Carta abierta a un saco’e wea

Te recuerdo llamando a mi madre en la noche para decirle que pasarías a almorzar, y me recuerdo esperándote eternamente a que llegaras junto a la ventana. Recuerdo la decepción de que no lo hicieras. Pronto mi mamá dejó de contarme cuando vendrías, entonces, si aparecías se volvía una sorpresa. Cuando venías de visita, tú entrabas entraba como una orquesta.


Eres un hombre no muy alto, con una calvicie incipiente. Entras riendo y tirando tallas por toda la casa. A pesar de ser dentista, tienes los dientes muy chuecos, siempre estuviste temeroso de practicar la misma crueldad que haces contra tus pacientes. De mente aguda y penetrante, interpretas a las personas antes de que hablen. Regalas risas y halagos, pero nunca te comprometes. “No —dices—, tengo una familia y no me puedo quedar con ustedes”. Jamás lo has dicho de forma explícita, porque prefieres callar y huir, como con los dentistas. Conoces tu profesión.


Más grande te conocí mejor. Fui acreedor de la “Beca Padre Irresponsable”, la cual consistía en el pago total de mi carrera, mientras tú podía limpiar tu karma. En ese mismo tiempo, dejaste a tu esposa y te fuiste a vivir con una nueva pareja. Fue ella quien te hizo ver la necesidad de establecer mejores lazos conmigo. Entonces, aprovechando de que habitábamos la misma ciudad, nos juntamos una vez al mes.


Allí hablábamos de nuestras vidas. Tú me contabas sobre cómo la masonería era una buena red de contactos y sobre tus aventuras tratando de conseguir la jefatura de la carrera en la que hacías clases. Te reías a carcajadas, con fuerza y profundidad, esa risa zorrona pero contagiosa.


En ese periodo mi mamá me contó algunas cosas sobre ti. Que tus orígenes eran más bien pobres, hijo de calichero, que entraste a la universidad a estudiar odontología. Que desde allí empezaste a relacionarse con más personas, crear contactos, ser el centro de atención. Para pagar tu beca tuviste que ir a un pueblito chiquitito, a atender a gente pobre, pero no te molestaba porque exacerbaba su sentido social como buen militante del PPD. Allí se conocieron ambos. Allí surgí yo. Allí tú te fuiste. Ella me contó cómo preferiste a tu familia bien constituida para mantener las apariencias. Aun así, con tu nueva pareja, que es más joven, tus colegas te decían “Gurú”, y tú te sentías pulento.


Conocí otro dentista que te conocía. Te alababa como un campeón que se comía a minas más jóvenes, el gurú, el maestro. Cuando le conté que era tu hijo, no lo podía creer. Igual que la reacción de los masones, quienes no podían entender cómo un hermano podía ser tan poco moral. Les faltaba historia.


La última vez que te vi seguías igual, más contento porque tenías todo lo que querías. Habías terminado con esa mujer después de cinco años de relación, pero ahora eras libre. Eras jefe de carrera, incluso te ofrecían ser decano, pero lo ibas a rechazar porque estabas relajado en tu situación actual. Total, habías pagado las carreras de todos sus hijos (reconocidos y no reconocidos), ya podías gastar tu plata en ti mismo. Yo te miraba pensando que cada vez que quería verte tenía que llamarte yo. Que si no me contactaba contigo, podía dejar de verte por lo bajo un año. Entonces decidí no volver a llamarte. Ha pasado el tiempo.


Hasta que me aburrí y te mandé a la mierda. Hasta que me aburrí de esperarte, igual como lo hacía cuando chico. Una parte de mí tuvo que tomar el control de ese niño que desea cosas que jamás sucederán. Y cerré, espero, la puerta para siempre.


Adiós cobarde. Adiós hipócrita. Adiós saco’e wea.


(El original de este texto lo escribí durante el taller de crítica cultural Ponte Ready, con Andrea Ocampo. Lo modifiqué a luz de nuevos acontecimientos.)


 •  0 comments  •  flag
Share on Twitter
Published on December 04, 2016 07:25
No comments have been added yet.