Rodolfo Martínez's Blog: Escrito en el agua, page 4

August 27, 2017

Richmal Crompton: Simplemente Guillermo

Merced a una serie de entradas en Facebook de mi amigo Armando Boix y a los posteriores comentarios de Céser Mallorqué, he vuelto a recordar una de mis lecturas clave de la infancia: las aventuras de Guillermo Brown, leídas en su momento en aquellas ediciones de Molino que incluían ilustraciones aquí y allá (y que sospecho, visto el diseño de portada, que más o menos seguían la edición inglesa) y posteriormente, ya en la edad adulta, recuperadas gracias a un tomo de unas mil páginas en papel biblia editado por Carroggio, que recopilaba lo mejor del personaje, desgraciadamente sin las ilustraciones.


Fue merced a ese tomo que descubrí que el tal Richmal Crompton que había creado a Guillermo era, en realidad, «una tal». Sí, el autor de Guillermo era una autora. Sospecho que esa confusión la vivimos muchos niños de mi generación, dado que lo único que sabíamos de la autoría de los libros era el nombre y este no nos debía de sonar muy femenino. Tal como he sabido después, Richmal Crompton tuvo una larga y literariamente frúctifera vida: fue una persona culta e inteligente, sufragista, profesora universitaria y, una vez que la poliomelitis (que le causaría la parálisis de una pierna) la obligó a renunciar a la docencia, escritora a tiempo completo. De numerosas obras, tanto para niños como para adultos, aunque sin duda Guillermo Brown es un creación más popular.


Son muchas las obras favoritas de la infancia y la adolescencia que, luego, llegados a la edad adulta, no sobreviven: intentamos volver a leerlas y descubrimos que la vieja magia ya no está en ellas. O quizá ya no esté en nosotros. En mi caso concreto, sí que han sobrevivido con buena salud un puñado de ellas como El corsario negro de Salgari, Tarzán de los monos de Burroughs, Pinocho de Collodi, La isla del tesoro de Stevenson o los westerns de Karl May, por mencionar unas pocas. (No incluyo aquí las Alicias de Carroll porque las leí siendo adulto, aunque, desde luego, están entre mis obras favoritas, sobre todo la segunda.)


Y, por supuesto, las aventuras de Guillermo Brown.


¿Por qué? Sospecho que por una cosa que de niño no percibía (o lo hacía de forma instintiva) y que ahora de adulto capto y disfruto mucho más: la tremenda ironía, el sarcasmo demoledor con el que la autora disecciona una clase social y la pone patas arriba (a veces literalmente) mediante su personaje infantil. Los relatos de Guillermo están llenos de ataques despiadados a los lugares comunes y la hipocresía que son el fundamento de las relaciones sociales y, una vez que Guillermo ha pasado por ellos, es el caos sin control el que se adueña del paisaje. Guillermo es, en realidad, el niño que se atreve a gritar, porque le parece lo más natural del mundo, que el emperador va desnudo.


De hecho, la literatura de Crompton está en la misma línea que la obra de P. G. Wodehouse, cuya más conocida creación, el mayordomo Jeeves, tiene más de un punto en contacto con Guillermo. Ambos autores usan a su personaje para sacar a la luz las debilidades de un mundo y una clase social; en el caso de Crompton se trata de la clase media alta inglesa mientras que en el de Wodehouse, es la aristrocracia, también inglesa. Los dos usan la misma arma para la crítica social: el humor en forma de ironía.  Wodehouse sin embargo, está considerado uno de los grandes escritores británicos del pasado siglo, mientras que a Crompton se la ve como una autora de «cosas para niños» entretenida pero intrascendente.


¿Por qué? ¿Tal vez por su condición de mujer? ¿O quizá simplemente por ese prejuicio de que la literatura orientada a niños y jóvenes no puede ser buena literatura? ¿O quizá por una combinación de ambas?


A mi entender, sin embargo, la obra de Crompton tiene méritos más que suficientes para que ocupe un lugar importante en cualquier panteón literario del pasado siglo., Y, si me apuráis, la encuentro mucho más completa, más satisfactoria, que la de Wodehouse. Por varios motivos, como el hecho de que la ironía de Crompton se ve siempre atemperada por la inocencia (inocencia salvaje y a menudo egocéntrica, cierto) de la mirada de un niño.


Pero, además, hay otro detalle que me hace considerar a Guillermo un personaje de calado mucho más profundo que Jeeves. Y es que, mientras que el imperturbable mayordomo es plenamente consciente de lo que hace, Guillermo, no.


Es una fuerza de la naturaleza, un agente del caos, un terrorista subversivo que pone patas arriba la sociedad en la que vive.


Pero no lo sabe. No tiene la menor idea. No es más que un niño cuyas máximas aspiraciones son no ir al colegio, jugar con su perro Jumble y sus amigos los Proscritos y despertar la admiración de su vecinita Joan. Nada sabe de convenciones sociales y, mucho menos, tiene la menor idea de estar desafiándolas. Se limita a ser lo que es y hacer, desde su punto de vista, lo que le parece lógico y razonable.


Y, en el proceso, no deja títere sin cabeza.

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Published on August 27, 2017 02:47

August 22, 2017

Inquilinos, de Alicia Pérez Gil

Por suerte o por desgracia, las cosas entran por los ojos y el continente, a menudo, condiciona el disfrute del contenido. A todos nos ha pasado, hemos dado de lado diferentes objetos porque a primera vista no nos resultaban atractivos, algo en su apariencia nos echaba para atrás y, en lugar de investigar más a fondo, hemos decidido seguir adelante en busca de algo que nos atrajera más la mirada.


Algo parecido ha estado a punto de pasarme con Inquilinos, de Alicia Pérez Gil. Ni las ilustraciones (no tanto por la calidad de las mismas como por la sensación de que no su estilo casa muy bien con el contenido) ni la defectuosa maquetación del ebook animaban a emprender la lectura de este libro. Pese a todo, seguí adelante, fiándome de la persona que me lo había recomendado, y he de decir que no me he arrepentido. De hecho, habría lamentado profundamente no haber llegado a leer nada de esta autora, desanimado por la poco atractiva apariencia de su libro en tanto que objeto.


Así que si tenéis ocasión de toparos con él, hacedme caso, no os fiéis de las primeras apariencias y dadle una oportunidad.


Inquilinos es una recopilación de relatos, no sé muy bien si de terror o fantasía oscura (cada vez tengo menos clara la frontera entre ambos géneros). Lo que sí que sé es que es una buena recopilación de relatos que, más allá de los inevitables altibajos, me ha descubierto una escritora con una sorprendente habilidad para la creación de atmósferas inquietantes y los giros malrolleros a situaciones aparentemente manidas.


Se abre el libro con un prólogo que es una suerte de homenaje a «Las autopistas de los muertos» de Clive Barker, o así me lo ha parecido, por cuanto pretende, en cierta manera, englobar a todos los relatos del libro, al igual que hacía el relato de Barker en Libros de sangre. La comparación no es ociosa: Al igual que el autor de Liverpool, Alicia Pérez Gil tiene un talento envidiable para la creación de la atmósfera y las imágenes inquietantes, algo fundamental en el género del terror, y sabe llevar al lector de la mano hasta el inevitable, y a menudo desagradable, desenlace.


Tras el prólogo nos encontramos con diez relatos que nos van a mostrar diez paisajes deformados, contrahechos, descritos con pinceladas efectivas y donde se lanzará una mirada, a menudo no exenta de ironía, sobre alguno de los topos más habituales del género de terror. No todos los relatos son igualmente satisfactorios y quizá una poda de uno o dos no le habría venido mal al libro, pero el resultado final es satisfactorio y sumamente recomendable.


Aconsejo leer este libro de noche, totalmente solos, arropados en una manta a la única luz de un flexo. A ser posible mientras el invierno aúlla con voz de lobo al otro lado de la ventana.


 

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Published on August 22, 2017 04:00

August 17, 2017

Isaac Asimov: Una cronología del universo Robots-Fundación


Comienzo aquí una sección dedicada a comentar la obra de ciertos autores que, con el tiempo, se han ido convirtiendo en mis fetiches literarios. El primero es Isaac Asimov, no porque el azar sitúe su apellido al inicio de un supuesto orden alfabético, sino porque fue uno de los primeros autores que me marcó de joven y porque su influencia (literaria, pero también vital, ideológica e incluso filosófica) ha sido fundamental a lo largo de mi vida.


Antes de meterme en materia y hablar de sus obras principales me ha parecido buena idea empezar con una cronología del escenario en el que fusionó sus dos series más famosas: la Fundación y los robots positrónicos.


Estos artículos han sido extraídos en buena medida de mi libro La ciencia ficción de Isaac Asimov, aunque han sido adaptados para su inclusión en esta sección de la web. Espero que los disfrutéis.




Las leyes básicas
Las Leyes Fundamentales de la Robótica

Ningún Robot dañará a un ser humano o permitirá, por inacción, que este sufra daño.
Un Robot obedecerá las órdenes de un ser humano siempre que estás no contradigan la Primera Ley.
Un Robot salvaguardará su propia existencia, siempre que tal hecho no entre en conflicto con la Primera o Segunda Leyes.


Los Axiomas Básicos de la Psicohistoria

Es necesario un gran número de seres humanos para que la humanidad pueda ser tratada estadísticamente como un grupo de individuos interactuando al azar.
La humanidad no puede conocer los resultados de las conclusiones psicohistóricas antes de que éstas se hayan alcanzado.

 


La cronología

Preludio

¿?


La Eternidad (una organización capaz de alterar el tiempo y, según algunas versiones, creada y compuesta por robots) fija una realidad, de todas las posibles, en las que sólo la Tierra ha desarrollado vida inteligente en la Vía Láctea. Tras esto, la Eternidad es destruida (por los propios robots, según algunas versiones, por humanos resentidos, según otras) y esa realidad se convierte en la línea temporal principal.



The End of Eternity (El fin de la Eternidad)
Foundation’s Edge (Los límites de la Fundación)

1949


Joseph Schwartz, sastre retirado, pasea por el parque y, repentinamente, desaparece.



Pebble in the Sky (Un guijarro en el cielo)

 



La Era de los Robots (1982-2208)

1982


Nace Susan Calvin. Lawrence Robertson desarrolla el primer cerebro positrónico. Nace U. S. Robots & Mechanical Men.



Introducción a I, Robot (Yo, robot)

1996


Robbie es fabricado y vendido como robot niñera.



«Robbie» («Robbie»)

2002


Se desarrolla el primer robot parlante.


2003


Susan Calvin se licencia en la Universidad de Columbia. La exploración submarina y la lunar inician su punto álgido de desarrollo. La escasez de alimentos se convierte en uno de los mayores problemas en la Tierra. Para estas fechas la ignorancia informática es equiparada al analfabetismo.



«Waterclap» («Tromba de Agua»)
«The Winnowing» («La Criba»)
«A Perfect Fit» («Encajar Perfectamente»)

2004


La familia Martin compra el robot al que llamará Andrew.



«The Bicentennial Man» («El Hombre del Bicentenario»)

2005


Primera expedición a Mercurio, con fines de minería.


2007


Para este año, la mayoría de los países han prohibido el uso de robots en la Tierra, salvo para fines científicos. Los vehículos con cerebro positrónico reemplazan a la mayoría de los coches de control manual.



«Sally» («Sally»)

2008


Susan Calvin se doctora en física y entra a trabajar para la US Robots como robopsicóloga.


2015


Segunda expedición a Mercurio. Gregory Powell y Michael Donovan están al frente de ella. Powell y Donovan son enviados a la Estación del Espacio. Primeras colonias humanas fuera de la Tierra.



«Runarround» («Círculo Vicioso»)
«Reason» («Razón»)
«A Boy’s Best Friend» («El Mejor Amigo de un Muchacho»)
«Robot AL-76 Goes Astray» («Robot AL-76 Extraviado»)
«First Law» («Primera Ley»)

2016


Powell y Donovan prueban un robot múltiple destinado a minería asteroidal. Gran desarrollo de ésta. Desarrollo de las arcologías por todo el sistema solar.



«Catch that Rabbit» («Atrápame esta Liebre»)
«Old-Fashioned» («Un Sistema Anticuado»)
«For the Birds» («Para los Pájaros»)
«Good Taste» («Buen Gusto»)
«To Tell at a Glance» («Decirlo de un vistazo»)

2021


La U.S. Robots desarrolla accidentalmente un robot con propiedades telepáticas. El robot es destruido por Susan Calvin. La U.S. Robots desarrolla un robot humaniforme.



«Liar!» («¡Embustero!»)
«Satisfaction Guaranteed» («Satisfacción garantizada»)

2025


Andrew Martin se convierte en el primer (y único) robot legalmente libre.



«The Bicentennial Man» («El Hombre del Bicentenario»)

2029


Problemas en la Híper Base con un robot al que le falta parte de la Primera Ley. U.S. Robots desarrolla el híper motor.



«Little Lost Robot» («El Robot Perdido»)
«Risk» («Riesgo»)
«Escape!» («¡La Fuga!»)
«Lenny» («Lenny»)

2032


Stephen Byerley inicia su carrera política. Se sospecha de él que puede ser un robot haciéndose pasar por un ser humano. La U.S. Robots alquila un robot a la universidad como corrector de pruebas de imprenta. El experimento fracasa a causa de los prejuicios humanos.



«Evidence» («La Prueba»)
«Galley Slave» («Esclavo en Galeras»)

2037


Byerley es elegido Organizador Regional.


