Rodolfo Martínez's Blog: Escrito en el agua, page 3
December 17, 2017
Cruzando el charco con Sherlock
Han pasado casi veinticinco años desde que, llevado por un rapto febril me senté a escribir una novelita en la que Sherlock Holmes, un año después de su reaparición tras el Gran Hiato, intentaba impedir que un pariente de H. P. Lovecraft robase la copia del Necronomicon en poder de Amanecer Dorado.
Se publicó por primera vez en 1996 con el título de La sabiduría de los muertos, tras haber ganado el año anterior el Premio Asturias de novela. Y, con el tiempo, se ha convertido en mi novela más reeditada: cinco ediciones distintas, contando la de la Fundación Dolores Medio, la de Bibliópolis, la de Alamut y las dos de Sportula, la primera como libro independiente y la segunda como parte del omnibus Los archivos perdidos de Sherlock Holmes.
También es, de todos mis trabajos literarios el que ha sido traducido a más idiomas: polaco, turco, portugués y francés. Quedaría pendiente una traducción al inglés, no solo por el carácter de lenguaje dominante de este, sino porque, al fin y al cabo, es el idioma de origen del detective de Baker Street. Es algo que estoy en proceso de solucionar y ya veremos si la cosa llega o no a buen puerto.
Entretanto, La sabiduría de los muertos da el salto a un nuevo país, aunque no a un nuevo idioma, ya que el país en cuestión es Brasil y ya había una traducción portuguesa de la novela. También da, por primera vez, un salto de Continente, pues cruza el charco y se va, como decían nuestros bisabuelos, «a hacer las Américas».
Será publicada en 2018 por la editorial AVEC bajo el título de Os Arquivos Perdidos de Sherlock Holmes: A Sabedoria dos Mortos. Artur Vecchi, director de la editorial, está decidido a apostar fuerte por la novela y su intención es, si las ventas y los lectores acompañan, publicar completa mi saga holmesiana.
Lo cierto es que Artur llegó a contemplar la idea de publicar íntegro el omnibus en un solo volumen, pero no tardó en descartarlo, cosa comprensible: salir a la calle con un volumen de 1200 páginas de un autor totalmente desconocido en Brasil no era moco de pavo y la prudencia aconsejaba otras estrategias editoriales.
Una vez se decidió ser prudente e ir presentando la saga libro a libro, se barajó cuál era el mejor modo de hacerlo. Por una parte, se podían recuperar los cuatro libros originales en español, tal como fueron publicados por Bibliópolis/Alamut y luego reeditados por Sportula. Pero me parecía más lógico seguir lo establecido para el omnibus, donde las historias se partían de otro modo y se ordenaban de acuerdo a la cronología interna de la serie.
Lo lógico habría sido, por tanto, comenzar por El aprendiz de detective. Pero Artur, con muy buen criterio, decidió que La sabiduría de los muertos era mucho más adecuada como primer punto de contacto del público brasileño con mi Holmes. Además, por temática tenía todo el sentido del mundo. El aprendiz de detective y El heredero de Nadie están íntimamente relacionadas y comparten, además de una evidente relación argumental, temas y topos similares, más cercanos al relato de aventuras y distintos al del resto de las novelas, que se van más a explorar elementos relacionados con el ocultismo y las creaciones de Lovecraft.
Así, la edición brasileña, ha optado por presentar primero los «archivos lovecraftianos» y este primer volumen, aunque se titulará A Sabedoria dos Mortos, en realidad incluye La sabiduría de los muertos y La boca del infierno (que, en origen, era el tercio inicial del libro del mismo título). Al unir estas dos novelas, más bien breves, en un solo volumen más largo se deja claro en el público la idea de que hay una saga en marcha. Pero es que, además, ambas historias se complementan y comparten numerosos detalles de tema, personajes e intenciones.
Como sea, ahí está mi Sherlock Holmes, preparándose para cruzar el charco y cambiar de idioma, una vez más, en el proceso. Tras hablar con los traductores, Enéias Tavaress y Emanuele Coimbra, tengo la confianza de que harán un estupendo trabajo y, desde luego, me consta de que lo harán con ganas y cariño. Quedan aún varios cabos sueltos, como la fecha definitiva de salida, el diseño e ilustración de portada… Pero poco a poco vamos cerrando detalles y, como de costumbre, os mantendré puntualmente informados sobre ellos.
Desconozco completamente el mercado del libro brasileño o el tipo de lectores que puedo encontrarme allí. Artur me asegura que hay un notable interés por lo holmesiano, así que espero que esta primera entrega de Os Arquivos Perdidos de Sherlock Holmes, despierte las expectativas de los lectores brasileños… y, sobre todo, que no las defraude.
December 12, 2017
Conan y yo
Como algunos saben, llevo varios años trabajando en la traducción al castellano de los relatos de Robert E. Howard sobre Conan. Es un proyecto articulado en cuatro volúmenes, el primero de los cuales aparecerá en 2018 bajo el título de Nacerá una bruja e incluirá los siguientes relatos:
Cimeria (poema)
La hija del gigante de hielo
La torre del elefante
El dios del cuenco
Rufianes en casa
La Reina de la Costa Negra
El valle de las mujeres perdidas
Natohk el velado (Coloso Negro)
Sombras a la luz de la luna
Nacerá una bruja
Tendrá portada de Breogán Álvarez, al que muchos ya conoceréis (es el portadista de mi novela de Conan La canción de Bêlit) y aquellos que no, ya estáis tardando. Y tendrá varias ilustraciones interiores de Juan Alberto Hernández, que también se encargó de ese menester en mi novela.
Lo curioso es que, si me paro a pensarlo, la culpa de que haya llegado a existir este proyecto de publicar el Conan de Howard es de una estación de tren en Algorta, Vizcaya, o más exactamente del quiosco de la estación, donde a principios de los años setenta del pasado siglo el niño que era yo entonces vio la portada de un tebeo con un tío musculoso con espada y rápidamente echó a correr hacia donde estaba su padre para que se lo comprara.
—Además, está basado en el personaje de Robert E. Howard —dije, sin tener la menor idea de quién era aquel señor, pero si lo decía la portada del tebeo por algo sería. Además siempre he sido un niñopera resabido, sí, qué le vamos a hacer.
Mi padre, que seguro que tampoco tenía la menor idea de quién era Howard aunque asintió muy convencido a mi comentario, compró el cómic (y lo leyó una vez hube acabado con él, como solía hacer casi siempre).
Era una de aquellas ediciones que hacía Vértice a principios de los setenta, más o menos a tamaño cuartilla, en blanco y negro y con las viñetas originales remontadas y en ocasiones redibujadas. Una chapuza, sin duda, en la que lo único decente a nivel editorial eran las portadas de López Espi. Yo, con ocho o nueve años, ni sabía lo de la chapuza ni me importaba gran cosa, la verdad.
Estoy casi seguro (y recalco el «casi») de que aquel primer Conan que leí incluía las historias «La hija de Zukala» y «El diablo alado», correspondientes a los números 5 y 6 del original americano. Estaba dibujado por Barry Smith, por supuesto, y eran algunos de sus primeros números.
Me hice fan del personaje enseguida, pero solo a través del cómic. De hecho, desconocía que los relatos de Conan hubieran sido publicados en España por Bruguera en 1973. Mi primer encuentro con el auténtico Conan tuvo que esperar a mediados de los ochenta, cuando cayó en mis manos una antología titulada Héroes bárbaros que incluía, precisamente, «Nacerá una bruja».
Me sorprendió lo bueno que era el relato, lo confieso; no me lo esperaba. Me gustaba Conan en el cómic, pero por algún curioso motivo que hoy se me escapa no esperaba gran cosa del original literario. Bueno, quién no ha sido un poco esnob en algún momento de su vida.
Cuando algún tiempo después Fórum editó en doce volúmenes el Conan de Howard más el de Carter y De Camp me hice con ellos y por fin pude disfrutar de todos aquellos relatos, situados además de acuerdo a la cronología de la saga. Confieso que leía de un modo un tanto diagonal las aportaciones de Carter y De Camp, que por lo general me parecían sosas, carentes de vitalidad y bastante rutinarias, pero las historias originales me atraparon enseguida y para cuando llegué a La hora del dragón, la única novela que Howard escribió de Conan, el texano estaba ya entre mis autores-fetiche.
El paso siguiente era leerlo en inglés y, a ser posible, sin interferencias de otros autores. Para entonces ya sabía que De Camp había retocado, en ocasiones en exceso, los relatos de Howard y quería hincarle el diente al producto original.
Cuando por fin pude leerlo en el «klingon original» no me pareció tan descabellado que De Camp hubiera metido mano en los relatos originales, pues a Howard no le habría venido mal una corrección de estilo, aunque solo fuera para eliminar la abundancia de «black» y «dark» que encontramos en sus relatos. Pero sí que es cierto que en ocasiones fue más allá de lo que exigía el deber y que el resultado final a veces se alejaba demasiado de las intenciones de su creador. Hay quien afirma que fue tan lejos para poder atribuirse legalmente un porcentaje de la autoría de los relatos y así cobrar royalties por un material que, sin su aportación, sería de dominio público, el menos en Estados Unidos. No sé si eso es verdad o no y, francamente, poco importa a estas alturas.
En cualquier caso, mi idea siempre ha sido usar los relatos originales, tal como surgieron de la máquina de escribir de su autor y tal como pudieron leerlos los lectores de pulp en los años treinta del pasado siglo. La prosa de Howard en inglés es fascinante: a veces ruda y poco elaborada (como el propio Conan) pero siempre llena de nervio y vitalidad (también como el cimerio) y con un sorprendente poder de evocación. Necesitada tal vez de un pulido, pero en realidad de poco más, o corremos el riesgo de que pierda toda su fuerza narrativa y su exuberancia. Mi intención ha sido ofrecer al público en español un Conan lo más parecido posible a las intenciones de su creador.
Como traductor he intentado conseguir en castellano el mismo efecto que la prosa de Howard me provoca en inglés y para ello no he tenido miedo en apartarme del original cuando lo he considerado necesario. Y, desde luego, me alejé mucho del original en los poemas: «Cimeria», con el que se abre el libro y los fragmentos de «La canción de Belit» que hay al inicio de cada capítulo de «La reina de la Costa Negra». En lugar de intentar simplemente traducirlos (ya fuera en prosa, ya intentando respetar el verso y la rima) decidí crear de cero nuevos poemas que trataran los mismos temas y usaran imágenes similares a las de Howard, pero en metros y en versificaciones con los que yo estuviera familiarizado. Sé que mi decisión es discutible y sin duda será discutida, pero preferí crear mis propios poemas basados en los de Howard más que traducir los de este.
Quería serle fiel a al autor, por supuesto, pero para mí eso ha significado contar a veces las cosas de otro modo, buscando, más que la literalidad (maldición de los traductores) la fidelidad en la esencia, en el ritmo de la frase y en la vivacidad de la narración. Si lo he conseguido o no, tendréis que juzgarlo los lectores.
¿En qué momento la idea de traducir esos relatos surgió en mi mente? No lo sé con exactitud. Sospecho que fue creciendo poco a poco y un día cristalizó de repente. Creo que desde que leí aquella edición de «Nacerá una bruja» y me di cuenta de lo buen narrador que era Howard, de algún modo la semilla de la idea se aposentó en mi cabeza y ya no me abandonó jamás. Fue germinando poco a poco con los años hasta que se me hizo evidente que, de un modo u otro, estaba condenado a traducir a Howard al castellano. Una vez tomé la decisión de ofrecer en Sportula nuevas tradiciones de clásicos de la literatura de género, de algún modo supe que antes después me toparía con el autor tejano y que no podría evitar el deseo de pasar sus ficciones a mi idioma.
Así que aquí estamos, más de cuarenta años después (a estas alturas el quiosco de la estación de Algorta ya no existirá; y quizá tampoco la propia estación), traduciendo a Howard y publicándolo en mi propia editorial. ¿El sueño de un fan? Podéis apostar a que sí.
Espero que esta edición satisfaga las expectativas de los lectores, ya sean aficionados de toda la vida a Conan, ya se acerquen por primera vez a sus aventuras. Con esa idea he trabajado y puedo decir que todos los implicados en el proyecto han dado cuanto tenían para que así sea.
Pero, claro, son los lectores quienen tienen que decidir eso en última instancia.
November 20, 2017
Domori, de Sofía Rhei
Lo primero que lei de Sofía Rhei no fue un relato o una novela, sino su poemario bestiario microscópico, que tuvo a bien ofrecerme por si me interesaba para Sportula. Ni decir tiene que me interesó. La increíble capacidad de Sofía para construir un universo poético con un tema tan difícil y, a priori, prosaico, me ganó enseguida.
Luego lei su relato «Calipso», incluido en la antología Más allá de Némesis, coordinada por Juan Miguel Aguilera y descubrí a una narradora excelente, a la que no le importaba transitar por caminos turbios y peligrosos y que salía con bien de ellos como si no le costase trabajo. Desde entonces, cada nuevo relato de Sofía que cae en mis manos se convierte a no tardar en una lectura fascinante y confieso que hasta el momento nada de lo que he leído suyo me ha decepcionado.
Domori no ha sido la excepción. En esta sorprendente novela corta post apocalíptica, Sofía traza el retrato de una serie de sociedades a cual más extraña y dibuja un entramado de relaciones sociales y afectivas nada convencionales. Aborda, además, el tema de la simbiosis entre la humanidad y otras especies con una maestría que pocas veces he visto, apañándoselas para construir, con pocas palabras y sugiriendo más que contando, un extraño y fascinante universo.
No quiero decir mucho más, a riesgo de destripar las sorpresas que el lector se irá encontrando a lo largo del camino y que harán que cambie varias veces su perspectiva de lo que está leyendo. Tan solo recomendar su lectura.
Además, narices, salen tardígrados, esos bichitos que, desde que Neil deGrasse Tyson me los mostró en Cosmos, me fascinaron al primer golpe de vista.
November 13, 2017
La canción de Bêlit: breve guía de personajes
Bêlit: Pirata shemita que asola la Costa negra al mando de la Tigresa. Su odio hacia los estigios es especialmente enconado. Durante el asalto al Argus, barco mercante de Messantia, se queda prendada de Conan y lo convierte en su amante. Vivirán juntos tres años.
Burgún: General mercenario procedente de Gunderland, la provincia más septentrional de AquilonIa. Estaba en el fuerte de Venarium cuando fue asaltado por una hora cimeria, entre la que se contaba un jovencísimo Conan.
Conan: Aventurero cimerio. Abandonó sus nubladas colinas a los diecisiete años y desde entonces se ha ganado la vida en el mundo civilizado como ladrón, mercenario y matón a sueldo. Tiene veinticinco años cuando conoce a Bêlit.
Darek, Aruk: El Viejo en la Montaña. Líder de la antigua y secreta orden de los hashin, temibles asesinos.
