Rodolfo Martínez's Blog: Escrito en el agua, page 5

June 30, 2017

De camino a ninguna parte

Tuve oportunidad de conocer a Ian Whates en el Festival Celsius en Avilés en 2015, gracias a los buenos oficios de Ian Watson, quien decidió que era buena idea que nos conociéramos. No tengo claro, vistos los resultados, que fuera tan buena, pero me temo que ya es tarde.


Ian Whates es un conocido escritor de ciencia ficción y fantasía en Gran Bretaña, además de ser el propietario de NewCon Press, una prestigiosa editorial independiente inglesa. El hecho de ser ambos escritores metidos a editores (y, sobre todo, el que tanto Ian como Helen, su esposa, fueran dos personas encantadoras que decidieron no tener en cuenta mi proverbial timidez que a menudo me hace parecer distante y poco amistoso) hizo que conectásemos con facilidad.


Cuando nos conocimos hacía algún tiempo que me había traducido a mí mismo una novela al inglés (The Queen’s Adept) y la había publicado en Sportula. El resultado comercial, teniendo en cuenta que nadie había oído hablar de Sportula como editorial en el mundo anglosajón y que yo mismo soy totalmente desconocido para el lector angloparlante, no había sido malo. De hecho, fue lo bastante positivo para animarme a seguir incluyendo algún que otro libro en inglés en el catálogo de Sportula, esta vez antologías de otros autores como el Castles in Spain o la versión en inglés de Terra Nova. Tampoco fue mala la recepción de Cat’s Whirld, la traducción que Steve Redwood realizó de mi primer libro, La sonrisa del gato, y que también publiqué en Sportula como parte del vigésimo aniversario de la publicación original de la novela.


Ian pretendía preparar una antología para la Convención Europea de Ciencia Ficción de 2016, que tendría lugar en Barcelona, con relatos sobre la ciudad condal de diversos autores, tanto españoles como extranjeros. Se acercó a mí para ver si estaba interesado en participar en Barcelona Tales, que así se titularía el libro, y acepté sin dudarlo. El resultado fue «A Tale of No City». Era la primera vez que escribía una pieza de ficción directamente en inglés y el proceso fue fascinante. Ian fue lo bastante amable para decirme, no solo que le había gustado el relato, sino que mi inglés era excelente y que sus revisiones y correcciones eran de la misma naturaleza que las que le habría hecho a cualquier autor nativo angloparlante.


¿Mentía? ¿Estaba simplemente animándome? Quizá o quizá no. Aunque me gustaría creer que no, que estaba siendo sincero. Vanidad por mi parte, sin duda.


El caso es que sus palabras me hicieron retomar un proyecto que había considerado unos años atrás y que había ido realizando en tiempos muertos, sin poner demasiado empeño. Ahora volví sobre él con ganas y las pilas puestas y no paré hasta terminar. ¿De qué hablo? Básicamente de recopilar mis mejores relatos de ciencia ficción y luego traducirlos yo mismo al inglés.


Cuando acabé fue inevitable que le enviase el libro a Ian; parecía la opción lógica. Cierto, podría haber publicado la recopilación en Sportula como había hecho con otros libros. Pero evidentemente, resultaba más atractiva la idea de hacerlo con un editor que ya tuviera presencia en el mercado anglosajón e incluso un cierto prestigio.


Curiosamente, mientras yo le hablaba de mi recopilación, él a su vez me hablaba de la suya y me comentaba que estaba buscando editor español para ella. Leí sus relatos y enseguida decidí que quería ser yo quien publicase a Ian Whates en español por primera vez; era una oportunidad que no podía dejar pasar, vista la calidad del material que estaba leyendo. Así fue como nació Torres de Babel, su primer libro en castellano, publicado por Sportula este mismo año.


Ian tardó bastante más en leer mis relatos y confieso que me tuvo el corazón en vilo en más de una ocasión. El tiempo iba pasando y aunque de vez en cuando me hablaba del asunto (me decía que había empezado, o que ya había leído unos cuantos relatos o que esperaba terminar en breve), no tenía feedback alguno por su parte en cuanto a si le estaba interesando lo que estaba leyendo o no. O, para ser más exactos, si le estaba interesando lo suficiente para publicarlo.


Al fin y al cabo, no tenía garantía alguna al respecto… ni tenía por qué tenerla. No había habido ningún «intercambio de cromos» entre ambos. Publiqué el libro de Ian porque me parecía bueno y era una buena oportunidad editorial para mí. Y, lógicamente, él siempre tuvo claro que no tenía la menor obligación de «corresponderme», por así decir.


El caso es que pasé unos cuantos meses con cierta zozobra. Intuía que la cosa no iba mal (Ian seguía leyendo los relatos, cosa que no habría hecho de haberlos encontrado malos) pero no tenía certeza alguna.


La incertidumbre desapareció hace unos días, cuando Ian me envió de vuelta mi original con sus revisiones y me sugirió varias posibilidades acerca de la portada. Añadía, además, que no me inquietara demasiado por las revisiones que encontraría en el texto y que la mayoría de estas eran menores, destinadas más a mejorar que a corregir.


De paso, sugería un título para el libro (yo le había dado varios, aunque ninguno me convencía del todo): The Road to Nowhere, que me encantó en cuanto lo vi . Me gustaba cómo sonaba, daba una buena idea de lo que el lector podía encontrar y, además de contener una clara referencia a uno de los relatos («La carretera», o sea, «The Road»), remitía a una de mis canciones favoritas de Talking Heads. Ya que estamos, hasta despertaba ecos de la obra de teatro (y posterior película) de Fernando Fernán Gómez El viaje a ninguna parte, sobre la vida de los cómicos de la legua en la España franquista. La carrera de un escritor es también, de alguna manera, un camino que no lleva a ninguna parte, un viaje sin destino, donde lo importante es el viaje en sí y que, en cierto modo, no termina nunca.


Si nada se tuerce, el libro será publicado por NewCon Press en 2018. Veremos qué pasa entonces y cómo es recibido por el público angloparlante.


Mientras tanto, seguimos yendo de camino a ninguna parte, como siempre, y disfrutando de cada etapa del viaje.

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Published on June 30, 2017 05:07

June 23, 2017

De pelo negro y mirada taciturna…

Si nadie lo remedia, a finales de año publicaré una nueva novela. No es ciencia ficción y no encaja tampoco en el tipo de fantasía (oscura, urbana, contemporánea) que suelo hacer. Podríamos decir que se trata de fantasía épica, pero confieso que sigo prefiriendo el viejo término «espadas y brujería» que en su día acuñó, si no recuerdo mal, Fritz Leiber.


Hace unos años me dio por ponerme a traducir los relatos de Robert E. Howard sobre Conan el cimerio, su más famoso personaje y al que sin duda dedicó sus mejores esfuerzos en sus años finales. La idea era, y es, ofrecer al público en castellano una versión no adulterada de ese material, presentar los relatos tal como Howard los escribió sin retoques ni añadidos posteriores, ya fueran de Sprague de Camp o de otras personas. En ello estoy todavía, a falta de un tercio para terminar, y espero que el primer volumen se publique el año que viene en Sportula.


Una cosa acaba llevando a la otra. Mientras traducía «La reina de la Costa Negra», el relato en que se cuenta una parte del tiempo que Conan fue corsario en el barco de Belit, no podía dejar de pensar en el hueco de tres años que había entre el primer capítulo del cuento y el resto. Y empecé a darle vueltas a la idea de rellenar ese hueco.


Una parte de mí, lo confieso, lo consideraba innecesario. Ya en su día, Roy Thomas se había encargado de hacerlo de forma magistral en las páginas de la adaptación del bárbaro al cómic. Y encima tuvo las narices de hacerlo «en tiempo real»: si Conan y Belit estuvieron juntos tres años, durante tres años los comics de Marvel publicaron sus aventuras. ¿Acaso iba a poder hacerlo yo mejor? Seguramente no, me decía.


Y sin embargo…


Sin embargo, en junio de 2015 abandonaba de pronto La sombra del adepto (la cuarta entrega de El adepto de la Reina) y empezaba a escribir, sin estar muy seguro de que llegaría a buen puerto, los primeros capítulos de una novela de Conan. Así, Yáxtor Brandan, el adepto empírico al servicio de la Reina de Alboné, se vio postergado en favor del bárbaro héroe de espada y brujería.


Confieso que estaba casi convencido de que la cosa quedaría en nada. Escribiría un par de capítulos, perdería fuelle enseguida, y lo dejaría para pasar a otra cosa.


No fue así.


Rematé la novela en marzo de 2016, diez meses después. Me había puesto a la tarea con la idea de escribir algo ligero, de poco más de doscientas páginas, pero acabé con algo más de quinientas, un buen montón de personajes (propios y ajenos) y unas cuantas subtramas más de las que había previsto originalmente. Si en mi caso casi siempre es cierta la famosa frase de Tolkien («This tale grew in the telling»: la historia fue creciendo a medida que se contaba) pocas veces lo ha sido tanto como en esta ocasión.


Por si fuera poco, es una especie de colaboración póstuma con Howard, ya que arranca con el primer capítulo de «La reina de la Costa Negra» para luego seguir con mi propia historia y desembocar en los capítulos finales del relato de Howard. De hecho, el libro aparecerá firmado por los dos, lo cual es totalmente lógico: La novela tiene cuarenta y ocho capítulos más un prólogo y un epílogo y de esos cincuenta items, un diez por ciento son de Howard, por no mencionar la creación del personaje y su entorno.


Se llama La canción de Belit y, como he dicho, se publicará a finales de año.