2040


La U.S. Robots desarrolla un cerebro positrónico usando geometría fractal en su diseño. Gracias a eso se accede al subconsciente robótico y se descubre una compulsión inconsciente contra las dos primeras leyes.



«Robot Dreams» («Sueños de robot»)

2044


Byerley se convierte en el Primer Organizador de la Federación Terráquea.


2052


Las Máquinas, ordenadores positrónicos utilizados como ayuda para el gobierno mundial se hacen con el control del mundo. Con el tiempo, sin embargo, la humanidad dejará de utilizarlas.



«The Evitable Conflict» («El Conflicto Evitable»)

2057


Susan Calvin se retira de U.S. Robots. Muere poco después, a la edad de 75 años.



«Femenine Intuition» («Intuición Femenina»)

2076


Se sospecha que el Presidente de la Región Norteamericana (antes USA) puede haber sido asesinado y sustituido por un robot.


«The Tercentenary Incident» («El Incidente del Tricentenario»)


2095


A medida que las leyes antirrobots se van recrudeciendo, la Tierra deja de utilizarlos. La colonización espacial, sin embargo, prosigue con su ayuda.


2204


Andrew Martin es declarado legalmente humano y muere. El doctor Wendell Urth, extraterrólogo, ayuda a la policía a resolver algunos casos.



«The Bicentennial Man» («El Hombre del Bicentenario»)
«The Singing Bell» («La Campana Armoniosa»)
«The Talking Stone» («La Piedra Viviente»)
«The Dying Night» («Cuando Muere la Noche»)
«The Dust of Death» («Polvo Mortal»)

2208


Se funda en un planeta del sistema Tau Ceti la primera colonia humana: Aurora.


 


La Primera Colonización (2208 – 4000)

2208-2300


A medida que los terrestres van dejando de utilizar robots, van siendo sobrepasados tecnológicamente por las propias colonias que ellos han ido diseminando por la Galaxia. La población terrestre aumenta cada vez más.



«Starlight» («Luz Estelar»)

2300-2400


Sigue la colonización galáctica. La Tierra ya no envía naves: los nuevos mundos son colonizados por los colonos de otros planetas. El problema de la superpoblación sigue en aumento en la Tierra. Los robots prácticamente no se usan, salvo en el campo para tareas agrícolas.


2500-3000


Lentamente, las distintas ciudades terrestres se van uniendo en grandes megalópolis, las llamadas Cuevas de Acero, protegidas del exterior, en las que siempre es de día y cientos de millones se hacinan. Se va desarrollando una sociedad agorafóbica. Las colonias espaciales prestan sus recursos al planeta madre, a costa de sangrarle, y cada vez se sienten más despegadas de él y sienten desprecio hacia sus habitantes. En los mundos espaciales, con un férreo control de natalidad, la ciencia de la geriatría alarga la vida hasta varias decenas de décadas. La mayor parte de los virus y microorganismos malignos son erradicados.



«Mother Earth» («Madre Tierra»)

3017


Guerra entre los mundos espaciales y la Tierra. Los mundos espaciales someten al planeta madre a una especie de vasallaje. Lo consideran un mundo atrasado, primitivo, con una población subhumana de cortas vidas. Imponen el uso paulatino de algunos robots en las ciudades terrestres.


3195


Algaradas durante la fundación de Espacioburgo, en las afueras de la megalópolis de Nueva York. El gobierno terrestre claudica y Espacioburgo es firmemente asentada.


3220


Asesinato de un espacial en Espacioburgo. El policía terrestre Elijah Baley investiga el caso con la ayuda del robot humaniforme (de factura espacial) R. Daneel Olivaw.



The Caves of Steel (Bóvedas de acero)

3221


Se produce en Solaria, el más nuevo de los mundos espaciales, un asesinato. Baley lo investiga y resuelve con ayuda de Daneel. Durante las investigaciones conoce a Gladia Delmarre. Algunos meses más tarde, Baley resolverá un conflicto entre dos matemáticos espaciales que Daneel le plantea.



The Naked Sun (El sol desnudo)
«Mirror Image» («Imagen en un Espejo»)

3223


Primeros intentos de que salga una nueva ola colonizadora de la Tierra, desalentados por los espaciales. Algunos entusiastas (entre ellos Baley) se atreven a afrontar su agorafobia y salir de las ciudades como preparación a una posible salida al espacio. Han Fastolfe, diseñador de R. Daneel y que apoya las pretensiones colonizadoras de la Tierra, se ve envuelto en un escándalo y llama a Baley en su ayuda. Este resuelve el asunto y, gracias a eso, Fastolfe puede prestarle su apoyo en sus intentos de que la Tierra envíe sus colonos. Durante sus investigaciones Baley conoce a R. Giskard Reventlov, un robot que ha adquirido accidentalmente propiedades telepáticas y que se ha dado cuenta de que son sus congéneres quienes ahogan los anhelos de la humanidad y les llevan a la decadencia en la que están sumidos los mundos espaciales. La Tierra, ahogada en sí misma. no puede sobrevivir y los Mundos Espaciales, desvaneciéndose lentamente en la inacción, tampoco. Esto llevará a que Giskard, impelido por la Primera Ley de la Robótica forje un plan para salvar a la humanidad de su destrucción y asegurar su supervivencia. Este plan está basado principalmente en la colonización galáctica por parte de los terrestres.



The Robots of Dawn (Los robots del amanecer)

3225


Los primeros colonizadores salen de la Tierra, entre ellos Bentley, el hijo de Elijah Baley. Han Fastolfe visita el planeta para asegurar a los líderes terrícolas que los mundos espaciales apoyan sus deseos de emigración. Giskard, que le acompaña, modifica sutilmente algunas mentes terrestres para facilitar esa labor.


3228


Elijah Baley emigra al primer mundo colonizado por los terrestres.


3254


Muere Elijah Baley en el planeta al que emigró, que ha sido bautizado con su nombre, Baleymundo, y del que su hijo es el primer mandatario.


3321


Solaria deja de emitir en el espectro electromagnético, por lo que se supone que el mundo ha sido abandonado. Los colonos de origen terrestre se han ido expandiendo por la galaxia, arrinconando cada vez más a los mundos espaciales. Muerto el doctor Fastolfe y desaparecida con él su política de colaboración, una facción de los Mundos Espaciales intenta destruir a los colonos. Para ello, y sabedores de la gran influencia que supone la Tierra como mundo madre entre los colonos, planean destruir la vida en este planeta, de forma paulatina para que todo parezca natural y no pueda ser achacado a los espaciales: de esta forma, aumentan el índice de radiactividad específica de la corteza terrestre, que irá subiendo lentamente hasta convertir la Tierra en un mundo radiactivo. R. Giskard y R. Daneel intentan evitarlo y, aunque no lo consiguen, comprenden que la victoria de los espaciales es pírrica: desaparecida la presencia de la Tierra como mundo místico, más un lastre que otra cosa, los colonos podrán desparramarse por la Galaxia sin impedimentos y los espaciales se irán hundiendo lentamente hasta desaparecer por completo. Durante estos acontecimientos, Giskard es destruido, pero no antes de traspasarle sus habilidades telepáticas a Daneel, a quien deja encargado de su misión de velar por la humanidad. Giskard y Daneel, sabedores de que las Tres Leyes de la Robótica son incompletas, han desarrollado la Ley Cero: Ningún robot puede dañar a la humanidad o permitir por inacción que la humanidad sufra daño. Esa ley guiará la conducta de Daneel a partir de ahora.



Robots And Empire (Robots e Imperio)

3321-4000


R. Daneel comienza a trabajar en la construcción de un imperio galáctico humano, sin robots. Considera, como R. Giskard, que estos no hacen sino ahogar al ser humano. Al mismo tiempo da los primeros pasos para la instalación de Gaia, una colonia en la que todo el planeta, desde la última piedra hasta los seres humanos son conscientes y forman parte de un todo. Es el primer paso para que la Ley Cero de la Robótica tenga alguna utilidad: la humanidad debe poder ser tratada como un todo homogéneo para que la Ley Cero pueda funcionar. Tanto el Imperio Galáctico como Gaia son dos ensayos en esa dirección. A medida que la corteza terrestre se va volviendo radiactiva, la emigración hacia el espacio se hace masiva, aunque aún quedan núcleos de población que se niegan a abandonar el planeta natal.


 


La Expansión Galáctica (4000 – 10400)

4000-8000


La humanidad se desparrama por la Galaxia. Los antiguos mundos espaciales, olvidados, siguen sumidos en la decadencia y van muriendo lentamente. Van naciendo algunos pequeños imperios que tratan de imponer su ley sobre el resto de los planetas: guerras y conflictos son inevitables, mientras se busca la estabilidad. Daneel sigue trabajando en la sombra. La Tierra ha ido aumentando lentamente su radiactividad específica y varios puntos de su superficie son ahora bolsas radiactivas letales para la vida. Hace tiempo que ha dejado de ser el mundo místico que fuera para los primeros colonos, aunque aún se la reconoce como lugar natal de la humanidad.


circa 9000


Nace la República Trantoriana, en torno a cinco planetas muy cercanos al núcleo galáctico. Por entonces es aún una nación sin importancia, aunque empieza a expansionarse con cierta rapidez.


circa 10050


En la Región Transnebular (más allá de la Nebulosa Cabeza de Caballo) nace el Imperio de Tyrann que rápidamente se va apoderando de territorios adyacentes. El sistema de Rhodia, mundo títere de Tyrann, planea una rebelión contra sus amos con el propósito de instaurar un gobierno parlamentario en esa región de la Galaxia. La República Trantoriana, cada vez con más mundos bajo su control se convierte en la Confederación Trantoriana.



The Stars, Like Dust (Polvo de estrellas)

circa 10100


La Confederación Trantoriana va adquiriendo cada vez más importancia en la Galaxia. La Tierra apenas es ya recordada. Se ha convertido en un planeta sin importancia que pocos visitan. Incluso su naturaleza de hogar original de la humanidad apenas es tenida en cuenta. Sigue creciendo la radiactividad de la corteza terrestre.


Circa 10150


 El Imperio de Sark conquista el planeta Florina y somete a la población indígena. Se convierte en uno de los principales poderes económicos de la Galaxia, gracias a las plantaciones de kyrt de Florina, cuya fibra vegetal es utilizada en toda la Galaxia a causa de sus propiedades únicas: la planta solo se desarrolla en Florina, pese a los intentos de trasplantarla a otros mundos. La idea de la Tierra como hogar original de la humanidad ya no se recuerda prácticamente.


 


El Imperio (10400 – 22469)

10400 / 1 Era Galáctica


La Confederación Trantoriana se convierte en el Imperio Trantoriano y Frankenn I es coronado emperador.


circa 10500 / 100 E.G


El Imperio Trantoriano domina gran parte de los mundos de la Galaxia. En algún momento de los cien años anteriores ha absorbido la Tierra dentro de su territorio. El sol de Florina está en estado prenova, lo que acaba con el monopolio Sarkita del kyrt. Trántor aprovecha la oportunidad para conquistar (aparentemente por su propio bien) ambos territorios. Antes de que el sol de Florina entre en estado de nova, se evacua el planeta.



The Currents of Space (Las corrientes del espacio)

11227 / 827 E.G.


Joseph Schwartz aparece repentinamente trasladado varios miles de años al futuro. La Tierra, un mundo arrinconado y empobrecido en el ámbito del Imperio, planea la destrucción de este. Con el paso de los siglos sus costumbres han ido derivando hacia un nacionalismo de corte casi religioso que les hace creerse superiores al resto de la Galaxia. Schwartz, quien ha adquirido habilidades telepáticas como consecuencia de un tratamiento para mejorar sus sinapsis cerebrales, logra detener la conjura y arranca de las autoridades imperiales una promesa de ayuda al planeta: limpiarán su superficie de radiación y, si no pueden, evacuarán a sus habitantes. Es muy posible que Schwartz fuera traído del pasado por R. Daneel y que fuera utilizado como instrumento por éste: incluso cabe dentro de lo probable que sus habilidades telepáticas le fueran proporcionadas por el robot.



Pebble in the Sky (Un guijarro en el cielo)

11000-21000 / 600-10600 E.G


El Imperio sigue creciendo. No es una vida tranquila: se producen guerras, rebeliones. Dinastías se suceden unas a otras y la transición no siempre es pacífica. Emperadores crueles ahogan la Galaxia, Emperadores ineptos amenazan con destrozarla. Pero también hay Emperadores capaces y relativamente honestos. Poco a poco, el Imperio va estabilizándose. Mientras tanto, Trántor, la capital, ha ido creciendo hasta transformarse en un planeta-ciudad: toda su superficie está cubierta por cúpulas que no dejan pasar el sol, siguiendo de forma inconsciente el modelo de las antiguas Cuevas de Acero terrestres. Se convierte en un planeta de burócratas, técnicos, investigadores: un mundo de servicios. Terminará convirtiéndose en la yugular del Imperio: una frágil gema que, de ser aplastada, arrastraría a éste con él.


22388 / 11988 E.G


Nacen Cleón I, último Emperador de la dinastía Entun, y Hari Seldon, responsable del desarrollo de la psicohistoria.


22410 / 12010 E.G


Cleón I es coronado Emperador.


22431 / 12031 E.G.