Dashem, Kerim al : Miembro de los hashin. Uno de sus más eficaciones asesinos y espías. Íntimo amigo de Aruk Darek, el Viejo en la Montaña.
Demetrio: Antiguo inquisidor de la policía de Numalia, ciudad de Nemedia. Tuvo un encontronazo con Conan hace años.
D’Rango: Esclavo de Tot-Amón.
D’tonga, Isuné: Reina del archipiélago de Nakanda Wazuri. Reina conjuntamente con su hermano Osuné.
D’tonga, Osuné: Rey del archipiélago de Nakanda Wazuri. Reina conjuntamente con su hermana Isuné.
Laranga: Joven sobrino de N’Gora, primer oficial de la Tigresa de Bêlit. Él y su hermano Yasunga sirven bajo las órdenes de Conan en numerosas ocasiones y le son leales hasta la locura.
Murilo: Condotiero. Vende su caballería al mejor postor. Conan lo sacó de apuros unos años atrás en la casa de Nabonidus, el sacerdote rojo.
Neferufer: Princesa estigia y hermana del rey Tesifonte. El verdadero poder político en Estigia, dado que su hermano es un idiota congénito.
Numkarrak: Antiguo rey de la ciudad-estado de Askalón. Padre de Bêlit.
N’Gora: Primer oficial de la Tigresa. Jefe de lanceros.
N’Yaga: Chamán de la Tigresa. Curandero y erudito.
Publio: Mercader de Messantia de escasos escrúpulos que debe buena parte de su fortuna a sus tratos con los Corsarios Negros, a los que compra la mercancia fruto de sus pillajes.
Sinoé: Mago estigio, el miembro más joven del Círculo Negro. Insolente y enigmático.
Tesifonte: Rey de Estigia.
Tito: Capitán del Argus, barco mercante de Messantia en el que viaja Conan cuando conoce a Bêlit.
Tot-Amón: El más grande mago estigio, principal entre los hechiceros del Círculo Negro.
Totmés: Aprendiz de Tot-Amón.
Yasunga: Joven sobrino de N’Gora. Él y su hermano Laranga sirven bajo las órdenes de Conan en numerosas ocasiones y le son leales hasta la locura.
Yezdigerd: hijo Yildiz, rey de Turán. Ambiciona el trono de su padre.
November 1, 2017
Barro, de Alicia Pérez Gil
La lectura de Inquilinos, de la misma autora, me había dejado con ganas de más. Y concretamente con ganas de hincarle el diente a algo más largo, donde pudiera ver si la capacidad envidiable de Alicia Pérez Gil para crear atmósferas inquietantes podía desarrollarse y sostenerse en una narración más larga.
Barro no me ha defraudado en ese aspecto. Al contrario, la autora ha sabido meter al lector en el bolsillo desde el principio y llevarlo a un viaje extraño, a menudo con tintes surrealistas, en el que ha sabido mezclar con eficacia lo inquietante con lo sorprendente, haciendo que cada etapa resulte novedosa y genere abundantes preguntas para las que el lector no encuentra respuestas. Cada uno de los paisajes que se dibujan en Barro es más extraño, sugerente y perturbador que el anterior y las apuestas van subiendo hasta llegar a un desconcertante clímax narrativo que seguramente dejará desorientado a más de un lector.
A mí me pasó, hasta que supe que este Barro es, en realidad, el primer tercio de una obra más larga. No tengo ni idea de lo que me voy a encontrar en las dos próximas entregas, pero estoy seguro de que será tan fascinante y turbador como lo ha sido esta primera.
Así que a la gente de Cerbero, adelante con ello, que ya están tardando.
October 23, 2017
Isaac Asimov: Trilogía de la Fundación
En 1941, el joven Isaac Asimov va a ver a John Campbell, director de la revista Astounding. Es algo que hace con cierta frecuencia y, de hecho, para entonces sus encuentros periódicos se han convertido casi en un ritual. En el viaje en tren se da cuenta de que no tiene ninguna idea que ofrecerle, así que empieza a darle vueltas a la posibilidad de escribir una especie de «historia futura» (ya lo ha intentado anteriormente con otros cuentos, como en «Fraile negro de la llama», un relato que hasta entonces no ha podido publicar y del que se siente cada vez menos satisfecho) y juega con la idea de un Imperio Galáctico en decadencia, un hombre que es capaz de prever su caída y el modo en que creará un mecanismo para paliar sus efectos.
Cuando llega al despacho de Campbell lo que tiene no es el punto de partida de un relato, sino de toda una serie y el director de Astounding se muestra entusiasmado con la idea y no tarda en aceptar el cuento que Asimov escribe poco después.
Lo que Campbell publica en mayo del año siguiente es, en esencia, lo que hoy conocemos como la segunda parte de Fundación (la titulada «Los enciclopedistas») aunque no es del todo el mismo cuento que acabaría pasando al libro. La diferencia fundamental está en la secuencia inicial del relato publicado en la revista, donde vemos a Hari Seldon y a sus colaboradores preparar el futuro que se avecina para su Fundación.
Esta escena será eliminada cuando los relatos se recopilen en un libro y en su lugar se añadirá una nueva, escrita ex profeso para la ocasión y en la que, bajo el título de «Los psicohistoriadores», asistimos a los últimos días de Hari Seldon y a las últimas fases de su proyecto para manipular los próximos mil años de historia.
El resto de las diferencias entre ambas versiones son mínimas: básicamente, Asimov se limitó a eliminar unos cuantos toques pulp en el estilo del relato original al revisarlo para incluirlo en el libro.
Aunque no estamos todavía ante los mejores relatos de la Fundación (al fin y al cabo, la serie está empezando), sí que nos encontramos ante un buen cuento, con abundantes dosis de intriga política, y varios personajes (especialmente Salvor Hardin) que se quedan con facilidad en la memoria del lector. Además, Asimov tiene el descaro de hacer terminar el cuento en un cliffhanger que no resolverá hasta la siguiente historia. De hecho, él mismo reconocería años más tarde que cuando dejó a sus personajes colgados al borde del abismo, por así decir, aún no sabía cómo resolvería la situación.
Pero lo hizo, concretamente en el relato «Brida y silla de montar» («Los alcaldes», en la versión en libro) que aparecería en junio de 1942 en Astounding. Allí continúa la trama de «Fundación», haciendo avanzar la historia cuarenta años y mostrándonos cómo poco a poco ese pequeño y aparentemente indefenso planeta va convirtiéndose en la influencia dominante de una periferia galáctica a la que el Imperio ha dejado de lado. Salvor Hardin (ahora como maduro alcalde de Términus) es, de nuevo, un estupendo personaje; un manipulador nato, en realidad, que domina la situación en todo momento y mantiene engañados, no sólo a sus adversarios, sino incluso a sus colaboradores más cercanos. Frente a sus enemigos, partidarios de la acción directa, y tan sutiles como un elefante en una cristalería, Hardin siempre prefiere esperar, negociar, ganar tiempo y resolver la situación aplicando la fuerza mínima necesaria en el instante adecuado.
Quizá si hay que reprocharle algo al relato, es que el principal antagonista es un villano demasiado de opereta; el autor carga en exceso los dados en su contra y lo hace parecer tan estúpido que, por simple comparación, encontramos a Hardin más brillante de lo que es en realidad.
Es un defecto que Asimov irá puliendo con el tiempo pero que en los primeros relatos de la Fundación es algo casi permanente: sin ir más lejos en «La cuña» («Los comerciantes», en la versión en libro), donde de nuevo el antagonista es, poco más o menos, un político corrupto y avaricioso que se cree más listo de lo que es. Poco a poco, sin embargo, a medida que sus narraciones van ganando en madurez y en complejidad, iremos descubriendo un autor en el que los «villanos» tienen motivaciones tan creíbles y lógicas como los «héroes», hasta el punto de que el mismo concepto de héroe y villano termina careciendo de sentido. Seguiremos teniendo un protagonista y un antagonista, pero ambos tendrán sus razones para hacer lo que hacen, y no siempre las razones del protagonista serán mejores que las de su enemigo.
Estos primeros relatos de la Fundación tienen una buena acogida entre el público de la época, además de que no tardan en despertar cierta expectación por ver hacia dónde va a tirar la serie. Y es que, al contrario que los cuentos de robots, donde cada historia es independiente, más allá del escenario y ciertas premisas comunes, el ciclo de la Fundación sí que comparte un esqueleto argumental que lo va vertebrando; por más que ese esqueleto argumental vaya siendo, en buena medida, improvisado sobre la marcha. Podríamos decir que el final de cada historia marca el principio de la siguiente, le da el pie, en cierta manera. En cualquier caso, hay una trama que va avanzando de historia en historia, mientras que sus cuentos de robots componen un ciclo mucho más abierto en el que puede haber personajes recurrentes, pero poco más.
Así, tanteando, sin tener del todo claro hacia dónde va, Asimov está probando dos fórmulas distintas y viendo cómo los lectores responden a ellas. La menos arriesgada es la de los cuentos de robots: al no existir demasiada relación argumental entre ellos, no necesitan de un conocimiento previo por parte de los lectores, con lo que se pueden ir captando adeptos sobre la marcha. El ciclo de la Fundación, por el contrario, tiene dos riesgos evidentes: si no funciona comercialmente, el autor puede quedarse a dos velas sin posibilidad de cerrar el arco; y, por otro lado, es más difícil atraer lectores sobre la marcha, pues se incorporarán a una historia que ya estaba empezada cuando ellos llegaron. Tiene la contrapartida evidente de que, si funciona, enganchará a los lectores con más fuerza que la otra serie, más abierta.
En agosto de 1944 aparece «Lo grande y lo pequeño« («Los príncipes comerciantes» en la edición en libro) donde se narra con bastante buen tino una nueva historia de intriga política —con toques de relato de misterio incluidos y hasta diría que cierta influencia de las historias de Perry Mason en la secuencia del juicio al protagonista— en la que se aprovecha para hacer evolucionar el escenario y, poco a poco, ir haciéndolo mayor y más complejo. Por su extensión es casi una novela corta y a lo largo de ella vamos viendo cómo a Asimov empiezan a quedársele pequeños los relatos y, casi sin darse cuenta, está buscando distancias más largas en las que probarse. De hecho, es el relato más complejo de los que hasta ahora ha escrito (en estructura, en ambiciones y también en el desarrollo del escenario) y uno tiene la impresión de que está, casi, ante el embrión de lo que habría podido ser su primera novela.
«La cuña» («Los comerciantes» en Fundación) se publica en octubre de ese año y es todo lo contrario: una viñeta breve que en realidad aporta más bien poco al conjunto. Lo que nos cuenta el relato tiene cierta gracia e ingenio y nos da una pequeña pincelada de la evolución de la Fundación y el modo en que va extendiendo sus garras hacia sus vecinos, pero poco más.
Curiosamente, cuando Asimov publique Fundación invertirá el orden de los relatos y «La cuña» aparecerá antes que «Lo grande y lo pequeño». Una decisión bastante acertada, a mi entender. De este modo, en el cuerpo del libro, «La cuña» funciona como un pequeño paréntesis y la historia más grande y más satisfactoria queda como cierre de Fundación.
Como se ve (y se verá mejor en los siguientes años), Asimov parece haberse centrado en las dos series que tiene en marcha y con las que, sin duda, está consiguiendo mejor respuesta entre los lectores de ciencia ficción. Para 1944, tanto sus relatos de robots como su ciclo de la Fundación se han asentado sin problemas en el mercado y el público ya cuenta con ellos como parte imprescindible de sus lecturas.
Fundación e Imperio
En 1945 aparece «La mano muerta» («El general», cuando sea recopilada en Fundación e Imperio), una novela corta donde enfrenta a la ya pujante Fundación con los restos en decadencia del Imperio Galáctico. Aunque el relato es irregular (hay ciertos altibajos en el ritmo) funciona gracias sobre todo a la interacción entre los distintos personajes: descritos, es cierto, de un modo superficial, sin embargo lo son lo suficiente para que el lector empatice enseguida con ellos y siga sus peripecias interesado por lo que está pasando. Es quizá la primera vez que Asimov se toma la molestia de mostrar que tanto protagonistas como antagonistas tienen buenos motivos para hacer lo que hacen y, de hecho, mientras leemos la historia tenemos nuestras dudas acerca de en qué lado ponernos.
Por diseño, podríamos decir, las simpatías del lector van hacia la Fundación y los personajes que la representan. Sin embargo, es imposible no ponernos del lado de Bel Riose y casi lamentar que no consiga su objetivo a causa de los celos de su emperador. Como apasionado de la historia, no es la primera vez que Asimov toma el pasado como modelo para su narraciones acerca del futuro (en «Fraile negro de la llama», por ejemplo, usa la situación en Palestina bajo el dominio romano en el siglo I), pero creo que sí es en «La mano muerta» donde esto se hace explícito: la situación descrita tiene mucho que ver con el Bizancio del emperador Justiniano y sin duda Bel Riose está basado, en nombre y en peripecia vital, en Belisario.
El cuento es también destacable por el modo en que Asimov frustra deliberadamente las expectativas del lector: durante buena parte de la historia tiene a los dos protagonistas corriendo de acá para allá, saltando de un lado a otro de la galaxia buscando de forma desesperada un modo de anular a Bel Riose… y cuando el relato acaba descubrimos que nada de lo que han hecho ha servido para nada, que en realidad Bel Riose ha caído porque así lo había predicho la psicohistoria y la situación social en el Imperio no permitía que las cosas fueran de otro modo. El grado de frustración que alcanzan los personajes en ese momento es considerable y, en cierta forma, también lo es el del lector: todo lo ocurrido hasta el momento había preparado las cosas para un momento crucial y, en realidad, ese momento crucial ha venido pasando todo el rato entre bastidores.
Sin embargo, el autor no ha hecho trampa: desde el mismo título («La mano muerta») y hasta diríamos que desde los primeros capítulos, se nos advierte de forma clara que Riose será detenido por las fuerzas inevitables de la historia, no por nada que ningún individuo aislado pueda hacer. Así que, en realidad, sabemos cómo deben pasar las cosas. Sin embargo, Asimov se las apaña para que lo olvidemos y nos tiene pegados a la silla siguiendo las peripecias de los protagonistas sin permitirnos pensar en lo que, en el fondo, sabemos: que nada de lo que hacen es necesario ni servirá para nada. No está mal para alguien que a menudo ha sido acusado de ser un narrador ramplón y simplote.
1945 no puede terminar mejor, con la publicación de la novela «El Mulo» en Astounding en dos partes (en los números de noviembre y diciembre). Si hasta entonces las historias de la Fundación repetían más o menos el mismo esquema (la Fundación se ve abocada a una crisis que ya ha sido prevista por la psicohistoria de Hari Seldon, al igual que su resolución, y a raíz de ella va avanzando un poco más hacia su posición hegemónica en la galaxia) aquí se dinamitan las reglas del juego y la Fundación se ve enfrentada a un oponente al que no puede derrotar.
