Pedro Cayuqueo's Blog, page 84
September 16, 2017
Aleluya
Hubo un tiempo en que la televisión pública chilena transmitía prédicas de evangelistas pentecostales en horario matinal. Eran programas estadounidenses, doblados al castellano con acento caribeño, que tenían como figura protagónica a una suerte de hombre ancla de la fe, encargado de repetir un mensaje de salvación eterna a través de la oración. Los conductores solían ser varones histriónicos, que no dudaban en demostrar su furia frente a la mención de algún pecado o llorar frente a las cámaras como una manera de subrayar un punto que parecía nunca estar suficientemente claro: había que orar. Eso repetían. Lo decían una y otra vez con el semblante de los desesperados, como si no hubiera palabras suficientes para describir su propio convencimiento y transmitirlo en plenitud a una feligresía invisible tras las cámaras. Rezar y obedecer, todo consistía en eso.
Uno de esos teleevangelistas se llamaba Jimmy Swaggart. Era un señor rubio, de anteojos de marco dorado, que siempre vestía traje oscuro y hablaba con una energía desbordante. Iba y venía gesticulando en un set sencillo, mientras su señora -una versión platinada de Nancy Reagan- lo acompañaba sentada en una mesa murmurando “aleluya”. Cada tanto, ella le planteaba un problema moral y él lo resolvía invocando un pasaje bíblico. Swaggart daba a entender que todas las soluciones estaban en aquel libro.
En enero de 1987, Jimmy Swaggart visitó Chile en su gira por Latinoamérica. Venía desde El Salvador, en donde una multitud lo había recibido en un estadio. Swaggart gozaba del beneplácito de varios gobiernos centroamericanos que encontraron en su obra una fórmula de pacificación efectiva de la población en tiempos de crisis. Frente a una multitud de salvadoreños reunidos en un estadio dijo: “No les puedo prometer que vendrán mejores tiempos, pero eso no importa, porque de todos modos ustedes irán a un lugar mejor”. Claramente, no se refería a una emigración masiva, sino más bien a la conformidad que brinda creer en una vida después de la muerte. ¿Para qué criticar al gobierno por la corrupción imperante si de todos modos vamos a morir? Más importante que eso era emprenderlas contra las bandas de heavy metal -a quienes el pastor acusaba de ser seguidores de satanás- y el movimiento LGBT -el mismísimo demonio.
Tal era el alcance de su obra en Centroamérica, que a Swaggart se le atribuye en parte la conversión del general guatemalteco Efraín Ríos Montt al pentecostalismo. Luego de abrazar una nueva fe, Ríos Montt dio un golpe de Estado y encabezó una seguidilla de matanzas que lo llevarían a enfrentar en las décadas siguientes juicios por genocidio y crímenes contra la humanidad.
En aquel verano del 87, Jimmy Swaggart se reunió con el general Pinochet en Santiago. El pastor lo felicitó por haber encabezado el golpe de Estado, una operación que calificó como “uno de los grandes hechos del siglo” y que habría dado inicio a un régimen que Swaggart consideraba “una bendición para Chile”. Pinochet le facilitó el Estadio Nacional para reunirse con sus miles de seguidores, que oraron por el bienestar del general. Un año más tarde la mancha del pecado alcanzó al evangelista luego de que el hijo de un predicador rival -a quien Swaggart había acusado de adulterio- lo fotografiara con una prostituta en un motel. Vino el ocaso, pero no el fin. Donnie, su único hijo, tomó el relevo.
El domingo pasado, entre los oradores del tedeum evangélico, hubo pastores chilenos, un candidato opositor al gobierno y Donnie Swaggart, el heredero de una tradición pentecostal que ha demostrado los prodigios que pueden ejecutarse cuando política y religión se unen en una misma causa. Tal como en Centroamérica en los 80 o como en Brasil y Colombia en la actualidad, la palabra del Evangelio predicada por el líder adecuado, con las ambiciones precisas, puede servir para abrir caminos insospechados a grupos que en lugar de debatir ideas y argumentos, prefieren erigir sus convicciones de hierro como un arma en contra de quienes consideran adversarios. Es la estrategia de los supremacistas blancos cristianos, una versión rubia del Estado Islámico.
Hace una semana, en frente de las más altas autoridades del país en medio de una celebración que supuestamente festeja la república, Donnie Swaggart dijo: “La Biblia nos dice que la rectitud eleva una nación y el pecado es la vergüenza, es hora de que surja la justicia, que sus voces sean escuchadas”. Swaggart -un hombre orgulloso de su padre, un pastor que llamó “filisteo” a Barack Obama y que pretende revivir las teleprédicas en Chile- dio un sermón que sonaba como una arenga, casi como una amenaza, de esas que su padre lanzaba por la pantalla y que su madre coronaba murmurando “aleluya”, como quien pone un punto final a toda discusión. Un discurso sin dudas, repleto de certezas, pesado como una lápida de mármol que se dispone sobre algo llamado república.
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Aborto y Tribunal Constitucional
Durante las últimas semanas, los chilenos descubrieron que el Tribunal Constitucional -una institución sobre la que no saben casi nada, ni siquiera su número de miembros- tiene un poder enorme. El TC puede desrielar proyectos de ley aprobados por una amplia mayoría del Congreso, o cambiarlos en forma radical. Se ha dicho que el TC opera como “una tercera cámara legislativa”, ya que tiene el poder de alterar el sentido (y el fondo) de la legislación aprobada democráticamente por el sistema político. El problema, aseguran, es que esta “tercera cámara” está compuesta por individuos elegidos “a dedo” y en base a un cuoteo político abyecto.