Hari Seldon acude a Trántor. Durante un simposio revela las bases de su psicohistoria, una ciencia que permitiría tratar a la humanidad de forma estadística y predecir (y modificar) su comportamiento futuro. Seldon está convencido de la inutilidad de esa ciencia, pues considera que las matemáticas implicadas en ella son demasiado complejas, así como la propia humanidad. Un oscuro personaje, Eto Demerzel, valido del emperador, le impulsa a que convierta la psicohistoria en una ciencia práctica. Tras varios intentos fallidos lo consigue, tomando la sociedad trantoriona (compleja y llena de grupúsculos) como un modelo válido sobre el que más tarde proyectar la sociedad galáctica. Demerzel se revela entonces como R. Daneel, quien necesita la psicohistoria para que la Ley Cero de la Robótica pueda tener alguna utilidad. Además, ha visto que el modelo de Imperio que ha triunfado es erróneo y está abocado a la decadencia y la muerte. Necesita la psicohistoria para modelar un futuro del que nazca un nuevo Imperio Galáctico más apropiado. Claro que ese es solo uno de sus planes.



Prelude to Foundation (Preludio a la Fundación)

22439-22467 / 12039-12067 E.G.


Durante ese tiempo Seldon, con la ayuda de Demerzel empieza a trabajar para establecer las bases de su Fundación. Él mismo se convertirá durante algunos años en Primer Ministro del Imperio, lo que le permitirá poner su poder al servicio del proyecto. Más tarde comenzará a colaborar con la Biblioteca Imperial y a infiltrar a algunos de sus hombres en ella como primer paso al proyecto. Se da cuenta de que para su Segunda Fundación necesita humanos con ciertas habilidades telepáticas; tras una larga e infructuosa búsqueda encuentra una pareja cuyos descendientes formarán el embrión de la Segunda Fundación.



Forward the Foundation (Hacia la Fundación)

22467 / 12067 E.G.


El momento decisivo ha llegado; con ayuda de sus colaboradores telépatas, Seldon hace que el Imperio destierre a la mayor parte de su equipo al planeta Términus, en la periferia de la Galaxia, desde donde deberán trabajar, sin saberlo, para minimizar el caos que seguirá al hundimiento del Imperio y preparar el nacimiento del Segundo Imperio, a través de la Fundación allí establecida. La mayor parte del equipo de psicólogos y todos los telépatas permanecerán en Trántor, desde donde velarán por el cumplimiento del Plan Seldon y la corrección de sus posibles fallos.



Foundation (Fundación)

 


El Interregno (22469 – 22986)

22469 / 12069 E.G. / 1 Era de la Fundación


Muere Hari Seldon.



Foundation (Fundación)

22517 / 12117 E.G. / 50 E.F.


Los virreinatos de la periferia Galáctica se declaran naciones independientes y algunos de ellos amenazan Terminus. Salvor Hardin, primer alcalde de la Fundación, logra hacerles frente mediante una delicada argucia política y se prepara para extender sus tentáculos y comenzar la expansión política de Términus y, por tanto, de la Fundación. Esta es la primera de las Crisis previstas por Seldon para encauzar a la Fundación en una línea recta que con el tiempo, en unos mil años, lleve al establecimiento del Segundo Imperio Galáctico.



Foundation (Fundación)

22547 / 12147 E.G. / 80 E.F.


La Fundación controla parcialmente los reinos que la rodean, caídos en la barbarie, gracias a su tecnología superior, que proporciona a sus vecinos (envuelta en un ropaje pseudo-místico), haciéndoles dependientes de ella. Intentan librarse de ese yugo que Términus les ha tendido, pero no lo consiguen y, finalmente, son completamente absorbidos por la Fundación, resolviéndose así la Segunda Crisis prevista por Seldon.



Foundation (Fundación)

22622-625 / 12222-225 E.G. / 155-158 E.F.


La Fundación ha ido extendiendo sus tentáculos lentamente, atrapando nuevos mundos con su ciencia revestida de religión. Sin embargo, esa política está empezando a revelarse como inútil y la mayoría de los reinos periféricos no sometidos a la Fundación miran a esta con recelo. El comerciante Hober Mallow (natural de Smyrno, uno de los antiguos reinos absorbidos por la Fundación) es consciente de esto y comienza a vender sus productos per se sin ningún tipo de parafernalia mística. Se enfrenta a sus enemigos políticos en la Fundación y se convierte de esta manera en el primer Príncipe Comerciante y el primer Alcalde de Términus (y por tanto dirigente de la Fundación) no originario del planeta. Entretanto, la República de Korell ataca a la Fundación. Sin embargo, al cabo de unos meses de guerra, Korell se rinde: su economía depende enteramente de los productos que la Fundación le vende y la guerra le lleva al desastre económico. Así se resuelve la Tercera Crisis Seldon.



Foundation (Fundación)

22685 / 12285 E.G. / 198 E.F.


En el moribundo Imperio Galáctico aparece Bel Riose, un general fuerte que, respaldado por Cleón II, uno de los últimos emperadores fuertes, parece decidido a devolverle al imperio sus glorias pasadas. Se encuentra con la Fundación y parece a punto de derrotarla; sin embargo, la propia situación imperial hace que Cleón desconfíe de su general y lo llame a Trántor para acusarle de traición antes de que pueda completar su conquista. A partir de entonces el imperio se estanca sin remedio y la Fundación puede seguir expandiéndose. Al mismo tiempo, una oligarquía plutocrática se va haciendo con el control político de la Fundación, con lo que las diferencias entre las distintas clases sociales se agudizan. Es la Cuarta Crisis Seldon.



Foundation and Empire (Fundación e Imperio)

22785 / 12385 E.G. / 298 E.F.


Un curioso personaje conocido como El Mulo inicia su carrera conquistando algunos sistemas aislados y sin importancia. Poco a poco va extendiendo sus tentáculos.


22787 / 12387 E.G. / 300 E. F.


Durante los últimos cien años la situación social en el seno de la Fundación se ha ido volviendo insostenible. El reparto de la riqueza es cada vez más desigual y los Alcaldes de Términus gobiernan como déspotas absolutos. Los Comerciantes independientes planean aliarse con El Mulo para desencadenar una Guerra Civil que mejore las cosas en la Fundación. Creen que es la Quinta Crisis Seldon. Sin embargo, cuando la imagen de Seldon aparece en la Bóveda del Tiempo para dar su predicción, esta es completamente errónea: no menciona para nada a un personaje de las características de El Mulo y divaga sobre temas que apenas tienen nada que ver con la verdadera situación. Horrorizados, algunos personajes descubren que el Mulo es algo que no fue planeado por Seldon: un mutante capaz de modificar las emociones humanas. Gracias a eso consigue conquistar la Fundación, con lo que el Plan Seldon parece fracasar por completo. Luego, inicia la búsqueda de la Segunda Fundación, para aplastarla, pero es detenido en el último instante por la acción de una mujer. El Mulo, en lugar de tomar venganza sobre ella, la deja libre y regresa a su Imperio para gobernarlo, aunque no abandonará la búsqueda de la Segunda Fundación.



Foundation and Empire (Fundación e Imperio)

22792 / 12392 E.G. / 305 E.F.


El Mulo inicia una vez más la búsqueda de la Segunda Fundación, pero esta no permanece inactiva y traza un complicado plan para hacer creer al Mulo que les ha encontrado. El Plan tiene éxito y la amenaza del Mulo es neutralizada. Tras su muerte, su imperio se desmoronará (ya que no deja descendientes) y la Fundación volverá a existir. Sin embargo, el Plan Seldon ha sido seriamente dañado y la Segunda Fundación deberá encarrilarlo de nuevo. De hecho, ese es su propósito: son los custodios, los herederos intelectuales de Seldon, y su misión es proteger su Plan.



Second Foundation (Segunda Fundación)

22861 / 12461 E.G. / 374 E.F


Kalgan, centro del antiguo imperio de El Mulo y ahora un poderoso reino independiente, amenaza a la Fundación. Sin embargo poco puede hacer ante la creencia, arraigada en casi toda la Galaxia, del destino manifiesto de la Fundación y pierde la guerra. Mientras tanto, en Términus, un grupo de hombres pretende localizar y destruir la Segunda Fundación. Se sienten incómodos, pues han descubierto que la Primera es solo un instrumento y que es la Segunda quien realmente tira de las riendas. Finalmente, creen haber descubierto la Segunda Fundación y haberla destruido. Con ese sentimiento de triunfo sobre quien les manejaba por una parte, y de su destino imparable que sigue funcionando por otra, continúan adelante, convencidos de que dentro de seiscientos años establecerán el Segundo Imperio Galáctico. Eso era justo lo que había pretendido la Segunda Fundación, cuya existencia debía ser lo más secreta posible y que ha montado toda esa charada para volver al anonimato.



Second Foundation (Segunda Fundación)

22985 / 12585 E.G. / 498 E.F


La Confederación de la Fundación domina ahora la mayor parte de la Galaxia, confiados en el Plan Seldon y su destino de fundar el Segundo Imperio. Golan Trevize, miembro del Consejo Municipal de Términus, piensa sin embargo que hay algo errado en todo esto. El Plan Seldon se está cumpliendo demasiado a la perfección y eso solo puede ser debido a que la Segunda Fundación aún existe y sigue velando por su cumplimiento. Se embarca en una nave, dispuesto a encontrar la Segunda Fundación. Le acompaña Janov Pelorat, un historiador interesado en descubrir el lugar donde está la Tierra, el hogar original de la humanidad según las antiguas leyendas y cuyo emplazamiento se ha perdido a lo largo de los siglos. Ambos se ven embarcados en una serie de aventuras que los llevan finalmente a Gaia, un planeta en el que todas sus partes (desde los seres humanos hasta las piedras) participan de una consciencia común. Gaia se rige por las Tres Leyes de la Robótica y fue fundada, hace más de quince mil, años por R. Daneel. Ha llegado el momento decisivo y piden a Trevize que tome una decisión por ellos: que la Primera Fundación venza y cree un Segundo Imperio abocado a repetir todos los errores del Primero; que lo haga la Segunda Fundación y cree un Imperio mentálico abocado a un callejón sin salida; que lo haga Gaia y cree una Galaxia consciente, como un gigantesco ser vivo del que los humanos serían una parte. Trevize opta finalmente por Gaia y el plan comienza a ponerse lentamente en marcha. Durante estos acontecimientos, Trevize descubre que las referencias a la Tierra en la Biblioteca de Trántor han sido borradas. Queda fascinado por ese enigma.



Foundation’s Edge (Los límites de la Fundación)

22986 / 12586 E.G. / 499 E.F.


Trevize se embarca de nuevo, acompañado por Pelorat, en busca de la Tierra. Tras numerosas investigaciones la encuentra y descubre que su superficie, radiactiva, no puede albergar la vida. Durante su viaje aterrizan en Solaria, uno de los antiguos Mundos Espaciales y allí recogen un niño hermafrodita con el poder de manipular la energía con su cerebro. Tras llegar a la Tierra se dirigen a la Luna y allí encuentran a R. Daneel. Lleva demasiado tiempo funcionando y necesita fusionarse con un humano para sobrevivir: el elegido es el niño solariano. Allí se revelarán entonces los verdaderos propósitos de Daneel: necesita que la Galaxia entera se transforme en un ser consciente. Hay otras Galaxias, quizá habitadas, y la humanidad debe estar preparada para su encuentro. El proyecto Gaia es, quizá, la única solución.



Foundation and Earth (Fundación y Tierra)

 


Las nuevas leyes básicas
De la robótica

Ley Cero: Un robot no debe dañar a la Humanidad ni, por inacción, permitir que ésta sufra daño.


De la psicohistoria

Corolario: Las conclusiones psicohistóricas son válidas solo en el caso de que la humanidad sea la única especie inteligente existente.


 


Conclusión

En este punto termina la historia del futuro planteada por Asimov en sus libros. A partir de ahí solo podemos hacer suposiciones. Algunas de ellas, sugeridas por referencias del propio Asimov, pueden ser las siguientes:



Unos mil años después de establecida la Fundación se crea el Segundo Imperio Galáctico, aunque este no es ahora más que la primera parte de un plan más vasto destinado a hacer de la Galaxia un ser consciente.
En el año 1020 E.F. se publica la que está considerada como edición definitiva de la Enciclopedia Galáctica, la 116, de la que son extraídas todas las citas de tal obra que aparecen en los libros de Asimov.
El plan de Daneel tiene éxito y en un periodo entre los cinco y los quince mil años siguientes a la fundación del Segundo Imperio la Galaxia se convierte en algo tremendamente parecido a un ser vivo, con lo que la evolución definitiva del ser humano habría llegado a su fin.
Posiblemente, en los siguientes veinte o treinta mil años, la Vía Láctea se encontraría con especies procedentes de otras Galaxias y se producirían conflictos entre ambos tipos de vida.
Partiendo de los postulados del cuento de Asimov (no incluido en el universo de las Fundaciones) La última pregunta, finalmente cabría suponer que en uno o dos millones de años, la mayor parte del universo conocido estuviera agrupado en una serie de Galaxias conscientes cuyo mayor problema, sin duda, sería luchar contra el segundo principio de la termodinámica para asegurarse su propia supervivencia. De conseguirlo habríamos llegado a un universo inmortal.

Hay muchos huecos en esta historia futura que podrían llenarse: los primeros tiempos de la colonización espacial, los años de expansión del Imperio, incluso la fundación del Segundo Imperio, o la evolución de la Galaxia posterior. No cabe duda que Asimov pensaba tratar algunos de estos temas en libros posteriores. Tal y como él mismo afirma en la Nota del Autor al principio de Preludio a la Fundación:


¿Añadiré más libros? Puede que sí. Hay sitio para uno entre Robots e Imperio y Las Corrientes del Espacio y entre Preludio a la Fundación y Fundación y, por supuesto, también lo hay entre los demás. Luego, puedo continuar Fundación y Tierra con volúmenes adicionales… todos los que quiera.