Las matemáticas de Seldon tratan a los seres humanos como un ente colectivo, donde las entidades individuales son simples partes de una tendencia estadística y, por tanto, los actos de un único ser carecen de trascendencia (véase precisamente lo que ocurre en «La mano muerta»/«El general»). Pero el Mulo escapa a las predicciones de la psicohistoria al ser un émpata que puede manipular las emociones de los demás y acaba derrotando a la Fundación, desbaratando las predicciones psicohistóricas y, posiblemente, dejando tocado de muerte el ambicioso plan de Hari Seldon. Y ya que éste estableció dos Fundaciones «en extremos opuestos de la galaxia» el Mulo decide, mientras estabiliza su imperio recién creado, lanzarse a la conquista de la Segunda Fundación, siempre a un paso por detrás de los protagonistas de la historia, que huyen una y otra vez con el desastre permanentemente pisándoles los talones, y tratan de encontrar a la Segunda Fundación para advertirla del Mulo.
Con esta narración Asimov da el primer paso real del relato a la novela y, probablemente, lo hace sin ser consciente del todo de que lo está haciendo. Sus cuentos de la Fundación han ido haciéndose progresivamente más complejos y más largos, de modo que no hay un verdadero salto: simplemente, el autor lleva a su extremo lógico una tendencia que había iniciado un par de años antes.
Como digo, no creo que fuera algo buscado de un modo deliberado. Simplemente, a medida que va definiendo más el escenario y ahondando en todo lo que puede ofrecerle, se encuentra con que necesita más espacio para narrar. Cuando escribe «El Mulo» ha pasado del cuento a la novela casi sin darse cuenta.
Y, aunque nunca ha sido publicada de forma independiente (serializada primero en Astounding, incorporada después a Fundación e Imperio, de la que forma los dos tercios finales, y recogida en una antología asimoviana publicada por Octopus Books en 1981, no tiene más ediciones) es una estupenda primera novela.
Los personajes están bien tratados. Por un lado, los protagonistas: la pareja formada por Bayta y Toran Darel —basados, por cierto, en el propio Asimov y su primera mujer, Gertrude— en la que ella es claramente la personalidad dominante; o el bufón Magnífico. Pero también los secundarios, como el capitán Han Pritcher, o el científico Ebling Miss. Y lo está especialmente el personaje que da título a la historia y al que solo se ve de forma explícita en las últimas páginas; con sólo un par de frases (y la necesaria recapitulación y reinterpretación, a causa de ellas, de todo lo que hemos leído) queda magníficamente retratado y se convierte en uno de los grandes personajes de la narrativa asimoviana.
El Mulo es, sin duda, un ser contradictorio, patético y, al mismo tiempo, dotado de un aura casi trágica. Es el motor de toda la historia sin estar presente en ella y es el responsable de que el resto de los personajes se muevan hacia donde lo hacen y por los motivos por los que lo hacen.
Toda la novela es una huida hacia adelante (con el desastre pisándoles siempre los talones a los personajes, como he dicho) y es también la resolución de un misterio y, al mismo tiempo, una interesante reflexión sobre la manipulación social y emocional. Es buena como ciencia ficción pero no lo es menos como relato policiaco, como historia de misterio.
Y, como en las buenas historias policiacas, una vez que el misterio se resuelve y queda claro lo que ha ocurrido, el placer está ahora en la relectura: en volver sobre el relato sabiendo lo que realmente pasa y disfrutar del modo en que el autor va poniendo sus piezas sobre el tablero y las hace moverse con maestría hacia un desenlace que parece inevitable.
Y todo ello sin hacer trampa.
Porque en «El Mulo», Asimov nos muestra, quizá de forma clara por primera vez, una de sus principales características como escritor, como futuro novelista: su manejo ejemplar de la trama y la estructura, su dosificación casi perfecta del suspense y, sobre todo, lo lógicas e inevitables de sus conclusiones. Asimov es un obseso de la honradez con sus lectores. Como lector él mismo de novela policiaca (y fan absoluto de la novela-problema inglesa) para él una exigencia irrenunciable es que el misterio debe tener una solución lógica y coherente y las semillas de la misma tienen que irse plantando a lo largo de la historia. El lector debe tener la oportunidad de descubrir por sí mismo el misterio y el autor no puede hacer trampa y escamotearle las cosas. Podrá despistar, podrá intentar volver la atención hacia otro lado, puede distorsionar la verdad, pero no debe mentir nunca.
Y en ese aspecto, «El Mulo» es ejemplar.
Segunda Fundación
En enero de 1948 aparece «Y ahora lo ves…» en Astounding. Es un nuevo relato de la Fundación y, para entonces, Asimov reconoce que ya está un poco cansado de la serie. Al contrario que con los cuentos de robots, que le permiten mayor libertad, a medida que las historias de la Fundación van avanzando, el sendero narrativo por el que puede transitar se vuelve más estrecho. Cada historia debe ser coherente con las anteriores y además debe poner en antecedentes de la situación pasada a los nuevos lectores que se incorporen a la serie sobre la marcha. Cada decisión que toma en un relato afecta a los siguientes, dejándole con menos sitio por donde maniobrar.
Así que ha decidido darle carpetazo al asunto. Éste será el último relato de la Fundación y como tal se lo presenta a Campbell. Sin embargo, la visión del director de Astounding es muy distinta y termina convenciéndolo para que no cierre aún la historia y deje abierta la posibilidad de nuevos relatos.
Así que Asimov cambia el final de «Y ahora lo ves…» (en el que había escrito originalmente se revelaba, entre otras cosas, el paradero de la esquiva Segunda Fundación) permitiendo de ese modo que la serie pueda continuar en el futuro.
«Ahora lo ves…» vuelve a ser un relato de misterio, de intriga. Dos personajes, a las órdenes del Mulo, se lanzan a descubrir el paradero de la misteriosa Segunda Fundación mientras el propio Mulo (y alguien más) los observa de cerca. Estamos ante un cuento en el que apenas hay peripecia y ésta es poco más que una excusa para la confrontación dialéctica entre los distintos personajes. De hecho, es un cuento que funciona fundamentalmente gracias a éstos, al modo en que se enfrentan y a la forma en que sus diferencias van asomando, definiéndolos a ellos mismos y a su oponente. Y es través de esa confrontación como se van desvelando las distintas capas del misterio y, justo cuando creemos que el último velo se ha alzado, encontramos uno más que parece el definitivo (como si estuviéramos ante una especie de matriosca narrativa) pero tampoco lo es.
De hecho, el giro de tuerca final queda pospuesto hasta el siguiente cuento, merced a la petición de Campbell de que no finalice la serie, con lo que el lector termina de leer este relato con una sensación de perplejidad y no tarda en embarcarle la impaciencia por saber cómo terminará la cosa.
Tendría que esperar casi dos años para descubrirlo, concretamente a noviembre y diciembre de 1949 cuando Astounding publica «…Y ahora no lo ves», que será durante mucho tiempo la última historia de la Fundación. Para Asimov es, sin duda, el final del ciclo de relatos y manifiesta varias veces a lo largo de los años que no tiene la menor intención de volver sobre ese escenario. Se resistirá durante algo más de treinta años a regresar a la Fundación y, cuando lo haga, será con consecuencias bastante curiosas. Pero eso ya se escapa del ámbito de este artículo.
Entretanto, ¿qué nos ofrece este último relato?
Por un lado, uno de los personajes más odiosos de Asimov, esa Arkady Darell, que es el pivote alrededor del que gira la historia y que podría figurar con todo merecimiento en los primeros puestos de una lista que recogiera a esa caterva de niños repelentes e insufribles que pueblan de vez en cuando cierto cine de aventuras.
Por suerte, la historia se salva por otros motivos. De un modo parecido a como lo hiciera en «El Mulo», la peripecia de Arkady huyendo de la supuesta y temible Segunda Fundación es en realidad una cortina de humo destinada a que no nos demos cuenta de todo lo que está pasando entre bastidores. Y lo que está pasando es un juego de espejos, engaños y recontraengaños que figura entre los mejores momentos de Asimov como autor de narrativa de misterio.
A partir del capítulo titulado «Yo sé…», donde cada personaje intenta dar su solución al misterio, situación que continúa en «La solución satisfactoria» y culmina con «La solución verdadera», la historia no concede descanso al lector. Si ya comentamos que «Ahora lo ves…» tenía su aquel de matriosca literaria, aquí Asimov lleva esa tendencia a límites insospechados.
Cada solución propuesta al misterio que vertebra el relato («¿Dónde está la Segunda Fundación y quiénes la componen?») es totalmente coherente con los datos que tiene el lector y la habilidad de Asimov está en el modo en que va subiendo la temperatura emocional mientras dosifica y plantea esas soluciones, logrando que cada una nos parezca un poco más «correcta» y auténtica que la anterior y, de paso, metiéndonos en una especie de carrusel en el que casi esperamos impacientes la siguiente explicación, la próxima vuelta. Cuando se llega a la penúltima resolución del misterio, el lector casi la toma como buena inmediatamente, pues sin duda es la que mejor explica todo lo que ha pasado…
Hasta que llegamos al último capítulo («La solución verdadera», como dijimos) donde se nos da un último giro de tuerca y la verdad queda al fin revelada (y explicada a la perfección) con un par de palabras finales.
Asimov parece aquí un prestidigitador, ocultando el misterio justo delante de nuestras narices, desvelándolo sucesivamente (convenciéndonos por el camino de que es esa solución la auténtica… hasta que leemos la siguiente) y el descorriendo el velo final y mostrándonos la verdad en el último momento. Al terminar, uno casi siente la tentación de aplaudir o de gritar «¡Bravo!» y, desde luego, para entonces, el lector se ha rendido a los trucos del mago.
Trucos que, sin embargo, no implican trampa alguna. Asimov no se saca de la manga nada que no hubiera estado ahí previamente. El lector mismo puede dar con la verdadera solución del misterio si es lo bastante listo, porque el autor ha jugado todo el rato según las normas, y si la mayoría no lo hace es sólo por la maestría con la que consigue centrar nuestra atención en otro lado durante todo el proceso.
Los que acusan a Asimov de ser un escritor ramplón, de recursos escasos y carente de sutileza deberían repasar el final de este relato para darse cuenta de algo tan obvio como el hecho de que un mal escritor sería incapaz de hacer todos esos pases de manos delante de nuestros ojos del modo en que lo hace.
Quizá es cierto que los recursos narrativos de Asimov son pocos… sin duda su versatilidad como escritor es escasa y no cabe duda de que las técnicas literarias que usa son pocas y casi siempre las mismas. Pero no es menos cierto que esas técnicas, cuando quiere, sabe usarlas de un modo magistral.
La edición en libro
Como ya comentamos en la entrada dedicada a Yo, robot, los distintos relatos de la Fundación serían publicado en libro por primera vez en los años 50 de manos de Gnome Press. En 1951 aparece Fundación, el primero de los tres volúmenes que compondrán la saga. El segundo y el tercero aparecerán, puntualmente, en 1952 y 1953.
La idea de dividir toda la saga en tres volúmenes es del editor y, aunque comercialmente parece un buen asunto (el concepto de trilogía tiene un cierto atractivo en la mente del lector) no estoy muy seguro de que sea correcta estructuralmente.
Fundación e Imperio parece un artefacto ensamblado con dos elementos bastante disímiles. Y más teniendo en cuenta que la primera historia que lo compone guarda una relación bastante cercana con la última de Fundación y la siguiente está más relacionada aún con la primera de Segunda Fundación. Eso, unido a la escasa conexión temática que hay entre las dos me lleva a pensar que quizá la forma más adecuada de agrupar estar historias —aparte de la evidente de un único tomo— habría sido en dos volúmenes (Fundación y Segunda Fundación, por ejemplo) cuyo resultado final, creo, sería más satisfactorio en el plano literario.
Los cambios que Asimov realiza para su edición en libro no son muy numerosos. El más significativo está en el primer volumen, Fundación, y consiste en el añadido de un nuevo relato, «Los Psicohistoriadores», donde se narra el modo en que Hari Seldon manipula a los políticos del imperio para obtener lo que quiere: el exilio para los que trabajan en su proyecto a un remoto planeta de la Galaxia, lo que los dejará en la situación adecuada para, por medio de sucesivas «crisis de crecimiento», ir ocupando una posición de dominio en la periferia galáctica. De este modo, y a medida que el imperio se va desmoronando, la Fundación extiende poco a poco sus tentáculos por los sistemas estelares vecinos y se convierte en una fuerza a respetar en una Galaxia que se está deshaciendo en luchas intestinas.
El otro cambio importante es la eliminación de la secuencia inicial en «Los Alcaldes» (el primer cuento que Asimov escribió sobre la Fundación y que, de hecho, llevaba ese título) donde se veía, de un modo mucho más rápido y genérico, lo que en «Los Psicohistoriadores» es narrado con mucho mayor detalle.
Éste no es un relato especialmente memorable, pero digamos que cumple su función primaria: presentarnos el escenario y dar los primeros pasos para establecer la situación de la que todo parte. Como cuento aislado no tiene mucho sentido, al contrario que los cuentos originales, que debían funcionar como una unidad narrativa por más que compartiesen un entorno y una trama global común. Pero como introducción a la serie funciona sin problemas.
Resulta interesante ver cómo ha evolucionado la forma de narrar de Asimov en los años transcurridos entre los primeros cuentos de la Fundación y la publicación del libro. Al fin y al cabo, «Los Psicohistoriadores» es un relato reciente, mientras que el resto de los que componen el volumen son bastante anteriores, en algunos casos, casi diez años.
Desde luego, el estilo de Asimov se ha ido depurando en ese tiempo, hasta el punto de que «Los Psicohistoriadores» está narrado de un modo mucho más directo, eficaz y, al mismo tiempo, es capaz de presentar las situaciones de un modo bastante más realista y creíble que el resto de los cuentos del volumen. Es evidente que toda la hojarasca pulp y los amaneramientos característicos de lo peor del género en la época en la que empezaba a publicar ya han desaparecido de su estilo y prácticamente ya ha desarrollado el que usará sin apenas cambios durante el resto de su carrera como escritor: sencillez en la expresión y fluidez en el ritmo, con una predilección evidente por el diálogo como herramienta narrativa (de hecho, hay una secuencia en el relato, la del juicio, resuelta totalmente a través del diálogo) y una rendición total a las necesidades de la trama, al fluir de los acontecimientos, de modo que nada los interrumpa. Si el ritmo narrativo lo permite, puede haber lugar para la introspección y la reflexión, pero en general no será así y los personajes asimovianos se irán definiendo sobre la marcha, a través de sus acciones y sus palabras.
Aún no vemos asomar otra de las características principales de Asimov como escritor, su predilección por los flashbacks para evitar la morosidad en el ritmo, lo que tiene sentido, ya que hablamos de un relato corto, al fin y al cabo.