Podríamos preguntarnos si ha merecido la pena el tiempo dedicado a escribirla. Quiero decir, a mi edad debería ser un poco más sensato, ¿no? Debería suponer que, no importa lo bien que lo haga, los que me midan con el autor original van a encontrar mi obra inferior y nunca apreciarán el resultado como lo habrían apreciado de haber sido una obra más «personal»; nada importará que jure y perjure que este trabajo es para mí tan personal como cualquier otro, siempre lo verán como algo no del todo mío. El esfuerzo, la ilusión y el talento (el mucho o poco que tenga) que le haya dedicado a esa novela será, casi seguramente, irrelevante. Siempre se la considerará un trabajo menor dentro de mi producción, un capricho, nada importante. Así pues, ¿no es un trabajo malgastado?


Todo eso pasó por mi cabeza cuando empecé a escribir La canción de Belit, creedme. Así pues, ¿por qué lo hice?


Por un montón de motivos que quizá otro día mencione con más detalle. Pero, por encima de todos ellos, hay uno fundamental, sin el que los demás carecen de sentido, igual que carecería de sentido todo lo que he escrito en los últimos cuarenta años: era la novela que en aquel momento me pedía el cuerpo. Mi mente de narrador me pedía a gritos escribir exactamente esa historia y no otra. Y, creedme, si hubiera intentado escribir otra, simplemente no habría podido.


Al fin y al cabo, la razón última y definitiva por la que escribo (aunque, por supuesto, hay también una multitud de pequeñas razones) es porque me resulta la actividad más gratificante del mundo. Escribo por placer y escribo para mi propio placer, lo cual quizá no sea el motivo más noble para dedicarse a la literatura. Francamente, ni lo sé ni me importa. Es mi motivo, el que me hace sentarme frente a una pantalla en blanco y empezar a teclear como un poseso, el que hace que aproveche el menor momento (un viaje en autobús, un descanso de otras tareas, una charla especialmente aburrida en algunos ámbitos) para empezar a jugar en mi mente con la trama, los personajes y el escenario.


Así que si el cuerpo me pide una novela de Conan, eso es lo que escribiré, porque eso es exactamente lo que necesito escribir. Quizá no sea lo más inteligente o lo más oportuno, pero eso es irrelevante. En esos momentos, en los momentos en los que estoy enganchado escribiendo la novela, soy un yonqui de mi propia narrativa, soy mi propia Sherezade, que decía Stephen King en Misery (y el viejo maestro de Maine sabe mucho sobre esas cosas, creedme, amigos y vecinos) y necesito seguir contando, porque sé que de las próximas palabras que escriba dependerá mi vida, porque tengo que saber qué va a pasar, qué les va a ocurrir a esos personajes, qué forma definitiva tomará la historia y cómo se desarrollará y crecerá y se volverá más denso el escenario. Escribo para descubrir qué pasa, y disfruto como un loco cada paso del camino.


¿Hay algo más emocionante que eso, más gratificante? No lo creo. Aunque, como muchas otras cosas en esta vida, seguro que es una cuestión de puntos de vista.


En esos momentos, siento decirlo, los lectores no existís. No sois un factor a tener en cuenta. Existimos la novela que estoy escribiendo y yo mismo y el resto del universo se ha desvanecido y carece de importancia.


Así que me temo que era inevitable que acabase escribiendo esta novela y no otra.


¿Qué pasará con ella? ¿Cómo será recibida por los lectores? ¿Cómo la verá la crítica? ¿Qué se comentará, se dirá, se analizará, se criticará…? ¿Mucho, poco, nada? ¿Bien, mal, regular? Ni idea. Aunque puedo anticipar que sin duda habrá algún que otro troll que empezará a criticar con acidez (y lo que él considera ingenio) mi falta de inventiva y mi descaro por usar las creaciones de otros. Ya lo hicieron cuando escribí mis cuatro novelas sobre Sherlock Holmes. No hay motivo para que ahora vaya a ser distinto.


Como sea, no tengo la menor idea de la recepción que va a tener esta novela. Y en lo más hondo, confieso que no me importa demasiado. Preferiría que fuera recibida con entusiasmo antes que con indiferencia, por supuesto, y mejor si vende cientos de miles de ejemplares en lugar de unas docenas, faltaría más. Pero a la postre, lo que importa es que La canción de Belit está ahí, lista y terminada, la novela que quería escribir, exactamente esa y no otra, en ese momento; tan mía como cualquier otra cosa que haya escrito, nacida del corazón y con toda el alma puesta en ella.


El resto ya depende de vosotros, los lectores.

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Published on June 23, 2017 05:14

June 21, 2017

La polilla en la casa del humo

Hacía tiempo que tenía ganas de hincarle el diente a algo de Guillem López, del que tenía muy buenas referencias por parte de personas en cuyo criterio confío. He empezado por La polilla en la casa del humo, aprovechando que es uno de los finalistas este año del premio Celsius, que otorga la Semana Negra de Gijón a la mejor novela de ciencia ficción o fantasía publicada el año anterior a la concesión del galardón.


La he devorado en muy poco tiempo. Lo cual no es extraño porque apenas llega a las ciento setenta páginas. Pero, curiosamente, son ciento setenta páginas tan densas que podrían dar para varias novelas de quinientas.


Guillem López nos dibuja en su novela un paisaje que no sé si llamar distópico, apocalíptico o simplemente, terrible: la humanidad hacinada en un pozo, viviendo en una miseria continua, sin ver nunca la luz del sol y condenados a una muerte temprana trabajando en unas minas sin propósito aparente. Fango, deshechos, sudor e implantes biomecánicos en una situación que no tiene ni salida ni futuro. Pero hasta en el infierno hay jerarquías, y la aspiración de aquellos que están en lo más bajo, su sueño secreto, puede ser sencillamente ascender unos peldaños y poder disfrutar de una comida que no haya que disputársela a las ratas.


La novela esta narrada casi en su totalidad en primera persona, con un extraordinario uso del lenguaje que consigue lo que a priori parece una mezcla casi imposible entre un tremendo minimalismo expresivo y una facilidad asombrosa para atrapar emocionalmente al lector. Por otro lado, no ahorra detalles escabrosos en el camino hacia la cumbre de su protagonista y una y otra vez ahonda, con un bisturí afilado, en los aspectos más miserables y mezquinos del ser humano. No debería ser una novela fácil de leer por lo descarnado de lo que narra, pero gracias a un estilo vibrante y de una eficacia narrativa sorprendente enseguida lleva al lector, lo desee este o no, de una página a otra con absurda facilidad.


López es, ante todo, un narrador eficaz que se entrega sin condiciones a lo que cuenta y que no se pasa el tiempo sentado al lado del lector y susurrándole una y otra vez al oído «mira lo bien que lo hago, ¿a que lo hago bien?» como hacen otros. De hecho, escribe tan bien que el lector ni siquiera nota lo bien que escribe. Todas y cada una de las palabras que hay en el texto están ahí porque tienen que estar para que la historia nos llegue con más eficacia, nos conmueva con más profundidad y nos sacuda con más fuerza y, por tanto, su virtuasismo estilístico está siempre al servicio de lo narrado y no pretende erigirse en protagonista.


A lo largo de su lectura me ha parecido oír ecos de la novela picaresca española, con la cual La polilla en la casa del humo, creo yo, comparte muchos puntos en común, aunque ignoro si el autor sigue de forma consciente o involuntaria esa tradición: el narrador de baja extracción que cuenta su vida en primera persona; el modo en que usa su ingenio (o lo intenta) para ascender socialmente, ya tenga que mentir, robar, estafar o lo que se tercie; y, especialmente el hecho de que se pasa buena parte de la historia corriendo para no llegar a ninguna parte… o, para ser más exactos, para volver al punto de partida.


En resumen, una estupenda novela. Sin duda de lo mejor que ha caído en mis manos en los últimos años. Sospecho que no será la última que lea de Guillem López.

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Published on June 21, 2017 13:17

June 17, 2017

Perro viejo…

El año pasado, durante la presentación en el Festival Celsius de Avilés de la edición 20 aniversario de La sonrisa del gato, alguien me preguntó cuándo volvería a escribir ciencia ficción. Hasta donde recuerdo, mi respuesta fue, más o menos, como sigue:



Hay dos respuestas.


La fácil, que no es mentira, pero no es toda la verdad, es que nunca he dejado de hacerlo, porque mi fantasía es tan racionalista que acaba siendo ciencia ficción disfrazada de fantasía.


La más complicada es que, aunque me gustaría volver a escribir ciencia ficción, me cuesta trabajo. Y uno de los motivos, quizá el principal, es que tengo miedo. Tengo miedo de no estar a la altura de la ciencia ficción que se hace ahora, de haberme quedado anticuado y desfasado, de no ser capaz de adaptarme a los tiempos.



Eso dije en esencia, aunque supongo que al recordarlo ahora lo habré adornado un poquito y habré reordenado las frases para que todo quede mejor explicado. Pero básicamente esas fueron mis palabras.


No son del todo ciertas, porque sí que he escrito en los últimos tiempos algún relato de ciencia ficción, como «En el ático» (para la antología distópica Mañana todavía) o «A Tale of No City» (para la antología de ciencia ficción en torno a la ciudad condal Barcelona Tales).


Pero es verdad que la última novela de ciencia ficción que escribí fue El sueño del rey rojo, y han pasado más de trece años de su publicación. Lo que he hecho en los últimos tiempos ha sido fantasía oscura (como en Fieramente humano o Las astillas de Yavé) o mi inclasificable saga de espionaje e intriga El adepto de la Reina, que juega en buena medida con la ambigüedad y deja que sea el lector quien decida si está leyendo CF o fantasía.


