.
Sin embargo, diríase que hay algo más. En igualdad de peligros y azares, hechas las partes correspondientes a la inteligencia y al instinto más hábil y más seguro, resulta que la naturaleza parece tener miedo del hombre. Evita religiosamente el tocar a ese cuerpo tan frágil; lo rodea de una especie de respeto manifiesto e inexplicable y, cuando, por nuestra culpa imperiosa, la obligamos a que nos hiera, nos hace el menos mal posible.
Convendría preguntarse si no es más ventajoso obrar lo más pronto posible; si en resumidas cuentas, los sufrimientos silenciosos de los que esperan en la injusticia no son más graves que los que padecerían durante algunas semanas o algunos meses los privilegiados de hoy. Fácilmente se olvida que los verdugos de la miseria son menos ruidosos, menos escénicos, pero infinitamente más numerosos, más crueles, más activos que los de las revoluciones más terribles.
Y si creéis inducirla al error, sabed que tiene razón contra vosotros mismos y que sólo vosotros erráis, porque sois más realmente lo que sois a sus ojos de lo que creéis ser en vuestra alma.
Hay en la vida cotidiana algo de trágico, mucho más real, mucho más profundo y mucho más conforme con nuestro ser verdadero que lo trágico de las grandes aventuras[...] ¿No es la tranquilidad la que es terrible cuando se reflexiona sobre ella y los astros la vigilan? Y el sentido de la vida ¿Se desarrolla en el tumulto o en el silencio?
¿Hemos dado, como dice Saint-Martin, el gran «Filósofo desconocido», hemos dado un «paso más en el camino instructivo y luminoso de la sencillez de los seres»? Esperemos en silencio; quizá vamos a percibir en breve «el murmullo de los dioses».
He hecho sufrir también, porque los mejores y los más tiernos necesitan a veces buscar no sé qué parte de sí mismos en el dolor ajeno. Hay semillas que no germinan en nuestra alma sino bajo la lluvia de las lágrimas que se vierten a causa de nosotros y, sin embargo, esas semillas producen buenas flores y saludables frutos.
Los que aseguran que los ideales morales debe desaparecer a la vez que las religiones desaparezcan se equivocan de un modo extraño. No fueron las religiones las que formaron esos ideales, sino que ellos dieron origen a las religiones. Debilitadas o desaparecidas éstas, subsisten sus fuentes que buscan otro curso.
Se apartaban: nosotros cambiábamos una mirada, nos apartábamos sin despegar los labios y lo comprendíamos todo sin saber nada.
¿Y si no amas o no eres amado, y sin embargo puedes ver con cierta fuerza que mil cosas son bellas, que el alma es grande y que la vida es grave casi indeciblemente, ¿no vale tanto como si te amasen o como si amases?
Una cosa bella no muere sin haber purificado algo. No hay belleza que se pierda. No debe asustar el sembrarlas por los caminos. Allí permanecerán durante semanas, durante años; pero no se disuelven, como no se disuelve el diamante, y alguien acabará por pasar que las verá brillar, que las recogerá y se marchará contento.