Álvaro Bisama's Blog, page 203
April 8, 2017
El camino correcto
EL RESPETO por las reglas del Estado democrático de derecho, la certeza jurídica, y el juego limpio nos hacen sostener que todo proceso de reforma supone, como elemento de la esencia , que para modificar el capítulo XV de la Constitución, se requiere el quórum allí establecido, de dos tercios de los senadores y diputados en ejercicio.
En este sentido debe estimarse como inaceptable que el proceso constituyente, cualquiera que sea el instrumento que se determine para llevarlo a cabo (asamblea, convención, o comisión) suponga en cualquier etapa, alguna ruptura del orden constitucional.
Nuestra actitud consistente ha sido que cualquier cambio constitucional debe hacerse dentro de las reglas, a eso se comprometió el programa de gobierno, a hacerlo institucionalmente, y eso pasa por el Congreso Nacional.
El Congreso podrá elaborar por sí mismo una nueva Constitución, o delegar ese proceso en una Asamblea Constituyente, o en una Convención Constituyente, como también se ha propuesto. Pero quien lo haga, debe tener un mandato legítimo y claro; debe estar definido cómo se eligen sus integrantes, con qué mayoría se adoptarán acuerdos; cuáles de sus diferencias serán plebiscitadas y cuál será el proceso para plebiscitarlas; la manera y el tiempo en que se entregará un texto antes de que la ciudadanía lo apruebe o rechace; los derechos de acceso a los medios de comunicación y las campañas que podrán realizar los partidarios del voto favorable y los del rechazo; así como los espacios de propaganda de quienes promuevan un voto de minoría en algún aspecto específico. ¿Quién sino el Congreso y la Presidenta de la República podrán fijar esas reglas del proceso constituyente en su etapa vinculante? Si alguien piensa que eso puede resolverse en un decreto, está pensando en un atajo. Si hoy tenemos una Constitución cuestionada, la que pudiera surgir de una asamblea sin reglas, si no se quiebra antes de producir un texto, sufrirá más ataques de legitimidad de la que hoy tenemos. Para un proceso vinculante sin reglas legítimas, institucionales y democráticas no estamos disponibles. Un atajo no puede ser institucional ni tampoco democrático. La democracia no consiste en una asamblea autoconvocada o regida por cualquier tipo de reglas. La democracia exige procesos de deliberación enmarcados por reglas que garanticen amplia participación y plena igualdad de los que debaten, por sí, o por sus representados. Esas reglas son complejas, qué duda cabe, y deben surgir de un proceso democrático indubitado.
La Sra. Presidenta de la República, a comienzo de esta semana, ha efectuado una propuesta de reforma al capítulo XV de la Constitución Política de la República, que como, con razón, la calificaba el profesor Patricio Zapata, “se está haciendo algo completamente ajustado al orden institucional chileno”.
Surgirán voces de izquierdas y derechas, las primeras echarán en falta un big bang constitucional, las segundas dirán que este no es buen tiempo para debatir, disimulando las pocas ganas de hacerlo en cualquier tiempo.
Enhorabuena ha triunfado la prudencia frente a los extremos, ojala sea está la oportunidad para buscar y alcanzar un gran pacto constitucional para los próximos 50 años.
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Una propuesta inteligente
LA PRESIDENTA de la República ha presentado un proyecto de reforma constitucional que faculta al Congresopara convocar a una Convención Constitucional para la elaboración de una Nueva Constitución, con acuerdo de las dos terceras partes de los diputados y senadores en ejercicio.
La propuesta es oportuna -somos muchos los que creemos que llegó la hora de discutir y aprobar una Nueva Constitución para Chile- y, sobre todo, inteligente.
Lo es porque resuelve la cuestión del mecanismo de una manera impecable: se necesitan dos terceras partes de los diputados y senadores en ejercicio para reformar el capítulo XV de la Constitución sobre ”Reforma de la Constitución”, y dos terceras partes para, una vez aprobada dicha reforma, convocar a una Convención Constitucional para la elaboración de una Nueva Constitución.
En otras palabras, estamos obligados a poneros de acuerdo. Así de simple. Si no hay acuerdo, no hay reforma a la Constitución, y tampoco Nueva Constitución y, agrego yo, que cada cual asuma su responsabilidad. Yo anuncio mi voto a favor.