Y es verdad que mi fantasía es tan racionalista que acaba siendo casi ciencia ficción. No creo en lo sobrenatural, de modo que cuando lo uso no puedo evitar buscarle una explicación racional y asumir que eso que llamamos «sobrenatural» simplemente obedece a unas leyes del universo que aún no conocemos o que no comprendemos del todo. De hecho, la misma expresión «sobrenatural» me parece una aberración, una contradicción de términos. Creo, como dijo Carl Sagan, que el cosmos es cuanto existe, ha existido o existirá. Por tanto no puede haber nada que escape a las leyes de la naturaleza. Si nos parece que es así, solo puede ser porque no conocemos bien esas leyes.


Pero al grano.


Es cierto que uno de los motivos por los que hace años que no escribo ciencia ficción, al menos una novela, es porque tengo miedo de estar fuera de onda, pasado de moda. Veo la ciencia ficción que se viene haciendo en los último cinco o diez años y me quedo con la sensación de que me han pasado por la izquierda y de que soy incapaz de hacer algo así, de que si lo intentase no estaría a la altura. Tengo que aclarar que no desprecio esa ciencia ficción más moderna, al contrario, me parece brillante y muy bien ejecutada. Y, aunque en términos estrictamente narrativos no tengo miedo alguno a salir malparado de la comparación, cuando hablamos de carga especulativa, de reflexión incisiva sobre el mundo, de ser capaz de despertar momentos, conceptos e imágenes llenos de sentido de la maravilla, me quedo con la sensación de que no voy a ser capaz de hacerlo tan bien como esos malditos jovenzuelos arribistas.


Y sin embargo, heme aquí con unas ciento cincuenta páginas de una nueva novela. De ciencia ficción. Con elementos distópicos y, quizá, incluso apocalípticos. Con toques cyberpunk (no sería yo mismo si mi ciencia ficción no tuviera algún elemento cyberpunk) y con el protagonismo compartido por tres o cuatro personajes con motivaciones, pensamiento y objetivos dispares.


¿De quién es la culpa? ¿Quién o qué ha hecho que, pese a mis temores de no estar a la altura de las generaciones más jóvenes, me haya puesto con una nueva novela de ciencia ficción? Bueno, si retrocedo en el tiempo, el primer culpable es Ricard Ruiz, quien me encargó un relato para su antología distópica Mañana todavía allá por 2013. Cuando acepté el encargo no estaba muy seguro de ser capaz de pergeñar algo que encajase en esos parámetros, pero me las apañé para crear una historia que, aunque muy de refilón, sí que podía ser considerada distópica.


Se llamaba «En el ático» y ya durante las presentación de la antología (de nuevo en el Celsius, si no recuerdo mal) comenté que en ese cuento tal vez había el embrión de una nueva novela. En aquel momento no estaba del todo convencido, pero sí que tenía la sensación de que con el relato no había agotado, ni de lejos, las posibilidades que aquel escenario futuro y los personajes residentes en él me ofrecían.


Hay otro culpable. Quizá incluso a un nivel más profundo que Ricard. No diré quién es de momento, pero si algún día se publica la novela, lo sabréis.


Como sea, el tiempo fue pasando. Escribí otras cosas. Releí «En el ático». Escribí un nuevo relato ambientado en otra planta del mismo edificio titulado «Piso 27», que acabaría apareciendo en la revista Delirio. Seguí escribiendo otras cosas. Releí ambos relatos. Pensé en una nueva subtrama, imaginé posibles nuevos personajes, empecé a tener un pequeño vislumbre  de cuál podía ser el esqueleto narrativo en el que se cimentase la novela que, cada vez estaba más seguro, podía salir de allí. En cierto momento decidí, además, que llevaría la situación social que estaba dibujando en la novela hasta sus últimas consecuencias. Literalmente.


Y aquí estoy, con ciento y pico páginas de novela entre las manos, la trama cada vez más perfilada y el final perfectamente claro, encarrilando los personajes y las situaciones hacia donde deben ir y, de paso, explorando con algo más de detalle aquel mundo que creé en 2013 para «En el ático».


No tengo ni idea de cómo será acogida la novela cuando se publique, si estará o no a la altura de la ciencia ficción que se hace ahora, si estará pasada de moda, irá con el momento o se adelantará a su tiempo. No me importa. Como siempre que me pasa cuando me pongo en serio con una nueva novela, lo único que me interesa es la novela en sí y el modo en que me estoy enfrentando a elementos nuevos, tanto en lo narrativo como en lo especulativo. Ahora mismo, el único que tiene que estar satisfecho de lo que estoy haciendo soy yo mismo. Ya llegará el momento de pensar en todas esas otras cosas cuando la acabe. Ahora no me parecen más que trivialidades.


Quién sabe, a lo mejor lo son.

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Published on June 17, 2017 00:47

June 8, 2017

¿Un poquito de por favor?

En el diario El País, en la sección Tentaciones, aparece hoy un amplio artículo sobre Emilio Bueso y su más reciente proyecto, Transcrepuscular. Enhorabuena a Emilio y le deseo la mejor de las suertes, por supuesto.


Podéis leerlo completo pinchando aquí.


Hay varias cosas en el artículo que me desconciertan, empezando por el titular original, que decía: «Hablamos con el primer español que publica el editor de ‘Juego de Tronos’» y que demostraba una ignorancia bastante enorme de la editorial Gigamesh, ya que Emilio es el quinto autor español que publican. El nuevo titular, que pretende ser más diplomático, no es mucho mejor: «Hablamos con el primer español por el que apuesta el editor de ‘Juego de Tronos’». O sea, los anteriores españoles fueron meramente publicados, el editor nunca apostó por ellos. En fin. Dejémoslo en que estoy seguro de que no hay mala intención en el titular y en que tampoco es una cuestión demasiado importante. Además, ya se sabe, los titulares, cuanto más sensacionalistas, mejor (o cuento de qué, si no, la mención a Juego de Tronos).


Es el contenido del propio artículo el que de verdad me desconcierta, sobre todo por el modo en que se mezclan cosas sumamente interesantes (cuando se describe la estrategia de ventas y marketing para rentabilizar al máximo los lectores fieles Emilio Bueso, por ejemplo) con auténticos disparates como afirmar que para hacer worldbuilding de verdad («como un paisanu», que diríamos en Asturias) hay que calcular hasta las órbitas de los planetas. No sé si tomármelo como más una de las habituales boutades de Emilio (sospecho que por ahí van los tiros, conociéndolo un poco) o como un síntoma de deformación profesional. No olvidemos que es ingeniero. Pero, bueno, digamos que hasta puede resultar graciosa la afirmación.


Lo que de verdad me ha dejado de piedra es la falta de perspectiva y las anteojeras deliberadas de un párrafo concreto. Leyendo el artículo, no queda claro si refleja la opinión de Emilio Bueso, la de Alejo Cuervo, el editor, o la del autor del artículo. Este último, Ángel Luis Sucasas, ha reconocido en Twitter que esa opinión es la de Alejo. Aceptémoslo por tanto mientras el interesado no afirme nada en contra.


El párrafo se inicia así:



A la vez que pasa esto, resulta que hay una primera generación de españoles que están en igualdad de condiciones (literarias) para subirse al ring con los Stephen King, Brandon Sanderson o Patrick Rothfuss. Surgen nombres propios como los de Ismael Martínez Biurrun, Víctor Conde, Sofía Rhei, Guillem López o el propio Emilio Bueso.



Es decir, es la primera vez que los autores españoles del fantástico están en igualdad de condiciones literarias para medirse con los internacionales de primer orden. Recalco lo de literarias. No de potencia editorial, de cantidad de lectores o de capacidad de promoción. No, literarias. Parece ser que antes de lo que podríamos llamar «la generación transcrepuscular» (y pido perdón de antemano, seguro que no es la etiqueta más apropiada) los autores españoles de fantasía y ciencia ficción eran unos inútiles. Del montón.


Que no me mencionen no me parece raro. Entre otras cosas porque ese tipo de listas tiende a ignorarme a menudo y porque, además, coincide con mi propia opinión sobre mí mismo: un autor competente de segunda fila que a veces tiene momentitos de brillo un poco por encima de su nivel.


Más importante es ver cómo se hace como si César Mallorquí, José Carlos Somoza, Rafael Marín, Eduardo Vaquerizo, Félix J. Palma o León Arsenal, por mencionar unos pocos, no existieran o su obra no tuviera calidad suficiente comparada con la de la Generación Transcrepuscular. Ante lo cual me pregunto qué idea de calidad literaria tiene la persona cuya opinión refleja el párrafo.


Pero, mira, estoy de un humor benévolo y tal vez si hubiera omitido todos esos nombres y hubiera dado uno solo no le habría dado más importancia al parrafito. ¿Qué nombre? Bueno, es evidente, el de la única persona que, dedicándose al fantástico en este país, puede medirse en pie de igualdad literaria con Stephen King o con quien le plazca. La única persona que por calidad, trayectoria, ambición y versatilidad (no mencionaremos siquiera la proyección internacional) hace que los demás parezca que jugamos en las ligas menores (yo seguramente lo hago) o incluso ni siquiera estemos en el mismo deporte.


Hablo, por supuesto, de Elia Barceló.


Elia lleva desde finales de los años ochenta demostrando una calidad apabullante, una increíble versatilidad que la ha hecho tocar todos los palos posibles dentro y fuera del fantástico, y una ambición que la lleva a no arredrarse ante ningún reto literario, por difícil que sea, y encima salir con bien de él una y otra vez. Elia nos lleva dando sopa con ondas a todos los demás autores españoles de fantasía y ciencia ficción (incluida, sí, lo siento, la Generación Transcrepuscular) la friolera de casi treinta años.


Ahí es nada.


Así que a lo mejor, por mucho que uno esté intentando vender y promocionar a sus autores, un poco de perspectiva y, sobre todo, un pelín de respeto, quizá no vengan mal.