La muerte se lo impidió. De hecho, en el momento en que esta le sorprendió, estaba trabajando en la redacción de un nuevo libro, Hacia la Fundación, publicado en nuestro país en 1993 y que narra el proceso por el que Seldon fue desarrollando sus Fundaciones. El volumen ha sido publicado como completamente atribuido a Asimov, aunque con el tiempo se ha sabido que Robert Silverberg no solo se encargó de la revisión final del manuscrito sino que añadió la última secuencia, la de la muerte de Seldon, si bien es cierto que lo hizo siguiendo ciertas indicaciones que Asimov había dado en vida.


Por otra parte, el lector habrá notado que no he incluido en esta lista todos sus cuentos de robots, ni tampoco todas las historias que se desarrollan en Trántor.  La creación del escenario unificado fue algo decidido por Asimov en los años ochenta y hasta entonces, tanto el universo de los robots como el de la Funación, se habían desarrollado independientemente. La consecuencia es que hay historias que podrían ser encuadradas bien en una serie o bien en otra, pero no en ambas a la vez. Hay cuentos de robots que contradicen el imperio galáctico exclusivamente humano de Asimov, o que llevan a la sociedad humana a tal callejón sin salida, social o tecnológico, que es impensable creer que de allí se haya podido desarrollar una expansión galáctica y el consiguiente imperio. Así pues muchas de las historias de robots no están incluidas aquí. También hay otras que a pesar de desarrollarse aparentemente en el imperio Trantoriano, están en total contradicción con el resto de las narraciones imperiales, al presentar especies inteligentes alienígenas. Detallo a continuación tales cuentos y explico brevemente los motivos por los que no los he incluido:



Punto de Vista (incluido en El robot completo), así como todas las historias sobre Multivac, el superordenador de Asimov. La sociedad que se describe en esos cuentos no resulta consistente ni con el pasado robótico ni con el futuro imperial que Asimov traza en su serie definitiva.
Victoria Inintencionada (incluido en El robot completo), donde se nos describe una raza inteligente que habita en Júpiter. Evidentemente, eso contradice la galaxia humana de las Fundaciones. Este cuento es, en realidad, secuela de ¡No Definitivo! (incluido en El joven Asimov) que por razones obvias tampoco tiene cabida aquí.
Segregacionista (incluido en El robot completo), en el que las prótesis biónicas llegan a un grado de desarrollo tal que la frontera entre hombre y robot se hace cada vez más nebulosa, algo que contradice el famoso “complejo de Frankenstein” antirrobot.
Qué es el Hombre (incluido en El robot completo). Aunque aparentemente es una historia de robots más, sus consecuencias implícitas son una futura dominación de la humanidad por parte de los robots, lo que la invalida como parte de la serie (pese a que se mencionen elementos de ella, como Susan Calvin o la U.S. Robots & Mechanical Men).
Fraile Negro de la Llama (incluido en El joven Asimov). Pese a su inclusión en el ciclo de Trántor, la presencia de alienígenas inteligentes hace que esta obra no encaje como parte de la serie.
Némesis. Se trata de una de sus últimas novelas y aunque algunos la han considerado como parte del ciclo (entre ellos Miquel Barceló), situándola en el inicio de la primera colonización Galáctica, argumentalmente contradice los hechos posteriores y el propio Asimov afirmaba que no formaba parte de la serie.

Sí he incluido, sin embargo, cuentos que, pese a no desarrollarse explícitamente dentro del universo unificado encajan en él sin mayores problemas, como son todas las historias policíacas de Wendell Urth o los cuentos sobre las arcologías del sistema solar incluidos en Los Vientos del Cambio.



¿Quieres saber más? Lo encontrarás en La ciencia ficción de Isaac Asimov

 

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Published on August 17, 2017 10:09

August 10, 2017

Gabriel Bermúdez, el primer posmoderno de la ciencia ficción española

Vivimos en una época en que la memoria a largo plazo parece estar desvaneciéndose. Se habla del actual «boom» en España de la novela corta de ciencia ficción como si fuera algo inédito en nuestro país y no hubiera existido el boom similar (o quizá incluso mayor) surgido en los años noventa merced al Premio UPC de novela corta de ciencia ficción. Se destaca en los más recientes autores de fantasía épica la innovación que supone su ambigüedad moral y su construcción de universos llenos de matices de gris, sin blancos ni negros, y se olvida que todo eso ya se puede encontrar en el pulp de espadas y brujería de la mano de Robert. E. Howard, Catherine L. Moore y, sobre todo, Fritz Leiber. Se dice lo profundamente original que es la moderna ciencia ficción española como si el género en nuestro país hubiera nacido la semana pasada y no existieran nombres dignos de mención en los últimos cuarenta y pico años.


Cuando oigo eso, no puedo por menos que pensar que esos comentarios surgen de una profunda ignorancia (perdonable sin duda en el lector, pero inadmisible en quien va de experto y pontifica desde su sitial digital) y que determinadas ambientaciones, topos y formas de narrar que cuentan con claros antecedentes son vistos como algo surgido de la nada porque los supuestos especialistas que hablan de ello no se han tomado la molestia de hacer los deberes y adquirir un conocimiento amplio de la historia de la ciencia ficción española.


Como sea, igual hay buena fantasía épica (y muy buena) anterior a la llegada Martin, Rothfuss o Sanderson, existen excelentes autores españoles de ciencia ficción bastante anteriores al cambio de siglo.


De hecho, hace unas cuantas entradas, concretamente en la dedicada a comentar Transcrepuscular, de Emilio Bueso, tuve la oportunidad de mencionar a Gabriel Bermúdez Castillo, uno de los autores fundamentales para comprender la moderna ciencia ficción española y, sin duda, el primero que se apartó con éxito de los eternos modelos anglosajones y saltó a la palestra con una voz sumamente personal y una mirada a los arquetipos y clichés del género tremendamente novedosa.


Aunque se habla de los años ochenta como de la década en la que la CF española despega (y justo es que así se haga, por cuanto a esa década nos da tres obras capitales del género como son Lágrimas de luz, de Rafael Marín, Sagrada, de Elia Barceló y Mundos en el abismo, de Juan Miguel Aguilera y Javier Redal), no está de más recordar los años setenta, que es donde empieza a forjarse el género en nuestro país tal como lo conocemos y va alcanzando poco a poco su edad adulta.


Y si hay un nombre imprescindible en esa década, es sin duda el de Gabriel Bermúdez Castillo.


En 1976, la aparición de su primera novela, Viaje a un planeta Wu-Wei, fue un claro toque de atención para los lectores, quienes sin duda debieron de preguntarse de dónde había salido aquel autor. No era su primer libro: cinco años antes había publicado una recopilación de relatos bajo el título de El mundo Hokun. Pero tal recopilación había aparecido bajo el seudónimo de Gael Benjamín y no sería hasta su reedición en 1975 (más bien, en realidad, un retapado y reencuadernado de la edición original) que la veríamos con el verdadero nombre del autor.  Por otro lado, la difusión que tuvo fue tan escasa que a todos los efectos Viaje a un planeta Wu-Wei era para muchos lectores el primer libro de Bermúdez.


Sospecho que la reacción de la mayoría de ellos ante su lectura tuvo que estar teñida de una extraña mezcla de maravilla y perplejidad.


Maravilla porque ahí teníamos una excelente historia de aventuras, contada con buen pulso y a buen ritmo, personajes que enseguida se hacían entrañables y trama que poco o nada tenía que envidiar a las que nos venían, traducidas, de los Estados Unidos.


Y perplejidad porque, en un momento donde el modelo dominante era el anglosajón (sobre todo el americano), la voz de Bermúdez destacaba con fuerza por lo distinta; sus temas podían ser los habituales en la ciencia ficción (aunque incluso eso es discutible) pero no así su estilo. La limpieza, elegancia y funcionalidad de su prosa, la «eficacia narrativa» de la misma lo entroncaban con la literatura popular del siglo XIX, pero no tanto la escrita en lengua inglesa como, sospecho, en francés. No en vano Jules Verne es uno de los iconos principales de Bermúdez, auténtico experto en la vida y obra del autor de Nantes.


Su mirada irónica, punzante e irreverente en ocasiones, cariñosamente socarrona otras, lo entroncaba por otro lado con dos tradiciones literarias netamente españolas: la picaresca y el costumbrismo. Con pinceladas breves y vigorosas era capaz de dibujarnos sociedades enteras y los individuos que las componían y la mirada que lanzaba sobre esas sociedades era, casi siempre, una mirada crítica: crítica feroz en ocasiones, crítica atemperada por la compasión en otras,  pero siempre lúcida y afilada.


Maravilla y perplejidad siguieron siendo dominantes con sus siguientes novelas: el sorprendente experimentalismo de La piel del infinito; la chocante mezcla de relato legendario y feudalismo tecnológico de El señor de la rueda; la combinación, más chocante aún, de epopeya espacial y novela picaresca de Mano de Galaxia; el desparpajo con el que se invierten los roles sexuales en El hombre estrella; la disparatada, pero verosímil, dictadura médica que describe en Salud mortal


Y es que, si algo ha demostrado a lo largo de todos estos años Gabriel Bermúdez es que no construye novelas fáciles. O, mejor dicho, sí que lo hace. Fáciles de leer y fácilmente disfrutables, sin la menor duda. Pero bajo esa apariencia ligera hay un trabajo de construcción, de diseño narrativo, de superposición de capas y temas que no es en absoluto sencillo y que hace que su obra pueda ser disfrutada y degustada a varios niveles. Si sus novelas nos convencen y nos ganan enseguida en la primera lectura (lo cual no es sorprendente, Bermúdez es un narrador nato), es en la relectura donde nos van revelando poco a poco toda su complejidad. En un mundo de literatura de consumo rápido, de usar y tirar, de leer, olvidar y pasar al siguiente libro, la obra de Bermúdez Castillo permite, incluso exige, la degustación repetida, el volver a ella para captar todos esos sabores y aromas que la primera vez, atrapados por el ritmo endiabladamente ameno de la peripecia, no captamos del todo.


Se ha escrito mucho sobre sus principales características como escritor y fue Julián Díez quien lo definió, de un modo bastante certero, como el primer posmoderno de la ciencia ficción española. Sin duda, el modo en que revisita algunos temas clásicos de la ciencia ficción y lanza sobre ellos su mirada irónica y mordaz, tiene su aquel de deconstrucción posmoderna. El amor de Bermúdez Castillo por los escenarios y los personajes que crea no es un amor inocente que todo lo perdona y oculta sus defectos; al contrario, pues es centrándose en esos defectos como el autor consigue que también nosotros nos enamoremos de sus creaciones. Los héroes de Bermúdez Castillo tienen los pies de barro, como también las sociedades en las que viven.


Y eso me lleva a la que, quizá, es su principal característica como escritor, aquélla que lo define de un modo más certero y preciso.


Me refiero al modo en que casi todas sus novelas son una especie de experimento sociológico. Las sociedades que nos describe son, a menudo, sociedades extrañas, aberrantes, que se han apartado del modelo dominante y que van un poco por su cuenta sin importarles lo que haga el resto del universo. Algunas de esas sociedades nos parecerán sofocantes, encontraremos otras tremendamente liberadores y puede que veamos en muchas de ellas un reflejo deformado, pero curiosamente certero, de nosotros mismos y nuestro mundo.


En Viaje a un planeta Wu-Wei nos describe una sociedad de claros tintes anarquistas e ideología vagamente ecologista que se opone a la vida frenética y ultratecnificada de la ciudad flotante que hay sobre el planeta. Una vida, además, bombardeada a todas horas por la publicidad y donde los aspectos más humanos de la misma van perdiéndose poco a poco a medida que las máquinas y los automatismos se van ocupando de todo.


En El señor de la rueda, asistimos a un sorprendente «feudalismo de carretera», como si los guiones de Easy Rider y Los caballeros de la mesa redonda se hubieran mezclado y barajado en uno solo. La sociedad descrita en la que es, posiblemente, su novela más divertida e iconoclasta parece un artefacto ensamblado con piezas totalmente disímiles y que, sin embargo, funciona.


En Salud mortal nos presenta una España de futuro cercano que, a la vista de los últimos acontecimientos, quizá no sea tan descabellada, después de todo. En realidad, el autor ya nos había mostrado un atisbo de esa misma sociedad en uno de sus mejores relatos: «La última lección sobre Cisneros». Al utilizarla también de telón de fondo de su novela, la amplía y la vuelve más compleja y, también, más terrible. La dictadura médica que describe, mezquina y ramplona, mediocre y gris, podría haber sido imaginada perfectamente por Antonio Machado y quizá lo fue cuando escribió aquello de «la España de charanga y pandereta / cerrado y sacristía / devota de Frascuelo y de María / de espíritu burlón y de alma quieta». Las imágenes no son las mismas, el lenguaje no es el mismo, pero ambos describen a la perfección una parte oscura, cerril y vulgar de nuestro país que, desde el siglo XIX (o quizá desde antes), ha lastrado el carácter y la sociedad españolas como una rémora.


En Mano de Galaxia nos describe lo que, a primera vista, parece el más descabellado golpe de estado jamás concebido. De nuevo, la mirada mordaz del autor se derrama sobre una sociedad llena de contradicciones que lleva dentro las semillas de su propia destrucción. Sin duda una de las novelas más ambiciosas de Bermúdez, en ella experimenta una y otra vez con los distintos puntos de vista y las voces narrativas, como si la historia fuera un puzle armado a partir de piezas que no parecen encajar del todo hasta que la mente del lector las asimila todas.