Se cumple así, a cabalidad, y de manera inteligente, con las dos promesas que hemos hecho al país en esta materia: una nueva Constitución, a través de un mecanismo democrático, participativo e institucional.
Esto último es clave para evitar cualquier suspicacia, subterfugio, resquicio, “decretazo”, o como quiere llamársele. El proyecto no altera en un ápice los artículos 127, 128 y 129 de la actual Constitución sobre procedimiento de reforma. Agrega un nuevo artículo 130 para incluir el mecanismo de convocatoria a la Convención Constitucional, pero manteniendo los dos tercios exigidos por la actual Constitución.
Lo mejor del proyecto es el mensaje. Alude a la historia constitucional chilena, la que repasa con cuidado y prolijidad, especialmente recordando la forma (muy restrictiva) en que se originaron las constituciones de 1833 y 1925; adhiere a la forma de “democracia representativa”, llama a una “profunda deliberación democrática”, junto con recordarnos los serios problemas de legitimidad asociados a la Constitución de 1980, a pesar de que ha sido 38 veces reformada. Una especial valoración se hace de las grandes reformas -así las califica- de 1989 y 2005. Adicionalmente, le da una muy destacada participación al Congreso en todo el proceso constituyente.
El que esté pensando en una hoja en blanco, borrón y cuenta nueva, partir de cero, y todas esas cosas que nos alejan del sentido común ciudadano y la tradición republicana, democrática y constitucional de Chile, se llevará una sorpresa -para bien, o para mal- al leer el mensaje y el texto de la reforma propuesta.
Hace pocos días, con Genaro Arriagada y Jorge Burgos, lanzamos un libro que denominamos “Una Nueva Constitución para Chile”, como un aporte al rico debate que es dable esperar cuando se trata de discutir y aprobar una nueva Constitución.
En ese texto nos manifestamos a favor de una Convención Constituyente; esto es, treinta diputados y senadores, y treinta ciudadanos, elegidos por el próximo Congreso, constituido en sesión plenaria, el que, en el plazo de seis meses, sometería un texto constitucional a un referéndum de aprobación o rechazo. Recogemos así la propuesta que en tal sentido hiciéramos con Patricio Zapata, en 2015.
Cualquiera sea el nombre que se le de, y al margen de cualquier caricatura, prejuicio o estereotipo, considero que este proyecto coincide, de manera muy fundamental, con la propuesta que ahí hemos formulado.
Mi propuesta es muy simple: regalémonos, como nación, una Constitución del Bicentenario, con sentido patriótico y republicano, producto de una gran acuerdo nacional. El proyecto propuesto por la Presidenta de la República es un buen punto de partida.
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No hay peor ciego que el que no quiere ver
YA HAN pasado más de tres años desde que Michelle Bachelet asumió la conducción del gobierno y junto a la Nueva Mayoría comenzaron una vorágine reformista -casi refundacional-, que afectó gravemente los sólidos cimientos de la estructura social y económica chilena y con ello, el bienestar de miles de compatriotas.
Muchos advertimos sobre los efectos que tendría para el país la lógica de la retroexcavadora, pero debido a nuestra minoría parlamentaria, muy poco pudimos hacer para evitar la aprobación de las reformas tributaria, educacional y laboral, que sumadas a una visión extremadamente ideologizada en casi todas las políticas públicas impulsadas por el actual gobierno, han desviado a Chile de un camino virtuoso de desarrollo.
Lamentablemente así lo reflejan las cifras: Hace pocos días, el Banco Central dio a conocer el peor desempeño de la actividad económica desde el año 2009 y en materia de inversión, llevamos una caída de tres años consecutivos y, de acuerdo al último IPOM, las proyecciones no son muy esperanzadoras.
Pero como dice el refrán, “no hay peor ciego que el que no quiere ver”, y cuando todo indica que el frenesí reformista debe parar, el gobierno nos sorprende con una nueva reforma, la más grande de todas, la que genera más incertezas y, en consecuencia, la que produce más daño a la institucionalidad política y económica, al empleo y al salario de los chilenos.