Según sus detractores, eso sería lo que el TC hizo con “la objeción de conciencia” en el proyecto de aborto por tres causales. El TC cambió las palabras del texto aprobado por el Congreso, de modo que la objeción pueda, ahora, tener una base institucional. Ello, dicen, fue un traje hecho a la medida de la Universidad Católica, y le permitiría a la PUC no practicar abortos en sus dependencias clínicas. Esto, independiente de lo que piensen sus médicos en forma individual. Esta decisión del TC causó desazón, escándalo y controversia, que algunos expertos constitucionales -entre los que destaca el profesor Fernando Atria- argumentaron que la Presidenta debía vetar el proyecto y regresarlo al Congreso.
Al final, y para evitar demoras y nuevos debates legislativos, La Moneda decidió promulgar la ley tal como la reescribió el TC. Como consecuencia, Chile tiene ahora una legislación sobre aborto por tres causales, pero es una ley que no refleja en forma cabal las “intenciones originales” del legislador. Es, se puede argumentar, una ley que viola los principios básicos de un sistema democrático.
Un misterio
Pero, más allá de este caso concreto, lo más sorprendente es la poquísima importancia y el casi nulo interés que, hasta ahora, se le ha dado al Tribunal Constitucional en las discusiones políticas chilenas. No es una exageración decir que para la inmensa mayoría de los ciudadanos esta es una institución oscura y misteriosa.
Este desinterés contrasta fuertemente con lo que sucede en otros países, como los Estados Unidos, donde las acciones de la Corte Suprema -institución que juega el rol de corte constitucional- son seguidas con atención y detalle por la prensa y el público en general.
Hace unos días hice la siguiente prueba: les pregunté a ocho amigos y amigas chilenas -todas personas informadas, ex ministros, periodistas influyentes y columnistas de fuste- cuántos miembros del Tribunal Constitucional podían nombrar. El que más nombres pudo dar, nombró a tres; varios de ellos no pudieron darme ni un solo nombre (aunque casi todos sabían que el nuevo presidente del TC había sido un asiduo columnista de revistas de corte nazi).
Luego le pregunté al mismo grupo por los consejeros del Banco Central. Y si bien tan solo uno de los encuestados es economista, la gran mayoría pudo nombrar a los cinco integrantes del consejo del instituto emisor.
Repetí el ejercicio en los EE.UU. con un grupo de amigos de similares características. Todos ellos, sin excepción, pudieron identificar a los nueve integrantes de la Corte Suprema; en contraste, tan solo uno pudo referirse a más de un miembro de la Reserva Federal.
Lo recién contado no es una crítica. Es tan solo la constatación de la enorme diferencia que existe en los dos países. En Chile hay una preocupación preponderante por lo económico, mientras que en los EE.UU. hay mayor inquietud por las instituciones políticas y por el proceso a través del cual el sistema adjudica y decide las controversias constitucionales.
Transparencia vs. oscuridad
Hace unos meses, el Presidente Donald Trump nominó al juez de la Corte de Apelaciones del Décimo Circuito, Neil Gorsuch, para una vacante en la Corte Suprema. Según el sistema estadounidense, el Senado en pleno tiene que dar su consentimiento para que el nombramiento se haga efectivo. El Senado vota después de varios días, en los que el candidato es sometido a un agresivo interrogatorio por parte de la Comisión de la Judicatura de la Cámara Alta. El proceso fue transmitido en vivo, íntegramente y sin interrupciones, por la cadena CNN, y tuvo una enorme cobertura en el resto de la prensa. No es una exageración decir que el país se semiparalizó para escuchar esta suerte de examen oral que rendía uno de los juristas más respetados del país ante una veintena de senadores.
El espectáculo fue alucinante. Un hombre calmado, seguro de sí mismo, con gran dominio de las teorías constitucionales, graduado en una de las mejores escuelas de Derecho del mundo (Harvard Law), contestaba preguntas dificilísimas, hechas por hombres y mujeres graduados de escuelas igualmente buenas, con un mismo grado de sofisticación y experiencias. Muchos de los senadores habían sido fiscales en sus respectivos estados y habían enseñado derecho constitucional. El “pimpón” que se produjo, sobre teorías legales, precedentes, historia, interpretaciones judiciales, lingüística y filosofía fue de un altísimo nivel (el rector Carlos Peña hubiera gozado; los debatientes recurrieron, en forma repetida, a su querido Emanuel Kant para subrayar sus argumentos). Se trató de una enorme lección en educación cívica. Tanto es así que varios colegios interrumpieron las clases para que los niños pudieran mirar lo que estaba pasando.
Fue un proceso transparente y abierto, de cara a la población. En todo momento la gente podía verificar si el nominado tenía la estatura requerida, los conocimientos esperados, la calma, la preparación y el temperamento necesarios para decidir casos vitales para el futuro de la nación.
La visión constitucional de Neil Gorsuch es conservadora y, por decir lo menos, controversial. Al final, y después de este largo drama, que a ratos parecía sacado de una película de suspenso, fue confirmado por un estrecho margen (54-45), y la Corte Suprema volvió a tener su contingente completo de nueve miembros.