En Fundación e Imperio se añade un prólogo que resume el libro anterior pero, aparte de eso, el libro se limita a presentar juntos dos relatos: «El general» (originalmente aparecido como «La mano muerta») y «El Mulo».
Otro tanto podemos decir de Segunda Fundación, que se abre con un prólogo muy similar al del volumen anterior (la diferencia es que resume también los acontecimiento de éste) y donde encontramos dos novelas cortas, que son las que cierran el ciclo.
Aunque sin duda no lo cierran por completo. En realidad, Asimov se ha quedado a poco más de un tercio de todo lo que quería narrar. Si su plan original era contar los mil años de interregno entre la caída del primer Imperio Galáctico y el establecimiento del segundo, en la Trilogía de las Fundaciones apenas recorre los trescientos primeros años de ese periodo.
Y parecía que ahí se iba a quedar el asunto. Cuando remata la serie con «…Y ahora no lo ves» (titulado «La búsqueda de la Fundación» en Segunda Fundación) Asimov está harto de su creación, como ya hemos explicado anteriormente. No tiene fuerzas para seguir adelante y está cansado de las limitaciones que le impone la continuidad de la serie. A esto contribuyó, sin duda, la publicación aislada de los relatos en revista, pues el autor se veía obligado, al principio de cada historia, a hacer un resumen de los acontecimientos hasta el momento, una suerte de «en el episodio anterior de Fundación…». Hacer eso de un modo que no convirtiera esa parte de la historia en algo pesado y plomizo que se cargase su ritmo cada vez le resultaba más difícil (cada vez tenía más que resumir) y le planteaba bastantes problemas.
No fue el único motivo, por supuesto. La conclusión de cada relato le cerraba puertas argumentales, de modo que su libertad narrativa cada vez era menor. Cuando empieza a escribir la serie parte casi de una página en blanco y poco más que una idea prometedora (un imperio galáctico que se derrumba y un hombre capaz de predecir y paliar esa caída), pero a medida que pasa el tiempo las posibilidades argumentales se van estrechando y cada vez queda menos sitio por el que seguir adelante y conseguir algo novedoso sin dejar de ser consistente con todo lo anterior.
Como ya he comentado, durante muchos años, la respuesta de Asimov a cualquier pregunta de aficionados o editores relativa a una continuación de la Trilogía fue siempre negativa. No, la Fundación había terminado y ahí se iba a quedar.
Eso no es del todo cierto. A mediados de los setenta Asimov llegó a iniciar una continuación de su saga. Bajo el título de «Lightning Rod» (Pararrayos) eran poco más de catorce páginas que no tardó en dejar de lado. Y que sin embargo, usaría como punto de partida cuando, a principios de los ochenta, y convencido por una serie de circunstancias que ahora no vienen al caso, se sentó a escribir lo que sería Los límites de la Fundación.
«El cuarto libro de la Trilogía de las Fundaciones», como estuvo a punto de anunciar la publicidad editorial.
Como el mismo Asimov reconoció, habría sido un buen chiste.
¿Quieres saber más? Lo encontrarás en La ciencia ficción de Isaac Asimov
October 16, 2017
Paseando por la Era Hibórea
Hoy mismo se pone a la venta La canción de Bêlit, mi novela sobre Conan, el personaje creado por Robert E. Howard. De hecho, la novela es una especie de extraña colaboración póstuma entre Howard y yo mismo. Póstuma por parte del autor tejano, se entiende. Pues no me he limitado a narrar el periodo que el bárbaro y la pirata pasaron juntos, sino que decidí incluir como parte de la novela el relato original de Howard «La reina de la Costa Negra» donde se narra cómo Conan conoció a Bêlit y cómo la relación entre ambos llegó a su final. Así, las 476 páginas de La canción de Bêlit (que, junto con los apéndices, componen un libro de 528 páginas) arrancan con el primer capítulo de «La reina de la Costa Negra» y finalizan con los cuatro capítulos restantes de ese relato. En medio de ellos, mi aportación. Podemos decir que la novela final es mía en un 80% y de Howard en un 20%.
Por supuesto, el personaje de Conan, su entorno y su peripecia son del autor tejano. En esta novela he intentado explorarlo (siempre desde el respeto y la admiración) y, si acaso, añadir algunas pinceladas al paisaje, explorar en mayor detalle elementos que Howard dejó en el aire y, por supuesto, dar mi propia versión y visión de sus creaciones. En cierta medida es un trabajo de fan, lo cual no es extraño, ya que el motor de la mayor parte de mi obra es es un amor incondicional por la novela popular de aventuras y misterio (y la de fantasía y la de capa y espada y la de ciencia ficción y la de…). La diferencia en este caso es que uso un personaje y un entorno concreto creados por otro autor. Algo que ya hice en su momento con Sherlock Holmes, como algunos recordarán. Pero eso ya es otra historia.
Siempre que termino una novela, una vez realizadas todas las revisiones y correcciones, me gusta releerla en busca de referentes, influencias y posibles homenajes. Podría parecer una tarea superflua, ya que, como autor, debería ser consciente de mis referencias e influencias y podría pensarse que cualquier homenaje que aparezca en mi obra a la de otros autores es deliberado y meditado.
Lo cierto es que no es así. Cuando releo lo que he escrito a menudo descubro cosas de las que no era consciente mientras estaba escribiendo. De hecho, no sería la primera vez que un lector me descubre en mi propia obra elementos de los que yo no era consciente pero que, a la luz de su comentario, comprendo que en efecto ahí estaban.
Obviamente, la influencia principal en La canción de Bêlit es la de Robert E. Howard, no en vano es una novela de Conan. Y en todo momento he intentado que mi novela fuera compatible (en peripecia, en tono narrativo, en intención literaria) con la obra del autor tejano. Al mismo tiempo, es una novela de Rodolfo Martínez y, por supuesto, el lector puede esperar que en ella aparezcan elementos característicamente míos. Mi Conan no es exactamente el Conan de Howard y en esta novela lo veremos diciendo y haciendo cosas que a Howard nunca nunca se le pasaron por la cabeza que Conan hiciera o dijera. Al mismo tiempo, creo que mi Conan sí que es compatible con el de Howard, que exploro elementos del personaje y de su entorno que su creador dejó en las sombras, pero que en ningún momento contradicen lo que contó acerca de él.
Creo que también la influencia de Roy Thomas está presente en estas páginas. Al fin y al cabo, mi primer acercamiento a Conan tuvo lugar de la mano de su adaptación al cómic y siempre he considerado el trabajo de Thomas modélico en ese aspecto. Es curioso, porque durante toda la novela hay un esfuerzo consciente y deliberado por no contar lo mismo que Roy Thomas (al fin y al cabo él cubrió en sus comics el mismo hueco temporal que yo) pero al mismo tiempo hay pequeñas referencias aquí y allá que remiten a su trabajo. Ha sido un equilibrio difícil de conseguir.
Pero también hay otros autores. Autores que, además, nunca escribieron sobre Conan y, en algunos casos, son anteriores a la obra de Howard. Quién sabe, quizá incluso alguno de ellos fue en su momento una de las influencias del joven autor de espadas y brujería.
Está Dumas, por supuesto. Al fin y al cabo, para mí Los tres mosqueteros es la obra por la que cualquier novela de aventuras y espadachines debe medirse, el estándar al que las demás aspiran a alcanzar. La sombra de Dumas en La canción de Bêlit es tenue y a veces difícil de distinguir, pero está ahí en la forma de describir ciertos enfrentamientos y duelos o en la ironía con la que se contemplan determinadas situaciones.
En ciertos momentos de La canción de Bêlit no puedo evitar ver ciertos ecos de Tolkien. No en el tono de la historia, el tipo de personajes o la intención moral de los mismos, evidentemente. Pero quizá sí en mi intento de darle al escenario un pasado con una textura más elaborada o en algunos momentos muy concretos y precisos en los que se reflexiona sobre ciertas cosas. No es extraño: El señor de los anillos ha sido una de mis lecturas de cabecera desde los dieciséis años y, aunque el acercamiento de Tolkien a la fantasía épica no puede ser más distinto al de Howard, de algún modo en este trabajo howardiano se han colado ciertos elementos tolkienianos. Son tan sutiles que quizá sea el único en verlos, pero ahí están.
Pero la referencia que más me ha sorprendido y que he ido viendo cada vez más clara en la última relectura de la novela no tiene nada que ver ni con las espadas y brujería ni con la fantasía, ya sea épica o no. Sino, como en el caso de Dumas, con la novela de aventuras y de capa y espada.
Porque en estas páginas que he escrito está enormemente presente el espíritu de Emilio Salgari. Y lo está tanto que podríamos decir que, tras Howard, es Salgari la principal influencia que hay en La canción de Bêlit. Un Salgari muy concreto, además, el de El corsario negro, quizá la novela del autor italiano que más veces he leído y que más me impactó de joven. Nunca logré entrar por el ciclo de Sandokán, pero las desventuras de Emilio de Bocanera, señor de Ventimiglia, metido a corsario para vengar la muerte de sus hermanos, me fascinaron desde el principio. Su fúnebre apariencia, su caballerosidad en todo momento, lo trágico de su historia de amor (¿qué puede haber peor que enamorarte de la hija de tu peor enemigo justo después de haber jurado que exterminarás su estirpe de la faz de la tierra?), lo logrado de la mayoría de los personajes secundarios (ah, esos Carmaux y Van Stiller), la ambientación tropical, la peripecia que no da un momento de respiro… Todos esos elementos hicieron que El corsario negro se convirtiera en una de mis novelas favoritas ya en la infancia.
Y sí, su sombra está aquí, en La canción de Bêlit. En pequeños detalles, en ciertas pinceladas, en determinados elementos de construcción de personajes y entornos. Mi novela, además de ser hija mía, es sin duda hija de Robert E. Howard, pero no lo es menos de Emilio Salgari, quien durante toda su concepción fue una influencia oculta de la que jamás fui consciente. Solo ahora, al releerla, lo encuentro entre mis páginas y, con una media sonrisa, me digo que por qué no, que ya era hora de que le pagara la deuda que le debía y que una novela de piratas y aventuras marítimas no es un mal sitio donde hacerlo, aunque sea en la Era Hibórea en lugar de en el Caribe.
Estoy seguro de que hay muchas más influencias y referencias en La canción de Bêlit. De hecho, casi espero con impaciencia el momento en que algún lector me haga ver alguna de la que ahora no soy consciente. Como todas mis novelas, es una obra mestiza en la que conviven varios géneros distintos. Y, como todas ellas, ha sido escrita desde lo más hondo de mis tripas, poniendo toda la carne en el asador y divirtiéndome como un niño en cada parte del proceso.
Ahí la tenéis. Espero que os guste.
September 17, 2017
Isaac Asimov: Tríptico del Imperio
Aunque el orden de lectura de las tres novelas debería ser Polvo de estrellas, Las corrientes del espacio y Un guijarro en el cielo, si el lector quiere seguir la secuencia cronológica correcta, aquí las analizo en su orden de publicación, lo que me permite mostrar mejor la evolución de Asimov como novelista.
Por otro lado, esta entrada es en esencia la misma que publiqué en 2009 en tres entregas bajo el título Trilogía del Imperio: El inicio de la madurez, aunque esta versión incluye algunos cambios menores y sitúa con más detalle cada novela en su contexto histórico y en la carrera de Asimov.
Un guijarro en el cielo
En 1950 algo está empezando a cambiar en el mercado editorial de la ciencia ficción americana.
Desde hace algunos años, la vida de los relatos se prolonga más allá de su primera publicación en revista. De vez en cuando, pequeños editores (o las propias empresas propietarias de las revistas) publican recopilaciones de cuentos; no de material original, sino selecciones de «lo mejor» que ha salido en las publicaciones periódicas del género. Cierto es que los relatos, tras su primera venta, quedan en propiedad de la revista y que es a ella a quien le paga el editor del libro, sin que el autor tenga por qué recibir un centavo. Sin embargo, suele haber buena fe, y las revistas —o, cuando menos, algunas— comparten parte de ese dinero con los autores.
Y las grandes editoriales, por otro lado, empiezan a tomar nota de que la ciencia ficción vende y puede ser un negocio. Pero ya no es cuestión de tirar de la reedición del material de las revistas de CF, sino publicar libros originales. Preferiblemente novelas.
Una de esas editoriales es Doubleday, que quiere iniciar una colección de ciencia ficción y empieza a contactar con algunos autores. Como he dicho, buscan novelas inéditas y, a través su amigo Frederick Pohl, Asimov entra en contacto con ellos.
Por una de esas casualidades, tiene entonces un material disponible que quizá le pueda interesar a Doubleday. Se trata de una novela corta titulada «Envejece conmigo» que ha escrito no hace mucho, pensando seguramente en su publicación serializada en alguna revista.
Se la entrega a Walter Bradbury, director literario de Doubleday, y a éste no le parece un mal material.
Desde luego, hay que ampliar el relato, pero no mucho, en realidad, pues «Envejece conmigo» ya está casi en el límite de lo que es una novela. Bradbury habla con Asimov y le explica lo que pretende.
Por una parte, habría que cambiar el título, que no termina de convencerle. Por otra, como ya hemos dicho, la extensión que aún no es suficiente para una novela, aunque por poco.
Lo más grave quizá sea la estructura que Asimov ha planteado en la historia. «Envejece conmigo» está dividida en tres partes, las dos primeras de las cuales narran acontecimientos paralelos: sólo en el tercio final ambas tramas se unen y avanzan hacia una conclusión común. Bradbury le sugiere a Asimov que, en lugar de hacer eso, vaya alternando una acción con otra, lo que sin duda le dará al relato un ritmo mucho más vivaz. También le pide que elimine un prólogo, un epílogo y varios interludios que rompen totalmente el tono de lo narrado y suenan innecesariamente pedantes y un tanto pretenciosos.
Asimov no necesita pensárselo mucho para darse cuenta de que Bradbury tiene razón en todo lo que le pide: sin duda la novela ganará en ritmo e interés si va alternando los dos hilos argumentales. Y no es menos cierto que esas digresiones de erudito en ciernes que ha incorporado no sólo no aportan nada a lo que narra, sino que resultan molestas e incluso algo ridículas.
Con eso en mente, Asimov vuelve sobre «Envejece conmigo» y en poco tiempo tiene una novela lista para ser publicada.
Saldrá a la calle en 1950 bajo el título de Un guijarro en el cielo. Con treinta años, un buen caché en el mundo de la CF, un trabajo estable y una familia recién creada, acaba de publicar su primera novela.
Y, por un momento, considera la idea de dedicarse a la literatura a tiempo completo. Con una novela en prensa, es quizá el momento adecuado para arriesgarse y lanzarse al ruedo literario con todas sus consecuencias.