Se trata de una propuesta de reforma constitucional que, además de no ser lo que se prometió en octubre de 2015, busca incorporar un nuevo artículo 130 al Capítulo XV de la Carta Fundamental para establecer a través de una Convención -que será normada por una Ley Orgánica Constitucional en otro momento- la posibilidad de cambiar completamente la Constitución. Es decir, se pretende entregarle a un grupo de personas, que nadie sabe quiénes serán ni cómo van a funcionar, la facultad de alterar todo el arquetipo constitucional chileno.
Y es que estamos frente a un gobierno que no quiere ver que todos los índices van a la baja desde que asumieron.
El reciente IPoM disminuyó la proyección de crecimiento para 2017 a un rango de entre 1% a 2%, el nivel más bajo de la última década; y en materia de trabajo, de acuerdo a los últimos datos entregados esta semana por el INE, se registró un aumento del 0,5% del desempleo, siendo lo más grave el notable deterioro del empleo asalariado (-2,1%) frente a una marcada alza de trabajo por cuenta propia (8,1%) con toda la precariedad que ello significa.
Tampoco quieren ver las encuestas. Todas, sin excepción, afirman que los chilenos no quieren más reformas. Sin ir más lejos, de acuerdo a la encuesta CEP de diciembre pasado, la última prioridad de la ciudadanía es reformar la Constitución con solo un 2% de las menciones.
Pero incluso, si obviáramos lo anterior, el anuncio de reforma constitucional es irresponsable. Han pasado cuatro años desde que la Nueva Mayoría comenzó a instalar la idea de una nueva Constitución; ya van dos años desde que nos embarcaron en un proceso constituyente que costó más de 4 mil millones de pesos al Estado y donde no participó ni el 0,5% de los chilenos; y hoy, a menos de un año que termine su mandato, todavía no son capaces de decirle al país cuál es la Constitución que quieren.
Cuando lo que más pide el país son certezas; la Nueva Mayoría, con esta nueva reforma, nos sumerge en un mar de inseguridades.
Al inicio del gobierno, poco después de la Reforma Tributaria, el entonces ministro de Hacienda pedía que lo juzgaran por los resultados. Hoy, a tres años de esa insigne frase, cuando el resultado es conocido por todos, resulta difícil no recordarla. Lamentablemente estamos frente a un gobierno que no quiere ver.
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Reducción de la jornada laboral
La diputada del PC, Camila Vallejo, ha presentado un proyecto de ley que propone reducir la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales. La parlamentaria señala que la jornada actual “..no permite a los trabajadores desarrollar una vida familiar o disponer de tiempo libre para educarse o entretenerse…”. Frente a los que podrían decir que su propuesta es poco seria, la diputada saca a relucir los casos de países desarrollados europeos que tienen “..un rendimiento productivo alto y una jornada de trabajo reducida…”. Por ejemplo, la jornada laboral es de 29 horas en Holanda (país con una población similar a la de Chile) y su PIB es 3,4 veces superior al chileno.
No creo que Vallejo quiera insinuar que la reducción de jornada que propone vaya a hacer que el PIB chileno se acerque más rápidamente al de Holanda, o al de otro país europeo. Pero sí sugiere que aumentará la productividad (media) del trabajo porque se producirá lo mismo – o tal vez un poco más – con menos horas trabajadas. ¿Es eso correcto?
Probablemente no. Los aumentos de productividad están mucho más ligados a la acumulación de capital humano – incluido el capital social – y a la innovación tecnológica que a otros factores. Es decir, los holandeses no son cuatro o cinco veces más productivos que los chilenos porque descansan más y disfrutan de sus abundantes horas de ocio, sino porque cuentan con una mejor educación, una cultura laboral más proclive al trabajo bien hecho y un uso más intenso de tecnología en sus procesos productivos. En otras palabras, hoy ellos pueden darse el lujo de trabajar 29 horas semanales después que han podido llevar su productividad a los niveles que conocemos. Hace no más de 20 años atrás, cuando su productividad era menor, su jornada laboral era más extensa.