Obra menor, pero no carente de interés, es El hombre estrella, en la que invierte los roles de género tradicionales de occidente. Es quizá su novela más descaradamente paródica, y sospecho que la que peor ha sido entendida.


No acaba ahí la obra de Bermúdez Castillo, por supuesto. Ahí están las novelas El país del pasado, Espíritus de Marte, Los herederos de Julio Verne o  Demonios en el cielo.


Y no olvidemos tampoco sus relatos. A menudo experimentales, siempre sorprendentes, han sido publicados de un modo bastante disperso y, aunque las antologías El mundo Hokun (recientemente reeditada por la Biblioteca del Laberinto) e Instantes estelares recogen muchos de ellos, aún quedan unos cuantos que merecerían ser recopilados en un volumen. De hecho, me apresuro a añadir, un omnibus que recogiera toda su narrativa breve está empezando a ser algo obligado y, tarde o temprano, algún editor debería emprender esa tarea.


De «La última lección sobre Cisneros» ya he hablado brevemente más arriba. Es un relato triste y lleno de desesperanza, una historia sobre la futilidad y la impotencia del hombre frente al sistema y el modo en que las cifras, frías e impersonales, destruyen vidas enteras en nombre de un «bien común» a menudo intangible cuando no directamente irreal.


Su relato más famoso quizá es «Cuestión de oportunidades», que ha sido calificado en ocasiones con cierta sorna como “el mejor relato de Robert Sheckley”. El chiste no es gratuito, pues sin duda Bermúdez Castillo comparte con Sheckley el carácter iconoclasta y el humor mordaz, y posiblemente en este relato sea donde mejor se reflejan ambas características, de un modo alocado y salvaje, casi descabellado. El cuento nos arranca una sonrisa, cierto, pero tras ella nos hace, como siempre ha hecho la buena literatura, plantearnos una serie de cuestiones incómodas sobre nosotros mismos.


Con catorce libros publicados (algunos de ellos reeditados varias veces, algo totalmente infrecuente en la ciencia ficción patria) podría parecer que su obra  no es muy numerosa, sobre todo si tenemos en cuenta que se prolonga a lo largo de casi cuarenta y cinco años (de 1971 es El mundo Hokun, su primer libro publicado).


Lo cierto es que la historia editorial de Bermúdez Castillo ha sido accidentada y llena de espacios en blanco que han durado años. Tras sus primeras novelas en los años setenta parece desaparecer del mapa (no del todo, merced a las reediciones) hasta finales de los años ochenta, donde vuelve con dos novelas para desaparecer de nuevo hasta la década siguiente, de nuevo con dos libros, y volver a guardar silencio hasta el año 2001. A nadie extrañara si digo que, una vez más, desaparece de escena hasta 2012. ¿Azares editoriales, momentos de desánimo del autor, una combinación de ambos factores?


Quién sabe.


En cada una de esas desapariciones, se lo ha intentado «jubilar» literariamente, sólo para que el autor dejara con dos palmos de narices a esos agoreros con su siguiente regreso a escena.


Es humano sentirnos atraídos por las novedades, por supuesto, y es normal que lo nuevo y lo moderno nos llame la atención, no seré yo quien lo niegue. Pero si tenéis un momento para acercaros a la obra de Gabriel Bermúdez, hacedlo, no os va a defraudar y encontraréis un autor sorprendentemente moderno. Quizá en parte debido a su naturaleza de francotirador solitario, ajeno a modas y corrientes.


Buena parte de su obra sigue al alcance del público, incluidos sus títulos más clásicos, reeditados en los últimos años por algunas pequeñas editoriales. Y para aquellos que gusten de leer en ebook, también podrán encontrar sus obras en ese formato.


No os vais a arrepentir.

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Published on August 10, 2017 21:49

August 6, 2017

Traduciéndome. ¿Traicionándome?

Hablaba en un post previo de mi recopilación en inglés The Road to Nowhere, que será publicada en 2018 por NewCon Press.


También comentaba que no era la primera vez que me traducía a mí mismo al inglés. Lo había hecho ya con The Queen’s Adept (El adepto de la Reina) y algún que otro relato. Algo más recientemente lo he hecho con Faces from the Past (Los rostros del pasado), la novela del ciclo de El adepto de la Reina, escrita a cuatro manos con Felicidad Martínez. Como hago normalmente, he buscado a un nativo para que revise mi traducción y en este caso ha sido Rachel S. Cordasco quien ha aceptado el reto y, tal como esperaba, ha hecho un excelente trabajo.


Lo curioso del asunto es que cuando me traduzco a mí mismo no tengo la sensación de estar traduciendo, sino volviendo a escribir, pero de otra manera, la misma novela. De hecho, durante el proceso de traducción en ocasiones descubro cosas que me gustaría cambiar. Y así lo hago. Si alguien compara la versión inglesa y española de mis textos, verá que están lejos de decir lo mismo: párrafos con abundantes modificaciones de una versión a otra, frases que desaparecen en la versión inglesa, otras que no estaban en la versión original en castellano o escenas que se desarrollan de forma ligeramente distinta según en qué idioma leamos la novela o el relato. Digamos que mientras traduzco aprovecho también para revisarme y realizar cambios. No porque crea, necesariamente, que esas partes de la versión española no están bien, sino porque a menudo tengo la sensación de que ganarían en inglés si se dijeran de otro modo.


Pondré un ejemplo, muy sencillo e incluso tonto, pero creo que sirve para ilustrar mi propósito. En Los rostros del pasado, hay un momento donde el protagonista, Yáxtor Brandan, va a ir acompañado de su mentor a una fiesta diplomática. He aquí el fragmento en la versión original:



Shércroft enarcó una ceja al verlo llegar. Luego, con un ademán fluido, lo hizo pasar y le mostró lo que había preparado.


Yáxtor frunció el ceño ante aquella orgía de colores y texturas.


—¿Qué…?


—Ah, joven Brandan. Definitivamente, debes ponerte al día con las costumbres de Ashgramor. Lo harás más tarde o más temprano, estoy seguro, aunque nos habría venido bien en esta ocasión que hubiera sido temprano. No importa. Lo que en Alboné entendemos por discreción, sobriedad y buen gusto, en Ashgramor se considera aburrido, fúnebre y nefasto. Su concepto de lo que es un traje de etiqueta, como puedes ver, resulta un tanto pintoresco y colorido.


—Y chillón —añadió Yáxtor—, sobre todo chillón.


—Sin duda. El cromatismo desenfrenado les alegra el corazón. Aunque viviendo en la tierra agreste en la que viven, quién puede culparlos. En cualquier caso, te aseguro que estos son los ropajes que necesitamos para pasar desapercibidos esta noche.



Y he aquí el mismo fragmento en Faces from the Past:



Shércroft raised an eyebrow when he saw him. Then, with a smooth gesture, let him enter the room and showed him what he had prepared.


Yáxtor frowned at the sight of that orgy of colours and textures.


“What the…?”


“Ah, young Brandan. Yes, it is time you got in touch with Ashgramor customs.


“You mean ‘costumes’.”


Shércroft looked at him until the young adept said:


“I’m sorry. Go on, please.”


“I am positive that in no time you will be an expert, though it would have come in handy if you already were. It does not matter. Those things that we consider the pinnacle of discretion, sobriety and good taste here in Alboné, in Ashgramor they see as boring, funereal and unlucky. Their idea of what a dress suit should be, as you can see, is rather colourful.”


“And gaudy,” said Yáxtor. “Don’t forget gaudy.”


“Indeed. Frantic colour combination lightens their hearts. Who can blame them when you consider the wild and dry land where they live. Anyway, these are the clothes we need to pass unnoticed tonight.”



Si comparamos ambas versiones, veremos que son en esencia lo mismo, salvo por las tres frases que he destacado en inglés poniéndolas en cursiva y negrita y que aparecen insertadas entre lo que en el original eran dos frases seguidas de Shércroft, sin interrupción alguna por parte de Yáxtor. El motivo de que ese breve intercambio verbal no exista en el original es muy sencillo: el juego de palabras entre «costumbres» (customs) y «disfraces» (costumes) solo es posible en inglés y solo se me ocurrió, lógicamente, mientras estaba traduciendo la novela.


Es solo un ejemplo, quizá incluso tonto (sí, no es el mejor juego de palabras del mundo), pero creo que da una idea bastante clara de lo que quiero decir, del modo en que trabajo cuando me traduzco a mí mismo y de la sensación que tengo de que no estoy traduciendo nada, sino escribiendo la misma novela en otro idioma y eso me lleva, curiosamente, a tomar decisiones narrativas ligeramente distintas en algunos momentos.


¿Es una traición al original lo que hago, aunque sea con permiso del autor (en este caso yo mismo)? Tal vez, no diré que no. Y, por  supuesto, cuando traduzco a otros autores nunca me tomo esas libertades y procuro ser lo más fiel posible al original (aunque también intento huir de la literalidad lo máximo posible).


Pero cuando me traduzco a mí mismo no tengo esos escrúpulos. Busco que el texto sea lo mejor posible (siempre a mi entender, claro) en el idioma en el que estoy escribiendo. Y decisiones que en español me parecen perfectamente lógicas en cuanto a cómo contar las cosas, en inglés descubro que no son las más adecuadas y que es mejor acercarse a la historia de otro modo. ¿Por qué? Ni idea. Como en otras tantas cosas en mi vida, actúo movido por puro instinto.


La consecuencia curiosa de todo esto es que si algún día llega a existir un crítico que se interese lo suficiente por mi obra para comparar la versión original con mis traducciones de la misma al inglés, va a quedarse bastante desconcertado al ver todas esas discrepancias.


Confieso, por otro lado, que la idea de desconcertar a los críticos no me resulta precisamente desagradable.

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Published on August 06, 2017 23:32

August 1, 2017

Transcrepuscular, de Emilio Bueso

Lo diré ya mismo, para que quede claro desde el principio: Transcrepuscular me ha parecido una buena novela.


Para empezar, Emilio Bueso parece haber aprendido a escribir y ya no es el narrador torpe, ramplón y un tanto ajeno a la gramática que veíamos en Cenital. De hecho, el tono adoptado en esta nueva novela, lacónico y directo, está conseguido y funciona perfectamente a lo largo de toda la narración, a pesar de algún desliz ocasional en el que el narrador en primera persona utiliza expresiones o términos que más parecen propios del autor que del personaje.


Estamos ante una novela de aventuras que sigue el esquema clásico de la búsqueda y aprovecha el viaje del héroe para presentarnos un mundo exótico y una interesante colección de personajes. Todo ello narrado con buen pulso, sin que el ritmo decaiga y consiguiendo enganchar al lector con facilidad. La novela tiene mucho de pasapáginas (y lo digo sin ningún matiz peyorativo): mantiene interesado al lector en todo momento, lo incita a seguir leyendo y no lo suelta hasta el final.


Uno de los aspectos más importantes a la hora de escribir una novela es encontrar la «respiración» adecuada de la misma. Algunas novelas respiran frenéticas como un colibrí y otras lo hacen pausadamente como un gran cetáceo. Encontrar la respiración adecuada (y saber, además, en qué momento quebrar su ritmo, cuando pararla, acelerarla o ralentizarla) es uno de los desafíos más difíciles de cualquier novelista y sin duda Bueso sale triunfante en este caso. Transcrepuscular tiene un ritmo preciso y bien medido que se acomoda perfectamente a las exigencias narrativas de la historia que nos cuenta.


El mundo descrito es interesante y éxótico. Ni de lejos resulta tan original como se nos ha querido vender desde la publicidad editorial (y hablaremos de ello luego), pero no cabe duda de que tras lo que vemos hay un más que meritorio trabajo de creación de escenario (me niego a decir worldbuilding, como si el castellano estuviera huérfano de términos adecuados para describir ese acto). Escenario, por otro lado, que el autor consigue dotar de verosimilitud sin problemas.


En cierto modo utiliza la misma técnica que Franz Kafka en La metamorfosis: básicamente narra lo más extraordinario y estrambótico como si fuera algo cotidiano y perfectamente normal y lo hace lo bastante bien para que al lector le sea verosímil ese extraño mundo por el que transita y, al mismo tiempo, quede maravillado por su exotismo. En ese aspecto, el laconismo del narrador en primera persona es todo un acierto, ya que ayuda a presentar de la forma adecuada al lector elementos que para este son exóticos pero que le resultan cotidianos al narrador, y la novela navega con confianza y seguridad por esa tensión entre familiaridad y extrañamiento que debería ser uno de los pilares fundamentales de la fantasía épica (o, como en este caso, de la ciencia ficción que usa los arquetipos y elementos de la fantasía épica).


Los personajes están, por lo general, bien diseñados y desarrollados y aunque encajan con determinados arquetipos narrativos tienen la suficiente personalidad propia para no ser meros clichés.


Especialmente interesante es el Trapo, uno de los grandes aciertos de la novela y sin duda su personaje más potente, complejo y mejor construido.


Por el contrario, hay que situar en el debe al supuesto protagonista, ese trasunto de samurai castrado que, además, ejerce de narrador. A pesar de ser su voz la que cuenta la historia es quizá el personaje cuya personalidad está menos definida, como si en ocasiones no fuera más que un simple notario de los acontecimientos y no se sintiera involucrado en ellos.


El resto de los personajes nos son descritos con mayor o menor detalle en función de lo que la trama exija y, por lo general, están caracterizados de una forma adecuada y eficaz. La sociedad en la que viven, por otro lado, es descrita con grandes pinceladas, sin entrar en detalles, lo suficiente para comprender su funcionamiento a grandes rasgos y querer saber algo más de sus entresijos.