Reformar el TC
Hay diferentes modelos sobre cómo deben ser los tribunales constitucionales. En algunos países, como en Alemania y Chile, el TC puede opinar sobre la constitucionalidad de las leyes antes de que sean promulgadas. En otros, como EE.UU., es necesario que alguna persona o institución afectada por una ley ya aprobada -en inglés, alguien que tenga “standing”- les solicite a las cortes que se pronuncien sobre su constitucionalidad. El proceso empieza en las cortes federales más bajas, y solo algunos casos -una centena por año, más o menos- llegan a la Corte Suprema. Después de un alegato corto, pero muy intenso, la Suprema emite un veredicto, pero jamás reescribe la legislación como lo hizo nuestro TC en la ley de aborto por tres causales. Eso es legislar, y el Poder Judicial en EE.UU. no puede hacerlo; es una violación del principio básico de separación de los poderes del Estado.
No sé si Chile debiera seguir el modelo alemán o el de EE.UU. Ambos tienen aspectos favorables y aristas negativas. Es una discusión que debiéramos tener durante los próximos años.
Pero lo que sí sé son dos cosas: en primer lugar, es de esencia que empecemos a prestarle más atención al TC, que sigamos con atención sus deliberaciones, que critiquemos sus errores, que le exijamos a sus miembros ser justos y dejar la política y las creencias religiosas en casa; que rechacemos con fuerza su politización, que esperemos que sean los mejores jurista quienes lo compongan. En segundo término, el proceso de nombramiento de sus miembros debe ser abierto, transparente, sujeto a audiencias públicas, a interrogatorios por parte del Senado, a testimonios televisados. Todos sus miembros, sin excepción, debieran estar sujetos a la aprobación por parte de la Cámara Alta.
La calidad de nuestra democracia depende de este tribunal: es hora de tomarlo en serio.
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Tiberio en Santiago
El médico y pensador español Gregorio Marañón presentó, hace casi 80 años, una figura que por entonces no estaba tan bien delineada en la psicología política: la del dirigente resentido, que se siente hondamente ofendido por sus adversarios y muchas veces por sus propios partidarios. No es el Ricardo III de Shakespeare, despreciado por su deformidad física, que responde sembrando el odio. No, el personaje de Marañón es más silencioso, más taimado; sólo le importa que su sucesor sea mucho más malo, de modo que su legado brille sin sombra. Es Tiberio, el emperador romano que alguna vez tuvo el cariño de su pueblo, y que ahora dejará su trono a Calígula.
El resentimiento de Tiberio no se expresa en la eliminación de sus enemigos políticos, sino en la idea personalista de que no hay, entre sus aliados, nadie que lo pueda hacer mejor que él; y en realidad, que no lo debe haber, porque en ese caso la historia lo olvidará. La mente de Tiberio es un laberinto muy complejo, aunque siempre llega a un mismo punto: su propia grandeza.
No hay un Tiberio ni un Calígula en el panorama político local, ni es Chile nada que se parezca al Imperio Romano. Pero mirando el estado de los liderazgos, es lícito preguntarse cómo es posible que una democracia que ha hecho aspavientos de su madurez se desenvuelva con la alternancia, no tanto entre dos modelos políticos, sino entre dos personas; y, si las cosas ocurren como parecen, dos personas que para el 2022 habrán ocupado 16 años de la vida del país. Las generaciones futuras podrán preguntarse, con razón: ¿No había nadie más?
Y los más agudos podrían agregar una segunda pregunta: ¿Ninguno dejó herederos? No hay respuesta final: uno de los dos, Sebastián Piñera, podría tener una segunda oportunidad. Pero en los dos casos, aquellos que hicieron el esfuerzo -por lo menos, más notoriamente- cayeron fulminados, sin recibir gran socorro de sus respectivos tutores: Rodrigo Hinzpeter, con Piñera, y Rodrigo Peñailillo, con Michelle Bachelet.
Los estudiantes del futuro también podrían agregar otras interrogantes. Por ejemplo, ¿cómo pudo ocurrir semejante cosa si los primeros gobiernos de esas personas no fueron en absoluto brillantes? Por entusiasta que sea la valoración de los dos cuatrienios, no participarían ni formarían una “edad dorada” de Chile, y siempre estarán rodeados de explicaciones sobre lo que se quiso y no se pudo hacer. Está bien: tampoco fueron períodos desastrosos. De hecho, nada terrible ocurrió después de ambos. Es sólo que no justifican que el país haya roto su tradición de no reelegir presidentes.
El segundo período de la Presidenta Bachelet está terminando de una forma cada vez más confrontacional. Es como si toda la energía de la que carece la competencia presidencial -¿alguien se acuerda de que hay elecciones en ocho semanas más?- se hubiese trasladado a una especie de competencia solitaria del gobierno contra una amplia gama de contradictores: los ministros del equipo económico, echados o renunciados -da lo mismo- por hondos desacuerdos con la Presidenta; la oposición, que acusa a La Moneda de incitar al odio, y hasta los evangélicos, que se dividen entre los que creen que su tedeum estuvo un poco pasado de rosca y los que opinan que el gobierno ha montado una operación de desprestigio.