Un poquito de por favor, vamos.

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Published on June 08, 2017 07:32

June 2, 2017

El perro del hortelano

Vaya por delante que las siguientes palabras no pretenden ser una crítica a los editores en general. A lo largo de mis más de veinte años como autor publicado he trabajado con numerosos editores y la mayoría de ellos son gente honrada, trabajadora, orgullosa de lo que hace y que intenta publicar los mejores libros posibles… y, por supuesto, ganar dinero en el proceso.


Sin embargo, durante este tiempo, también he sido testigo de ciertos comportamientos que, aunque pudieran ser motivados por la mejor de las intenciones, nunca me parecieron del todo legítimos. Nadie es perfecto y todos intentamos, inconscientemente muchas veces, arrimar el ascua a nuestra sardina y salir lo más beneficiados posible de un trato, lo cual a veces nos ciega y no nos deja ver que nos estamos extralimitando y arrogando derechos que no son nuestros y, por tanto, negando a la otra parte derechos que le corresponden legal y moralmente.


Para eso está la negociación de un contrato, por supuesto. El autor no tiene por qué aceptar el primer texto que el editor le envíe. Puede (y debe si considera que sus derechos no están siendo respetados) discutir las cláusulas con él y tratar de conseguir una redacción más acorde con lo que él considera justo.


Podemos discutir, por supuesto, si ambas partes están en la misma posición de fuerza a la hora de negociar el contrato. Evidentemente, un joven autor, hambriento además de dejar de ser inédito, al que una editorial le responde después de veinte rechazos no tiene la misma capacidad de negociación que un escritor que va por su décimo best-seller y que sabe que si la editorial no se porta, se puede ir donde quiera.


Pero eso es otro tema. De lo que me gustaría hablar aquí es de otra cosa.


Y es de cuando el editor actúa de mala fe, no va de frente, no informa al autor correctamente de sus intenciones y, por tanto, este es incapaz de ver la trampa que le están tendiendo. Y acaba firmando algo que, aparentemente está bien, pero que le da al editor una puerta trasera para no respetar los derechos del autor.


El ejemplo que voy a poner no está elegido al azar. Es un ejemplo muy concreto. Un comportamiento que he detectado en algunos editores y, que francamente, me parece un caso claro de mezquindad, por no decir que hasta se podría considerar fraudulento.


Lo digo de nuevo para que quede claro. Hasta donde sé, el comportamiento que voy a describir no es norma general ni mucho menos, pero sí que lo he visto las veces suficientes para que me parezca relevante comentarlo.


Vamos allá.


Hablamos de un editor que tiene una enorme desconfianza hacia el ebook como medio. Que, de hecho, piensa que no traerá nada bueno para el libro y que solo conseguirá empobrecerlo. También piensa que publicar una edición en ebook es, en el fondo, ayudar a la piratería. Por tanto, no está dispuesto a hacer ebooks de los libros que edita.


Hasta ahí, me parece una postura respetable. No la comparto, es evidente. Y, sobre todo, el punto relacionado con la piratería lo considero de una estupidez y una miopía francamente monumentales: he visto suficientes ebooks piratas hechos a partir de libros impresos que nunca tuvieron edición legal en ebook como para saber que el que haya o no edición electrónica legal de un libro no va a afectar nada al hecho de que este sea pirateado. De hecho, y en base a muchos otros comentarios que le he oído, considero que la opinión de esa persona sobre el libro electrónico es una visión miope, de alguien que no se ha tomado la molestia en informarse a fondo y actúa en base a cuatro clichés y generalidades mal asimilados.


Pero, como digo, es una opinión respetable. Es su editorial, financiada con su dinero, y él no está dispuesto a editar ebooks. Y sería igual de respetable si el motivo fuese que, simplemente, no le gusta el olor a plástico de los ereaders.


Hasta ahí, todo perfecto.


El problema surge cuando llega el momento de redactar el contrato. Y el editor en concreto, entre los derechos de publicación que se reserva, incluye la publicación electrónica, el ebook. Un ebook que nunca sacará, que no tiene la menor intención de editar, y unos derechos que simplemente se reserva para evitar que nadie más publique un ebook de ese libro.


Qué inteligente, me diréis algunos, qué sagaz, qué astuto, qué ladino.


Y qué cabrón, añado.


Para empezar no le está dando al autor toda la información que este necesita para firmar el contrato, porque si le dijera que no tiene la menor intención de hacer edición en ebook, a lo mejor el autor se negaba a ceder esos derechos. Y en segundo lugar no tiene en cuenta en ningún momento que esos derechos le pertenecen única y exclusivamente al autor y que debe ser él quien decida (previa información veraz y exhaustiva) si se los cede a ese editor, se los queda para sí mismo o se los cede a un tercero. Si como editor lo único que le interesa es la edición en papel, debería reflejarlo en el contrato, y no tratar de pillar unos formatos que no le interesan solo para que nadie más los pille.


Como práctica me parece moralmente repugnante. Ese individuo está causando un perjuicio al autor (sí, está impidiendo que este gane dinero con la distribución electrónica de su libro) y se lo está causando a una posible tercera parte que no tendría los escrúpulos que tiene él con el formato y estaría dispuesto a publicar el libro en ebook. Entiendo por qué lo hace, vista su forma de pensar. Pero entender y aprobar no es lo mismo. Con un individuo así, cada vez que me diga que hace sol, mi respuesta automática va a ser mirar al cielo, no vaya a estar lloviendo. Para garantizar su «parcelita» no tiene el menor escrúpulo en estafar al autor y lo peor es que estoy seguro de que ni siquiera piensa que esté haciendo nada incorrecto, solo está siendo más listo que los demás e impidiendo que le jodan. Si en el proceso tiene que joder a otros, allá ellos, «caveat emptor», que decían los viejos romanos, muy ladinos ellos.


Dejadme terminar con un pequeño consejo. Aquellos que seáis escritores aseguraos cuando firméis un contrato que todos los derechos que el editor se arroga en todos los formatos tienen una fecha máxima de publicación, pasada la cual los derechos revierten a vosotros (y, por supuesto, si esa fecha os parece demasiado dilatada, discutidla, negociadla). La mayoría de los editores lo harán así. Será algo como:



Me reservo los derechos en rústica y el libro estará en la calla antes de que pase X tiempo desde la firma.
También me reservo los derechos en tapa dura, audiolibro, ebook y todo lo que se me ocurra.
Transcurrido X tiempo desde la edición en rústica, si no he ejercido esos derechos alternativos que me he reservado, estos revierten al autor.

Repito, es una práctica frecuente y perfectamente lógica. En ese momento el editor no tiene claro si podrá ejercitar todas esas publicaciones en otros formatos. Se los reserva por si acaso, siempre con la intención de publicar en ellos si puede. Y lógicamente también marca un plazo, pasado el cual, si no ha ejercido la opción, el autor recupera los derechos.


Aseguraos, por tanto, de que hay un grupo de cláusulas similares en vuestros contratos. Y, de no haberlo, exigidlas. De lo contrario corréis el riesgo, como les ha pasado a otros (no a mí, por suerte) de que mientras dure el contrato con ese editor, el libro nunca esté publicado en ebook… mejor dicho, lo estará, pero no va a haber una edición legal que le haga sombra a la pirata, que acabará saliendo sí o sí.


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Published on June 02, 2017 08:20

May 27, 2017

24: Un día en la vida de Jack Bauer


Escribí este artículo con destino al libro Yo soy más de series, publicado por Esdrújula. Cuando Fernando Ángel Moreno, su coordinador, me pasó la lista de series de televisión que aún no habían sido elegidas para comentar y mi vista cayó sobre 24, no seguí mirando. La serie protagonizada por Keifer Sutherland es uno de mis fetiches desde su primera temporada y de algún modo sentía que escribir un artículo sobre ella era explicarme a mí mismo por qué me gustaba tanto y entender mejor por qué siempre conseguía atraparme.


Pasado un tiempo prudencial tras la publicación del libro, recupero aquí el artículo en cuestión.



Cada temporada de 24 es un día en la vida de Jack Bauer, agente antiterrorista de Estados Unidos. A lo largo de ese día deberá evitar la materialización de una amenaza terrorista para su país y para ello tendrá que enfrentarse a menudo a la propia organización para la que trabaja, la cual como ciega burocracia que es, parece incapaz de salirse del manual y adaptarse a las nuevas situaciones de peligro que un mundo siempre cambiante y vertiginoso irá creando. En algún momento de cada temporada, el gobierno de los Estados Unidos querrá detener a Jack Bauer, ya sea porque cree, equivocadamente, que es un traidor, ya sea porque podría hacer peligrar con su trabajo oscuros intereses geopolíticos. Bauer irá, literalmente, de fracaso en fracaso hasta el éxito final, pues se pasará todo el día a punto de detener la amenaza y fallando siempre por los pelos: cada vez que parece a punto de detener el peligro, éste se ramifica inesperadamente y surge una nueva amenaza de las mismas cenizas de la anterior. Por otro lado, al mismo tiempo que salva el mundo y se convierte en un héroe para aquellos que saben lo que ha hecho, su vida personal queda destrozada, convertida en cierto modo en un daño colateral de la profesión a la que se dedica.


Todas las temporadas siguen, con pequeñas variaciones, el esquema que acabo de detallar. De hecho, las apuestas van subiendo con cada nueva temporada y en más de un sentido; pues no sólo las amenazas y las consecuencias de un posible fracaso van siendo cada vez mayores, sino que los efectos negativos para la vida privada de Bauer también se incrementan. El personaje acaba convertido, en cierto modo, en una exageración magnificada del cliché que Stan Lee estableció cuando creó Spider-man: el héroe que salva el mundo una y otra vez mientras su vida privada no deja de bordear continuamente el desastre. Jack Bauer es Peter Parker convertido en espía y multiplicado por cien, tanto en lo heroico como en lo «pupas».


