Rodolfo Martínez's Blog: Escrito en el agua, page 13
December 27, 2011
Arthur C. Clarke
Es curioso. Cuando menciono escritores que me han influido o que se cuentan entre mis favoritos, casi nunca hablo de Clarke, ni siquiera cuando me limito a los escritores de ciencia ficción.
Y sin embargo Clarke fue una influencia muy temprana en mi vida de lector de CF, y bastante importante, sobre todo en mi infancia. Dos de sus novelas estaban entre lo primero que leí del género y una de ellas, de hecho, ocupó enseguida un puesto alto entre mis favoritas.
La otra era Las arenas de Marte, que no me entusiasmó especialmente. Recuerdo haberla leído, haber ido pasando las páginas con un interés moderado y haberla terminado sin que me pareciera gran cosa. No me aburrió pero tampoco me apasionó.
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«La ciudad y las estrellas». De todas las ediciones que tuvo la novela en castellano (creo que todas por Edhasa), ésta fue la que leí en mi infancia.
Con La ciudad y las estrellas la cosa fue muy distinta. Me atrapó desde el primer momento, me fascinó esa imagen de la última ciudad sobre la Tierra y, a medida que iba pasando las páginas e iba descubriendo el funcionamiento y comportamiento de la sociedad que habitaba en ella iba sintiéndome más fascinado. Seguí emocionado la peripecia de Alvin, el rebelde que estaba decidido a traspasar los muros de la ciudad y averiguar qué había más allá. Lo hacía y el mundo, poco a poco se iba ampliando (otras sociedades, otras especies, nuevos planetas, un terrible secreto que resolver) y Alvin, finalmente desentrañaba el terrible secreto de la decadencia de la civilización y la humanidad. Recuerdo que incluso entonces, siendo tan joven, encontré aterradora la idea de que el ser humano había llegado hasta el final del universo y luego había retrocedido por puro miedo para después dejarse languidecer hasta casi extinguirse.
Leí la novela varias veces y hubo una época en la que, si me hubieran preguntado, seguramente habría dicho que era mi novela de ciencia ficción favorita. No es extraño: sigo pensando que La ciudad y las estrellas es perfecta como lectura juvenil. Con once, doce años (al menos, con los once o doce años que recuerdo) tiene el equilibro perfecto entre sentido de la maravilla, peripecia aventurera y reflexión interesante.
Años más tarde descubrí que, en realidad, era la ampliación de una novela corta previa llamada «Against the Fall of the Night» que a veces ha sido traducido a nuestro idioma como «Anochecer», con la consiguiente confusión con el relato de Asimov «Nightfall», que casi siempre ha sido traducido como «Anochecer» a nuestro idioma.
Pude leer la novela corta original (y la continuación horripilante que el insufrible Gregory Benford escribió, pero mejor no hablamos de eso), pero sigo prefiriendo la versión en novela. Supongo que, en buena medida, porque leí primero ésta que aquélla.
Con el tiempo, a medida que ampliaba mis lecturas, fueron cayendo en mis manos otras cosas de Clarke.
Cita con Rama, por ejemplo, que me encantó y me hizo ver que el personaje central de una novela no tenía por qué ser humano ni tan si quiera estar vivo, que el protagonista podía ser, directamente, un objeto.
Y El fin de la infancia, que me pareció un libro con un arranque espectacular que, poco a poco, se iba deslizando hacia las peligrosas aguas del Mar de los Pestiños. Mucha especulación filosófico-metafísica y muchas pretensiones pero, a la hora de la verdad, se convertía en una novelita mediocre que no era capaz de estar a la altura de las ideas que intentaba plantear. Su novela mejor considerada, generalmente, por las altas esferas, por otra parte.
Y, lógicamente, 2001: Una odisea del espacio, cuya mayor virtud fue hacerme comprensibles varios momentos de la película de Kubrik. De esa novela, siento cierta predilección por la primera parte, la dedicada a la tribu de homínidos «tutelados» por el enigmático monolito.
Me gustó mucho su continuación, 2010: Odisea dos. Me pareció un fascinante viaje por el sistema solar con dos o tres especulaciones interesantes y, en ciertos momentos, inquietantes.
Cuanto menos se diga de 2061: Odisea tres y 3001: la odisea final, mucho mejor, especialmente de la última. Aunque, sí, lo reconozco, las leí. Así como también intenté leer algunas de las continuaciones de Cita con Rama escritas en colaboración con Gentry Lee y me parecieron abominables.
También leí unos cuantos libros de relatos como Alcanza el mañana y, por supuesto, los Cuentos de la Taberna del Ciervo Blanco.