Los evangélicos pueden haber sido más hostiles, o menos, pero nadie en su sano juicio podría esperar que no hiciesen referencia alguna a la despenalización del aborto -promulgándose casi en las mismas horas- y a la ley de matrimonio igualitario, proyectos contra los cuales se han quedado afónicos. Tampoco nadie podría censurar su derecho a gritar.
Otra cosa es que su opinión sea minoritaria, como lo demuestra el solo hecho de que al menos el primero de esos proyectos fue aprobado en el Parlamento y refrendado en el Tribunal Constitucional. Sin embargo, hay una manera prudente, amistosa, tranquila, de ejercer la mayoría, y hay una manera camorrera y vociferante. Una de las paradojas del comportamiento político es que la manera camorrera tiende a predominar cuando la minoría es más grande, como si el triunfo dificultoso y circunstancial de una determinada idea hiciera necesario rematar al derrotado.
Esta es una cuestión central, tanto del actual gobierno como de la coalición que lo ha sustentado. Ambos nacieron con una cierta obsesión por la mayoría -y le pusieron un nombre que es como un esfuerzo por crear una realidad-, derivada del hecho de que la centroizquierda se sintió en el pasado como la dueña evidente de la moral, de la verdad y de la democracia. Haber perdido esas propiedades a manos de Piñera en la catastrófica elección de 2009 le pareció tan antinatural, que tuvo que reponer a la fuerza la idea de mayoría (pero “nueva”, no de continuidad, sin historia), como si eso le proporcionase la energía para funcionar, como si fuese una condición, no ya de su legitimidad, sino de su voluntad.
Esta idea venía acompañada de otra: ejercicio efectivo de la mayoría, imposición de los votos, no a las negociaciones, fuera los consensos, nada con los acuerdos. Negociación se parece a negocio, transacción tiene olor a lucro. Las palabras están contaminadas, no por hechos objetivos, sino por los líquidos con que algunos las riegan.
El gran reproche que desde la izquierda se le hizo siempre a la Concertación fue no ejercer de manera enérgica los dos o tres votitos de diferencia que podía obtener en un proyecto cualquiera. Y, sobre todo, no pasar la aplanadora sobre ese 44% minoritario que obtuvo Pinochet en 1988. Ese reproche es tan extenso, que funda la idea de que la Concertación se limitó a administrar la “herencia de la dictadura”, como ha dicho el PC, en vez de ejercer su mayoría (en la que, también hay que decirlo, no participaba el PC).
El caso es que de nuevo esta mayoría inventada se ha licuado, ya no por el resultado electoral -que está por ver-se-, sino porque se partió en pedazos. Y entonces el gobierno, desprovisto de ese ropaje inicial, contempla el panorama con amargura, con reproche, y despacha proyectos que, aunque no lo sean, parecen provocaciones sólo por el contexto de final de fiesta en que se presentan. Los hechos no dan para decir que es un gobierno camorrero, pero sí que está enojado. Con un aire de resentimiento.
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September 15, 2017
Rituales
Septiembe no es cualquier mes. Llega con la primavera, sigue con fiestas -carnavales para ser exactos- y remata, tras libaciones, Te Deum y desfiles ecuménicos varios, en resacas que perduran más de la cuenta, difíciles de soportar. Fue en septiembre que se puso fin a 300 años de Colonia, en que también se eligiera a un gobierno empeñado en volvernos una república democrática popular que luego abortó (de nuevo en septiembre), dando inicio a un ciclo que, después de cuatro décadas, no atinamos todavía cómo procesar; entre que se le desea y repudia, así de pegados en el calendario seguimos.
Supongo que porque se insiste en pensar a este país en términos míticos. Abundan los nacional-patriotas y los infaltables nacional-progresistas. Los primeros, firmes en que siendo nación somos inmutables. Los segundos, convencidos de que habiendo sido un país revolucionario en el pasado, todo nuevo desmadre se puede excusar. Se da también entre nosotros ese típico incauto, Dios lo guarde, que sueña con que Chile llegue a ser un país escandinavo, aunque ¿cómo será la “Semana de la Diversidad” en Finlandia?
Lo que es la “Semana de la Memoria” en el campus Gómez Millas de la UCh este septiembre, le lleva desayunos triestamentales; foros sobre variadísimas temáticas (“juventud en dictadura”, “infancia en resistencia”, “por ti, por mí y todas mis compañeras: mujeres en dictadura”); ollas comunes; ofertas de libros (“de la resistencia”); velatones; “reinstalación de placa conmemorativa” por detenidos desaparecidos y asesinados del Campus JGM (a los que Ennio Vivaldi concedió “títulos póstumos”, perverso fast track para obtener un grado); y presentaciones musicales y teatrales girando en torno a géneros, etnias e historias “para recuperar nuestra memoria y nuestros espacios”. La clásica kermesse o fonda dieciochera de antaño convertida en zona libre declarada, el consumo de narcóticos por supuesto que permitido (nadie puede aguantar semejante chabolismo mental de otra manera que hecho pebre de volado).
Según Joseph Campbell, todo ritual es un culto, una “representación de un mito”. Eliade dice que los mitos se “viven” ceremonial o litúrgicamente, tratándose de una experiencia “religiosa”. Y Durkheim agrega que los ritos sirven para recalcar creencias que no son aparentes; dicho en buen criollo: hay que machacarlas. De historia, todo esto no tiene nada: son cuentos que se cuentan y tragan sin que se explique nada. Son causas dirigidas a adictos -este gobierno llevando la batuta- que se “toman” el mes entero de septiembre y porfían ruidosamente, como con matracas, y así acallan (en Sevilla en Semana Santa también se matraca, siendo una vieja costumbre bárbara pagana ideada para imponer una sola bulla). Y pensar que septiembre es mes tan bonito y lo arruinan. Este año, para peor, es de elecciones.