* * *


La narración en tiempo real es, sin duda, la marca de fábrica distintiva de la serie, al menos desde el punto de vista narrativo, formal. Un capítulo de una hora es una hora en la vida de los personajes: no hay por tanto, espacio para los flashbacks o las elipsis.


Esto último no es del todo cierto. La duración real de los capítulos es de cuarenta minutos y son creados teniendo en cuenta las pausas publicitarias de la televisión americana, que son las que consiguen que la emisión del episodio dure, en efecto, una hora. Por tanto sí que hay elipsis: durante los tres o cuatro minutos que dura el corte publicitario, transcurren tres o cuatro minutos de trama que los espectadores no vemos.


Hay otras elipsis, que sólo se hacen evidentes cuando vemos los episodios seguidos. Una suerte de trampa narrativa, heredera en cierto modo de los seriales cinematográficos de los años treinta y cuarenta, cuando cada minepisodio terminaba en un cliffhanger que, al ser revisitado al inicio del siguiente mostraba pequeños detalles contradictorios con lo visto la semana anterior: si al final de uno veíamos despeñarse el coche del protagonista, al inicio del siguiente, y mientras se repetía ese plano, veíamos salir al personaje del coche justo a tiempo, algo que no había hecho la semana anterior. Este truco, o su reacción a él para ser exactos, es magistralmente usado por Stephen King en Misery para caracterizar un personaje.


La trampa en 24 no viola tanto las leyes de la verosimilitud y tiene que ver simplemente con comerse unos minutos más que con alterar lo ocurrido. Puesto que cada episodio empieza en el minuto exacto en que término el anterior, no debería haber discontinuidad perceptible en la acción que enlaza a ambos. Sin embargo, es fácil apreciar que a menudo la acción con la que se inicia un episodio no sigue directamente el final del anterior; se saltan varios minutos que permiten que la trama avance un poco: vemos a Bauer saliendo de un edificio al final de un episodio, por ejemplo, y lo vemos ya en el coche y a varias manzanas de distancia al principio del siguiente.


No es algo que moleste especialmente, como tampoco lo hace el hecho de que a menudo los personajes sean capaces de recorrer la ciudad entera en bastante menos tiempo de lo que les llevaría en el mundo real. Se trata de un ligerísimo retorcimiento de la verosimilitud que apenas es perceptible y que cumple con creces su propósito: ayudar al ritmo de la historia.


La narración en tiempo real tiene varias exigencias, por otra parte, y una de ella es que cada capítulo está poblado de una multitud de subtramas, paralelas a la principal y con distintos grados de relación con ella. Esto es imprescindible para evitar tiempos muertos, a menos que queramos asistir también a aquellos momentos en que los personajes comen, atienden a su necesidades fisiológicas o, simplemente, descansan.


De hecho, generalmente cada temporada tiene dos líneas argumentales principales: una que atañe directamente a Jack Bauer y otra que sigue lo que les ocurre al Presidente (o futuro Presidente, en la primera temporada) y su entorno. La relación entre ambas no tarda en ser estrecha y, de hecho, acaban reforzándose entre sí, de modo que lo ocurrido en una línea argumental acaba teniendo consecuencias en la otra y viceversa. A medida que avanza la temporada va surgiendo un nuevo eje argumental: el que atañe a los terroristas (o, simplemente, los antagonistas). Suele comenzar con poco tiempo de pantalla y va ganando importancia a medida que transcurre la temporada.


A partir de estas dos (o tres) tramas principales y paralelas se van desgajando diversas subtramas relacionadas con ellas en distintos grados; su importancia, e interés, van de lo adecuado a lo prescindible: si eliminamos algunas de esas líneas narrativas, la historia no pierde nada relevante.


Un ejemplo sangrante del último caso son las subtramas que afectan a Kim Bauer, la hija de Jack, especialmente en la segunda y tercera temporadas. Por una parte, nada de lo que el personaje hace influye en la historia principal y, por la otra, casi nada de lo que le ocurre tiene demasiado interés. Por no mencionar que el personaje acaba convertido en una caricatura patosa que parece incapaz de cruzar la ciudad de Los Ángeles sin meterse en un problema en cada calle. Es como uno de esos cómicos del cine mudo que atraviesan una habitación chocando con todos y cada uno de los muebles de la misma. Eso sí, en defensa de Kim Bauer, hay que decir que se las apaña para llegar al otro lado (preocupando a papá enormemente en el proceso), aunque no sabemos cómo.


* * *


La estructura de cada temporada es sencilla. En realidad, podríamos decir que es una extensión de la estructura habitual de un capítulo.


Me explico.


Aquellas series americanas que se exhiben en abierto, en las cadenas generalistas, para entendernos, siguen (casi sin excepción) la misma estructura. Cada episodio consta de un prólogo, un epílogo y tres actos. Al final de cada acto se produce un clímax narrativo y se pasa a publicidad.


Es una estructura concebida no por motivos artísticos o narrativos, sino puramente comerciales, pues permite ajustar la historia a las pausas publicitarias y, al terminar cada acto en un pequeño cliffhanger, se debería mantener lo bastante interesado al espectador durante los anuncios para que no cambie de canal. Al menos esa es la teoría y, en base a ella se han construido la mayoría de las series de televisión americana en el formato de 40 minutos. Lógicamente las sitcom tienen una estructura un poco distinta (cada episodio dura 20 minutos, al fin y al cabo) y en cuanto a lo que podríamos llamar series limitadas o miniseries (concebidas para tener una sola temporada y cuyos episodios pueden ir de 60 minutos a hora y media) tienen a su vez otra estructura distinta.


La llegada de los canales por cable en los que el episodio no es (o no debiera serlo) interrumpido por la publicidad ha cambiado mucho ese esquema, por supuesto.


En todo caso, ésa es la estructura que tiene cada episodio de 24.


Y también es la que tiene cada temporada. No importa en qué hora del día o de la noche arranque una temporada concreta. Cada ocho horas se produce un clímax narrativo en el que una de las amenazas queda eliminada mientras, al mismo tiempo, una nueva aparece en el horizonte.


De este modo, la estructura de cada temporada repite, amplificada, la estructura de cada episodio, lo cual es todo un acierto, además de proporcionarle al espectador el adecuado respiro: se resuelve uno de los cabos sueltos mientras otra crisis se va gestando, con lo cual la tensión se libera y, al mismo tiempo, se «cargan las pilas» para enfrentarnos a la próxima amenaza.


No puedo por menos que comentar es estupendo trabajo que se hace en la serie con la iluminación, especialmente en lo que se refiere a la luz del día: la evolución de la luz ambiental (especialmente en los momentos próximos al crepúsculo o al amanecer) está cuidada al detalle y ayuda enormemente a que el espectador sienta el transcurrir del día (o de la noche).


* * *


24 es, sin duda, un caso claro de política-ficción. Evidentemente, es la estructura y el ritmo del thriller lo que predomina en la serie, pero eso no impide que vayan asomando a ella abundantes parábolas políticas y una o dos reflexiones no carentes de interés.


Ya en la primera temporada nos encontramos con un candidato negro a la presidencia de los Estados Unidos, ese David Palmer que, a medida que la serie avanza, se convierte en uno de los principales valedores de Jack Bauer y, para éste, el modelo por el que se medirán todos los presidentes a partir de ese momento. La relación entre ambos no empieza con buen pie (Palmer llega a creer que Bauer intenta matarlo), pero no tarda en desembocar en una buena amistad y una confianza prácticamente total entre ambos, tanto en lo personal como en lo profesional.


A partir de ese momento, del instante en que un hombre de color llega la Casa Blanca (varios años antes de que pasara en la realidad), podemos considerar que la serie es una suerte de ucronía que traza un presente alternativo de Estados Unidos y, en consecuencia, del mundo.


David Palmer es una especie de Kennedy negro, paralelismo acentuado por su magnicidio y por el hecho de que su hermano menor Wayne Palmer acabará presentándose también a la presidencia de los Estados Unidos (y ganándola).


Por 24 desfilarán Presidentes (y, en general, políticos) de todo pelaje. Especialmente memorable, aunque no para bien, es Charles Logan, al que el cargo le cae de rebote cuando los terroristas destruyen el Air Force One y matan al presidente John Keeler. Logan se muestra como un individuo pusilánime en un primer momento, temeroso de tomar decisiones y que acaba acudiendo a David Palmer, ya retirado de la política, para que lo asesore. Posteriormente, sin embargo, se revelará como un tipo bastante más siniestro, tan obsesionado por ocupar un «lugar en la Historia» que no tendrá escrúpulo moral alguno que lo frene.


Y, por supuesto, Allison Taylor, la primera mujer Presidente de los Estados Unidos y que, al principio, parece una versión femenina de David Palmer en cuanto a sus actitudes: de proceder recto y honorable, no está dispuesta a comprometer sus principios morales a cambio de una ventaja política. Será muy distinto cuando la veamos una temporada más tarde. Por un lado, su obsesión por firmar un tratado de paz con el mundo islámico (y por hacer que Rusia y Europa sean también firmantes y garantes del mismo) la hace perder de vista problemas que la tocan de cerca. Vulnerable como es en ese momento (es su segundo mandato y está ansiosa por dejar un legado político), acaba cayendo en las garras del ex presidente Logan, quien la enredará hasta extremos inimaginables. Recupera la cordura a tiempo para denunciar lo ocurrido y dimitir de su cargo, sin embargo.