No lo hace, sin embargo. Si algo le ha enseñado su infancia (marcada por las consecuencias de la Gran Depresión y por el duro trabajo en la tienda de su padre) es a ser conservador en sus decisiones vitales. La literatura es un riesgo, un camino incierto. Quién sabe si su novela se venderá bien. O, incluso, si habrá otras en el futuro. Las perspectivas parecen buenas, cierto, pero…
Así que seguirá en la Universidad, con la tranquilidad material (y psicológica) que le da cobrar un sueldo todos los meses. Y aunque, a no tardar mucho, la literatura irá convirtiéndose en una fuente de ingresos cada vez mayor (mucho antes de que termine la década, de hecho, será de lejos su principal fuente de ingresos), Asimov sigue sin tenerlas todas consigo y posterga una y otra vez la decisión de convertirse en escritor a tiempo completo. De hecho serán otros, en cierto modo, los que tomen la decisión por él.
Un guijarro en el cielo, entretanto, tiene una buena acogida. Al fin y al cabo, el suyo ya es un nombre familiar para los aficionados al género, así que el libro tiene hecha buena parte de la publicidad, y la carrera comercial de la novela es lo bastante exitosa para que Doubleday le pida otra para el año siguiente.
La situación que se describe en Un guijarro en el cielo está tomada de nuestro pasado, concretamente de la que sufría Palestina en el siglo I bajo la dominación romana (el mismo periodo que había usado en «Fraile negro de la llama»), algo que se nos hace evidente en cuanto Joseph Schwartz, el personaje con el que arranca la historia, empieza a conocer y comprender la sociedad a la que acaba de llegar.
Ese paralelismo con nuestra propia historia salta a la vista en cuanto contemplamos esa Tierra atrasada y orgullosa, poblada de intrincadas tradiciones y gobernada por una especie de Sanedrín fanático e imbuido de la superioridad de su pueblo. En los últimos años, Asimov había usado con cierta frecuencia el pasado como base para construir su futuro, y en este caso concreto se acerca a un momento de nuestra historia que a él, como judío, debía tocarle muy de cerca. Al fin y al cabo, es en ese momento, el siglo I de nuestra era, tras la revuelta judía, la destrucción del Templo de Salomón y el esparcimiento de los judíos por distintos lugares del Imperio cuando comienza la diáspora hebrea, con todas las consecuencias que traerá con el correr de los siglos.
Habría sido fácil, tentador tal vez, presentarnos una Tierra oprimida por un Imperio Galáctico malvado e ineficaz, y a los terrestres como apasionados luchadores por la libertad con la razón de su lado. Al renunciar a hacer eso y mostrarnos la situación desde ambos lados, vemos varias cosas. Como que, con todos los problemas que conlleva una burocracia de tamaño galáctico, el Imperio que nos presenta es una herramienta de gobierno funcional y, a largo plazo, más justa que otras. O que la sociedad terrestre, aunque pueda tener sus razones para sentirse agraviada y oprimida, está gobernada por un provincianismo supersticioso y cerril. Temerosos como están de perder su identidad cultural como pueblo, la reacción inevitable es que acaban considerándose superiores al resto de la humanidad. Cierto que el Imperio no está libre de culpa en esta situación: las cosas no surgen de la nada y la situación de opresión existe o cuando menos ha existido. Y sin duda los prejuicios anti-terrestres existen en la galaxia (aumentados con el tiempo, en buena medida, a causa de la propia actitud de los terrestres, en una pescadilla que se muerde la cola que ha sucedido demasiado a menudo en nuestra historia). Pero si a lo largo de la novela uno tiene que alinearse con alguien, no lo hace precisamente con la Tierra, dispuesta en su orgullo a exterminar al resto de la Galaxia con tal de estar de nuevo «en la cima» y ocupar el lugar hegemónico que, por historia y tradición, «le pertenece».
Se podrían extraer muchas conclusiones de este escenario y esta trama. Incluso se podrían aplicar algunas lecciones a la historia española reciente, y a ciertos nacionalismos tribales y xenófobos que se inventan un pasado glorioso que nunca existió para apuntalar un presente en el que no se sienten seguros de su propia identidad como pueblo. De hecho, es posible que la lectura de Un guijarro en el cielo en algunas escuelas de este estado fuera altamente recomendable.
Como sin duda lo habría sido entre buena parte de la comunidad judía en el momento de su publicación. Asimov fue siempre un judío muy crítico con los suyos, su historia y algunas de sus actitudes. Y sus opiniones respecto al sionismo no se puede decir que fueran muy positivas.
Pero el valor ideológico de Un guijarro en el cielo va mucho más allá de que sea una crítica a cierto tipo de judaísmo o cierto tipo de nacionalismo. De hecho, por encima de su peripecia de aventura espacial, la novela es una de las miradas más lúcidas que he visto a ciertas situaciones que, cuando se prolongan en el tiempo, terminan transformando lo que en principio fueron víctimas en verdugos ansiosos de una venganza que no lleva a parte alguna. Cuando un pueblo está amenazado, parece que nos dice Asimov, un cierto fanatismo es inevitable para mantener su identidad: al fin y al cabo, el uso de rituales es un modo eficaz de grabar en la memoria colectiva elementos necesarios para la supervivencia, ya sea una supervivencia puramente física, ya la supervivencia de una cultura y un modo de vida. Pero lo que empieza como un simple mecanismo de supervivencia acaba convirtiéndose en una sensación de superioridad moral y cultural que, a la larga, sólo puede acabar degenerando en pura xenofobia y en actitudes irracionales y carentes de sentido.
El mismo Asimov lo dijo una vez, hablando precisamente de los judíos y de las persecuciones y opresión que habían sufrido a lo largo de su historia: «Que un pueblo sea oprimido por otro sólo quiere decir que es más débil, nunca que es superior moralmente».
Las virtudes de Un guijarro en el cielo no están, por supuesto, sólo en lo ideológico; al fin y al cabo, no es una novela de tesis en la que la historia está al servicio de la idea que la sustenta; antes al contrario. Pues, si algo ha caracterizado siempre a Asimov ha sido su rendición total a lo que narra: si la novela implica ciertas reflexiones sociales es porque la historia lo permite y, en cierto modo, lo exige, y nunca al revés. Aunque como obra primeriza que es, tiene algún que otro altibajo de ritmo y un cierto encorsetamiento en la actitud de algunos de los personajes, muestra a la perfección lo que serán las principales características de Asimov como novelista.
La primera es, sin duda, su habilidad para estructurar narrativamente lo que escribe de una forma clara, precisa y armónica, de modo que la novela se convierte en un mecanismo de precisión donde la relación de cada pieza con las demás y con el todo del que forman parte es casi inevitable. El propio Asimov comentaría en alguna ocasión su percepción de lo que escribe (ya sea un relato, una novela, un artículo o un libro de ensayo) como una pauta; y sin duda esa visión le permite tener clara la estructura de la obra en la que trabaja y encarrilar la lógica narrativa dentro de ella sin que nada chirríe.
Otra de sus principales características es que buena parte de la acción (como ya pudimos ver en sus relatos de la Fundación) transcurre entre bastidores. De hecho, la peripecia en las novelas de Asimov es más bien escasa (y casi siempre vista de refilón o relatada por un personaje a otro, en lugar de narrada) y la historia se va articulando a través de distintas confrontaciones dialécticas. Sin ser consciente de ello, está transformando el diálogo en una herramienta narrativa que, a no tardar mucho, se convertirá en una de sus principales marcas de fábrica: diálogo usado para definir a los personajes, para plantear las situaciones e incluso para hacer avanzar la acción.
El tercer aspecto que define a Asimov como escritor es lo que podríamos calificar de «imparcialidad moral». Sin duda, como autor, sus simpatías e ideas lo llevarán a sentirse más cercano de unos personajes que de otros, pero como narrador no se permite el lujo de dejarse llevar por sus preferencias personales y se toma siempre la molestia de explicar los motivos por los que los distintos personajes, ya sean del bando protagonista, ya del antagonista, hacen lo que hacen. Al buscar unas motivaciones lógicas, creíbles y coherentes para todos, se aleja enseguida del maniqueísmo habitual en buena parta de la ficción popular de su época (y de la nuestra, ya que estamos).
Por último, habría que señalar que, en cierto modo, todas las novelas de Asimov son novelas policiacas, ya lo sean de forma explícita o no. Tras la historia que vamos leyendo existe siempre un misterio que debe ser resuelto y del que se van dando pistas a medida que avanza. El clímax de la novela es, habitualmente, el desenmarañamiento de ese misterio y la explicación de lo que ocurre realmente. Como autor, Asimov se las apaña a la perfección para ir dosificando las pistas que podrían permitir la resolución del misterio (algo que tiene mucho que ver, sin duda, con su percepción de la novela como una pauta y, por tanto, con una estructura clara) y, cuando éste se resuelve, tiende a conseguir algo mucho más difícil de lo que parece: primero, que la solución no resulte obvia; y, en segundo lugar, que sea totalmente coherente con lo que hemos leído y no se trate de un conejo sacado de la chistera a la desesperada en el último momento.
En Un guijarro en el cielo están presentes, como hemos dicho, todos estos elementos, aunque su manejo irá siendo depurado en novelas posteriores, hasta llegar a sus tres obras de madurez, a mediados de la década.
Podríamos decir que Asimov aprende a hacer novelas a medida que las va escribiendo.
Polvo de estrellas
Cuando se sienta a escribir lo que será su segunda novela, Asimov comete uno de los errores más habituales en los novelistas primerizos: tratar de impresionar.
Al contrario que Un guijarro en el cielo (donde Walter Bradbury contrata el libro tras haber leído la novela corta original) Doubleday sólo le paga una opción sobre la novela y no firmará el contrato definitivo hasta no haber leído, por lo menos, varios capítulos de lo que el autor lleva escrito. Una práctica, por otro lado, que no es infrecuente en el mundo editorial.
Cuando escribió Un guijarro en el cielo, Asimov no sentía presión alguna. Tenía el relato original y el compromiso de publicación por parte de Doubleday, así que se limitó a corregir algunos defectos menores en la forma de escribir la historia y en alargarla hasta la longitud de una novela.
Pero ahora ya era un novelista publicado, y eso significaba que su segundo trabajo debía estar por lo menos a la altura del primero y, si eso era posible, superarlo.
La consecuencia es que Asimov empieza a escribir lo que acabaría siendo Polvo de estrellas en un estilo artificioso, intencionadamente «literario» (en el peor sentido posible de la palabra) y con un claro deseo de impresionar y demostrar lo bien que podía hacerlo.
El resultado es bastante desastroso, como cabe suponer. Tras leer los primeros capítulos, Bradbury le pregunta a Asimov:
—¿Sabes cómo escribiría Hemingway: «El sol salió a la mañana siguiente»?
Asimov dice «no» y se prepara para una larga charla sobre metáforas, adjetivación y un lenguaje rico, culto y elaborado. La respuesta de Bradbury, sin embargo es:
—Pues diría: «El sol salió a la mañana siguiente».
La pulla no cae en saco roto. Asimov enseguida comprende lo que su editor quiere decir y vuelve sobre el manuscrito, que ahora reescribe en su estilo habitual: sencillo, sin florituras y directo. A partir de ese momento, Asimov siempre tendrá claro (en el fondo lo sabía, pues era lo que inconscientemente había ido haciendo relato tras relato) que la sencillez es la mejor opción, a menos que la complejidad esté justificada por motivos estrictamente narrativos. Que, en suma, siempre es preferible decir «jarrón verde» en lugar de «búcaro glauco». El lenguaje, en las manos del escritor (así lo ve Asimov), no debe ser otra cosa que una herramienta al servicio de lo que se cuenta, nunca un fin en sí mismo: las palabras elegidas para narrar la historia deben estar destinadas a hacerla más comprensible y asimilable por el lector (tanto intelectual como emocionalmente) y nunca deben convertirse en los protagonistas de lo que se escribe. Son, como ya he dicho, herramientas.
Años después Asimov escribiría un artículo, «El vidrio de ventana y el vitral de iglesia», donde reflexionaría sobre esos temas y expondría sus ideas al respecto. Con el tiempo, no solo reeditaría ese artículo uno de sus libros de ensayo, sino que acabaría convirtiéndose en uno de los capítulos de su autobiografía póstuma, I, Asimov (publicada en nuestro país, por cierto, con el originalísimo título de Memorias).
Entretanto, Horace L. Gold había decidido publicar Polvo de estrellas en su revista Galaxy, serializada en tres números. Y le sugirió (más bien le ordenó, teniendo en cuenta el modo de ser de Gold) que incluyera en la novela una subtrama que tuviera como elemento detonante la Declaración de Independencia de Estados Unidos. A Asimov la idea no le gustaba nada, básicamente porque pensaba que no aportaba nada a la historia y le parecía ridículo que en una novela ambientada en un remoto futuro en un escenario espacial, alguien recordase un antiguo documento terrestre. Sin embargo, Asimov quería el dinero que podía reportarle la serialización de la novela (previa a su publicación en libro) en la revista de Gold, así que acabó accediendo.
Se tomó la molestia de introducir la subtrama de modo que, llegado el momento de la edición definitiva de Polvo de estrellas, esas secuencias pudieran eliminarse sin afectar al resto de la novela, y así se lo dijo a Bradbury. Para su sorpresa, a éste no le pareció mal el asunto y decidió que no había problema en mantener esa subtrama. Así, cuando aparece el libro en Doubleday, las referencias a la Declaración de Independencia están en la novela.
Eso (unido al hecho de verse obligado a reescribir los primeros capítulos) hizo que Asimov siempre sintiera más bien poco aprecio por ella. De sus primeras novelas, es sin duda la que menos la gusta y de la que menos habla, ya sea en sus autobiografías o en los comentarios con los que salpica, aquí y allá, sus recopilaciones de cuentos.
* * *
Pero, ¿es Polvo de estrellas tan mala?
En realidad, no.
No es una novela mucho mejor que Un guijarro en el cielo, aunque sí un poco. No tiene los problemas de ritmo de ésta y, por otro lado, su estructura (montada claramente como un relato de misterio) hace que resulte una lectura bastante más amena y, en general, más satisfactoria.
No es un enorme salto adelante en la carrera de Asimov como novelista, pero sí que se le nota como un autor más seguro de sí mismo y de sus posibilidades que, poco a poco, va afinando y mejorando lo que hace.
Lo que, de hecho, es una característica común en toda su obra: jamás avanza a saltos. No pasa de repente de ser un autor medio interesante a una de las primeras figuras del género en su época. Sino que poco a poco, relato a relato, va mejorando y convirtiéndose en un nombre a tener en cuenta. De hecho, su evolución es tan paulatina que seguramente ni él ni los lectores la perciben. Su progresión es constante y apenas perceptible, pero está ahí.
Con sus novelas pasa otro tanto. Un guijarro en el cielo no es una obra redonda, ni tampoco Polvo de estrellas. Pero cada una es un poco mejor que la otra, al igual que Las corrientes del espacio será algo mejor que Polvo de estrellas.