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Juegos de poder
Mucho se ha escrito acerca del liderazgo femenino de la serie Games of Thrones, encarnado principalmente por figuras como Daenerys Targaryen o Cersei Lannister, las dos reinas en disputa por el control de los siete reinos. O el caso de Sansa Stark, que sueña todo el día con el poder y su hermana Ayra, la niña dulce, hoy convertida en una suerte de máquina de matar. En fin, es una serie donde ellas son las que mandan.
Pero, si bien en esto la serie puede aparecer evolucionada, la verdad es que se queda en las apariencias. No hay mucho que aprender de ellas, porque muestran un estilo de liderazgo muy masculino, basado en la fuerza, a la vez que autoritario y duro. Malvado en algunos casos. Se podría decir que, mientras más poderosas son, menos atractivos se hacen sus personajes.
Curiosamente, con los hombres, sucede lo contrario. Relegados a posiciones secundarias, sus roles se han sofisticado. De alguna manera, han ganado un espacio y cariño por sus habilidades, su carisma, su lealtad.
El caso más emblemático es el de Tyrion Lannister, personaje castigado, marginado y objeto de burla de su propia familia, pero que, gracias a su astucia se ha convertido en uno de los favoritos de la serie. Ahora, como consejero principal de la reina de los dragones, es él quien intenta permanentemente convencer a Daenerys de la conveniencia de mostrar un liderazgo no solo basado en la potencia de sus dragones, un mundo de cenizas, sino en el convencimiento y respeto.
Jon Snow, es otro ejemplo. Si bien aparece como un gran líder, primero fue salvado por su hermana, luego resucitado por la hechicera y finalmente rescatado por Daenerys de una muerte segura a manos de los White Walkers. Es un hombre de ideales profundos, compasivo y hasta débil, algo que ha resultado especialmente atractivo.
Finalmente, está el caso de Jaime Lannister, a quien le cortan la mano, despojándolo de toda su grandeza como guerrero, lo que es el comienzo de su redención como personaje. El punto cúlmine de este proceso sucede en el capítulo final de la temporada, cuando, hastiado de las intrigas, decide abandonar a su hermana y amante, para no quebrar su promesa de luchar contra el enemigo común.
En suma, la serie muestra a hombres imperfectos -enanos, mancos, quemados- que alejados del poder, se convierten en personas sofisticadas, atractivas, llenas de carismas. Y de bellas mujeres, que una vez en el poder, se vuelven más duras, más apoyadas en la fuerza que en otra cosa.
Por eso, Games of Thrones está lejos de ser una serie sobre liderazgo. Es sobre el poder. Para la reflexión queda saber si era posible mostrar algo de las particularidades del liderazgo femenino. O si bien el autor piensa que aquello no existe. Que los caminos para llegar a él son siempre extremos y que, una vez conseguido, es siempre implacable, lo ostenten ellas o ellos.
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Allende y la unidad
El sacrificio de Allende le dio a la izquierda chilena, latinoamericana e incluso mundial un referente moral que ha seguido creciendo. A 44 años de su muerte su gesto continúa emocionando. Así quedó de manifiesto en la conmemoración de los 44 años del golpe que tuvo lugar el pasado lunes 11 de septiembre en el Palacio de La Moneda. Sus últimas palabras, escuchadas una y mil veces, todavía sacan lágrimas. Las vi en las caras de algunos de los sobrevivientes de ese periodo, pero las vi también en las de algunos jóvenes que participaban de la ceremonia.
Es impresionante la transformación del dirigente político denostado por tantos en héroe mítico. En la lucha práctica por el poder la victoria se la llevó Pinochet. En el juicio de la historia Pinochet terminó en el más bajo fondo y Allende en las máximas alturas.
El sacrificio de Allende fue fundamental en el proceso de recomposición de la izquierda y el socialismo chileno. Luego de una tan contundente derrota el principal estímulo para la reconstrucción era el ejemplo de quién había estado dispuesto a entregar su vida por una causa. Con ello esta adquiría grandeza y proyección.
En el recuerdo Allende aparece como un mártir. En vida fue un gran promotor de la unidad de las fuerzas de izquierda y de progreso.
Para darle sustento a un gobierno cada día más asediado trató de llegar a acuerdos con la Democracia Cristiana. Desafiando la posición mayoritaria dentro de su propio partido convocó a las Fuerzas Armadas a participar de su gobierno. Para no abrirse un flanco demasiado grande por la izquierda contemporizó también con el MIR confiándole incluso su seguridad personal.
Allende estuvo incluso dispuesto a poner en juego su periodo presidencial en el plebiscito que pensaba convocar justamente ese día martes 11 de septiembre de 1973 y que con seguridad perdería.
Es cierto, desde el primer momento las fuerzas más reaccionarias iniciaron una ofensiva para liquidar esa experiencia. Para derrotarla se necesitaba de una alianza social muy amplia que pudiera hacerle frente. No se consiguió y con ello se crearon las condiciones que desembocarían en el drama de 17 largos años de dictadura.
