Colapso
Tras el colapso de varias horas que sufrieron Facebook, Instagram y WhatsApp y la ausencia de una explicación verosímil por parte de la empresa de Mark Zuckerberg, las teorías de la conspiración ocuparon un lugar predominante en el imaginario colectivo. Era previsible que cualquier cosa que dijera el CEO de la compañía no podría superar los rumores de que un grupo de hackers nos llevará al apocalipsis destruyendo esas redes para que la sociedad voltee hacia sí misma y regrese al paraíso que era la comunicación antes de estar dominados por estas redes.
A lo anterior se sumaron miles de notas que refirieron las declaraciones de una exempleada de Facebook, Frances Haugen, en las que acusó a las empresas de Zuckerberg de negarse a transformar sus prácticas para ser lugares más seguros y no alienar a las personas.
Tras el colapso de unas 6 horas, se discute la regulación a la que se debe de someter a las empresas de Mark Zuckerberg, qué es lo que se debe de organizar, en el ámbito mundial, para poner un alto al malévolo empresario que ha logrado lo que ningún dictador en la historia del hombre, tener bajo su dominio a la mitad de la población de la Tierra, a todos aquellos que cuentan con una conexión a internet a través de su smartphone y una cuenta a Facebook, WhatsApp o Instagram; y sí, tarde o temprano llegará el momento en que se deba regular a la redes sociales, será necesario un debate largo y, bien llevado, productivo y enriquecedor, porque tendrá que realizarse a la misma velocidad con funcionan las nuevas tecnologías, para que no caduquen en cuestión de días los acuerdos a los que se lleguen.
De lo que no estamos hablando, es de la necesaria modificación que tenemos que hacer de nuestros hábitos y cómo la posibilidad de estar disponibles todo el tiempo, ha vulnerado los criterios acerca de cómo nos comunicamos, con quién lo hacemos, el momento en que intentamos esa conexión y el tono en que realizamos ese intento.
Estoy convencido de que todos tenemos algo que decir, lo que no significa que sea pertinente para todos, hay pensamientos que deben madurar antes de ser enunciados, porque es necesario convencernos a nosotros mismos de su pertinencia. El contar con un smartphone, esa disponibilidad infinita está afectando los procesos de introspección necesarios para organizar nuestra vida en sociedad.
La convivencia diaria nos obliga a construir una personalidad que cuente con diversas herramientas para establecer contacto con el otro, somos contradictorios y múltiples a los ojos de los otros, incluso de nosotros mismos, por eso requerimos el desarrollo de una conversación interna que permita los ajustes necesarios para comportarnos de acuerdo al mensaje que deseamos transmitir, ya sea con una persona, la comunidad y en un contexto.
Hemos vuelto la posibilidad en obligación, al tener el smartphone en la mano consideramos que necesitamos comunicar nuestro pensamiento de manera inmediata, nos gana la urgencia, y el reflector de las redes sociales obliga a generar una personalidad única, formar algo que sea aceptado y genere likes, una máscara que tenga la capacidad de atraer el mayor número de personas; a esa urgencia nos rendimos, olvidamos la introspección, la variedad, para cambiarla por la proyección de lo que designan los otros que somos.
Nos comportamos como esclavos de la personalidad que los otros, de los que no sabemos, a los que no conocemos, quienes no están presentes, nos otorgan. Personalidades unidimensionales, sin profundidad, obsesionadas en ser reconocidas, agotadas en la repetición de un discurso único. Irresponsables, en espera de que un día, alguien nos saque de este círculo del infierno.
Coda. En un adelanto publicado por El País de No cosas. Quiebras del mundo de hoy, el libro más reciente de Byung-Chul Han, el filósofo señala que la obsesión con los smartphones destruye la empatía, “con el smartphone nos retiramos a una esfera narcisista protegida por los imponderables del otro. Hace que la persona esté disponible al transformarle en objeto. Convierte el tú en un ello. La desaparición del otro es precisamente la razón ontológica por la que el smartphone hace que nos sintamos solos. Hoy nos comunicamos de forma tan compulsiva y excesiva porque estamos solos y notamos un vacío. Pero esta hipercomunicación no es satisfactoria. Sólo hace más honda la soledad, porque falta la presencia del otro”.
@aldan