Y Cánticos de la lejana Tierra, que me invitó al bostezo en un par de ocasiones y me pareció moderadamente interesante en algunos momentos.
En resumen, Clarke es un autor al que nunca tengo en cuenta a la hora de nombrar mis favoritos pero del que he leído unas cuantas cosas. Y que me interesa lo suficiente para, si encuentro material suyo que no he leído, plantearme la idea de hacerlo.
Y, como ya he dicho, La ciudad y las estrellas, sí que es uno de mis libros-fetiche, uno de los que, sin duda, acabaría poniendo en una lista diez imprescindibles. Aún hoy la sigo releyendo con agrado y la historia me funciona: en muchos aspectos, me parece modélica a la hora de tratar y hacer creíble una tecnología ultraavanzada con respecto a la actual y, al mismo tiempo, diseñar una sociedad distinta a la nuestra de un modo plausible. Se adelantó en varios años a conceptos hoy habituales de la ciencia ficción (como la realidad virtual o la nanotecnología o la creación de objetos reales a partir de patrones informáticos, ya fueran alimentos, telas o mobiliario) y supo hacerlo de tal modo que aún hoy, cuando algunas de esas cosas son una realidad o están a punto de serlo, su descripción de esas cosas no nos parece anticuada o desfasada.
Tengo también la sensación de que su influencia —casi siempre no acreditada— ha sido para el género mucho mayor de lo que parece (pensemos en La fuga de Logan, por ejemplo).
Curiosamente, tuve oportunidad de hablar con Clarke y decirle lo mucho que me había gustado su novela. Fue durante el transcurso de la HispaCon (convención española de ciencia ficción y fantasía) de 1998, en la localidad valenciana de Burjassot.
Fue, sin duda, uno de los actos más emotivos de la convención. Aparte de mí estaban en la mesa Juan Miguel Aguilera y Javier Redal, Gay y Joe Haldeman, Andrés Rodrigo y un joven que se iba a encargar de traducirnos lo que dijera Clarke y viceversa. Creo que esos eran todos, aunque bien puede fallarme la memoria. Y, por supuesto, al otro lado, el público presente en la sala.
Tras unos minutos de espera se estableció la comunicación telefónica con Sri Lanka, se puso a nuestro interlocutor en los altavoces y, tras una breve presentación, cada uno de nosotros empezó a hablar.
Todos intercambiamos unas pocas palabras con aquel anciano (su voz sonaba lejana y cansada y parecía enfermo) y él nos agradeció nuestros elogios. Joe habló con él un rato más que los demás, si no recuerdo mal; intercambiando tal vez alguna anécdota común. Y yo, como he dicho, tuve la oportunidad de decirle cuánto me había marcado en su momento La ciudad y las estrellas y agradecerle el haberla escrito.
Cuando terminó el acto y la conexión telefónica se interrumpió, creo que el joven intérprete se echó a llorar. Seguramente la tensión y la responsabilidad (y, por qué no, la emoción) pudieron con él.
Pocas veces uno tiene la oportunidad de acercarse a un autor y, simplemente, darle las gracias por haber escrito algo, por haber sido capaz de crear algo que ha hecho nuestro mundo un poco más grande. Me alegro de haber podido hacerlo con Clarke.
© 2011, Rodolfo Martínez
December 18, 2011
«Amistad»: otra vez Yáxtor Brandan
Amistad, una historia de Yáxtor Brandan
Desde hace unos días ya está disponible para su descarga gratuita un nuevo relato de Yáxtor Brandan, el personaje central de El adepto de la Reina y El Jardín de la Memoria. Se titula «Amistad» y tiene lugar poco después de que Yáxtor ingresase en la rama ejecutiva de los adeptos empíricos. Durante el transcurso de una de sus primeras misiones conoce a Fléiter Praghem y, juntos, colaborarán más tarde en una misión que los enfrenta a un extraño profeta que ha aparecido en la ciudad de Jarsarén.
«Amistad» es el segundo relato que Sportula publica sobre Yáxtor Brandan y, como el anterior («Embrión») se ofrece como ebook gratuito para todo aquel que tenga interés en saber un poco más del adepto empírico, su historia, su pasado y su mundo.
Podéis descargároslo pichando aquí.
© 2011, Rodolfo Martínez
December 11, 2011
Desagraviando
Siempre que hablo de mi primer relato publicado, menciono «El chico de la moto es el rey», aparecido en el número 10 de Máser, el fanzine que editaba Juan José Parera. Como tiendo a ser un puñetero desastre organizativo, a menudo menciono la fecha de 1989, pero consultando ahora la completísima bibliografía que de mí tienen en La Tercera Fundación, veo que fue en 1987.