Desde la extrema izquierda, los esfuerzos de Allende por generar acuerdos que ampliarán la base de sustentación del gobierno popular eran vistos con sospecha y desdén. Consideraban que esos arreglos importaban concesiones inaceptables que desnaturalizaban la causa de la revolución. Para muchos, incluso en su propio partido, Allende era considerado un reformista y un vacilante.
El triunfo de la polarización produjo el colapso de la democracia. Al final perdió Chile y perdimos todos. La dictadura no distinguió entre reformistas y revolucionarios, entre partidarios del “avanzar sin tranzar” o de “consolidar para avanzar”. Chile perdió y las fuerzas populares sufrieron una derrota histórica.
Las condiciones de la década del 70 son muy distintas de las actuales. No nos amenazan los mismos peligros. Existe sin embargo el riesgo de la regresión social y la involución conservadora. Para enfrentarla existe un solo camino: la máxima unidad social y política. En esto hay todavía mucho que aprender de la historia y del ejemplo de Allende.
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El rodeo chileno: orgullo nacional
Nuestro rodeo -tan distinto de sus congéneres norteamericanos, mexicanos y las “jineteadas” argentinas-, fue declarado deporte nacional en 1962. Su reglamento fue confeccionado por el actual presidente del Senado, don Andrés Zaldívar, a petición de su suegro, don Fernando Hurtado, en ese tiempo presidente de la Federación de Rodeo.
Es un deporte que distingue la habilidad de dos jinetes y sus cabalgaduras con un vacuno en libertad, para -en forma estilizada- realizar una faena tradicional de la ganadería.
Se desarrolló en la colonia, cuando se bajaban las crianzas de cerros y cordilleras para su aparta, marca y darles cuidados.
El jinete y su caballo, en la mejor de las tradiciones que los conquistadores españoles heredaron de los árabes, muestran en forma única, la que es el manejo del caballo “ a la jineta”, fórmula que le permitió a las tropas árabes derrotar a los visigodos en la Batalla de Guadalete y luego llegar hasta Francia. De todos los deportes que me ha tocado practicar, es sin duda el mas difícil y con distancia. Dos jinetes deben coordinar sus caballos, para que -sin dañar al novillo- lo detengan en zonas precisas y delimitadas. Con el caballo galopando de lado y en velocidad, lo que implica años de enseñanza y aprendizaje, con enorme paciencia y cariño.
Hoy se practica de Arica a Magallanes, cuenta con seis federaciones, más de mil clubes, 26.000 socios, 70.000 caballos pura raza inscritos, 40. 000 participantes , y asisten a sus eventos más de dos millones de personas (el segundo deporte en Chile en esta medición, superado solo por el fútbol).
Involucra además a 1.300 artesanos, 2.200 camiones , y como actividad comercial genera 166 billones de pesos al año y más del 2% de los empleos de Chile. Es atacado por minorías que nunca han asistido ni participado en él. El ganado es prestado por ganaderos sin temor a que sufran lesiones, ni menos accidente.
El amor del huaso hacia su caballo es inmedible, pues son uno al correr la vaca.
A diferencia de los millones de perros vagos que hay en nuestras ciudades, en los campos de Chile no hay ni caballos ni vacunos abandonados a su suerte. Tampoco hay aportes fiscales de importancia para nuestro deporte nacional: que si los hay para el box y para otros espectáculos ecuestres. En los rodeos obligatoriamente debe haber un veterinario y una ambulancia para atender accidentes de jinetes o animales. De 522 rodeos oficiales, donde se corrieron más de 130.000 novillos, resultó lesionado un 0.032% del total. Y para las cabalgaduras una cifra similar.
El novillo una vez corrido -y en la mayoría de los casos sin ser atajado….la maniobra es muy difícil- vuelve a pastoreo y no al matadero como muchos críticos mal informados proclaman.
Y cuando es detenido en la atajada, lo hace sobre una superficie acolchada, con material esponjoso y muy reglamentada por las federaciones. No hay sangre. Cualquier animal -caballo o novillo- que presente sangre o alguna lesión previa o posterior, debe ser retirado de inmediato de la medialuna. Junto a nuestro rodeo están nuestros artesanos, que fabrican con profesionalismo y cariño, nuestras monturas y aperos.
En el deporte nacional, no hay maltrato animal: solo demostración de habilidades de jinetes y de caballos.Quizá para quienes carecen de amor por nuestras tradiciones, o quienes conocen nuestro deporte nacional solo de oídas, caigan en el error de catalogarlo como un deporte cruel. Cruel es tener millones de perros vagos circulando por nuestras ciudades. Ahí debiera estar la preocupación de animalistas y ambientalistas de ocasión. Para los miles y miles de huasos: los que practican el rodeo, los cuasimodistas que cuidan a Cristo en la fiesta del Cuasimodo. Y a los que desfilan por todo Chile en estas Fiestas Patrias, un abrazo fraterno. Y la promesa que las tradiciones chilenas no se van a morir nunca. Digan lo que digan y hagan lo que hagan.
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Voyerismo que denigra a quien lo practica
La historia del ser humano se ha enmarcado en certezas culturales predominantes, no siempre morales y éticamente correctas. Hoy es inaceptable el antiguo trato dado a personas de raza negra, a los indígenas, a las mujeres y homosexuales. El paso del tiempo ha permitido que la sociedad evolucione hasta entender que el respeto a todo ser vivo, incluidos plantas y animales, es indispensable para sustentar el planeta que habitamos.