Así, cuando llega su momento de madurez y escribe sus grandes novelas de esa época, uno ni se da cuenta: de obras irregulares aunque interesantes ha pasado en unos pocos años a novelas sólidas, bien planteadas y desarrolladas, con un ritmo impecable, una dosificación de los acontecimientos prácticamente perfecta y una estructura armada a la perfección.
* * *
Al igual que Un guijarro en el cielo, Polvo de estrellas describe una situación de tiranía y los intentos de los oprimidos por librarse del opresor. Y al igual que ella, tiene como escenario de fondo un amplio fresco galáctico con una civilización humana vital y expansiva que ha colonizado (o está en ello) cuantas estrellas alcanzan la vista.
Pero mientras que Un guijarro en el cielo circunscribía toda su acción a un único planeta, aquí vamos saltando de uno a otro en una huida un tanto desbaratada que acaba, en realidad, dejando a los personajes en el mismo lugar del que han partido. Asimov usa el movimiento físico de sus personajes para hacer que la propia historia se mueva, un recurso muy habitual (sobre todo en autores primerizos) que, bien llevado, es una forma sencilla y eficaz de hacer avanzar la historia. En este caso no está mal llevado: nos da tiempo para ir tomando contacto con los distintos personajes y el modo en que se relacionan, nos permite ir conociendo cada vez mejor el escenario en el que se ambienta la acción y nos hace comprender poco a poco lo que está pasando y hacia dónde puede desembocar todo.
Un recurso fácil, tal vez, pero efectivo.
Lo más interesante de la novela, sin embargo, y lo que la hace ser algo más que un una simple aventurita espacial, es la situación política de opresión que describe; rasgo que vuelve a compartir, de nuevo, con Un guijarro en el cielo (y que compartirá también con Las corrientes del espacio).
A primera vista, sin embargo, parece que ahora estamos ante una situación sin ambigüedades morales: los tiranos opresores son, en efecto, tiranos y sin duda oprimen; y los esforzados luchadores por la libertad están imbuidos de los más altos ideales.
Pero, a medida que se va desarrollando la historia, vemos que no todo es tan simple y, de hecho, a lo largo de la novela nuestras simpatías empiezan a ir hacia un personaje un tanto atípico. Hablo de Simok Aratap, que podría haberse convertido con facilidad en un malo de opereta, pero que nos es presentado como un individuo sensato, inteligente y con sentido del humor (características de las que está mucho mejor dotado que el protagonista) que, simplemente, está buscando lo mejor para su patria. Y, aunque no vacilará en destruir a quien se interponga en su camino, llegado el caso preferirá buscar una solución de compromiso que no suponga un derramamiento inútil de sangre. Seguro que no lo hace por un compromiso ético, sino por puro pragmatismo, pero incluso en eso se nos revela mucho más creíble (y nos resulta más fácil empatizar con él) que Biron Farril, el «heroico» personaje central de la novela.
Que en realidad, tiene poco de heroico: a lo largo de toda la historia, Farril es un personaje que se deja llevar una y otra vez por los acontecimientos y que, en ocasiones, recuerda a uno de esos personajes de Hitchcok envueltos en tramas que no comprenden y en las que han caído sin saber cómo ni por qué. Así, Farril sería una suerte de versión galáctica del Cary Grant de Con la muerte en los talones (aunque carece, por desgracia, del encanto y la ironía del Roger Thornhill que Grant interpreta en la película de Hitchcock).
Y, por último, Asimov hace algo muy similar a lo que había hecho unos años atrás en «El Mulo»: presentarnos a un personaje que, en apariencia, no despierta más que lástima y que es una suerte de ruina humana para, en el último momento, dar un giro a toda la situación y mostrarnos que es la inteligencia rectora que está detrás de todo y el verdadero responsable de cuanto ha ocurrido.
Polvo de estrellas es una novela modesta, sin duda, tanto en sus intenciones como en sus resultados. Pero la trama de misterio está bien vertebrada, los personajes (especialmente los secundarios y, sobre todo, el villano) se nos hacen enseguida interesantes y la resolución del misterio está a la altura de las expectativas creadas.
En resumen, no deslumbra pero no defrauda. Y, sin duda, Asimov se muestra como un narrador bastante más seguro y más hábil que en su anterior novela.
Un paso más hacia sus obras de madurez, por tanto.
Las corrientes del espacio
La tercera novela de Asimov se publica en 1952. Aparece, como las dos anteriores, en Doubleday, editorial que, poco a poco, irá afianzándose como el principal editor de Asimov, al menos en lo que se refiere a su ciencia ficción.
Las corrientes del espacio, que es como se titulará la nueva novela, comparte el mismo escenario de sus anteriores trabajos: esa Galaxia por la que la especie humana se va expandiendo poco a poco hasta crear un Imperio Galáctico humano. De hecho en Las corrientes del espacio, Trántor —futura capital del Imperio— es una pujante república que se está convirtiendo en una influencia decisiva en los asuntos políticos galácticos y cuyo modelo son, probablemente, los Estados Unidos de principios del siglo XX.
La trama, sin embargo, se centra en los planetas Florina y Sark, sometido y sometedor y, como ya es habitual en él, Asimov acude al pasado para darle consistencia al futuro que imagina. La situación de dominación del planeta Sark sobre Florina está tomada sin duda de la época de mayor esplendor del Imperio Británico, cuando la India era la principal joya de su corona. Y el paralelismo es mayor aún, ya que lo que le da a Sark su puesto destacado entre las potencias galácticas es un cultivo que sólo se da en Florina y que los sarkitas controlan.
Lo curioso de esta historia es que uno de los personajes centrales podría ser descrito, de acuerdo a la definición actual, como un terrorista fanático. Convencido de lo justo de su causa (liberar al pueblo de Florina de la opresión sarkita) no dudará en seguir adelante hasta las últimas consecuencias ni en sacrificar inocentes por el bien de su causa. Y, sin embargo, en ningún momento es simple, de una sola pieza o maniqueo. Al contrario, se trata de uno de los mejores personajes de la novela y, pese a todo lo que hace a lo largo de ella, uno no puede evitar sentir compasión hacia él cuando al final su victoria se revela pírrica y amarga.
De hecho, Las corrientes del espacio es, en prácticamente todos los aspectos, una novela bastante superior a Polvo de estrellas o Un guijarro en el cielo. Se nota que Asimov ya le ha pillado «el punto» a la novela, se siente cómodo en ese territorio y transita por él sin miedo. Tanto la estructura como la peripecia de Las corrientes del espacio son más complejas y están bastante mejor trabajadas que las de sus novelas anteriores. Y, del mismo modo, los personajes están mejor descritos.
En esta novela aparece de forma explícita por primera vez un arquetipo que Asimov usará bastante a lo largo de su carrera: el hombre inteligente, brillante incluso, pero al mismo tiempo indefenso, incapaz de valerse por sí mismo. Y, a su lado, la mujer fuerte, decidida, casi siempre con un problema de rechazo por parte del sexo opuesto, ya sea porque los hombres se sienten amenazados por su actitud, ya porque su aspecto resulta un tanto hombruno, ya por ambas cosas. La relación que se establece entre ambos personajes tiene enseguida un claro deje maternal, y la mujer se acabará convirtiendo invariablemente en protectora, guardiana y madre del hombre.
Rik y Valona son quizá los primeros personajes asimovianos que encajan en ese patrón (aunque hay esbozos previos de esa situación, como Toran y Bayta Darell en Fundación e Imperio). Rik es un analista espacial que ha perdido buena parte de su mente y se comporta como un niño brillante y asustado. Valona, la campesina que acaba cuidando de él, es grande, fuerte y decidida y, en el ambiente en el que vive, condenada a quedarse soltera para los restos. Rik es para ella como un regalo venido del cielo: alguien en quien puede volcar toda su necesidad de dar afecto sin necesidad de perder su carácter dominante y sin que eso se convierta en una amenaza para el varón elegido. Valona necesita a Rik: al carecer él de ego masculino, es probablemente el único hombre por el que puede ser amada. Y Rik no la necesita menos a ella: privado de su mente y su memoria, vuelto a una suerte de infancia emocional, Valona es el ancla, el refugio en medio de la tormenta al que puede acudir cuando las cosas van mal.
Con el tiempo, Asimov volverá sobre ese modelo y lo refinará progresivamente: Andrew Harlan y Noys Lambent en El fin de la Eternidad, Ben y Selene Langstron en Los propios dioses, Elijah Baley y Gladia Delmarre en Los robots del amanecer y, finalmente, Hari Seldon y Dors Venabili en Hacia la Fundación.
Como ya he comentado, es un modelo que ya había aparecido previamente, si bien sólo esbozado a medias, en «El Mulo», la segunda narración de Fundación e Imperio. El matrimonio formado por Toran y Bayta Darel comparte algunos puntos en común con él. Es curiosa esa obsesión de Asimov por repetir una y otra vez, aunque sea con variaciones, ese tipo de relación y más si tenemos en cuenta que, según confesión propia, Toran y Bayta son en parte una extrapolación de su propia situación matrimonial con Gertrude, su primera esposa.
A medida que se va desarrollando la trama de Las corrientes del espacio y Rik va recuperando retazos de su mente, va ganando también en seguridad. En cierto modo, lo que vemos a una velocidad acelerada es el paso de la niñez a la adolescencia. De una situación de total dependencia de Valona, Rik acaba pasando a ser quien tome la iniciativa, desafiando en ocasiones la autoridad de su protectora. Cuando la novela termina, la relación entre los dos ha cambiado y, en cierto modo, encontrado un equilibrio.
* * *
El otro personaje importante de la novela es el villano. El hombre que le ha lavado el cerebro a Rik y que usa sus conocimientos para chantajear a la clase sarkita dominante y, eso dice, obtener la liberación de Florina. Llevado por su fanatismo, por su convencimiento de estar sirviendo a una causa que merece cualquier sacrificio, no duda en manipular, secuestrar o matar a quien considere necesario con tal de obtener sus propósitos.
Como ya hemos dicho, sus métodos son los de un terrorista (o, según quién mire el asunto, los de un «luchador por la libertad») y habría sido fácil hacer de él un personaje de cartón piedra, uno de esos villanos del tres al cuarto fáciles de despreciar, sin apenas matices y que son poco más que el estereotipo de una idea o una obsesión.
Sin embargo, Asimov se toma la molestia de retratar al personaje desde su propio punto de vista, de mostrarnos sus vacilaciones morales y de hacernos comprender por qué hace lo que hace. Cuando acabamos la novela y se convierte en el último habitante de su mundo (que ha sido evacuado), dispuesto a morir con él cuando su sol entre en supernova, el lector pese a todo siente lástima por él. Son Rik y Valona quienes, en cierto modo, contemplan ese momento y es a través de sus ojos como vemos al otro personaje; pese a todo lo que les ha hecho, son incapaces de odiarlo, y se limitan a compadecerlo.
No hay grandes novedades técnicas con respecto a las novelas anteriores y Asimov es fiel, una vez más, a todas sus constantes narrativas: narración en tercera persona omnisciente, uso del diálogo como herramienta para definir personajes, situaciones o hacer avanzar la acción, un elemento de misterio que vertebra toda la trama y le confiere una estructura de thriller y un lenguaje sencillo y directo del que ya han desaparecido los últimos restos de amaneramiento pulp.
Con Las corrientes del espacio, Asimov termina de encontrarse a sí mismo como novelista y es la primera vez que se siente cómodo y seguro en el terreno de la novela. Su transición, su paso de escritor de relatos a autor de novelas termina aquí, podríamos decir.
¿Quieres saber más? Lo encontrarás en La ciencia ficción de Isaac Asimov
September 8, 2017
Edgard Rice Burroughs: Tarzán de los monos
Como muchos otros niños de mi generación, mi primer acercamiento al personaje de Tarzán fue a través del cine, concretamente a través de las películas protagonizadas por Johnny Weissmuller, el más popular de los tarzanes cinematográficos y responsable del famoso grito que se ha convertido en marca de fábrica del personaje. Vistas hoy, confieso que lo más memorable de esas películas me parece la presencia de Maureen O’Sullivan como Jane.
No fue el único, recuerdo algunas películas de Lex Barker y varias más, en la época de esplendor, por así decir, del explotation europeo, de diversa factura y resultado.
Como sea, casi todas estas producciones cinematográficas daban la misma visión de Tarzán: un tipo tosco, que apenas sabía hablar y de instintos primarios. Básicamente un salvaje poco sofisticado de increíbles aptitudes atléticas. Sus aventuras tendían a ser más bien rutinarias: por lo general, un hombre blanco (o una expedición de ellos) irrumpía en el Edén tarzanesco con aviesas intenciones. Tarzán, llevado por su ingenuidad o por sus deseos de no contrariar a Jane, confiaba en ellos y acababa poniendo en peligro su vida. Con la afortunada intervención de algún amigo animal (ya fuera Chita, ya fuera un elefante amigo que acudía a la llamada de socorro del señor de la selva) conseguía liberarse y, no sin antes enfrentarse a un enorme cocodrilo de plástico y saltar de árbol en árbol usando varios trapecios circenses estratégicamente situados, tomaba cumplida venganza sobre los malvados blancos.
Cuál sería mi sorpresa cuando un día descubrí, en la biblioteca de mis padres, la edición de Círculo de Lectores de la primera de las novelas, Tarzán de los monos. Encuadernada en tapa dura y con unas hermosas ilustraciones de Ballestar, enseguida llamó mi atención y no pasó mucho tiempo antes de ponerme a leerla.
No tardé en descubrir que el Tarzán literario se parecía al cinematográfico en poco más que el aspecto y uno o dos elementos de ambientación. El Tarzán creado por Burroughs, si bien criado por monos, acababa aprendiendo a leer por sí mismo usando los libros infantiles de la cabaña de sus padres muertos, aprendía sobre el mundo de los hombres civilizados y sus costumbres y era, en general, un individuo mucho más sofisticado que su equivalente en la pantalla. De hecho, cuando termina la primera novela, Tarzán habla con fluidez inglés y francés (además, por supuesto, de la lengua de los monos gigantes que lo criaron y varios dialectos de la selva) y se mueve por la civilización humana con total soltura, aunque no ha perdido su naturaleza salvaje.
Y yo me preguntaba, ¿por qué? ¿Por qué esa simplificación grosera en el cine de un personaje que, para mi mente infantil, tenía un potencial enorme?
Potencial que acabaría descubriendo del todo cuando, merced a un amigo que me fue prestando las siguientes novelas, iría descubriendo más y más sobre Tarzán y su entorno. Recuerdo que las novelas eran de su padre y que las guardaba bajo llave en un estante cerrado en el salón de su casa, como si fueran su tesoro más preciado, y que la idea de prestarlas, y mucho menos a un niño, no le hacía demasiada gracia. Era toda una odisea acercarnos allí mi amigo y yo cuando no estaba su padre, abrir el estante y coger una o dos novelas, que luego leía con extremo cuidado de no dejar marca alguna para devolverlas a su lugar al cabo de unos días y hacerme con otra más. Recuerdo que eran las ediciones de Gustavo Gili, una editorial barcelonesa de la época, y que las portadas solían ser normalmente fotogramas coloreados de alguna película de Weissmuller o, mucho menos a menudo, Barker.
