El Camino de Flipperland
En Flipperland por primera vez nos encontramos cara a cara con la noche. No las noches de luna en las que corríamos bicicleta por el barrio, ni las noches de cine en el Grand. No, esta era la noche noche, la noche misteriosa, la noche peligrosa, la noche de adultos nebulosos y muchachos medio perdidos, la noche de luces y tinieblas, la noche de aventuras y loqueras.A los catorce años, Marcelo era la bola plateada en el pinball de la vida. Rebotaba de esquina a esquina y donde quiera que daba ahí prendían luces de colores y sonaban campanas. A los catorce años era la mejor compañía para explorar el nuevo mundo de la juventud que se nos ofrecía en todo su esplendor. Y la música siempre estaba a todo volumen.
Yo por mi parte era más como los flippers, asegurándome que nos pudiéramos mantener en juego sin irnos por la culata. El me instigaba a ir hasta el fin del mundo y yo me aseguraba de que hubiera un camino para volver. Una combinación perfecta. Así juntos descubrimos el mundo, descubrimos la música rock que nadie oía, descubrimos a las muchachas donde quiera que estuviesen. Y así juntos descubrimos lo que había más allá de nuestro barrio. Y por ahí salimos con rumbo al futuro hablando de nada y de todo y haciendo lo que quisiéramos. Caminante no hay camino...
El mundo que nos esperaba fuera del barrio se extendía en dos direcciones. Hacia el este llegamos primero hasta el condominio Park Boulevard que era como su propio mundo mágico. Allí oímos discos de Pink Floyd con Milton y Antonio, y nadamos en la piscina con Denise y Rosa y quien más estuviera allí. De ahí lo seguimos hasta Isla Verde donde recorrimos toda la playa desde los Hobbies hasta el Alambique y brincamos desde el mirador y a veces llegábamos hasta Pine Grove. Allí comimos hamburgers en la Playita o pizza en Sbarro y mantecado en Baskin-Robbins. Allí jangueamos en la piscina del Coral Beach donde vivía mi papá, o en la del New San Juan donde vivían Oscar y Osvaldo, y si no, nos colábamos en los hoteles como si fuéramos turistas.
Pero es por el oeste donde se pone el sol. Y hacia el oeste es donde nos llevó el camino largo. Durante los próximos años llegaríamos hasta el Centro Cervecero en la marginal de la Baldorioty y después hasta el viejo San Juan, y después a las súper fiestas en fincas por todo la isla, y después a Texas y a California y a México y Australia y Japón, y el camino no iba a tener fin mientras nosotros lo siguiéramos caminando.
Pero donde dimos los primeros pasos sobre ese camino sin andar fue en Flipperland. Flipperland estaba en un edificio como para doctores casi en el mismo cuchillo de la Ashford y la Magdalena, frente al Hospital Presbiteriano, donde mismo yo había llegado al mundo.
Flipperland era un negocio sencillo, unas vitrinas donde podías ver adentro y un letrero que decía Flipperland arriba. Al entrar había dos filas de flippers, una a cada lado de un espacio largo, y al final a la derecha una máquina de cambio y una vellonera que creo que solo tenía dos canciones - Back in Black de AC/DC y The Long Run de los Eagles. Una o la otra siempre estaba tocando a todo volumen para que se pudiera oír sobre el escándalo de treinta o más maquinitas de pinball sonando campanas, pitos, y todos los otros sonidos que las maquinas hacen.
Por ahí entrabamos como Pedro por su casa. Ignorábamos las maquinitas y caminábamos hasta la parte de atrás del negocio. Allí había una entradita a un pasillo bajito y oscuro. Por ahí nos metíamos y el pasillo seguía hasta atrás y viraba a la derecha hasta llegar a una puertecita que siempre estaba abierta. Al otro lado de la puertecita como por magia, había una barra. En penumbra, una barra que casi ni cabía allí. El techo bajito y un par de señores sentados dándose el trago, tal vez los papás de algunos de los nenes que estaban jugando pinball al frente, pensaba yo.