Muchas actividades, consideradas tradicionales, han engrosado el olvido en la medida que la humanidad se civilizó y se percató que eran una barbarie. Así, terminaron el circo romano, los sacrificios humanos y se prohibieron prácticas deleznables como peleas de gallos o de perros. Incluso en muchos países se puso fin a las corridas de toro.
En nuestro país aún persiste el rodeo: una práctica asimétrica donde dos individuos, montados en caballos de fuerte envergadura, obtienen puntos por aplastar contra la medialuna a un novillo de menor tamaño y sin posibilidad de defensa alguna. Si el pobre bruto rehúsa participar, le torcerán la cola, lo golpearán o torturarán con electricidad hasta que salga para ser ‘atajado’ contra el tablado. Es decir, la esencia de la actividad consiste en provocar sufrimiento síquico y físico al animal.
Sus cultores pretenden categorizar esta vergonzosa práctica como “deporte nacional”. Pero no es ni lo uno ni lo otro. El deporte es una dimensión altruista que promueve valores positivos a través de la actividad física y nada más lejos de ello que divertirse con el sufrimiento de un ser vivo. Un voyerismo sádico que denigra a quien lo practica.
Además, para tener la categoría de nacional debe representar, sino a todos los chilenos, por lo menos a una mayoría, pero -según, diversas encuestas- entre un 60 a 80% de nosotros el maltrato, la tortura y el abuso no solo no nos representa sino que nos indigna y repulsa.
No pocas veces, como parte de mi labor parlamentaria, asistí a rodeos, disfruté el entorno, presencié el maltrato y llegué a la convicción que es una “tradición” que se debe superar. Todo aquello enmarcado en el positivo cambio que nuestra relación con los animales ha tenido en los últimos años.
En el 2009 logramos aprobar la Ley de Protección Animal (N° 20380), que castiga situaciones de maltrato. Sin embargo, por presiones transversales, el artículo 16 excluyó al rodeo de esas sanciones. Ese artículo debe ser derogado.
Este año se promulgó la Ley sobre Tenencia responsable de Mascotas y Animales de Compañía (N° 21.020) que introduce modificaciones al Código Penal y establece fuerte sanciones para cualquier tipo de maltrato animal y no excluye al que se provoca en las medialunas. Esta normativa permitirá a todas las organizaciones animalistas y a cualquier ciudadano denunciar al Ministerio Público las situaciones de maltrato que ocurren en el rodeo.
Ahora, junto con las organizaciones animalistas, presentaremos un proyecto de ley que modifica el artículo 1° de la Ley del Deporte y establece que “no se considerará como deporte aquella actividad física que incluya a un animal como un tercero, teniendo este como único fin ser objeto de explotación física y psíquica causándole daño y sufrimiento cualquiera sea su gravedad o intensidad, ya sea por medio de otro animal o por un instrumento utilizado por otra persona”.
No puede ser deporte una actividad cuyo principal objetivo es hacer sufrir a un ser vivo. No podemos heredar esos valores a las nuevas generaciones. Solo los sádicos disfrutan con el dolor ajeno. Debemos seguir evolucionado.
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Rajoy frente al independentismo
El independentismo catalán, impulsado por la coalición que gobierna esa región española, ha provocado una crisis de mucha consideración. El gobierno catalán se niega a dar marcha atrás en el referéndum soberanista convocado para el 1 de octubre a pesar de no representar a una mayoría de catalanes y de que el sistema jurisdiccional lo ha dejado fuera de la ley en esa pretensión.
La respuesta de Rajoy y el gobierno del Partido Popular, con el respaldo de los socialistas y la mayoría de españoles, ha sido tratar de forzar, mediante instrumentos jurídicos, a las autoridades catalanas a desconvocar la votación o inhibirse de llevarla a cabo físicamente. Pero la estrategia independentista tiene esto previsto (ya realizaron en 2014 una consulta menos formal que fue declarada y supuso la inhabilitación política para quienes la organizaron). Los independentistas piensan que nada serviría mejor a su propósito ulterior que ser objeto por parte de Madrid de una represión física que acompañara el aparato jurídico con el que se intenta impedir la realización del referéndum. Ello daría muchas alas al independentismo, que nunca ha alcanzado, en votos, el cincuenta por ciento.
Las elecciones autonómicas de 2015 vieron al independentismo rozar el 48 por ciento. En la consulta de 2014 que el anterior gobierno catalán convocó, poco más del tercio de los votantes acudieron a las urnas, lo que quitó sentido al porcentaje elevado a favor de la separación.
El autonomismo catalán tuvo que sufrir en muchos periodos el abuso del Estado español, incluyendo la dictadura de Primo de Rivera en los años 20 y el franquismo durante cuatro décadas, para no hablar del centralismo del que fue víctima Cataluña a manos de la monarquía española entre los siglos 18 y 20. Pero la España de hoy confiere a Cataluña una autonomía comparable en muchos sentidos a un Estado federal (excepto en cuestiones financieras, error histórico que no es viable resolver hoy dado el complejísimo entramado del sistema autonómico, que afecta al conjunto del país). Es más: nadie ha ido a la cárcel por las ilegalidades cometidas en esta materia desde que hace un lustro Barcelona dejó atrás el nacionalismo moderado y optó por el independentismo, en contra de su compromiso constitucional con España, de una mayoría de catalanes y de las actuaciones del sistema jurisdiccional español.