Las tres primeras novelas discurrían por un entorno aventurero más o menos realista (siempre que pensemos que es realista hablar de una especie de grandes antropoides con lenguaje articulado y de un niño, criado por ellos, que aprende a leer por sí mismo simplemente ojeando unos manuales escolares), pero a partir de determinado momento, cuando aparece la ciudad perdida de Opar, la cosa cambia y las aventuras tarzanescas dan un giro hacia el pulp más desenfrenado y se llenan de elementos fantásticos: ciudades perdidas llenas de oro, valles en los que el tiempo se ha detenido y están llenos de monstruos y animales míticos, descendientes de legionarios romanos que siguen viviendo como si aún estuvieran en la antigua Roma, caballeros medievales atrapados desde tiempos inmemoriales en zonas aisladas, civilizaciones semi humanas en las que, curiosamente, el macho de la especie es un bruto peludo y simiesco pero la hembra suele ser una mujer de belleza apabullante, como la sacerdotisa de Opar… El África de Tarzán está repleta de misterios, aventuras y lugares fabulosos. Todo un filón del que el cine podría haber echado mano en lugar de limitares al «Yo, Tarzán, tú Jane» y a repetir una y otra vez el mismo esquema narrativo (¿cuántas veces caía el mismo porteador negro, pobre hombre, por la montaña? ¿A cuántos cocodrilos de goma acuchillaba Tarzán? ¿Cuántas veces caía víctima de su ingenuidad para ser rescatado por uno de sus amigos animales?).
Nunca entendí esa cortedad de miras del cine. Cierto que en producciones más recientes se ha intentado dar una imagen del personaje más cercana a los libros, pero también es cierto que el resultado no ha sido en general muy positivo.
Entretanto, yo seguía recorriendo ese África misteriosa y llena de maravillas en compañía de John Clayton, ese hombre que tan cómodo se encontraba en Londres ejerciendo de Lord Greystoke como en la selva pavoneándose ante los otros monos. Y disfrutando de cada página, de cada nuevo enemigo, de cada sorpresa, de cada nuevo secundario que se añadía, cada nueva ciudad perdida, cada nuevo anacronismo, cada…
El África de Burroughs es puro pulp, lo que no tiene nada de extraño, ya que fue en ese tipo de literatura en el que se movió toda su vida, ya fuera con el ciclo de Barsoom, el de Venus o el de Pellucidar. De hecho, anticipándose a modas más modernas, tuvo la visión comercial de mover sus héroes de un ciclo narrativo a otro y crear cossovers entre ellos, como cuando Tarzán acaba visitando Pellucidar, sin ir más lejos.
Las aventuras de Tarzán, el de verdad, no esas pálidas imitaciones, groseras, tontas y simplistas que hemos visto en las pantallas todos estos años, fueron uno de mis fetiches de la infancia. Aún hoy, cuando he conseguido (en distintas ediciones y en diferentes estados de conservación) reunir todas las novelas que Burroughs escribió sobre el personaje, siguen siendo una lectura fascinante. Llena de tópicos, cierto, con villanos a menudo ridículos y personajes de una pieza y sin demasiadas complicaciones, pero llena al mismo tiempo de maravilla, fantasía, misterio y emoción. Pulp en estado puro, sin pretender ser otra cosa y sin necesidad de pedir disculpas por ello.
Para la mayoría de los aficionados a la ciencia ficción es el ciclo de Barsoom, protagonizado por John Carter, su favorito de entre la obra de Burroughs. En mi caso, tengo que confesar que mi corazón se inclina hacia Tarzán de los monos, John Clayton, Lord Greystoke, marido de Jane Porter, señor de los Waziri, padre de Korak, amo de Jad-bal la, el león de oro y muchas otras cosas que me dejo en el tintero.
September 2, 2017
Isaac Asimov: Yo, robot
En 1948, un joven aficionado llamado Marty Greenberg (no confundir con el Martin H. Greenberg que, años más tarde, compilaría varias antologías con Asimov) crea una pequeña empresa editorial, llamada Gnome Press, y decide que sería buena idea recopilar en formato de libro algunas de las series más populares que han aparecido en las revistas de ciencia ficción.
Ya no hablamos de una simple antología, sino de lo que se acaba conociendo como fix-up: un grupo de relatos que comparten un escenario común, cuando no una cierta conexión argumental que va pasando de un cuento a otro; o, dicho de otro modo, una serie de relatos. Es una fórmula que la ciencia ficción lleva un tiempo probando y la idea de agrupar todos esos relatos dispersos en uno o varios libros es tan evidente que resulta sorprendente que a nadie se le haya ocurrido todavía.
De hecho, la pequeña editorial de Greenberg publicará durante los años cincuenta un buen montón de libros, buena parte de los cuales no tardan en convertirse en clásicos del género. Baste mencionar, por centrarnos sólo en unos pocos, obras como Ciudad de Clifford Simak, el Conan de Robert E. Howard, Mutante de Henry Kuttner (aunque aparece con el pseudónimo de Lewis Padgett, con el que Kuttner y su mujer, C. L. Moore, firmaban a menudo sus obras), Los hijos de Matusalén de Heinlein o Preludio al espacio de Arthur C. Clarke.
Y, por supuesto, Yo, robot, Fundación, Fundación e Imperio y Segunda Fundación de Isaac Asimov.
Cuando Asimov firma el contrato con Gnome Press para Yo, robot es muy probable que no espere que su libro sea un superventas. De hecho, es posible que no confíe en que se venda demasiado, no solo porque hablamos de una pequeña editorial sin grandes medios, sino porque, debió de pensar, la gente ya había leído esos relatos en la revista, ¿para qué iban a pagar por tenerlos todos en un solo volumen? Quizá que el principal motivo por el que acepta reunir sus cuentos de robots en un libro sea por pura satisfacción personal.
En cualquier caso, no se limita a tomar sus cuentos de robots, ordenarlos como crea conveniente y entregárselos al editor. Para que el libro funcione como una unidad escribe una nueva historia que, en cierta forma, engloba todas las demás y funciona como pretexto para ir presentando cada uno de los cuentos. Es un método muy común en los fix-up de relatos y Asimov no sería el único en usarlo. Eso hace aparecer el libro como una especie de «semi novela» y lo vuelve, o esa es la idea, más atractivo para el público.
Ese supuesto atractivo extra existe cuando la historia que sirve de enlace tiene sentido por sí misma y no se limita a ser una excusa. En el caso de Yo, robot, Asimov decide acertadamente usar a Susan Calvin como hilo conductor de todo el libro: un periodista acude a entrevistarla cuando ya es anciana y la ácida robopsicóloga irá recordando las viejas historias de robots, ya sea de forma directa por haber estado involucrada en ellas, ya de forma indirecta por haber conocido a alguno de los involucrados (como es el caso de Powell y Donovan). De hecho, Asimov modifica el primer cuento, «Robbie», y le añade varios párrafos en los que presenta a una jovencísima Susan Calvin que participa de refilón en la historia.
Como he dicho, usar a la robopsicóloga como hilo conductor es todo un acierto: su personalidad está presente de este modo durante todo el libro y lo dota de una estructura creíble y coherente y una lógica interna que lo hace funcionar como una unidad narrativa.
Es curioso que, al final del libro, Asimov mate a Susan Calvin (la entrevista tiene lugar cuando la doctora ya es una anciana y el periodista termina diciendo que muere poco después), como si no pensara volver a usar el personaje. ¿Se había cansado quizá de los cuentos de robots, como le pasó en su momento con la Fundación, o simplemente pensaba que la doctora ya no tenía gran cosa que aportar a la serie… o tal vez le pareció un buen recurso dramático en ese momento y no se planteó sus consecuencias a posteriori?
Difícil saberlo. Lo que sí es cierto es que Susan Calvin volverá y, de hecho, estará presente a lo largo de toda la vida de Asimov. De un modo esporádico (a veces con varios años entre cuento y cuento) pero sin irse jamás del todo. De hecho, el último cuento que escribió sobre Susan Calvin, «Visiones de robot», apareció en 1990, apenas dos años antes de la muerte de Asimov.
Leído hoy, Yo, robot es un libro irregular, con un puñado de cuentos bastante buenos (los de Powell y Donovan), varios que, siendo sinceros, resultan prescindibles («Robbie» o «El conflicto evitable») y dos o tres (como «¡Fuga!» o «El pequeño robot perdido») que podemos situar sin problemas entre sus mejores cuentos de robots. En realidad, el libro funciona como tal (por encima de la calidad de cada relato individual) gracias a la historia-puente que lo vertebra; no sólo por el modo en ayuda a matizar aún más el personaje de Susan Calvin, sino porque le da una unidad argumental y de estructura que no habría tenido si hubiera sido una simple recopilación de cuentos de robots.
Si Un guijarro en el cielo, como primera novela, justifica que uno se sienta razonablemente orgulloso de haberla escrito, Yo, robot, como primera recopilación de relatos, no es tampoco un mal volumen. Podríamos decir que los dos primeros libros de Asimov en el mercado son una carta de presentación más que aceptable.
También podríamos decir que prometen, más que dan. Que nos presentan las semillas de lo que será el autor en el futuro, más que los frutos.
Los relatos
El primer cuento de robots que escribió Asimov, y el primero en aparecer en el libro, es «Robbie», un relato que Asimov intentó presentar a Campbell, pero que este rechazó (y su amigo Fred Pohl, como ya había hecho en otras ocasiones, le explicó previamente por qué el editor de Astounding no lo iba a aceptar) y que terminaría apareciendo bajo el título de «Strange Playfellow» (Extraño compañero de juegos) en otra de las revistas que había en la época.
Aunque a lo largo de la historia no se mencionan de forma explícita las famosas tres leyes de la robótica (es posible que por aquella época aún no estuvieran formuladas de un modo concreto y detallado), el comportamiento de su niñera artificial sí que encaja con ellas. Sin duda, su presentación del robot como una simple pieza de maquinaria, regida por un programa que dicta su comportamiento y, por tanto, alejado de los dos clichés imperantes en la época en el tratamiento de los robots (los que el propio Asimov describe como «el robot como amenaza» y «el robot como pathos»), es bastante original e inaugura (sin saberlo en aquel momento y seguramente sin pretenderlo) un giro bastante radical en ese tipo de historias. Con el tiempo, serían otros cuentos de Asimov los responsables de dirigir ese giro, pero entretanto «Robbie» no es una mala carta de presentación.
Cierto que el relato tiene un claro bajón de ritmo hacia la mitad y que resulta demasiado sentimental en ocasiones (no llega a caer en lo sensiblero, pero lo roza). Pero en el haber tiene elementos que compensan con creces sus defectos.
No sólo la relación entre la niña y su robótica niñera está magistralmente descrita, sino que a lo largo de todo el relato hay una distante y casi imperceptible ironía que le da a la historia una fuerza que un tono más emotivo, más «implicado» emocionalmente, no habría conseguido. La familia que nos presenta en el relato, por otra parte, es curiosamente disfuncional en más de un aspecto y, de hecho, el retrato que traza de una familia americana de clase media se acerca a la caricatura en más de un momento.
Aunque Asimov no es consciente de ello, está incorporando a su forma de narrar elementos tomados de P. G. Woodehouse, el humorista británico del principios del siglo XX. Poco a poco, esos elementos se irían haciendo más visibles en su modo de escribir y, en algunos casos, Asimov llegaría a escribir cuentos totalmente «woodhousianos».
«¡Embustero!» y «Razonamiento» son los siguientes relatos de robots que publica Asimov. En ambos cuentos quedan establecidas la mayoría de las características de ese tipo de tipo de historias. Aunque en ellos aún no se mencionan de forma explícita las tres leyes de la robótica, van quedando claras cuáles son estas dentro del propio desarrollo de los relatos.
«¡Embustero!» es la primera aparición de Susan Calvin, uno de los más famosos (y mejor construidos) personajes de Asimov. Lo curioso es que la Calvin que vemos aquí es un tanto distinta a la que aparecerá en cuentos posteriores: más frágil, menos incisiva y, sobre todo, bastante más cerca de un cierto estereotipo femenino de la época de lo que lo será después. De hecho, parece claro que Asimov no tenía en mente seguir escribiendo historias con ella: la crea para ese relato porque la trama le exige un personaje de esas características y no será hasta algún tiempo después cuando le dé verdadera dimensión humana.
Por otro lado, «¡Embustero!» inaugura lo que será una de las características fundamentales de muchos de los cuentos de robots de Asimov: una vez establecidas las tres leyes de la robótica y el modo en que actúan, hay que ponerlas a prueba de alguna forma, tantear sus límites y, con el tiempo, ir más allá. En este caso, la capacidad telepática del robot que aparece en el relato redefine el concepto de «daño» para la programación robótica y acaba situando a la máquina en un callejón sin salida.
Más interesante es «Razonamiento», donde hacen su aparición Gregory Powell y Mike Donovan, enfrentados a un robot que, a pura fuerza de razonamiento, ha deducido la existencia de Dios y cuál es su papel en el universo, con la consecuencia de que considera a los hombres un experimento fallido de la divinidad, el primer intento de construir una criatura racional que, por supuesto, culmina en los robots. Es un relato humorístico bastante bien llevado bajo que el que hay una sátira consciente y un tanto demoledora de la religión y el modo en que la creencia influye en la percepción del universo.
Con «Robbie», «¡Embustero!» y «Razonamiento», Asimov ya podía decir con toda justificación que tenía una serie en marcha. Los tres relatos comparten los suficientes elementos de escenario (aparte del evidente uso de los robots) para ser considerados parte de una serie y, además, desconozco si por pura suerte o de forma deliberada, Asimov ha creado esas primeras historias de un modo lo bastante abierto para que sea una serie de duración indefinida. Con las premisas que ha elegido, puede pasarse el resto de su vida escribiendo cuentos de robots (en cierto modo lo hizo, podríamos decir) o abandonarlos en cuanto el público se canse de ellos sin que la serie se resienta o se quede a medias. No hay un lazo argumental que los una y que, por tanto, esté pidiendo un desarrollo o una conclusión: sólo elementos de ambientación y, por supuesto, los robots y el modo en que son afectados por las tres leyes de la robótica.
En aquel momento, tal como el mismo Asimov reconoce, en su fuero interno eran Powell y Donovan los protagonistas humanos de la serie: de carácter simpático y decidido, incluso algo campechano, creados para que el lector empatizara con ellos sin problemas, parecían la elección obvia. Paseando de un lado a otro del sistema solar para probar nuevos modelos de robots y solucionar los problemas que se presentasen, todo parecía indicar que estaban llamados a convertirse en una de las creaciones más exitosas de Asimov.
