La inscripción, la brecha y las platas

La confección de las listas parlamentarias es un momento especialmente dramático en la vida de los partidos. De algún modo, es la hora de la verdad. La selección de candidatos no sólo es un trabajo en el que las colectividades escogen a sus mejores hombres y mujeres para representarlos, sino también la instancia en la que fijan los estándares de calidad de la clase política del país. Obviamente, los partidos llevan a cabo esta función atendiendo a numerosas consideraciones. Mientras algunos entran a las plantillas en función de los nexos que han generado con sus partidos como dirigentes o como parlamentarios, otros lo hacen como militantes rasos, en calidad de apuestas por la renovación. Unos son escogidos en base a su coherencia ideológica, otros en base a su popularidad. Hay candidatos que son para ganar y hay también candidatos que son solo para acompañar o dar testimonio. Hay candidatos que lo son porque constituyen un lujo para los partidos que los llevan y hay otros casos en cuales, por la inversa, en que es el partido el que es un lujo para ellos. En fin, no en último lugar, esta vez también hay candidatas que lo son solo para cumplir las cuotas de género establecidas por ley.


Como ha ocurrido siempre, en la experiencia reciente de inscripción de las listas parlamentarias hubo de todo. Se dirá que no fue un espectáculo muy edificante. Sin embargo, las cosas nunca han sido muy diferentes. Los insumos de esos episodios no tienen buena presentación y son conocidos: encarnizadas guerras de egos, muchos aspirantes heridos, viejas lealtades que se fracturan para siempre, nuevas trenzas internas de poder que eran impensadas, atribuladas negociaciones de último minuto, muchos tira y afloja tras bambalinas, oportunismo rampante incluso en quienes se decían puros y súbitos tributos a las convicciones, incluso de parte de quienes nunca las tuvieron. Así es la política y no hay sistema electoral que pueda corregirla.


Pero dicho eso, y libres ya los partidos del estrés que les significó el trance de la inscripción, y que corresponde a un proceso del cual la gente preferiría no saber, porque lo único que hace es desvalorizar todavía más la política ante la opinión pública, viene ahora el reto, primero, de conectar con la ciudadanía y de hacerlo, segundo, en un contexto de austeridad que es nuevo en la política chilena, atendido que prácticamente se acabó el financiamiento privado de las campañas y hoy el grueso de los recursos proviene del Estado.


Son dos desafíos contundentes. El primero, el de la conexión, debería traducirse en un proceso conducente a ir cerrando las brechas que durante este gobierno han ido distanciando la política tanto de las necesidades como de las expectativas ciudadanas. De otro modo no se explica que tengamos una clase política muy polarizada, y radicalizada incluso, y un electorado que en lo básico sigue siendo moderado. Alguna vez se tendrá que estudiar el persistente desacople que se inicia cuando la actualmente agónica Nueva Mayoría elabora un diagnóstico del malestar de la sociedad chilena con el cual la mayoría del país desde muy temprano se mostró disconforme o en franco desacuerdo. En un sistema político menos rígido que el nuestro eso debería haberse expresado en rectificaciones del oficialismo o en deserciones políticas importantes. Pero no las hubo. Hubo corcoveos, hubo rezongos y hubo amenazas, sobre todo de parte de sectores de la DC, pero al final lo que se impuso fue la disciplina y la incondicionalidad. Donde no primaron los ideologismos, bueno, primaron las prebendas del poder. El presidencialismo chileno tiene razones que, aun no siendo reconocidas ni por la inteligencia ni el corazón, pueden ser muy poderosas para los partidos hambrientos de cargos y contratos. Por lo mismo, ante un escenario tan distorsionado, debieran ser ahora los ciudadanos los que reimpongan la lógica democrática. Se habla mucho de la crisis de la democracia representativa en Chile, porque la gente participa poco y los niveles de abstención son altos. Pero se habla poco de este otro vacío de representatividad, generado por una política que no sólo se ha vuelto indiferente a lo que la gente piensa, siente y quiere, sino que incluso, arrastrada por los gritos de la calle, se declara adversaria de las aspiraciones mayoritarias más profundas.


En el plano del financiamiento ya se están oyendo los primeros gimoteos. Los de esta semana del senador Guillier debieran ser incorporados a la antología de la inconsecuencia política. Como senador, debiera saber que empresas públicas como BancoEstado no pueden conceder créditos a los parlamentarios y debiera también sospechar que el incentivo que tiene la banca privada para dárselos es nulo atendidos los escándalos pasados y los riesgos futuros envueltos en el financiamiento de la política. Aducir que esto no fue así en la campaña del 2009 es colocar un estándar muy bajo y que en realidad fue vergonzoso. Por lo demás, el senador debería comenzar a hacerse responsable de las leyes que votó. Los problemas económicos que está enfrentando su campaña eran perfectamente predecibles y una candidatura ciudadana como la suya debería haber diseñado una estrategia para enfrentarlos. Lo cierto es que en este tema ha habido mucho fariseísmo. Lo hay sin perjuicio de que la sociedad chilena sigue haciéndose un poco la desentendida cuando se pregunta por quién debería financiar la política. Como todos miran para el techo, la respuesta de cajón en la actualidad es papá Estado, aunque es un secreto a voces que eso es insuficiente. Los partidos políticos, desprestigiados como están, por otra parte, tampoco han generado una cultura de aportes desde la sociedad civil, que es canal más vigoroso de soporte de la política en democracias desarrolladas. En algún momento seguramente tendrán que hacerlo. La pregunta es cuándo. Lo único claro es que, mientras eso no ocurra, los lloriqueos sobran.


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Published on August 26, 2017 23:26
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Óscar Contardo
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