Hay que advertir que Transcrepuscular narra simplemente la primera parte de una historia más larga y, esperamos, más elaborada. Cumple a la perfección su misión de presentarnos un mundo y unos personajes y deja al lector lo bastante interesado para desear leer las dos siguientes entregas de la saga.


La novela ha sido calificada de «ida de pinza» aquí y allá en algunos medios, algo que tengo que decir que no comprendo. Estamos ante una novela en un escenario de ciencia ficción que usa los temas, clichés y ambientación de la fantasía épica y tira como motor argumental del viaje iniciático, uno de los arquetipos más antiguos de ese tipo de literatura. Llena de elementos interesantes, cierto, como la idea de la simbiosis con diversas especies, y con paisajes claramente chocantes, como ese día que dura unos pocos minutos (suponemos que a causa de la libración del planeta) o las tormentas causadas por la diferencia de temperatura entre la cara nocturna y diurna del planeta. Sí, aquí no hay dragones sino insectos y moluscos gigantes. Y sí, todo eso nos produce una cierta extrañeza… que, por otro lado, es lo mínimo que le pido como lector a una historia de aliento épico en un escenario exótico: que me sorprenda, me muestre un mundo nuevo y sepa utilizar de forma inteligente y novedosa los arquetipos narrativos que maneja.


Todo eso Transcrepuscular lo cumple con creces, sin duda. Pero hablar de «ida de pinza» en una novela que, por otra parte, transcurre por unos cauces narrativos totalmente clásicos lo encuentro fuera de lugar.


En diversos medios se han comentado algunas de las que podrían ser las referencias e influencias principales de la novela. Se ha mencionado, por ejemplo, Invernáculo de Aldiss o el Hom de Carlos Giménez (a su vez adaptación sui generis de la novela de Aldiss).


Sin estar del todo en desacuerdo, no puedo por menos que comentar, sin embargo, el que a mí me parece el principal referente (o quizá tendría que decir «antecedente») que hay tras esta novela. Sea deliberada o casual, no puedo por menos que encontrar una relación muy clara entre Transcrepuscular (por temática, por giros argumentales, por lo chocante del escenario, por ciertos personajes e incluso en ocasiones por el estilo) y las primeras obras de Gabriel Bermúdez Castillo, como Viaje a un planeta Wu-Wei o El señor de la rueda.


Tanto Transcrepuscular como las novelas mencionadas de Bermúdez nos presentan situaciones extrañas y exóticas como si fueran absolutamente cotidianas y normales; en ambos casos el estilo es lacónico, directo y no es ajeno a cierta ironía con tintes de sátira social y se nos relata una historia de ciencia ficción usando arquetipos habituales de la fantasía. Un personaje como el Trapo no desentonaría en Wu-Wei, igual que puedo imaginarme perfectamente al Manchurri (un Manchurri a lomos de un gigantesco escarabajo, claro) trashumando por el mundo de Transcrepuscular y llevando las noticias y los chismes de un sitio a otro. Hay más ejemplos de lo que afirmo, pero creo que estos son suficientes. Desconozco si Bueso ha leído a Bermúdez, pero en todo caso es irrelevante: las concomitancias están ahí y son fácilmente discernibles, sea consciente de ellas el autor o no.


Por otro lado, ¿es Transcrepuscular la octava maravilla que se nos ha intentado vender, esa cima nunca antes alcanzada en el fantástico español, la primera que puede medirse en pie de igualdad con lo más granado de la ciencia ficción y fantasía internacionales? Ni de lejos. Es simplemente una buena novela, lo cual no es poco. Y sí, puede medirse sin complejos con cualquier otra buena novela del género, ya sea española, americana o cingalesa… como muchas otras obras anteriores a ella que se han producido en nuestro país y, estoy seguro, como muchas otras posteriores.


¿Es tan profundamente original en sus planteamientos como se nos ha dicho? El uso de esquemas y ambientación de fantasía épica trasladados a un escenario de ciencia ficción es de agradecer, pero eso en sí mismo de original no tiene nada y lleva haciéndose, al menos, desde los años sesenta, si no antes (¿alguien se acuerda de Anne McCafrey, por citar solo un nombre?).


En cuanto al tan cacareado biopunk, echémosle un vistazo a unos cuantos números de la mítica revista de cómic europeo de ciencia ficción Métal Hurlant, que tuvo su mayor momento de esplendor en los años ochenta o a ciertos elementos del vídeo juego clásico Space Craft o a las primeras novelas de China Miéville (¿habrá algo más biopunk que La estación de la calle Perdido?). Vamos que ese bio-planteamiento de Transcrepuscular de novedoso tiene poco y lleva siendo usado por otros autores una buena friolera de años.










Por otro lado me gustaría hablar sin tampoco extenderme demasiado sobre los comentarios despectivos de Bueso sobre varios autores de fantasía internacional, tachándolos de perezosos a la hora de diseñar y desarrollar el escenario y exigiendo que se describa «la mecánica celeste, el ciclo del nitrógeno el del carbono y cómo estamos orbitando alrededor de la estrella».


En primer lugar, siempre he pensado que si una persona, para hablar bien de sí misma, necesita echar mierda sobre los demás, algo falla en ella.


Por lo demás, me temo que Bueso confunde el trabajo que puede haber tras la creación de un escenario con lo interesante, verosímil y atractivo que luego este le pueda parecer al público. Si X tiene más suerte o más talento que Z y, currándoselo menos, consigue mejores resultados que Z, mejor para X. Lo que importa es el resultado final: que el mundo secundario creado resulte lo bastante real, verosímil e interesante para el lector, haya tras su creación diez minutos de trabajo o toda una vida de cálculos.


Vamos, que un poco de memoria histórica de vez en cuando y algo de perspectiva sobre las cosas igual no vendrían mal.


En todo caso, recapitulo diciendo que Transcrepuscular me ha parecido buena novela, entretenida e interesante, narrada con buen ritmo y que deja al lector con ganas de más. Una agradable sorpresa en todos los sentidos.

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Published on August 01, 2017 07:37

July 26, 2017

Presentación de “Dados cargados” en la Semana Negra de Gijón

Gracias al buen hacer del incansable Elías F. Combarro, tenemos disponible el vídeo de la presentación de Dados cargados en la pasada Semana Negra de Gijón. Ahí podéis verme (y oírme), acompañado de Felicidad Martínez y Germán Menéndez. Espero que lo disfrutéis.


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Published on July 26, 2017 23:25

July 24, 2017

Un viaje accidentado

El proceso de creación de La sombra del adepto fue bastante accidentado y en más de una ocasión pensé que no llegaría a buen puerto. Aunque inicié la novela a finales de 2012, la cosa no terminó de cuajar y, tras varios comienzos en falso que me ocuparon algunos meses, me di cuenta de que, antes de embarcarme en el futuro de Yáxtor Brandan, tenía que echarle un largo vistazo a su pasado. Así fue como nació Los rostros del pasado, donde se exploraban la infancia y juventud de Yáxtor Brandan y se narraban en parte los acontecimientos que lo convertirían en el personaje que conocimos en El adepto de la Reina. Esa exploración del pasado era necesaria antes de poder seguir narrando el futuro del adepto y en ella, como recordarán los lectores, conté con la inestimable ayuda y colaboración de Felicidad Martínez.


Retomada La sombra del adepto en noviembre de 2014, conseguí rematar el primer tercio y adentrarme en la segunda parte de la novela en los siguientes meses. Pero mi progreso fue haciéndose cada vez más lento, hasta finalmente detenerse en algún momento a principios de 2015.


Para colmo, a principios del verano de ese año, una nueva novela se interpuso en el camino. Se trataba de La canción de Bêlit, mi novela de Conan, que me tuvo ocupado hasta la primavera de 2016.


Aquel parecía un buen momento para retomar La sombra del adepto, pero cada vez que intentaba ponerme a ello, descubría que no podía. Tenía claros los acontecimientos que me faltaban por narrar, al menos de un modo general, pero no conseguía concretarlos sobre el papel. Reflexionando, descubrí que para que la novela estuviera completa necesitaba añadirle una nueva subtrama; había una parte importante del escenario y los acontecimientos generales del mismo que estaba dejando de lado y que necesitaba contar si quería que la novela tuviera la forma adecuada. De ese modo el carneútil Avanzadilla (que había hecho su aparición en El jardín de la memoria) se incorporó a la historia y el empujón que eso me aportó me permitió concluir el segundo tercio de la novela. Pero al llegar ahí me detuve de nuevo. Lo que quedaba por contar parecía bastante claro, pero de algún modo no era capaz de plasmarlo en palabras.


Pasé los siguientes meses dedicado a otras cosas, sobre todo a traducir varias obras de diversos autores al castellano y una recopilación de mis propios relatos al inglés (que verá la luz en 2018 bajo el título de The Road to Nowhere de manos de NewCon Press). Hasta finales de 2016 no volví sobre La sombra del adepto y aún entonces avanzaba de un modo vacilante, a trompicones.


Repasé todo lo escrito y reflexioné sobre lo que faltaba por escribir. Al principio no comprendía qué ocurría, hasta que de pronto una mañana todo encajó en su sitio. Casi desde el principio había tenido muy clara la resolución final de dos personajes importantes, pero al repasar ahora todo lo que sabía comprendí que estaba equivocado, que lo que había planeado para ellos no encajaba del todo y que, de hecho, tenía alternativas más coherentes.


(Por si os estáis preguntando si esto que acabo de describir es lo mismo que cuando otros escritores dicen «tal personaje me tomó por sorpresa y empezó a actuar por su cuenta», en efecto, de eso se trata. No tiene nada que ver con que los personajes cobren vida merced a quién sabe qué ignota magia, sino que sean coherentes con los parámetros que el autor ha establecido para su personalidad. A veces esa coherencia los lleva a hacer cosas con las que el autor no contaba. Así de sencillo y de prosaico, me temo.)


En cuanto hube solucionado esos detalles, el tercio que quedaba por contar se escribió prácticamente solo y en un par de semanas el primer borrador de la novela estaba listo.


Quedaba, por supuesto, la tarea de revisar, pulir y resolver incoherencias, pero el trabajo duro e importante estaba hecho. Cierto que en esas revisiones se incorporaron algunos cambios de menor entidad, se repasó la coherencia de los diversos acontecimientos… y se cambiaron radicalmente un par de escenas cercanas al final cuando me di cuenta de que no las había enfocado correctamente.


Pero ese primer borrador era, como es habitual en mi caso, la novela definitiva en casi un noventa por ciento. Si todo va bien, saldrá en 2018. Pido perdón a los lectores por la larga espera, pero hay cosas por las que vale la pena esperar. Ojalá La sombra del adepto sea una de ellas.


Ya me lo diréis.

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Published on July 24, 2017 11:12

July 14, 2017

Un análisis de «El signo de los Cuatro»

Allá por 2013 traduje y publiqué posteriormente en Sportula El signo de los cuatro, la segunda de las novelas que Arthur Conan Doyle escribió protagonizadas por Sherlock Holmes. Andando el tiempo, allá por 2016, volví sobre esa traducción y la convertí en una edición anotada que, por supuesto, publiqué también en Sportula.


¿Por qué Sherlock Holmes? ¿Y por qué precisamente El signo de los cuatro? Los que me conocen saben bien cuál es la respuesta a la primera pregunta. No en vano el personaje de Arthur Conan Doyle lleva obsesionándome desde antes de la adolescencia y no es casual que haya escrito cuatro novelas en las que el detective de Baker Street es uno de los principales personajes, recientemente recogidas en el volumen omnibus Los archivos perdidos de Sherlock Holmes.


En cuanto a la segunda pregunta…


Una vez que tomé la decisión de iniciar una línea de clásicos dentro de Sportula, la presencia de Sherlock Holmes estaba asegurada. Que fuera, incluso, su perfil afilado el que hiciera de punta de lanza era más obvio aún. Pero, ¿por qué empezar con la segunda de sus novelas, por qué no con la primera, Estudio en Escarlata, o con la más famosa y más conseguida, El perro de los Baskerville, o incluso con una recopilación de sus mejores historias cortas?


Estudio en escarlata tiene el mérito de ser la presentación en sociedad de Holmes, mientras que El perro de los Baskerville es, sin duda la mejor y más compleja de las novelas del detective. El valle del terror, por otro lado, cuenta con el atractivo de ser una historia tardía, publicada por entregas entre 1914 y 1915 y que, además, está inspirada (al menos su segunda parte) en la historia real de los Molly Maguires.


Tanto Estudio en escarlata como El valle de terror hacen trampa, en cierto modo. En ambos casos se trata del ensamblaje de dos novelas cortas que cuentan historias muy distintas y cuya relación es relativamente tenue. En el caso de Estudio en Escarlata tenemos, por un lado, la investigación del misterio y, por el otro, un relato de ambientación mormona que tiene mucho de western y que se desarrolla varios años antes. El hilo conductor es que el asesino de la primera parte está vengándose de algo que ocurrió en la segunda pero, en realidad, podrían ser perfectamente dos historias separadas. Lo mismo ocurre con El valle del terror, donde a la resolución del misterio sigue un flashback que ocupa la segunda mitad del libro y que es un relato independiente aunque, de nuevo, hay una pequeña relación, ya que lo que el personaje central hace en esta segunda mitad es el motivo por el que su vida estará amenazada en la primera. No son malas novelas y esa especie de fix-up que componen no carece de interés, pero son artefactos extraños y da la impresión, especialmente en la primera de ellas, de que Conan Doyle no confiaba demasiado en sus capacidades para llevar adelante una historia larga y por eso usa este subterfugio de ensamblar dos más cortas.