Dicho esto, Rajoy tiene la ley de su mano, pero ello no basta ante una crisis tan delicada. Debe medir con cuidado el punto en que la legítima aplicación de la ley puede convertirse en un problema más grave que el actual, haciendo crecer exponencialmente el independentismo, provocando una solidaridad internacional con la “agredida” Cataluña y acaso moviendo la solidaridad, para con ella, de otras regiones españoles que hoy no la respaldan. Los vascos han dicho que apoyarán a Madrid sólo mientras no abusen de los catalanes.
¿Dónde está ese punto? Nadie lo puede saber a ciencia cierta ante una situación tan fluida. Una manera de encontrarlo es acompañar la aplicación de la ley y la autoridad de iniciativas y acciones que envíen a Cataluña la señal de que Madrid no se cierra a la posibilidad de negociar mejores fórmulas de compaginar la unidad territorial de España con las tendencias centrífugas de muchos catalanes. Que ello es posible lo demuestran el que todavía una mayoría catalana (no amplia, pero mayoría) está en contra de la independencia y de que la historia, antigua y reciente, ha visto a una gran parte de la población de Cataluña inclinarse por estar dentro España con una autonomía amplia que no signifique separación.
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Ley mordaza
En los marcos de la histórica infantilización, subvaloración, o lisa y llanamente desprecio con el que las “autoridades” del deporte han tratado por décadas a los deportistas, los reglamentos bobos y añejos que exigen el silencio complaciente como único modo de convivencia, como norma de vida que impulsa el que ojalá nunca, nadie, cometa la rotería de “hacer olitas”, han sido y siguen siendo, por desgracia, bastante comunes. Digo: ante el entumecimiento, el reposo, la inercia y el silencio cómplice de autoridades, abogados y jueces, aunque parezca insólito, aún subsisten en el fútbol, y en casi todas las disciplinas deportivas, las vetustas, las rancias, las remotas leyes mordaza.
Pregunto: ¿Puede existir algo más prehistórico, e incluso ilegal, que un reglamento interno, ajeno a las leyes del país, que castigue a alguien por dar a conocer su opinión? ¿Una norma propia que impida enjuiciar, aconsejar, discutir, apreciar, valorar o calificar cualquier cosa que les parezca contingente a los partícipes de algún ámbito productivo? ¿Es posible que aún hoy, el 2017, en una lejana comarca llamada fútbol profesional -¡profesional!- se considere legítimo o probable que un grupo de “iluminados” defina qué es lo que pueden expresar, exponer, manifestar o exteriorizar públicamente otro grupo de personas a quienes manejan vía sueldo?
¿No resulta aberrante? El fútbol, de tanto en tanto, insiste en la sandez, la simpleza, la necedad, la bobería, el disparate y el desatino de generar reglas propias que vulneran los derechos mínimos de cualquier ciudadano libre, educado y sensato. A ver si somos claros: no debe ni puede nadie, nunca, en razón de nada, impedir que libremente una persona opine de lo que se le cante cuando se le cante (perdone mi francés). ¿Significa esto que no pueden entonces existir reglamentos internos en los clubes, asociaciones u oficinas privadas? Pueden, claro que pueden…a menos que choquen de frente con la Constitución y las distintas leyes del Estado donde funcionan. Y este es el caso.
¿Puede un jugador, un técnico o un dirigente acusar a otro de un delito? (robar el dinero de todos, arreglar el campeonato, aceptar sobornos). Puede. Pero tendrá, como dicta la ley, que demostrar su imputación en tribunales. Y si no lo consigue será legítimamente castigado. Pero acusar de un delito no es lo mismo que opinar.
Conculcar el sagrado derecho de cualquiera y de todos a decir que tal o cual persona se equivocó, cometió un error grave o está cumpliendo mal su rol, no es lógico, posible ni deseable. Eso no es imputar un delito y cabe, solamente, bajo el paraguas de la opinión, libre y soberana. Habrá algunos que por expresarla caigan en la mala educación, en los excesos verbales, en la ordinariez o en la injusticia conceptual. Puede ser. Pero aparte de ser opinable, aquello forma parte de los riesgos aceptables de la libertad de expresión.
Obviamente, digo todo esto en relación al “tema Valdivia”. ¿Bien suspendido por acumulación de amarillas? Por supuesto. La suma de tarjetas implica castigo. Pero sólo analizar si merece otro castigo por opinar mal de un arbitraje, resulta inaceptable. Siempre, respecto de cualquier tema, los jugadores, los técnicos y los dirigentes deben opinar. Cuando quieran y de lo que quieran.
Opinar es una virtud, no un problema. Sobre todo si esa opinión es bien sustentada, coherente, racional. Mire: el sólo hecho que hoy persista esa norma insólita que impide a los dirigentes “hablar mal” de sus colegas so pena de ser castigados (norma surgida, claro está, en la etapa de los ladrones que querían acallar sus robos) debiera ser materia de análisis legal. Y no digo sólo del fútbol, sino del país entero. De sus tribunales, sus juristas, sus abogados. A lo mejor la UDI, que tienen esa compulsión tan graciosa por llamar a la primera de cambio y por cualquier cosa al Tribunal Constitucional, podría dar el primer paso y corregir esta vergüenza.
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