Con los distintos presidentes y políticos que aparecen en la serie, se aprovecha para trazar una parábola política en torno a Estados Unidos, su destino como Imperio, sus relaciones con el resto del mundo y su condición de supuesto garante de la democracia. Curiosamente, no se menciona nunca a qué partido pertenece cada Presidente. Sin embargo, si partimos de la base de que Palmer se presenta por el Partido Demócrata, cosa bastante probable, es relativamente sencillo calcular a qué partido pertenecen los otros presidentes.


A primera vista, el sesgo ideológico de 24 parece estar bastante a la derecha, con una visión además poco realista del papel de Estados Unidos en el mundo y un tanto edulcorada. No importan los errores que se cometan en el proceso, nos parece decir la serie, Estados Unidos es y siempre será el garante de la libertad y la democracia en el mundo. Puede haber políticos corruptos, pero en tanto existan hombres como David Palmer y centinelas de la libertad como Jack Bauer, el sistema está a salvo.


Pese a eso, la serie es bastante más ambigua de lo que parece en lo político y lo ideológico y sabe nadar de maravilla entre dos aguas y presentar las situaciones con la complejidad suficiente para no caer en el maniqueísmo fácil.


Es cierto que, a menudo, el gran adversario a batir es de origen islámico, pero no lo es menos que también se presentan personajes positivos dentro de ese ambiente y que Jack nunca comete el error de juzgar a un grupo completo por el comportamiento de algunos de sus individuos. Unamos a eso el hecho de que, a menudo, hay elementos corruptos dentro del propio sistema que Jack defiende y que son tan peligrosos y dañinos para éste como los propios terroristas a los que persigue (cuando no, directamente, están aliados con ellos).


Por otro lado, podría verse la serie como la glorificación de un tipo que se toma la justicia por su mano, que prescinde de todo marco legal y no respeta derecho humano alguno con tal de conseguir su objetivo, que no es otro que la seguridad de su país. Y algo de cierto hay en eso, al menos en cuanto a los métodos que usa Jack Bauer. ¿Hay sin embargo glorificación de lo que hace en la serie?


En parte sí, pues los guionistas cargan inevitablemente los dados a favor de Jack para que éste se encuentre una y otra vez en una situación imposible en la que, si sigue los cauces legales, está condenando a muerte a millones de personas. Por otro lado, sin embargo, no; pues todo lo que Jack hace la pasa factura (física, psíquica y anímicamente) y si bien nunca duda sobre lo que debe hacer, es perfectamente consciente de que no es así como deberían ser las cosas y está dispuesto a asumir las consecuencias (penales y morales) de cuanto hace.


¿Es entonces 24 una serie «facha», por usar el coloquialismo habitual?


A primera vista, sí. Pero una mirada más tranquila y reflexiva sobre la ideología de la serie nos deja con una respuesta mucho menos tajante. En parte, por lo que sin duda es una decisión consciente y deliberada de los guionistas de reflejar una cierta ambigüedad política y jugar en ese terreno con las expectativas del espectador. Pero, sobre todo, creo yo, como consecuencia de tomarse el trabajo de construir unos personajes verosímiles, sean del bando que sean, con motivaciones creíbles y alejados del maniqueísmo. Al buscar la verosimilitud y la complejidad, la consecuencia es que la visión política deja de ser en blanco y negro y se convierte en una amalgama de grises.


* * *


No puedo terminar sin mencionar a los personajes, por supuesto. Son ellos y las distintas relaciones de unos con otros los que hacen, en última instancia, que la serie funcione y los acontecimientos que vemos en pantalla nos parezcan plausibles, por inverosímiles que puedan ser a primera vista, y nos creamos lo que sucede.


Jack Bauer es el protagonista principal de la serie, sin duda. Ésta gira alrededor suyo, alrededor de lo que le ocurre, de lo que hace, de lo que sufre y, en definitiva, podríamos decir que hasta cierto punto el universo en el que vive lo ha creado él: cuando salva a Palmer, permitiendo así que haya un primer presidente negro, cuando ayuda a que Logan sea desenmascarado y aleja un presidente corrupto de la Casa Blanca, cuando impide que los terroristas logren sus objetivos y destrocen Estados Unidos, cuando es capaz de ver lo que nadie más ve y actuar como nadie más se atreve a actuar… Bauer es, en cierto modo, el demiurgo del universo en el que vive.


Un demiurgo que, por otro lado, no puede ser más desgraciado. Su vida personal se convierte en un infierno ya desde la primera temporada. Y, cada vez que parece que va a encontrar la felicidad o la estabilidad, todo se confabula para dinamitar el suelo que pisa. Especialmente trágico es lo que ocurre con el personaje de Renee Walker, una agente del FBI que parece el complemento perfecto de Jack Bauer y en la que, por fin, nuestro héroe podría encontrar una mujer con la que compartir su vida. Claro que, si hemos visto unas cuantas temporadas de la serie, sabemos de sobra que la felicidad es algo que le está vedada a Jack: podrá rozarla con la punta de los dedos sólo para perderla y caer de nuevo el tormento que es su vida.


Jack es, sin duda, la máquina más eficaz, mortífera e implacable al servicio de su gobierno y su país, pero también es un hombre atormentado, al que su pasado persigue continuamente y que nunca podrá encontrar la paz, como no sea la de la tumba.


De hecho, casi en cada temporada hay un momento donde el personaje está totalmente hundido, todo se le viene encima y parece que la única opción que queda es rendirse y quién sabe si acabar con todo con un tiro el propio paladar. Ese momento, el momento que podríamos llamar «no sé si puedo seguir adelante» no es otra cosa, en realidad, que un preludio para un auténtico baño de sangre en el que un Jack Bauer desatado no dejará títere con cabeza.


Junto a Jack se irán convirtiendo en habituales de la serie otros personajes. Ya hemos hablado de algunos, como David Palmer o Renee Walker. Mencionemos ahora otros, aunque no pretendemos ser exhaustivos:



Kimberly Bauer, la hija de Jack, personaje prescindible y tonto donde los haya. Sí, cierto, Elisha Cuthbert, la actriz que la interpreta, está de muy buen ver, pero ni siquiera eso justifica la creación de un personaje tan tonto (en el sentido más amplio de la palabra) como Kim.
Toni Almeida, quizá el personaje que sufre una mayor evolución a lo largo de toda la serie y con una historia personal, en cierto modo, más trágica aún que la de Jack. Es, quizá, uno de los personajes más conseguidos de la serie y Carlos Bernard lo interpreta a la perfección.
Bill Buchanan, que se convertirá enseguida en la roca donde los demás pueden apoyarse, el jefe perfecto, el hombre leal y trabajador que nunca dejará colgados a sus subordinados… y que acabará pagando por ello.
Michelle Dressler, futura esposa de Toni y, tras unos primeros momentos de duda, una de las mayores valedoras de Jack, dispuesta a confiar en él en todo momento incluso cuando las circunstancias parecen indicar otra cosa.
George Mason, cuya evolución, de burócrata trepa y egoísta a héroe a su pesar es uno de los grandes momentos de la serie.
Ryan Chapelle, una de las más evidentes e impactantes víctimas de lo que podríamos llamar «la maldición de Jack».
Sherry Palmer, mujer de David, manipuladora, egoísta y, sin embargo, capaz de sorprendernos con un inesperado giro de personalidad cuando ya no esperábamos nada de ella.
Aaron Pierce, el hombre honrado e incorruptible por excelencia, agente del Servicio Secreto y guardaespaldas del presidente, dispuesto a sufrir lo necesario mientras se haga lo correcto.
Mike Novick, el eterno asesor de los presidentes, un hombre honrado al que, sin embargo, su pragmatismo acabará traicionando.
Audrey Raines, novia de Jack e hija del Secretario de Defensa de Estados Unidos. Un personaje que, si hubiera que definirlo con una sola palabra, sería la de «rémora». Su existencia es un lastre continuo para Jack, por no mencionar que es un personaje pasivo y sin apenas empuje.

Hay más, muchos más, todo un microcosmos de personajes, en realidad, y que son parte de lo que le da «textura» y profundidad a la serie: personajes de distintos estratos sociales, diferentes etnias, diversas culturas y múltiples nacionalidades. Con cierta predilección, lógica por otra parte, hacia personajes relacionados con la política o el espionaje, pero sin olvidar el resto del espectro. Algunos serán creados exprofeso para ser utilizados a lo largo de una sola temporada y otros se convertirán en habituales de la serie. Aunque ser «habitual» en 24 no es garantía de supervivencia: en cualquier momento una bomba, un disparo o un accidente pueden acabar con la vida de un personaje al que conocemos desde hace varias temporadas.


Todos están bien creados y caracterizados, de un modo rápido pero eficaz (en 24 no hay tiempo que perder, normalmente) y, por lo general, interpretados de un modo natural y creíble.


Los más cercanos a Jack, tarde o temprano, caen víctimas de la maldición de éste, como ya comentamos al hablar de Chapelle. Lógicamente, si la vida personal de Jack Bauer es un infierno, por fuerza todos aquellos que se le acercan demasiado acabarán destrozados, muertos… o peor.


Hay una excepción, la única que resiste una y otra vez y a la que la maldición de Jack parece no afectar: Chloe O’Brien, un personaje que hace su aparición en la segunda temporada de la serie y que, a partir de ese momento, se convierte en imprescindible. Sin ella, difícilmente Jack podría lograr sus objetivos cuando todo se pone en su contra. Chloe lo mismo desvía un satélite que anula un cortafuegos que envía información falsa la Casa Blanca… siempre que Jack se lo pida. Si hay una constante en el personaje (aparte de su eterno malhumor, su carencia de sofisticación social y su habilidad para decir lo que piensa en los momentos más inoportunos) es su fe inquebrantable y a toda prueba en Jack. No importa que existan pruebas de que Jack ha matado a éste, torturado a aquél y esté planeando hacer volar el Congreso. Chloe confía en Jack y, si éste le dice que él no lo ha hecho y que necesita su ayuda para demostrarlo, le ayudará.