Las diferencias de productividad explican mucho de la distancia entre la riqueza de un país y la de otro. Una hora trabajada en Chile alcanza un producto medio de poco más de US$ 20, en tanto la misma hora trabajada en Finlandia permite producir cerca de US$ 50 y en EEUU más de US$ 70. En este último país, la jornada laboral es igual de extensa que la chilena.
Creo que la diputada Vallejo equivoca el foco con su propuesta. Es evidente que una preocupación central de la política pública debe ser la calidad de nuestra educación, y educación pensada como un proceso permanente durante toda la vida para que los trabajadores vayan ajustando sus conocimientos y habilidades a los acelerados cambios tecnológicos. También es evidente que otra preocupación central es fomentar un ambiente de negocios competitivo y dinámico que favorezca la innovación de todo orden, lo que acarrea también más productividad. Y en plazos más cortos, podría mirar el mercado laboral y las relaciones empresa trabajador con ojos más modernos, pensando en ajustes a la jornada laboral que no sean con la lógica de máximos mandatados por ley sino resultado de negociaciones entre la empresa y sus colaboradores para mejor conciliar los intereses de cada parte.
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La Presidencia de la República
La Presidencia de la República es, entre nosotros, una institución política del más alto significado. Que Bachelet le reste prestancia, ejerciéndola entre la ausencia y la descuidada premura, o la prive de sentido, en el comentario banal, termina develando indirectamente esa importancia, por la vía del sobrio rechazo que sufre quien no ejerce con pertinencia suficiente el cargo.
La presidencia es un delicado invento de mentes cuidadosas. Descansa en el reconocimiento de tradiciones que se pierden en el tiempo; arraiga en la configuración casi cósmica de un orden inmemorial asentado en los siglos, de historia y previos a ella. Un acervo fue llevado, por medio del derecho y sofisticada retórica, a un símbolo, a una configuración mental capaz de dar cauce, repentina pero establemente, a energías sociales poderosas.
Y allí está, que el esplendor severo de las décadas de la fundación de Chile coincidió con su vigor. Que vino el desbarajuste cuando se atacó el símbolo, en 1891, producto de la asonada de una oligarquía que, sumiéndose en las delicias del jolgorio salitrero, terminó conduciéndonos a la peor crisis social y política de nuestra historia. ¿Habrá que recordarlo? La desatención de la cuestión social; las matanzas, masivas matanzas, de obreros y campesinos; continuos alzamientos, fueron las consecuencias del frívolo atrevimiento de quien juega con los símbolos. Porque la presidencia de la república es símbolo en el sentido hondo del término. Ella logra articular institucionalmente la realidad y abrirle horizontes de significado.
La eficacia del símbolo depende de que se lo asuma con lucidez y se lo ejerza con compromiso. La fuerza de este talismán del racionalismo republicano radica en su capacidad, como ninguna otra institución –aquí no corre el parlamento, ni las iglesias, ni el mercado– de encarnar la unidad nacional. En tanto habitantes desperdigados o hacinados en nuestro territorio, somos una multiplicidad, diversa, pletórica, una suma de individualidades y agrupaciones difícilmente reconducibles a la unidad. Pero está la presidencia de la república, para recoger esa diversidad y encaminarla: para comprender a los distintos grupos y clases, un territorio que clama por ser ocupado; para reparar en el pasado con consciencia matizada y decisiva; para proyectarse a un futuro que puede ser visto aún con esperanza.
Cae o se debilita, en cambio, el símbolo, y la disposición centrífuga de la vida nos dispersa. Los conflictos dejan de tener solución. Las rabias, las urbes, los intereses individuales se expanden inorgánicamente. El país se empantana, pues pierde su visión de destino.
Por eso la gravedad del daño que produce el desasimiento de Bachelet. Por eso, también, por el significado simbólico que tiene la presidencia de la república, es que resulta de la mayor urgencia salir del juego de particularismos, de nociones de tribu en el que han entrado las candidaturas presidenciales.
Porque la presidencia no es para eso. Traiciona su significado quien pretende dirigirse sólo a los suyos y soslayar la totalidad, la nación, la unidad de lo diverso. Pervierte su tarea el candidato de derecha que habla duro y sólo de gestión y orden. Tergiversa su llamado el que hace añicos la historia para prometerle el futuro romántico-revolucionario a sus huestes romántico-revolucionarias.