En El valle del terror, mi hipótesis personal es que lo que de verdad le pedía el cuerpo a Conan Doyle era escribir sobre lo ocurrido en los Estados Unidos con los Molly Maguires, una organización secreta de tintes anarquistas (o lo que en el siglo XIX se tenía por anarquista, que era todo aquello que se saliera del orden establecido y aspirara a conseguir algún derecho para la clase trabajadora) que fue un verdadero poder en la sombra en muchos de los lugares donde estuvo implantada. Así que usa a Sherlock Holmes como una suerte de reclamo, como un modo de hacer que la novela llegue a más lectores de los que habría llegado sin la figura del detective en ella.


En cuanto a El perro de los Baskerville, es la novela más ambiciosa de su autor, desde luego, la más lograda y la más compleja. Pero… pero lo cierto es que Sherlock Holmes está ausente durante buena parte de sus páginas y son la tragedia familiar de los Baskerville y las pesquisas del doctor Watson las que llevan el peso de la historia. Eso no la hace peor novela; como he dicho, me parece la mejor, y el subterfugio de hacer desaparecer a Holmes de escena ayuda mucho a que lo sea, curiosamente. Pero resulta un poco frustrante para el admirador del detective pasar páginas y páginas y no ver al objeto de su admiración por parte alguna.


Por el contrario, nadie puede negar que el protagonista absoluto de El signo de los cuatro es Sherlock Holmes, que se convierte desde la primera página en la prima dona de la historia sin competencia posible. Y no mediante el truco barato de hacer que los demás personajes carezcan de interés, pues todos tienen sus momentos de brillo y están adecuadamente caracterizados, aunque sea con pinceladas rápidas y casi impresionistas: Watson con sus dudas y sus sentimientos, Athelney Jones con su arrogancia, Mary Morstan con sus modales tranquilos y su dignidad ante la adversidad, Thaddeus Sholto con sus tics de hipocondriaco y, por supuesto, Jonathan Small, que es la sombra que nunca se ve en toda la novela y se revela en las últimas páginas como un personaje complejo y difícilmente clasificable. En ese plantel de buenos personajes, Holmes destaca casi sin esforzarse con, como dijo una vez Raymond Chandler: «una personalidad llamativa y media docena de líneas de diálogo magníficas.»


A mi entender, es en El signo de los cuatro donde mejor se destilan las claves del detective de Baker Street, en una historia construida para que brille sin competencia desde la primera página, donde lo vemos tomar su dosis diaria de cocaína diluida al siete por ciento, y que es la que, en cierto modo, termina de sentar las bases definitivas de lo que será a partir de entonces la novela policiaca británica. Todo en la trama gira alrededor del misterio que se investiga y de las pesquisas que realiza el detective y el autor consigue mantener un ritmo casi perfecto a lo largo de toda la novela, construyéndola con la longitud justa, sin que le sobre o le falte una página y sin necesidad de contarnos una historia ajena para que el relato alcance la longitud adecuada. Hacia el final se nos narra lo ocurrido antes de que empiece el caso y se nos cuenta por qué los asesinos hicieron lo que hicieron, es cierto, pero la historia de Jonathan Small, aunque extensa, no es más que un capítulo más de la novela, el último, no una nueva novela.


Todo en esta historia es puro Sherlock Holmes. Conan Doyle utilizó a lo largo de los años a su detective para contar muchas otras cosas y, en ocasiones, Holmes y Watson no pasan de ser simples testigos de una historia que no es la suya (pensemos en «La inquilina del velo», por ejemplo) o una excusa para contar una historia de terror de tintes góticos (El perro de los Baskerville), pero aquí son ellos dos, el detective y el doctor, el centro de la historia, por más que estén investigando un misterio ajeno. Nunca Holmes ha sido el foco central de la narración como lo es en El signo de los cuatro y nunca Watson nos ha dado tantos detalles de su vida privada y de sus sentimientos como en esta novela.


Las características principales ya habían sido establecidas en Estudio en escarlata, es cierto: un crimen del que el detective no es testigo, la exploración cuidadosa del lugar de los hechos, las pequeñas conclusiones compartidas con Watson que van aclarando el misterio, la policía dando palos de ciego en todo el proceso y, por último, la trampa que el detective le tiende al criminal y donde el primero obtiene el triunfo, seguido de la exposición y aclaración de lo ocurrido.


En ese aspecto, nada nuevo aporta El signo de los cuatro. De hecho, buena parte de esos elementos ya habían sido establecidos años antes por Edgar Allan Poe en «Los crímenes de la calle Morgue».


Lo que la distingue de su predecesora es, para empezar, el ritmo de la narración, perfectamente dosificado y que va haciéndose más rápido poco a poco. Es, casi, como si fuera un tren que va saliendo de la estación muy despacio para ir ganando velocidad a medida que alcanza terreno despejado y que se desplaza a partir de entonces con la máquina toda potencia. No es un mal símil ya que el tren, concretamente el tren a vapor, es uno de los principales símbolos de la época a la que Holmes pertenece.


La novela empieza de forma pausada, con una charla entre nuestros dos protagonistas (charla que define a ambos a la perfección y es que Conan Doyle es un maestro a la hora de definir personajes mediante el diálogo) y va tomando velocidad lentamente con la llegada de la cliente, el viaje medio a ciegas por Londres, la conversación con Thaddeus Sholto, la llegada en medio de la noche a la mansión, el asesinato de Bartholomew Sholto, el registro de las habitaciones, las pesquisas de Holmes y Watson por las calles de Londres… y el fracaso en las mismas. El ritmo se interrumpe ahí de pronto, como si la novela se hubiera quedado sin respiración (o como si el tren temiera descarrilar, por seguir con el símil). En realidad, es al lector al que le falta el aliento, llevado por el misterio trepidante (y cada vez más fascinante) y esa ruptura del ritmo es totalmente necesaria para que podamos acomodarnos mejor en el asiento y tomar fuerzas para el asalto final.


Y qué asalto.


Porque lo que tiene lugar a continuación es una vertiginosa persecución por el Támesis que nada tiene que envidiar a la más frenética persecución de coches del cine actual y con la que la historia alcanza su clímax narrativo (y menudo clímax: el dardo que casi le da a Watson, Holmes disparando el revólver en medio de la noche, las dos lanchas a toda potencia por el río, los gritos, la agitación) para, finalmente, llegar a la necesaria coda que donde se atan los cabos sueltos y Jonathan Small cuenta su historia.


Holmes está, en todo momento, soberbio. Ve lo que nadie más ve, no hay detalle que se le escape y va siempre muy por delante de todos los demás personajes. Incluso cuando fracasa (cuando, por así decir, pierde el rastro y no parece poder encontrarlo de nuevo) no se rinde, no se deja ganar por la derrota y sigue adelante. Además, ese tropezón es la excusa perfecta para que salgan a escena los Irregulares de Baker Street, con el sucio tenientillo Wiggins al frente, una pandilla de harapientos golfillos callejeros (¿me aventuraré a mencionar una posible inspiración dickensiana?) que son las fuerzas oficiosas de policía al servicio de Sherlock Holmes.


Por supuesto, el lector sabe que ese revés (perfectamente dosificado narrativamente, pues coincide con la ruptura del ritmo anteriormente descrita) es momentáneo y que enseguida el detective de Baker Street estará tras la pista correcta y atrapará a los culpables. Así es, no sin antes mostrar su maestría para el disfraz y aprovechar una nueva oportunidad para burlarse de la policía oficial… y de su buen amigo Watson, al que, si lo pensamos un poco, habría que nombrar santo patrón de la paciencia.


El carácter de Holmes, por otro lado, es el que ya conocimos de Estudio en escarlata, pero es como si aquí, en esta nueva novela, su autor lo hubiera destilado y exprimido su esencia: excéntrico, arrogante, brillante, misógino, frío y altivo, una máquina de razonar impermeable a la emoción que, salvo por sus ocasionales e infantiles ataques de vanidad, casi no parece humano.  Un nuevo detalle genial de Conan Doyle y nada descabellado desde el punto de vista de la moderna psicología: que el campeón de la razón pura tenga la madurez emocional de un niño resulta bastante verosímil.


Y, en realidad, pese a sus pretensiones, no tardamos en ver que no es impermeable a otros ataques de emoción: durante la frenética persecución por el Támesis, nuestro detective deja de ser la fría máquina de razonar y se deja llevar por la pasión de la caza. En futuras historias lo veremos mostrar una inusitada compasión por las víctimas y una preocupación por el bienestar de su amigo y biógrafo que no casan nada con ese perfil frío y altivo que él mismo se ha construido y que usa como una máscara. Siempre he pensado que el señor Spok de Star Trek es uno de los numerosos hijos no acreditados del detective de Baker Street: con su pretensión de eliminar todo rastro de emoción de su carácter y su continuo fracaso en el empeño. De hecho, como Holmes, Spok muere y vuelve de la muerte, y en esa segunda vida vemos un personaje más centrado, capaz de aceptar sus emociones y de vivir con ellas aunque sean la lógica y la razón las que siguen guiando sus pasos. También cuando Holmes regresa en «La casa vacía» al mundo de los vivos es un personaje menos altivo, más seguro, capaz de tomarse en broma a sí mismo y que, aunque no lo dice explícitamente, no rechaza las emociones. ¿Es casual que Nicholas Meyer, autor de uno de los mejores pastiches holmesianos, Elemental, doctor Freud, tenga mucho que ver, como guionista y director, con ese Spok más maduro que acepta su lado emocional?


Pero estoy divagando. Por usar un símil holmesiano, me he enredado en uno de los hilos secundarios de la madeja y he perdido el principal.


Retomémoslo, pues.


Conan Doyle sabe que un personaje como Holmes puede hacérsele insufrible al lector con facilidad, si no está adecuadamente equilibrado. De ahí sus breves estallidos de emoción o sus ataques de vanidad. No contento con eso, cuando el personaje está a punto de hacérsenos totalmente odioso nos sorprende y descoloca por completo con una delicada reflexión sobre la naturaleza humana musitada a media voz o compartida con Watson.


No puedo por menos que comentar el modo magistral en que todos los elementos literarios de la novela (el estilo, la definición de personajes, la descripción de ambientes, las digresiones filosóficas, las reflexiones morales, el ritmo, las subtramas, los secundarios) están siempre al servicio de la historia: no hay elementos superfluos, todo viene al caso y todo se crea para ayudar a avanzar la trama y hacer el relato más interesante e intrigante para el lector. Esos elementos que acabo de mencionar no son, nunca, un fin en sí mismos, sino un medio al servicio de lo realmente importante: la narración.


Esa eficacia narrativa, esa supeditación de todo lo demás a lo que se cuenta, es una de las claves literarias de los escritores populares del siglo XIX inglés (y, sin que sea una sorpresa para nadie, una de las cosas que hacen que sea uno de mis lugares literarios favoritos) y sin duda Conan Doyle es un maestro a la hora de entregarse a la historia y hacerla fascinante a ojos del lector.


Si hay que ponerle un pero a la trama es que la mayor parte del misterio queda claro para el lector antes de que se llegue al final. De hecho, en el momento en que Holmes pierde la pista, ya ha resuelto el caso, y el lector con él. En ese punto de la novela sabemos ya quién mató a Bartholomew Sholto y cómo lo hizo. Lo único que nos queda averiguar es por qué e incluso en eso nuestro detective tiene ciertas sospechas que no tarda en compartir con nosotros por medio de Watson.


La novela, como artefacto meramente policiaco, podría detenerse ahí, ya que prácticamente se han cerrado todos los cabos sueltos. Solo queda atrapar a los culpables. Narrativamente, sin embargo, debemos seguir hasta el final y Conan Doyle consigue mantenernos pegados a la historia más allá de la pura resolución del caso gracias a que ha sabido ir despertando nuestro interés con distintos detalles secundarios a lo largo de la trama y queremos saber cómo se cerrarán esas pequeñas historias dentro de la historia más grande: queremos saber qué pasa con Watson y Mary Morstan, queremos saber dónde se ocultan los culpables, queremos saber qué paso en las islas Andamán y por qué Jonathan Small ha hecho lo que ha hecho y, por supuesto, queremos saber quién se queda al final con el tesoro.


Esto rompe, es cierto, con la norma habitual del policiaco clásico, en el que la resolución del caso sucede en las últimas páginas. No podemos olvidar, por otra parte, que eso que ahora es un hecho común y establecido, no lo era en el momento de escribir El signo de los cuatro. Poe inventa el relato policiaco, es cierto, pero es Conan Doyle quien lo afina y lo va llevando a su formulación clásica con cada nueva historia de Holmes y va definiendo nuevas reglas sobre la marcha, perfilando las ya existentes y, en suma, probando sobre el terreno distintas soluciones.


En cierto modo, podríamos decir que en esta novela Conan Doyle inventa un nuevo género, relacionado con el policiaco pero distinto a él. Porque El signo de los cuatro se parece más, por ritmo, por peripecia, por resolución al thriller que a la novela-problema británica.


De hecho, si analizamos su argumento y el modo en que está implementado, vemos que no es muy distinto de la trama habitual de los best-sellers de intriga que llevan siendo favoritos de los lectores desde el siglo pasado. Como muestra, lean la persecución a lo largo del Támesis en el capítulo XI y verán que es el modelo sobre el cual se han construido la mayoría de las persecuciones ya sea con barcos, automóviles, helicópteros o a pie en las historias de intriga y acción. Lo único que le falta a El signo de los cuatro para ser un best-seller de intriga al uso es la sociedad secreta con ansias de dominación mundial.