Podríamos decir que los cuentos de Powell y Donovan son un caso de fan fiction. John W. Campbell Jr., antes de iniciar su labor como director de Astounding y abandonar la literatura casi por completo, había escrito unos cuantos relatos de ciencia ficción. El más memorable es, seguramente, «¿Quién anda ahí?», que sería el origen de la película El enigma de otro mundo y de su remake (La cosa) a manos de John Carpenter, mucho más cercano al original literario que la primera versión.
Campbell tenía una serie bastante exitosa cuyos protagonistas, Penton y Blake, recorrían el sistema solar conociendo distintas especies en cada planeta y resolviendo con ingenio situaciones apuradas. A Asimov le gustaba mucho esa serie cuando aún era un joven que se limitaba a leer ciencia ficción y, sin duda, sus historias de Powell y Donovan son en buena medida la obra de un fan que está haciendo su propia versión de lo que tanto le ha gustado.
En cualquier caso, no tardó en verse que Powell y Donovan no iban a ser el hilo conductor de la serie de los robots. Ambos se convierten enseguida en poco más que una nota a pie de página (una nota vital y agradable, cierto) y el protagonismo les es robado casi sin que se den cuenta por esa Susan Calvin que está llamada a convertirse en uno de los mejores personajes asimovianos.
En febrero de 1942, se publica «El robot AL-76 se extravía», que Asimov prefiere no incluir en Yo, robot a causa de su carácter humorístico. Lo cierto es que, con humor o sin él, es un relato flojo que poco o nada aporta a la serie.
«Círculo vicioso», sin embargo, es bastante más satisfactorio. Es una nueva entrega de la breve serie protagonizada por Powell y Donovan y, como en todos los relatos de estos dos personajes, se trata de buscarles las vueltas a las tres leyes de la robótica; será en esta historia, por cierto, donde aparezcan citadas por primera vez de forma explícita. Los cuentos de este estilo (una especie de relato-puzle en el que hay que ir encajando las piezas poco a poco hasta llegar a la resolución final) se le daban bastante bien a Asimov y «Círculo vicioso» no es un mal ejemplo. La situación está bien planteada, el relato tiene cierto toque de humor sin pretender ser gracioso a toda costa y el enigma está resuelto con ingenio.
«¡Fuga!» (rebautizado por Campbell como «Fuga paradójica» y restaurado su título original cuando se incluye en Yo, robot) es un nuevo relato de robots con Powell y Donovan, con la salvedad de aquí Susan Calvin vuelve a hacer su aparición. Y ahora sí que podemos decir que es para quedarse.
La historia sigue la fórmula de los otros cuentos de robots: buscarle las cosquillas a alguna de las tres leyes de la robótica y ver cómo solucionar una situación aparentemente irresoluble.
Visto hoy, sin embargo, quizá el principal punto de interés del relato es el modo en que Susan Calvin, con su sola presencia, convierte en secundarios a Powell y Donovan, hasta entonces concebidos como protagonistas de la serie. De un plumazo, Asimov crea su mejor personaje femenino (como ya dijimos, la Susan Calvin que aparece en «¡Embustero!» es poco más que un esbozo de lo que llegaría a ser) y, aunque en posteriores relatos la irá definiendo con más detalle, es en «¡Fuga!» donde establece sus principales características.
Susan Calvin es fuerte, decidida, enormemente inteligente y, sobre todo, consciente de que está rodeada de hombres menos inteligentes que ella que saben que lo son pero jamás lo reconocerán. La consecuencia es que está frustrada tanto emocional como sexualmente (en parte porque los hombres que podrían estar a su altura nunca la verán como objeto de deseo y en parte porque los que podrían verla así jamás estarán a su altura) y, por tanto, acaba desviando sus afectos hacia los robots, cosificando en cierta manera a los humanos y ascendiendo al rango de personas a los autómatas. Susan Calvin es una outsider que nunca formará parte del sistema, por más que el sistema la necesite para funcionar; que quisiera integrarse en él pero no está dispuesta a hacerlo en las condiciones que el sistema le ofrece. La alternativa es la soledad y la frustración y los únicos que verán sus verdaderas emociones son los hijos que nunca ha tenido y los amantes que quisiera tener: los robots. Y, de hecho, los únicos humanos por los que se permite sentir una respuesta emocional cálida son sospechosos de ser robots en realidad, como veremos más adelante.
«¡Fuga!», por otro lado, está revestido de una suave pátina humorística casi imperceptible que hace que sea uno de esos relatos que se te quedan grabados enseguida y que, al terminar, te dejan muy buen sabor de boca: delirante es toda la secuencia de Powell y Donovan experimentando alucinaciones en un estado cercano a la muerte, y claramente humorístico el modo en que el ordenador de US Robots & Mechanical Men se convierte en un genio malicioso (se vuelve un poco loco, por así decir) para evitar que una contradicción lógica le acabe friendo los circuitos. Un humor del estilo de P.G. Woodehouse, un autor que, como ya hemos dicho más arriba, es una de las influencias reconocidas y reconocibles de Asimov.
El siguiente relato de robots que aparece publicado es «Prueba circunstancial» y Powell y Donovan parecen haber desaparecido del mapa y está claro que es Susan Calvin la protagonista de la serie. ¿Y a qué se enfrenta ahora? A un político, honrado y escrupuloso, al que su rival acusa de ser un robot.
El cuento profundiza aún más en la personalidad de Susan Calvin quien, paso a paso, va convirtiéndose uno de los mejores personajes de Asimov. Cuando queda claro que el político en cuestión es un ser humano (ha sido capaz de golpear a otro hombre, cosa que un robot no podría hacer nunca a causa de la Primera Ley) ella es la única que ve la posible trampa y da con el modo en un robot podría haber trucado todo el asunto.
Pero no le importa. No sólo eso, en el fondo lo prefiere. Los robots, dice, son fiables: diseñados para servir al hombre, para no hacerle daño jamás, para cumplir sus órdenes (pero nunca a costa de hacer daño a otros seres humanos), son en realidad todo lo que un ser humano decente debería ser. Y el ser humano más decente del planeta es, concluye Calvin, un robot.
Es la primera vez (tras su arranque de fría y fiera venganza por la humillación sufrida en «¡Embustero!») en que vemos a Susan Calvin mostrar una respuesta emocional de algún tipo. Con Stephen Byerley, el político que podría ser un robot, es cálida, es amable y está dispuesta a apoyarlo hasta el final. Y es así porque está convencida de que sus rivales tienen razón y es un robot.
Estamos ante un relato que plantea varios dilemas morales, unas cuantas preguntas espinosas. También aparenta resolverlas, si damos por bueno el razonamiento de Susan Calvin. Sin embargo, ¿lo es? ¿Es preferible ser tutelados por un benévolo robot que no tiene otra prioridad que nuestro bienestar o somos lo bastante adultos para cuidar de nosotros mismos? Incluso, aunque no lo seamos, ¿no tenemos acaso derecho a ser los artífices de nuestro propio destino, aunque eso nos conduzca al desastre?
La respuesta a esas preguntas tendrá ocupado a Asimov durante buena parte de su carrera como escritor de ciencia ficción. De hecho, en este relato en el que un posible robot acabará llegando a coordinador mundial (Presidente Planetario, como si dijéramos) está el embrión de ese futuro R. Daneel Olivaw que dirigirá en la sombra el destino de la humanidad durante más de veinte mil años.
Claro que aún falta mucho tiempo para que Asimov decida unir sus dos series de ciencia ficción más populares en una sola y haga que el vínculo entre ambas sea R. Daneel. De hecho, aún faltan unos años para que R. Daneel sea creado como contrapunto de Elijah Baley.
«Pequeño robot perdido», el cuento que Asimov publica en 1947, es de nuevo protagonizado por Susan Calvin. Y en él vamos viendo nuevos aspectos de la doctora, esta vez más directamente relacionados con su profesión de robopsicóloga.
De hecho, Calvin comprende el proceso mental de los robots como nadie y, durante todo el cuento, es capaz de manipularlos de un modo maestro.
El relato, por otro lado, es una historia de misterio (como lo va siendo poco a poco mucho de lo que Asimov escribe, ya sea o no ciencia ficción) y, durante todo su desarrollo, la tensión dramática se mantiene de un modo envidiable. A medida que el cerco al robot extraviado se va estrechando y los intentos de éste por no ser localizado se van volviendo más y más desesperados, el ritmo de la historia se va acercando cada vez más al de un thriller y, cuando llega la conclusión y salta la trampa, casi respiramos aliviados. Como en los mejores momentos de Hitchcok, Asimov ha sabido construir una relato de intriga y suspense trepidante y ha ido subiendo en él la intensidad dramática sin perder en ningún momento ni el pulso ni el ritmo de la historia ni, mucho menos, el desenlace hacia el que tiene que precipitarse.
Creo que se puede decir sin temor a equivocarse que «Pequeño robot perdido» es el mejor de los cuentos de robots que Asimov escribe en los años cuarenta.
El último de los relatos incluidos en Yo, robot es «El conflicto evitable», una continuación en cierta medida de «Prueba circunstancial»; aquí vemos a Stephen Byerley (el supuesto robot camuflado de humano) convertido en coordinador mundial del planeta Tierra y acudiendo a Susan Calvin para que investigue lo que parece ser un mal funcionamiento de los superordenadores que gestionan los recursos del globo. Es una historia que narrativamente no está entre lo mejor de su autor: la peripecia es mínima y se sostiene en una idea que no resulta ni especialmente atractiva ni muy memorable. No es un mal relato, porque para entonces Asimov tiene oficio suficiente para mantener el interés en casi cualquier cosa que escriba, pero no está a la altura de otros cuentos de robots anteriores y ni siquiera Susan Calvin consigue brillar demasiado en él.
Quizá lo más interesante es que en «El conflicto evitable» está el embrión de lo que, andando el tiempo, se convertiría en la Ley Cero de la robótica. Pues las máquinas todopoderosas que gestionan el planeta tienen en cuenta, no el bien del ser humano individual, sino de la Humanidad como conjunto, una idea sobre la que Asimov volvería años más tarde, cuando empiece a trabajar en la unificación de la serie de los robots con el ciclo de la Fundación.
Conclusión
Comentemos algunas de las características principales de los relatos asimovianos de robots. La primera es el esquema argumental que, con pequeñas variaciones, se mantendrá durante todos ellos: una vez establecidas las tres leyes fundamentales que rigen el comportamiento del robot, las distintas historias tendrán como objetivo ponerlas a prueba, buscar los huecos por los que algo se puede colar y, en general, jugar con su interpretación e implementación.
Estas leyes, que han sido repetidas hasta la saciedad, son las siguientes:
Un robot no hará daño a un ser humano ni permitirá, por inacción, que éste sufra daño.
Un robot obedecerá las órdenes de un ser humano excepto si éstas entran en conflicto con la Primera Ley.
Un robot salvaguardará su propia existencia excepto si esto entra en conflicto con la Primera o Segunda Ley.
Con estas tres sencillas premisas (Asimov siempre atribuyó su formulación explícita a Campbell, mientras que éste siempre insistió en que se debían totalmente a Asimov) se van construyendo las distintas historias. Y casi siempre parten de una aparente violación de alguna de las leyes (si un robot no puede dañar a un ser humano, ¿cómo es que uno parece haber matado a un hombre?, por ejemplo) para terminar la historia demostrando cómo éstas se han cumplido en todo momento. Son, en su mayoría, relatos-puzle, donde las distintas piezas del rompecabezas van encajando y el paisaje que, en principio, parece ambiguo queda totalmente claro con el ensamblaje de las últimas.
Son, en realidad, reglas éticas, más que leyes informáticas. De hecho, podríamos decir que son las leyes de comportamiento del buen ser humano. No tenemos más que reformularlas del siguiente modo:
Un ser humano no hará daño a otro ni permitirá, por inacción, que éste sufra daño.
Un ser humano obedecerá las leyes vigentes, excepto si éstas entran en conflicto con la Primera Ley.
Un ser humano preservará su propia existencia, excepto si esto entra en conflicto con la Primera o Segunda Ley.
Evidentemente, la total aplicabilidad de esas tres normas de comportamiento ético es un tema como poco discutible. Pero sin duda son una buena base a partir de la que construir algo, y Asimov así lo veía. No tarda en encariñarse con sus criaturas y las muestra, casi siempre, como seres fundamentalmente decentes y altruistas. Se podrá discutir sobre el mérito de un comportamiento decente y altruista si uno se limita (y no puede hacerlo de otro modo) a seguir la programación implementada en sus circuitos; pero, claro, ¿acaso nosotros no seguimos la programación implementada en nuestros circuitos genéticos, por no mencionar la que la educación y el ambiente van grabando en nosotros durante nuestro desarrollo? Con el tiempo, a medida que los relatos de robots van evolucionando (y lo hace el propio Asimov como escritor) la distinción entre hombre y robot empezará a volverse difusa.
Otro elemento característico es que los robots siempre se nos presentan como máquinas, como herramientas industriales diseñadas para cumplir una función. Esto, que hoy nos parece de cajón, no lo era tanto en esa época, donde el robot tendía a ser presentado bien como una amenaza, bien como una criatura doliente en busca de redención. Asimov se señala a sí mismo como responsable de haber acabado con esas dos tendencias y haber inaugurado un nuevo modo de tratar literariamente a los robots. Aunque no puedo garantizar que eso sea cierto al cien por cien, tampoco he encontrado indicio alguno de lo contrario, así que doy por buena su afirmación.
Lo que resulta curioso es que, aunque elimina el concepto de «robot como amenaza», esa idea sigue presente (y lo seguirá durante toda la serie) en el modo en que el humano de la calle contempla a los robots. El llamado «complejo de Frankenstein» (que podría resumirse como el miedo del creador a ser reemplazado por su criatura) está presente en la mayoría de los cuentos de robots de Asimov y, en algunos casos, es el detonante narrativo para parte de ellos. Hablaremos de esto más a fondo cuando lleguemos a Bóvedas de acero, su primera novela de robots.
Por último, es de destacar que de todos sus cuentos de esa época, son curiosamente los de robots los que más desfasados se han quedado tecnológicamente. No por los propios robots, sino por la parafernalia tecnológica (y especialmente informática) que los rodea. Los ordenadores que aparecen en estos relatos son invariablemente máquinas enormes y poco versátiles a las que no se puede programar en lenguaje natural (hay que traducir las órdenes, a mano, a simbología matemática antes de dárselas al ordenador) y de capacidad bastante limitada. Resulta curiosa esa contradicción entre los robots (que no dejan de ser ordenadores móviles), criaturas inteligentes y versátiles a los que se puede programar de viva voz, y esos ordenadores pesados y engorrosos de programar que pueblan sus cuentos.
¿Quieres saber más? Lo encontrarás en La ciencia ficción de Isaac Asimov