La crisis de legitimidad y el malestar actual son más profundos de lo que quieren saber los que se mueven en la superficie. El crujir es tectónico. Desconocer, en estas circunstancias, la eficacia simbólica de la presidencia de la república es una irresponsabilidad. Si quien gana lo hace en la misma actitud de frívolo ejercicio partisano imperante hoy, habrá sido mejor que hubiera perdido, pues intensificará, desde el primer día, el problema en el que nos encontramos.
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Lucidez, arrojo y encanto
Hace cinco años, en un ensayo titulado La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa se quejó sin mucha gracia de la alarmante decadencia cultural de Occidente, fenómeno que él, en calidad de celador de la alta cultura, atribuía al triunfo desolador de la cultura popular. Algo muy distinto es lo que ahora plantea el crítico literario inglés Terry Eagleton en Cultura, una reflexión potente y provocativa que tiene la chispa, el encanto y el humor que tanta falta le hicieron a la divagación del Nobel peruano. De partida, Eagleton pone las cosas en su lugar: “Gran parte de la cultura popular es excelente, mientras que el canon literario también contiene bastante material de inferior calidad”. Como por ejemplo, cabe agregar, la más reciente y exitosísima novela de Vargas Llosa, Cinco esquinas.
No es antojadiza la mención al escritor peruano cuando lo que aquí corresponde es hablar del libro de Eagleton. Ambos autores representan visiones opuestas: Vargas Llosa habla desde el liberalismo (aunque muchas veces lo hace utilizando argumentos conservadores), mientras que el inglés, un seguidor de Marx que probablemente cree en Dios, argumenta que “la cultura no es tan fundamental para las sociedades modernas como piensan algunos de sus apologistas”. ¿Quiénes serían estos apologistas? Muchos pensadores contemporáneos, los defensores de la diversidad, “los apóstoles posmodernos de la pluralidad”, la gente dedicada a los estudios culturales, los estudiantes políticamente correctos. Dando un primer paso en su propia defensa, Eagleton cita al filósofo Richard Rorty: “No hay necesidad de debatir con personas que sostienen que un punto de vista es tan válido como cualquier otro, puesto que no existen”.
Notable en este libro es la reivindicación de dos intelectuales irlandeses a quienes la posteridad, probablemente, no les concedió todos los honores que merecían (Eagleton es de ascendencia irlandesa). El primero es Edmund Burke, un pensador más asociado a la derecha que a la izquierda, pero que a ojos del autor de Cultura resulta ser un filósofo de múltiples cualidades, entre otras la de haber reparado en “que la cultura no siempre es un instrumento del poder, también puede ser una forma de resistencia”. El segundo es Oscar Wilde, personaje al que Eagleton le rinde un homenaje lúcido y justo (“Nadie puede vivir sólo de la cultura, pero Wilde se acercó a ello más que ninguno de sus contemporáneos”), al tiempo que rescata sus ideas políticas, que aspiraban, por sobre todo, a liberar al hombre del trabajo.
Luego de echarle un vistazo histórico a las diversas acepciones y fronteras de la palabra “cultura” durante los siglos XIX y XX, Eagleton repara en temas muy concretos y actuales. En su opinión, junto a la caída del comunismo y de las Torres Gemelas, “la decadencia global de las universidades se cuenta entre los acontecimientos más trascendentales de nuestra era”. La tradición secular de las universidades como centros de la crítica humana se está desmoronando, sostiene, debido a que han pasado a ser “empresas pseudocapitalistas bajo la influencia de una ideología de gestión brutalmente filistea”. Peor aun: “En su mayor parte, están en manos de tecnócratas para quienes los valores se identifican sobre todo con propiedades inmobiliarias”.
El multiculturalismo ha limitado el poder de la cultura, y el capitalismo, causa del primer fenómeno, la ha convertido en una mercancía inocua. Después de la crisis económica de 2008, pudimos darnos cuenta de que “los verdaderos gángsters y anarquistas llevaban trajes de raya diplomática y dirigían bancos en vez de asaltarlos”. A los lectores chilenos, que saben bastante acerca de esto último, el libro de Eagleton les resultará especialmente iluminador. Lo que aquí está en juego es bastante más que el significado de la palabra “cultura”.