Si Jack Bauer fuera un superhéroe (y a veces lo parece, quizá el superhéroe más cansado y atormentado del mundo), Chloe sería, sin duda, su sidekick.


* * *


Y eso es 24. Una serie de intriga, de acción, que no pretende ir de lo que no es y que no engaña al espectador en cuanto a sus intenciones: proporcionarle un rato entretenido, trepidante y lleno de tensión y unos cuantos momentos de catarsis emocional mientras le cuenta una buena historia con unos personajes interesantes interpretados de un modo convincente. Y, de paso, con alguna que otra reflexión política mucho más aguda y profunda de lo que parece.


Una serie, además, que narrativamente merecería un análisis más profundo del que le he dedicado aquí. Pues 24 ha elegido un formato que pocas veces se ha utilizado en la narrativa audiovisual y ha sabido serle fiel con muy pocas trampas (y éstas, bastante bien hechas) y, por lo general, con un endiablado sentido del ritmo televisivo.


Eso es 24: Jack Bauer, destruyendo su propia vida mientras salva el mundo. Héroe y antihéroe en una sola persona.


Hemos vivido nueve días de su vida  tomados de aquí y de allá en distintos momentos. Días que, esperamos, no sean representativos de lo que suele pasarle, porque entonces…


A quién estoy engañando, claro que esperamos que sean representativos, deseamos que lo sean, porque en el fondo nos encanta ver a Jack salvando el mundo una y otra vez mientras su vida personal se hace pedazos a su alrededor.


Es su destino. Y, como espectadores, no queremos que sea de otro modo.

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Published on May 27, 2017 22:55

May 19, 2017

Doctor Sueño, de Stephen King

Confieso que le tenía bastante perdida la pista a Stephen King en los últimos años. En buena medida porque algunas de las cosas suyas que leí más recientes (como Todo es eventual, por ejemplo) no me habían convencido demasiado y tenía la sensación de que el King de los buenos tiempos ya era cosa del pasado.


Además, tengo que reconocer que la lectura completa de su ciclo La Torre Oscura me había dejado bastante agotado. No porque no me gustara o me pareciera malo; de hecho, lo considero la obra más personal y fascinante de King; muy irregular, es cierto, pero impregnada de una magia extraña que de algún modo me atrapa y me impele a seguir leyendo sin parar e incluso consigue que, acabada la lectura, siga dándole vueltas en torno a Roland y su ka-tet y no deje de preguntarme acerca de su destino y peripecias. Son dos veces ya que he leído el ciclo entero y posiblemente aún lo leeré otra más, quizá como preparación para la película que se avecina.


Pero al mismo tiempo que me fascina, me satura, y supongo que eso tiene mucho que ver con que me haya mantenido alejado de King durante bastante tiempo.


Así que me acerqué a este Doctor Sueño con cierta prevención. Por un lado, estaba convencido de que King ya poco le quedaba por contar y, por el otro, la novela es una continuación, más o menos, de uno de sus mejores libros, El resplandor, con lo que la comparación era inevitable y estaba seguro de que la nueva novela saldría malparada de ella.


Sin embargo, de algún modo, la novela se las apañó para pillarme sin problemas desde el primer momento y me tuvo enganchado a ella hasta el final, como si el autor, al volver sobre un personaje de los viejos tiempos, hubiera encontrado la frescura y, sobre todo, las ganas de contar una buena historia que yo echaba de menos en sus últimas obras. Lo cierto es que terminé de leerla en un suspiro (un par de mañanas, concretamente) y al acabarla me dejó un gusto sumamente agradable en el paladar… y con ganas de leer más obras suyas. Por unas horas, tuve la sensación de estar leyendo una novela del King de los tiempos de El resplandor, Salem’s Lot, Misery o It, cuando el autor de Maine sabía atraparme como nadie y me mantenía pegado a la página pendiente de la peripecia y tribulaciones de sus personajes.


La historia que nos narra en esta ocasión es la de Daniel Torrance, el niño superviviente de El resplandor. Ya adulto, su vida ha ido dando tumbos de un desastre vital a otro hasta que acaba por encontrarse a sí mismo y su verdadera vocación en una pequeña ciudad de montaña. Allí descubrirá cómo usar sus habilidades para facilitar el tránsito al otro lado de la muerte a los enfermos terminales y consolarlos en sus últimos momentos.


Entretanto, un grupo de extraños nómadas que se alimentan de las personas con poderes psíquicos va recorriendo Estados Unidos en busca de pitanza y diversión.


Con esas dos premisas el conflicto está servido. El resto de la historia, mejor lo descubre cada lector por sí mismo. Solo mencionar que, si bien en un principio la conexión con El resplandor no parece ir más allá del uso de un personaje, poco a poco descubriremos que la historia está mucho más imbricada con la de la anterior novela de lo que parece, lo que acaba por aportarle un interés añadido.


La novela fluye con un ritmo tranquilo, pasando de un lugar a otro cuando la historia así lo requiere y enhebrando y entrecruzando en su acontecer diversas vidas, algo en lo que King siempre ha sido especialista. La trama se va espesando poco a poco y cada nuevo detalle que se le añade va creando un paisaje narrativo interesante e inquietante. Los personajes están trazados con mano firme y algunos de ellos se convierten enseguida en inolvidables, ya sea para bien o para mal.


Aunque la novela no deslumbra en ningún momento (si bien tiene dos o tres en los que está cerca de conseguirlo) no decepciona tampoco jamás. Además, al contrario que otras novelas de King donde el final tiende a ser algo decepcionante, la conclusión de este Doctor Sueño está a la altura de lo que se nos ha venido narrando y logra emocionar al lector y evocar algunos de sus mejores momentos.


En resumen, para mí este Doctor sueño ha sido una grata sorpresa, una buena novela, sólida, bien escrita, interesante y emocionante de manos de un escritor al que casi había dado por perdido en los últimos tiempos.

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Published on May 19, 2017 07:57

May 13, 2017

Algunos de mis momentos musicales favoritos

Soy fan del cine musical desde que tengo memoria (algunos dicen que eso viene a ser un periodo de unos siete minutos, pero mejor no les hacemos caso a esos ígnaros). No recuerdo cuál fue la primera película musical que vi, pero tuvo que haber sido muy joven y, seguramente, en televisión.


Me encantan los grandes musicales clásicos de MGM (sobre todo los co-dirigidos por Donen y Kelly), igual que los de Warner o RKO. Y me gustan los musicales que adaptan grandes obras de Broadway, los musicales más rompedores y experimentales de los años 70, y los desenfrenados y sumidos en una orgía de colores, cardados y hombreras de los 80 y los…


Vamos, que me gusta el musical.


Si lo pienso un poco, posiblemente sea el género más fantástico de todos. El menos realista. Puedo creer que algún día salgamos al espacio (si no nos extinguimos antes) y nos encontremos con extraterrestres inteligentes. Incluso puedo suspender la incredulidad lo suficiente para imaginar un universo en el que haya dragones, magos y unicornios. Pero un mundo en el que, de repente, la gente se pone a cantar y a bailar para decir las cosas importantes, perfectamente coreografiados y con unos misteriosos arreglos orquestales de fondo que no se sabe de dónde salen… bueno, no puede haber nada más descabellado que eso.


Pero me gusta el musical. Me encanta. De algún modo toca ciertas teclas emocionales en mi interior y suspendo sin problemas la incredulidad y me meto casi sin pensármelo en ese absurdo universo donde las declaraciones de amor y de guerra, las soflamas políticas o los discursos existenciales se dan cantando y bailando.


Se me ha ocurrido poner algunos de mis momentos favoritos del cine musical. Porque sí. Porque hoy es hoy. Porque me apetece y me lo pide el cuerpo.


Vamos allá.


Cantando bajo la lluvia (Moses Supposes His Noses are Roses)


Quizá mi musical favorito, el que mejor resume y compendia el género, con un Kelly brillante, una pizpireta y encantadora Debbie Reynolds, un Donald O’Connor carcajeante, un guión casi perfecto en su estructura, lleno de comedia bien hecha y con, seguramente, los mejores números del género.


Pero mi número favorito no es el que da título a la película, ni algún otro como el emblemático Good Morning, sino este momento de la clase de dicción en el que humor, baile acrobático y música se mezclan a la perfección. Además, me encanta el trabalenguas: Moses supposes his noses are roses, but Moses supposes erroneously…


The Band Wagon (That’s Entertainment)


Me encanta esta película. Un Fred Astaire elegante como nunca, una Cyd Charisse altiva y hermosa y llena de gracia y armonía, deliciosos momentos de comedia (algunos de ellos a costa de cierto arte pretencioso y empeñado en la trascendencia a toda costa… ecuestre lo que cuestre, que dirían Les Luthiers) y algunos grandes momentos musicales.


Además, tiene la mejor versión que he oído de That’s Entertainment, esa canción que es en sí misma una declaración de intenciones y que siempre me alegra el corazón cuando la oigo.


Tenía claro que esa era la canción que quería poner aquí, pero no cuál de las dos versiones que de ella se hacen en la película. ¿Al principio de la misma, cuando juega con elementos de comedia y hace una maravilla descripción de lo que es la literatura, la narrativa, el arte en general? ¿O al final, más seria y solemne, menos divertida, pero con la incomparable presencia de Cyd Charisse?


Qué narices. Pongo las dos.



El Rey y yo (Getting to Know You)


Deborah Kerr, Yul Brinner, con esa “presenciona” imponente (el calvo más sexy de la historia, con diferencia), drama, comedia, tragedia y musical, todo ello mezclado con elegancia y, en medio, maravillosas canciones de Rodgers y Hammerstein.