Allí comprábamos un par de Budweisers a peso y nos íbamos a jugar maquinitas. Pero en verdad no jugábamos mucho, lo principal era janguear al frente. Allí bebimos, allí fumamos, allí conocimos a muchachas con demasiado maquillaje, y a muchachos que parecía que no tenían casa donde vivir (probablemente la misma impresión que dábamos nosotros). Todos más o menos de nuestra edad, todo bajo la media luz eléctrica de la noche y los carros pasando por la Ashford.
Ahí fue la primera vez que conocí a Lucy.
No recuerdo los nombres de casi ninguna de las personas que jangueaban en Flipperland. Era un jangueo anónimo y nadie se hacía ilusiones de que mañana íbamos a vernos otra vez. Nadie hablaba de donde vivía, ni donde iba a la escuela, ni teléfonos, ni planes de ningún tipo más allá de esa noche. En ese ambiente, poco a poco las personas empezaron a tomar aspecto de estereotipos. ¿Este gordito, es el mismo que estaba jodiendo la pita el mes pasado? ¿Este chamaco, es el mismo que estaba pidiendo chavos el sábado? ¿Esta muchacha, es la misma que quería ir a la playa a nadar la otra noche?
Tal vez eran los mismos, tal vez no. En verdad no importaba, lo único que importaba era lo que estaba pasando en el momento y tan pronto pasaba, ahí quedaba. Como las bolas de pinball que rebotan tan rápido que no te das ni cuenta donde fue que dieron la última vez.
Pero me acuerdo de Lucy. Igual que Lucy in the Sky with Diamonds, le dije. Ella no conocía la canción. Venía de Yabucoa y tenía un tipo medio de chica surfer y medio de jibarita del campo. Estaba de paseo en San Juan, nos dijo. Y no sé porque a mí me dio la impresión de que estaba huyendo de alguien.
Necesito un recorte de pelo. ¿Tú tienes tijeras? me pregunto.
No tengo, le dije. En casa tal vez.
Está bien, olvídate, me dijo. Pero no te olvides de tu casa, no vayas a hacer como el indio que se fue de paseo hasta que perdió el camino y nunca pudo volver a su casa. Dicen que todavía está por ahí, buscando el camino de vuelta.
Me reí, pero ella no se rió. Era bien seria.
Caminamos juntos, Marcelo, ella y yo, por todo el Condado y después ella se fue y no la volví a ver.
Marcelo y yo seguimos caminado, y mucho que caminamos, desde Culebra hasta Boquerón. Por par de años caminamos, pero en algún momento nuestros caminos se separaron, el siguió por un camino y yo seguí por otro, y perdimos contacto. Después yo me fui a la universidad en Texas, estudié, y terminé de estudiar. Y me casé y me divorcié en Texas y estaba viviendo en un apartamentito de un cuarto en un complejo de mala muerte donde nadie se conocía y nadie me conocía. Allí, un día, conocí a una muchacha de pelo pintado de rubio y mucho maquillaje que vivía en otro de los apartamentos.
Yo estaba llegando a casa y ella estaba en el área de parking hablando con un señor que tenía un solo brazo. Al pasarles por al lado ella me llamó. Ven acá, me llamó. Yo fui a donde ellos. ¿A ti te gusta Madonna? me pregunta. Pues algunas canciones si otras no, le digo. Ella es fantástica, es la mejor, me dice. Hola, yo me llamo Lucy. Y me da la mano. ¿Cómo Lucy in the Sky with Diamonds? le pregunté. Yo prefiero a Madonna, me dijo. ¿Tú no eres de por aquí verdad? me pregunta de súbito. Ten cuidado y no te pase como al indio que se fue de paseo y perdió el camino y no pudo volver a su casa.
Y en ese momento me acorde de la Lucy de Flipperland. Y me acorde de Marcelo, y me pregunte donde estaría. Y pensé que tal vez Marcelo era el indio que había perdido el camino a casa. Pero tan pronto lo pensé, me di cuenta que no, que el indio era yo. Y ahí me di cuenta que me había convertido en un adulto.
Published on February 19, 2016 19:44
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