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Tu falta de querer
Decir que Mon Laferte “compartirá escenario” con Gorillaz y The Who, sería como decir que Tus Amigos Nuevos hicieron lo propio con Metallica y The Strokes en la última edición de Lollapalooza Chile. Técnicamente ambas cosas son ciertas: la chilena radicada en México efectivamente actuará en el festival Outside Lands, que se hará en agosto en San Francisco, EE.UU., y donde también se presentará la banda virtual de Damon Albarn y los sobrevivientes del mítico conjunto británico.
Pero lo más probable es que su show se realice en un escenario y en un horario muy distinto al destinado a los “cabeza de cartel” que son los principales protagonistas de estos multitudinarios encuentros y los verdaderos llamados a vender tickets.
Valga la aclaración, porque más allá del objetivo mérito de que la viñamarina esté en la lista (cosa que ya había conseguido Ana Tijoux en 2011), es fácil caer en el chauvinismo o alimentar la fantasía de que estamos codo a codo con los más grandes del espectáculo. Pero más sensato es poner en justa perspectiva inclusiones que muchas veces sirven más para adornar el currículo que para generar contactos reales o proyectar efectivamente una carrera en el extranjero.
Fernando Milagros ha tocado en Primavera Sound y en el South by Southwest (SXSW), pero es de los que hoy cree que esos “hitos” ya no son tan importantes en su currículo. Sabe, porque lo vivió como muchos chilenos que han estado en esas instancias, que esas invitaciones muchas veces son más simbólicas que efectivas y que generalmente se concretan en escenarios pequeños, con bandas improvisadas y escasa repercusión.
Quizás lo que de verdad debería alimentar el orgullo patrio y la defensa de “lo nuestro”, es la ubicación que tienen en Chile los artistas nacionales en franquicias como la mencionada Lollapalooza u otras. La semana pasada, en la séptima edición de este encuentro, hubo shows memorables de músicos locales como el de los mencionados Tus Amigos Nuevos o los de Me Llamo Sebastián, Alex Anwandter, Weichafe y Villa Cariño. Nombres que más allá del gusto personal demuestran tener más conexión y más que ver con este Chile de 2017 que, digamos, Glass Animals, Silversun Pickups o Cage the Elephant, todo beneficiados con mejores tarimas y ubicación en el último cartel de un evento que no motivos para replicar la marginalidad foránea.
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La desgracia ajena
Una jugada retromaniaca similar a The Ramones: reconvertir canciones de pop chicloso sesentero en piezas rock dotadas de una encantadora brutalidad, que aún así mantenían a resguardo la esencia amorosa y cándida del género. The Jesus and Mary Chain era una banda perfecta para adolescentes en los 80 resentidos ante la omnipresencia de los sintetizadores. Con una base rítmica reducida a la mínima expresión (bajistas y bateristas de los escoceses nunca han tenido un trabajo muy interesante), las canciones eran asoladas por un infierno de feedback y distorsión.
Un ruido inaudito y fenomenal en una época en que la mitad del mundo imitaba en guitarra a Eddie Van Halen y la otra a Andy Summers. Acrecentaba el mito la costumbre de ofrecer shows desconcertantes de apenas 20 minutos. Mucho antes que los Gallagher en Oasis (y posterior a los Davies en The Kinks), los hermanos Jim y William Reid perpetúan la tradición británica de la relación amor-odio al interior de un grupo rock con lazos sanguíneos.
Tras 18 años sin nuevas composiciones, Damage and joy inspira su título en el término alemán schadenfreude, que implica encontrar placer en la desgracia ajena. Producido por el reputado Youth (Martin Glover, bajista de Killing Joke y colaborador de Paul McCartney), el álbum prescinde de esa esencia ruidosa de clásicos como Psychocandy (1985) o la colección de lados b Barbed wire kisses (1988), donde la guitarra chirriaba y el bajo se abría camino con pastosidad. Incluso sacrifica parte de ese ADN narcótico del grupo, como si el gallito entre los hermanos lo hubiera ganado esta vez Jim desde el micrófono, con ese estilo marcado por el desdén y la autosuficiencia.