Siempre he tenido debilidad por ese momento en que Deborah Kerr (aunque no es su voz, está doblada por Marni Nixon) se pone a cantarles a los hijos y mujeres del rey de Siam y a explicarles qué pretende. Seguro que más de uno lo encuentra un momento ñoño y cursi.


Qué les den.


My Fair Lady (I Could Have Danced Tonight)


Venga, sigamos con el azúcar, pensará más de uno. Pues eso, sigamos. Y es que desde mi reciente descubrimiento de que soy un sentimental (algo que, al parecer, todo el mundo sabía menos yo, como no podía ser menos) no tengo ningún problema en reconocer que me pongo emotivo con cancioncitas como esta.


Ni de reconocer que me dan ganas de bailar por toda la casa en camisón. Por suerte para aquellos que viven conmigo, aún no he cedido a la tentación.


Jesucristo Superstar (Heaven on Their Minds)


Venga, cambio de tercio. Y, de paso, vamos con uno de mis principales fetiches. Y es que esta opera rock de Tim Rice y Andrew Lloyd-Webber es una de mis obsesiones desde la adolescencia. No sé cuántas veces la habré escuchado (ya sea en inglés o en español) ni cuántas veces habré visto la película de Norma Jewison.


Sigue pareciéndome lo mejor que ha hecho Lloyd-Webber con diferencia. O, al menos, lo más original, arriesgado y conseguido. Y una de las pocas obras que merece realmente se llamada “opera rock” en un sentido estricto. Pues al contrario que en otras donde la palabra ha sido usada gratuitamente, aquí sí que  tenemos una fusión prácticamente perfecta entre un sonido de rock y una estructura y una ambición operísticas.


En cuanto a la película, no me canso de verla. Está llena de grandes detalles, muchos enormemente sutiles. Además, con ese inicio en el que el reparto se baja del autobús se pone a vestirse y empiezan a interpretar la obra (y el correspondiente final, en el que guardan el atrezzo, se suben al bus y se van), siempre me ha dado la impresión de que la película es la filmación de un grupo de personas que han decidido hacer un rol en vivo de la obra musical.


Por otro lado, el detalle genial de que nunca se vea a Jesús bajar del autobús (aparece de pronto en medio de un círculo de personas) ni se lo vea subir al final, es la guinda perfecta.


All That Jazz (Take off With Us)


Otra de mis películas fetiche. Y, para mí, la obra maestra de Bob Fosse (más que la oscarizada Cabaret, a mi entender) y, desde luego, su testamento musical y cinematográfico. La película es estremecedoramente autobiográfica y Fosse se disecciona a sí mismo con una carencia de piedad notable. El final, premonitorio y lúcido, con un número maravilloso con Roy Scheider y Ben Bereen dándolo todo… hasta la vida en el caso del primero.


Todos los actores están en estado de gracia, la comedia y la tragedia se mezclan a la perfección… y coño, hasta me creo a Roy Scheider como bailarín y coreógrafo.


¡Y, narices, la muerte es Jessica Lange, Jessica Lange nada menos!


De todas las escenas he elegido este Take OfF With Us, que muestra al reparto de una obra ensayando un número. La primera parte del número es totalmente convencional, Broadway clásico puro y duro. La segunda parte… ay, la segunda parte.


Y, por si no os habéis fijado, una de las intérpretes del número es Sandal Bergman. Si, Valeria en la primera película de Conan, esa misma.


Hair (I Got Life)


Una película que fui a ver sin tener la menor idea de qué iba y que me atrapó desde el principio. La epopeya hippie por excelencia con la guerra de Vietnam de telón de fondo y algunas canciones que se han convertido en emblemáticas, casi en un himno, como Aquarius os Let the Sun Shine.


He elegido I Got Life, una canción por la que siempre he sentido cierta querencia. Como otras, es también una declaración de intenciones.


Moulin Rouge (Elephant Love Medley)


Sí, me encanta el Moulin Rouge de Baz Lurhmann, qué pasa.


Una trágica historia de amor (que sabemos, además, que va a acabar en tragedia desde el momento mismo en que empieza la película), grandes números musicales, una explosión de color desenfrenada, momentos de comedia impagables y algunas de las mejores versiones de famosos temas pop.


Ese The Show Must Go On pone los pelos de punta. La versión de Like a Virgin es carcajeante. La interpretación de Roxanne, estremecedora.


Pero he elegido la escena del elefante, en parte por la maravillosa interacción entre Ewan McGregor y Nicole Kidman (y cómo cantan lo dos, los muy cabrones) y en parte por la inteligente y conseguida mezcla que se hace de diversos fragmentos de varias canciones pop de amor.


Y porque me gusta, que narices.


Por cierto, es película se comió los mocos en los Oscars mientras, poco más tarde, la insufrible, pretenciosa y espantosa Chicago se llevaba estatuillas como si no hubiera un mañana. En fin.


Yentl (A Piece of Sky)


Sí, otro de mis fetiches. Todas y cada una de las canciones de esta película me emocionan y la voz de Barbra me pone los pelos de punta. Pero, bueno, eso no tiene mérito, la voz de Barbra me pondría los pelos de punta aunque estuviera leyendo la puñetera lista de la compra.


La historia me funciona en todo momento y las implicaciones de la misma (por la que, por cierto, buena parte de la comunidad judía, y no tan judía, se le echó encima a Barbra Streisand en su momento) me llegan.


De toda la película tenía que elegir este Piece of Sky. Sí, otra maldita declaración de intenciones, qué narices.


***


¿Ya está? ¿Hemos acabado?


Sí y no. Podría seguir enumerando musicales hasta la saciedad (Siete novias para siete hermanos, Grease, Un americano en París, La leyenda de la Ciudad sin Nombre, West Side Story, Todos dicen “I Love You”, Kiss Me, Kate, Dinero caído del cielo, El fantasma del paraíso, Sombrero de copa, Ha nacido una estrella,  Show Boat, New York New York…) y eligiendo mis momentos favoritos. Pero creo que como muestra ha estado bien.


Elegid ahora vosotros los vuestros.

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Published on May 13, 2017 01:32

May 9, 2017

Presentación a “Dados cargados”


A continuación reproduzco la presentación que escribí a Dados cargados, mi último libro, una recopilación de relatos que pega un repaso a mi carrera en el terreno de la narrativa breve, recientemente publicada por Cazador de Ratas Editorial.



En los casi cuarenta años que llevo escribiendo habré pergeñado casi un centenar de relatos de diversa extensión. De esos he publicado poco más de sesenta. De los inéditos, buena parte de ellos se perdieron por el camino, unos pocos sobreviven en mi disco duro y de alguno existe una copia impresa, mecanografiada o incluso manuscrita, en el fondo de un armario.


No, no siento ninguna lástima por los cuentos que se han perdido. Y si se perdieran los otros inéditos confieso que tampoco experimentaría demasiada pena. Más allá de la nostalgia que me puede asaltar al releerlos (y que difícilmente será compartida por nadie más) el valor de esas piezas es prácticamente nulo. Son parte forzosa del proceso eterno de aprendizaje que es la vida de un escritor. En cierto modo, son las víctimas colaterales inocentes, las bajas inevitables que se producen a lo largo de una larga travesía y que van quedando abandonadas a la estela del buque del que cayeron, despojos que la marea puede llevar a alguna playa, pero que lo más probable es que acaben engullidos por las aguas y se pudran lentamente por toda la eternidad en un mar de los sargazos narrativo.


Además, no han muerto del todo. Aquellos relatos que tenían algo aprovechable (ya fuera la idea de arranque, el enfoque, alguna situación o cierto personaje) acabaron pasándolo a cuentos posteriores. Así que aunque están muertos, podríamos decir que no fallecieron sin descendencia y que una parte de ellos vive en relatos posteriores que aún conservan buena salud.


Empecé a escribir, como decía, hace unos cuarenta años; a publicar en fanzines y revistas de aficionados hace veintiocho; y tuve mi primera publicación profesional seis más tarde, en 1995.


En ese tiempo he ido dispersando mis relatos un poco por todas partes: por fanzines y revistas aficionadas al principio, como acabo de decir; por algunas publicaciones periódicas profesionales después; por antologías de autoría compartida y por recopilaciones propias de narrativa breve; en papel y en formato digital; con diversos editores y ejerciendo yo mismo esa tarea.


Hasta ahora existían tres libros que recogían el grueso de mi producción de narrativa breve. Los dos primeros, Callejones sin salida (Berenice, 2005) y Laberinto de Espejos (Berenice, 2006), son hoy inencontrables; hace tiempo que agotaron su tirada. El tercero es Porciones individuales (Sportula, 2012), que sigue estando disponible, tanto en papel como en ebook, pero que se centra en mis relatos de corte puramente fantástico y deja fuera mi producción más de ciencia ficción.


Tenía ganas de hacer una nueva recopilación que tuviera un cierto carácter antológico y que pudiera servir como muestrario de lo que ha sido mi evolución en el terreno del relato a lo largo de los años. A tal fin, fui seleccionando los relatos que me parecieron más representativos y decidí ordenarlos cronológicamente, no atendiendo a su fecha de publicación, siempre engañosa, sino al momento en el que fueron escritos.


Así nace este Dados cargados. Abarca unos veinticuatro años, los que median entre el primer relato, «La carretera», escrito en 1989, y «En el ático», pergeñado en 2013, y muestra los principales géneros que he ido tocando a lo largo del tiempo, sobre todo la fantasía y la ciencia ficción.


Ya no os molesto más. Que los relatos hablen por sí mismos. Espero que sean de vuestro agrado.

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Published on May 09, 2017 10:30

Escrito en el agua

Rodolfo Martínez
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