Sin pretenderlo, sin saberlo, Conan Doyle crea una novela mestiza (como, por otra parte, son casi todos sus relatos de Sherlock Holmes) en la que el policiaco y el thriller van de la mano y ambos están perfectamente equilibrados.


Sin olvidar el costumbrismo. Conan Doyle fue uno de los escritores que mejor retrató su tiempo y su país, y en las páginas de El signo de los cuatro, dibuja un boceto de Londres lleno de vida y energía. Mientras Holmes y Watson siguen a Toby en busca de los asesinos, el autor nos lleva por las calles londinenses y nos va mostrando, a rápidos y eficaces retazos, la vida que las puebla.


Hay que mencionar también el modo magistral en que la novela se cierra sobre sí misma. Pues empieza con Holmes tomando su dosis diaria de cocaína (diluida al siete por ciento) y termina con el detective en la misma tesitura. De hecho, casi parece que la novela termina de modo tal que no deja posibilidad de continuación, de nuevas historias del detective, pues la historia personal de los personajes principales parece haber alcanzado su lógica conclusión narrativa: el matrimonio en un caso, la vuelta a los viejos hábitos en el otro, algo que se llega a decir explícitamente en las páginas finales.


En realidad, eso es lo que pretendía su autor, aunque las circunstancias harían que las cosas fuesen muy distintas.


En cuanto el doctor Watson ve a la futura cliente de su amigo, cae rendido ante ella y, a lo largo de buena parte de la novela, no deja de pensar en Mary Morstan. De hecho, una de las subtramas que más importancia tiene en la historia es, precisamente, el modo en que los sentimientos de Watson se van desarrollando y la forma en la que son, o no, correspondidos por el objeto de su afecto.


Conan Doyle había creado, sin siquiera sospecharlo, un personaje inolvidable, mayor que la vida misma, un icono. Ignorante de ese hecho y obsesionado por escribir la novela histórica definitiva (esfuerzo vano, lo único que consiguió fue convertirse en un voluntarioso imitador de Walter Scott), vuelve a utilizarlo con propósitos meramente crematísticos y sin pensar en ningún momento que está dando el segundo paso en lo que se convertirá en su principal camino como escritor durante el resto de su vida.


De hecho, la novela se cierra de forma que, como dije, no parece permitir continuaciones. Holmes es un personaje fascinante, es cierto, pero no es nada sin su fiel biógrafo, sin la voz, leal y admirada, que cuenta sus aventuras. Y cuando El signo de los cuatro termina, sabemos que Holmes y Watson ya no van a ser de nuevo compañeros de piso. Difícilmente el buen doctor podrá seguir compartiendo las aventuras de su amigo, mucho menos narrarlas.


Ah, pero no era el fin. Cuando el editor del Strand Magazine le hace una oferta algún tiempo después, nuestro autor no tarda en descubrir que librarse de Sherlock Holmes no es tan fácil como parece. Vuelve sobre el personaje, ahora usando la fórmula del relato largo o novela corta pero, al hacerlo, se encuentra con una dificultad aparentemente insalvable. Watson se casaba y se iba. ¿Quién iba a ser entonces el confiable narrador, dónde iba a encontrar una voz amiga y sincera como la suya para seguir contando las historias?


Se las arregla como puede, por supuesto, y en los siguientes relatos holmesianos veremos al autor haciendo a menudo auténticos juegos malabares para unir de nuevo a sus dos personajes. Pero eso ya sería tema para otro artículo. De momento, este breve análisis de El signo de los Cuatro ha llegado a su fin. Espero que haya sido de vuestro interés.

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Published on July 14, 2017 00:51

July 9, 2017

La culpa es de las madres

Soy muy poco reflexivo cuando escribo. Lo que no quiere decir que no reflexione después; que una vez acabada la novela o el relato no intente descubrir el proceso por el que introduje en él ciertos elementos de cierta manera y no otros de otra manera distinta. A menudo, y eso es curioso, se me escapan muchas cosas, y no es la primera vez que un lector, con un comentario sagaz, me hace darme cuenta de por qué hice lo que hice.


Una de las cosas en las que he caído últimamente es que en mi obra prácticamente no hay ninguna mujer-florero, ninguna damisela en apuros que sirve simplemente para que el héroe de turno la rescate y se la lleve como premio. No es completamente cierto. He creado personajes femeninos que acaban siendo capturadas por el villano y rescatadas por el héroe correspondiente, pero no lo es menos que incluso ellas (como pueden ser la Isabel de El abismo en el espejo o la Laura de Fieramente humano) distan mucho de encajar con el estereotipo de princesa en su torre esperando que el caballero de turno la rescate del temible dragón. De hecho, en algunos casos, acaban siendo ellas las que derrotan al dragón (de nuevo, la Isabel de El abismo en el espejo es un caso claro).


La mayoría de mis personajes femeninos se las apañan muy bien por sí mismas, saben resolver sus propios problemas, no suelen necesitar que nadie venga a rescatarlas y son capaces de abrirse paso por sí mismas en un mundo hostil. Pienso ahora en la Paula de Este incómodo ropaje, policía de homicidios; la Uve de Las astillas de Yavé, detective privado; la Itasu y la Mizuni de El jardín de la memoria, capitán y comandante, respectivamente, de un regimiento imperial; la Katia de Jormungand, espía y líder de una expedición de primer contacto; la Cara de Este relámpago, esta locura, ciberpirata y ladrona de datos; La Andrea de El sueño del Rey Rojo, otra detective privada… Todas ellas tienen sus diferencias pero todas comparten ciertos elementos comunes, como su terquedad, su independencia, su decisión de no rendirse jamás. A menudo son mujeres que ocupan espacios de poder, puestos de responsabilidad; y cuando no es así, es porque son demasiado independientes para encajar en ciertos esquemas y organizaciones. Van por la vida a lo suyo, y no necesitan de otro para ser definidas y saber lo que quieren.


Si alguien me preguntase por qué elijo ese tipo de personajes femeninos, mi respuesta sería muy simple: «porque son los personajes femeninos que me gustan.» Ya está, listo, para qué complicarnos más la vida si, total, no hace falta. Me gustan esos personajes femeninos más que otros, no le demos más vueltas.


Hasta que llega el simpático de turno y me pregunta por qué me gustan esos y no otros.


Podría limitarme a encogerme de hombros y decir: «yo qué sé.». En la interpretación de Les Luthiers eso viene a querer decir: «lo sé, pero por humildad, no lo digo.» Y es que mi bonhomía me pierde, reconozcámoslo.


O también podría dejar de hacerme el gracioso, echar la vista atrás, notar ciertas cosas y reflexionar sobre ellas. Como, por ejemplo, el hecho de a lo largo de mi vida, casi desde niño, me he visto rodeado de mujeres fuertes, independientes y con su propia forma de ver las cosas.


Bueno, ya está, ahora sí, hemos dado con ello, aquí lo dejamos. A lo largo de mi vida me he topado una y otra vez con ese tipo de mujer y eso ha moldeado mis gustos, tanto en la vida como en la literatura. Dejémoslo ahí.


Pero, ¿por qué me he topado una y otra vez con mujeres así? Había las mismas posibilidades de que me topase con otro tipo de mujeres. O con ninguna. O con todos los tipos posibles. ¿Realmente me he topado (algo que implica que yo no he tenido nada que ver con el hecho y ha sido cosa del puro azar) o es que las he ido buscando así?


Y si es lo segundo, ¿por qué?


Bueno, aquí es donde seguramente los freudianos empezarán a salivar de anticipación y a frotarse las manos. Pero como a las charlatanadas de Freud le doy más o menos la misma validez que a la homeopatía, eso no me quita el sueño. Así que sigamos.


Prácticamente desde que tengo memoria, desde mi más tierna infancia, recuerdo que mis padres trabajaban fuera de casa. Los dos. De hecho, mi padre y mi madre trabajaban en la misma empresa, pero eso es ahora irrelevante. Fui creciendo con ese modelo frente a los ojos y, para mí, para el niño «esponja que todo lo absorbe sin reflexión previa» que era, el modelo se convirtió rápidamente en lo normal, en el estándar, en la situación lógica, normal y natural. Tenía un padre y una madre y los dos trabajaban por las mañanas y estaban en casa por las tardes. Y cuando estaban en casa los dos colaboraban por igual en ayudarnos con los deberes a mi hermana y a mí, darnos de merendar o de cenar o limpiar el apartamento o hacer la compra o lo que fuese.


Eso que, que supongo que es algo perfectamente normal hoy día (o debería serlo, pero no me voy a meter en berenjenales), era insólito en la España de finales de los años sesenta y principios de los setenta del pasado siglo. Diría incluso que sumamente insólito. Que, encima, mi madre fuera ascendiendo y con los años acabase ocupando un puesto de responsabilidad en la empresa, era más insólito todavía.


Pero no para mí. Repito, para mí era lo normal, el estándar. Algo sobre lo que ni piensas ni te lo cuestionas por un momento: es el modo «natural» en que se ordenan las cosas. Por tanto, eran las madres de mis amigos las que resultaban extrañas al pasarse todo el día en casa; no la mía.


Añadamos a eso, que mi madre ya por entonces tenía muy claras sus ideas y que no era de esas personas que se limitaban a decirte que tenías razón cuando pensaba que habías dicho una soberana tontería, no importaba el colgajo que tuvieras entre las piernas o lo imponente de tu apariencia. De hecho, algunos de mis recuerdos de infancia son momentos en que mi madre está discutiendo con los miembros varones de su grupo de amigos mientras las demás mujeres guardan silencio; algunas sin duda escandalizadas por ese comportamiento tan poco femenino; otras, sospecho, secretamente encantadas al ver que alguien se atrevía a hacer lo que ellas hubiesen deseado.


(Hago aquí un inciso. Durante todo artículo prácticamente no hablaré de mi padre, lo cual puede llevar al lector a conclusiones equivocadas. No quisiera tal cosa. Estas líneas van de lo que van y, por tanto, es mi madre la protagonista, pero no quiero perder la ocasión de decir que, en aquellos años, había que ser una persona muy madura y segura de sí misma para convivir con una mujer como era mi madre y no dejarse llevar por un montón de presiones sociales que, estoy convencido, tiraban de él hacia otros caminos. No me cabe la menor duda de que mi padre tuvo que oír de otros hombres cosas del estilo de «¿cómo dejas que tu mujer se comporte así? Si fuera la mía, le cruzaba la cara» en más de una ocasión. Tampoco me cabe la menor duda de que nunca hizo el menor caso de esos gilipollas.)


Cuando tuve edad suficiente para fijarme en las mujeres de ese modo que es el responsable de que no nos hayamos extinguido como especie, fue inevitable, supongo, que me sintiera atraído por un cierto tipo de mujer, por lo que yo (a aquellas alturas de un modo totalmente inconsciente) consideraba el estándar.


(¿Complejo de Edipo? Bueno, el complejo de Edipo, como tantas otras mamarrachadas freudianas no es más que la patologización absurda de un hecho totalmente normal y nada patológico: somos primates, aprendemos imitando lo que vemos y creamos pautas de comportamiento y pensamiento a través de esa imitación.)


Lógicamente, cuando empecé a escribir era inevitable que mi mente de escritor acabara tendiendo hacia cierto tipo de personaje femenino. Aunque no lo recuerdo, seguro que en mis primeros intentos narrativos utilicé clichés como el de la princesa en su torre o la heroína raptada por el villano. No lo recuerdo, repito, pero si tenemos en cuenta que casi todos cuando empezamos tiramos de clichés y estereotipos es muy probable que así lo hiciera. Aunque echando la vista atrás, recuerdo algunas de las cosas que escribí en la adolescencia y ya entonces había en mis relatos un cierto tipo de mujer. Quizá no era aún dominante, pero ahí estaba.


Dicho de otro modo, ese estándar de mi infancia, eso que yo entonces consideraba, sencillamente «lo normal» y a lo que no le daba ni le he dado nunca la menor importancia, fue definitivo y definitorio para que fuera, no solo el escritor que soy, sino la persona que soy.


Decía que nunca le he dado la menor importancia. Tampoco le he dado nunca las gracias a mi madre por ser como es y haber vivido como lo ha hecho. Me gusta ser la persona que soy. Cambiaría algunas cosas, por supuesto; y mejoraría otras. Pero en general, me gusta bastante ser como soy y hasta me siento un pelín orgulloso (orgullo tonto, estoy seguro) de algunos aspectos de mi personalidad.


Nos construimos a nosotros mismos a partir de una amalgama de influencias vitales (sin olvidar los factores genéticos, por supuesto, que influyen mucho más de lo que algunos piensan, aunque tal vez menos de lo que otros creen) y lo que somos se lo debemos a una cantidad innumerable de personas, situaciones y experiencias. A todas las que se cruzan en nuestro camino, en realidad.


Pero algunas son más importantes que otras. Y a menudo son las más importantes aquellas en las que no reparamos, tal vez porque su influencia ha sido tan directa y al mismo tiempo tan cotidiana, que ha pasado desapercibida.


Así que quizá ha llegado el momento (y, de paso, ya tengo respuesta cuando algún lector me pregunte por cualquier aspecto de lo que escribo: «la culpa es de mi madre, que me educó así»).


Gracias, mamá.

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Published on July 09, 2017 06:25

Escrito en el agua

Rodolfo Martínez
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