A pesar de lo retorcido del título hay mucha melodía y coros dream pop de sugerencia angelical en Damage and joy. Canciones interesantes reflejan esa línea como las majestuosas Los feliz (blues and greens) y Song for a secret. Así también en la medida que el álbum avanza su contenido resulta más prescindible que memorable. Los 14 cortes que se extienden por 53 minutos parecen más largos de lo que realmente son. Se puede decir de otra forma: el disco se agota a la mitad porque las ideas reunidas no son muchas.
The Jesus and Mary Chain esperó casi 20 años para entregar nuevas creaciones y el retorno confirma algo que irradian en directo: están seguros que su sola presencia basta para sentirse conforme. Pero no funciona de esa manera. Tras el pelo revuelto y los lentes oscuros uno necesita canciones, nervio y arrojo, siempre.
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April 7, 2017
EE.UU: Las consecuencias del ataque a Siria
El bombardeo estadounidense con 59 misiles crucero Tomahawk contra la base aérea siria de Shayrat, a modo de represalia por el ataque con armas químicas a población civil —que dejó casi 90 muertos, entre ellos 30 niños—, es la primera acción militar a gran escala del gobierno que encabeza el Presidente Donald Trump. Y abre una serie de flancos en términos del significado y alcance de esta decisión.
En primer lugar, marca un punto de inflexión en lo que había sido el discurso de Trump sobre Siria. Porque durante su campaña insistió en que resolver la guerra civil en este país —que ya enteró seis años— no era una prioridad y que, por el contrario, lo relevante era enfocarse en la destrucción del Estado Islámico, lo que en su momento permitió acercar posiciones con Rusia.
De esta forma su gobierno, que a fines de este mes cumplirá sus primeros cien días en la Casa Blanca, se desmarca de la política que Barack Obama tuvo frente a Siria en los años anteriores. Cabe recordar que el ex Presidente demócrata había advertido a Bashar al Assad que no cruzara la “línea roja” que implicaba el uso de armas químicas. Y que cuando atacó el suburbio de Guta, en Damasco, en el agosto de 2013 con gas sarín, Obama estuvo a punto de concretar una ofensiva militar contra el régimen de Al Assad. Pero la gestión de Rusia desactivó ese plan al lograr un compromiso para que el gobierno sirio entregara su arsenal químico bajo supervisión de la ONU y de la Organización para la Prohibición de Armas Químicas (OPAQ).
En ese contexto, es importante no perder de vista que para EE.UU. las largas guerras en Afganistán e Irak —ambas bajo el gobierno de George W. Bush— aún están lejos de haber quedado en el pasado. Así lo entendió Obama, que concretó la retirada estadounidense de suelo iraquí, redujo significativamente el contingente que aún permanece en Afganistán y comprometió solo el poder aéreo durante su apoyo a los rebeldes en Libia.
El recuerdo de los miles de muertos y de veteranos baldados permanece vivo en la opinión pública —sobre todo en aquellos que votaron por Trump—, la que no está dispuesta a avalar un nuevo despliegue de tropas en Medio Oriente u otra región del mundo. Un factor clave para los niveles de popularidad del actual Mandatario.
Aún es muy temprano para saber si este ataque será el inicio de una mayor intervención de Estados Unidos en Siria o si solo se trata de una acción aislada. Un tema no menor, considerando que el bombardeo con los Tomahawk se produjo precisamente en el marco de la visita del Presidente de China, Xi Jinping, a EE.UU. La primera bajo la administración Trump y cuya agenda ha estado marcada por temas delicados, como la situación naval en el Mar del Sur de China y la influencia de esta potencia asiática sobre Corea del Norte.
En ese contexto, será fundamental la manera en que Beijing lea los alcances de este episodio y cómo puede influir en la relación de ambas potencias en los próximos cuatro años.
El otro frente que se abre es, obviamente, Rusia. Y no solo porque habría habido tropas de este país en la basa atacada (Washington informó con antelación a Moscú del ataque). Rusia tiene una relación histórica con Siria, ya desde comienzos de los año 70, cuando este país era gobernando por Hafez al Assad, padre del actual Mandatario.
Durante los años de la Guerra Fría, la entonces Unión Soviética apoyó al régimen sirio de la época con dinero, armas y respaldo diplomático. Algo que se mantuvo tras la llegada de Bashar al Assad al poder en 2000. Sobre todo porque la permanencia de Al Assad garantiza que Rusia pueda seguir utilizando el puerto sirio de Tartús como la base naval que le permite tener presencia en el Mediterráneo.
De modo que es esperable que la tensión Washington-Moscú aumente a partir de ahora. Y que la cercanía entre Trump y Putin dé paso a un distanciamiento que se vea reflejado a futuro en otros ámbitos internacionales, como la situación en Ucrania o el combate al Estado Islámico.
Por último, el hecho de que Washington haya lanzado este ataque sin haber involucrado al Consejo de Seguridad de la ONU, pone sobre la mesa la interrogante de cuánto valora el actual gobierno estadounidense a este organismo o la necesidad de actuar en conjunto con países aliados. Y ante eso, cabe preguntarse si el bombardeo en Siria es la primera señal de un “neounipolarismo”, en consonancia con el emblemático eslogan de la campaña de Trump: “Hacer a Estados Unidos grande de nuevo”.
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April 6, 2017
Gato por liebre
CON LA actitud que los distingue, los máximos referentes del Frente Amplio (FA) han hablado hasta el cansancio y en todas partes acerca de que ellos hacen política de manera distinta a la de las coaliciones tradicionales. Hace unos meses, el diputado Giorgio Jackson acusaba que éstas deciden sus candidatos “de acuerdo a las encuestas y luego piensan qué van a hacer o en qué están de acuerdo”, mientras que su colega Gabriel Boric proclamaba que las campañas electorales del FA serían una “explosión de creatividad”.
Pues bien, llegados a la hora de las definiciones, optaron por una candidata presidencial que responde a un perfil repetido: han privilegiado popularidad por sobre contenido, escogiendo a una abanderada que destaca mucho más por su personalidad carismática que por haber presentado con claridad sus postulados. Ya llegará el tiempo de que eso ocurra, sostiene Boric, quien ha señalado que “Beatriz (Sánchez) apoyará lo que colectivamente defina el Frente Amplio”. O sea, primero el candidato y después el programa. Suena a la “política añeja que tan mal le ha hecho a Chile” que denunciaba hace poco el mismo Boric.
Es obvio que lo recomendable para todo grupo político con aspiraciones es tratar de llevar un candidato popular a la presidencia. Y que resulta necesario incorporar caras y voces distintas a la actividad si se aspira a renovarla. Pero lo curioso es que aquellos que se muestran hastiados con las viejas prácticas y prometen reemplazarlas por otras nuevas recurran a lo mismo que han criticado.
La justificación para nominar a Sánchez suena conocida y no parece distinta a la que, por ejemplo, se dejó sentir en 2013 para ungir a Bachelet como abanderada de la NM o a la que recurrió un sector de la derecha en su momento para pensar en una eventual postulación de Golborne a La Moneda. En esos casos, se pensó primero en las posibilidades de victoria a través de personajes atractivos y populares sin demasiado contenido y luego, mucho después, en las propuestas que ellos encarnarían y presentarían al país.
Una de las peculiaridades del FA es que sus dirigentes parecen no tener empacho en criticar y recurrir a una autoasumida superioridad moral para denostar herramientas que ellos mismos terminan usando sin remordimiento de conciencia. Por ejemplo, Jackson utilizó todas las ventajas del sistema binominal para correr solo y ganar el escaño de diputado que hoy ocupa. Ahora RD y el Movimiento Autonomista usan un recurso antiguo para designar a su candidata. Esperan que ésta sea ratificada como la abanderada del FA a través de una “consulta ciudadana online”, artilugio electoral cuya transparencia está por verse.
La manera no difiere mucho de aquella que ha venido usando la “política tradicional”. El truco es el mismo; la diferencia está en el mago; hoy más joven, mesiánico y bueno para apuntar los vicios ajenos con el dedo. La pregunta es si, como en los números de magia, no nos estarán pasando gato por liebre y presentando como nuevo algo tan viejo como el hilo negro.
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