Y veo también que, en realidad, no fue ésa mi primera publicación. De hecho, según La Tercera Fundación, publiqué mi primer relato unos cuantos años antes.
¿Cómo fue eso?
Recuerdo, en su momento, haberme puesto en contacto con —creo— Carmelo Rosales Santana, un aficionado de Canarias que publicaba un fanzine llamado Black Hole. Recuerdo haber hablado con él de esto de lo otro y de lo de más allá y haberle mandado algunos de mis cuentos.
Y, tras eso, no volví a pensar mucho en el asunto. Creo que le mandé los cuentos simplemente para que los leyera. No esperaba gran cosa del tema ni tenía la menor idea de que los estuviera considerando para su fanzine.
Es difícil recordar los detalles (hablamos de cuando tenía dieciséis años, allá por 1981) pero fue más o menos así.
Es posible que Carmelo me dijera que había aceptado dos de los cuentos que le mandé y que pensaba publicarlos en el fanzine. Hasta es posible que, en su momento, me mandase un ejemplar del mismo. No puedo asegurarlo. Mi memoria insiste en decirme que no, que tras aquel contacto no volví a saber de él, pero es muy posible que me equivoque.
En cualquier caso, no volví a pensar en el tema. Y, curiosamente, no volví a intentar publicar un relato en ningún otro sitio hasta casi seis años más tarde, cuando le envié a Juanjo Parera un par de cuentos para su Máser. Para entonces, ya había olvidado totalmente el tema de Black Hole. Y, de hecho, ni siquiera conservaba los relatos que había publicado, titulados «Los únicos seres vivos» y «Elecciones».
Así que, para mí, la aparición de «El chico de la moto es el rey» en Máser 10 es mi primera publicación (mi «primer vuelo» según la terminología que usaba Nueva Dimensión). Lo cual no es cierto y, además, injusto. Seis años antes, mi firma ya había aparecido al pie de dos relatos en un fanzine llamado Black Hole que se hacía en Canarias.
Recogido queda aquí, por tanto, como desagravio y para que quede constancia del hecho.
POSTADATA:
Sí que recuerdo perfectamente ambos relatos. Que me acuerde de «Elecciones» no es raro, pues aún conservo la adaptación al cómic que un amigo hizo de él cuando éramos adolescentes, pero es más sorprendente que tenga tan claro en la memoria «Los únicos seres vivos», del que no conservo copia alguna.
Ambos eran cuentos con retruécano final.
El primero, «Elecciones» era un chiste bastante facilón. Y, anticipándose en varias décadas a la moda, un microrrelato de dos o tres párrafos. Básicamente un personaje se preguntaba a quién iba a votar en las próximas elecciones. En la frase final, descubríamos que era un ángel que no sabía a qué deidad elegir con su voto. Una chorrada de chiste.
El segundo estaba resuelto, por lo que recuerdo (y, de nuevo, puede que me equivoque) como un diálogo entre dos individuos. Consideraban a su planeta el único con seres vivos de todo el universo, ya que el universo entero giraba alrededor de ellos y ellos eran los únicos inmóviles: para ellos, todo cuanto se movía, estaba muerto, y era la inmovilidad lo que marcaba que algo estuviera vivo. Al final, descubríamos que quienes hablaban eran dos rocas lunares. Un intento de relato de «inversión de ideas», como los llamaba Asimov. Un intento bastante patético, todo hay que decirlo.
Esos dos fueron mis primeros cuentos publicados. No creo que nadie hubiera dado un duro por mí (¿un duro de 1981?, ni de coña, ni una peseta) tras leerlos. Yo mismo no lo habría hecho, en realidad.
Pero, bueno, aquí estamos, sea donde sea, treinta años más tarde.
© 2011, Rodolfo Martínez
December 6, 2011
De Macondo a Bespin
A los quince años, aproximadamente, me puse a escribir una trilogía de fantasía heroica. Tenía que ser una trilogía, por supuesto; al fin y al cabo, era el mantra de la época.
Un enemigo que volvía, un grupo de personajes cuyos destinos se unían durante un viaje, un campeón elegido para representar a los hombres en un desafío del que todo dependía, viajes, amenazas, traiciones, peleas, amores contrariados, varias tramas paralelas…
Y, por supuesto, un mapa detallado. Y una cronología del universo en el que se desarrollaba todo. Y, como no podía ser menos, un idioma inventado. Y un alfabeto.
En otras palabras, intentaba ser Tolkien.
Obvio es decir que no lo conseguí.
La empresa, sin embargo, me mantuvo ocupado durante algo más de tres años, al acabar los cuales había terminado el primer volumen de la trilogía y parecía ir avanzando a buen ritmo por el segundo.
Era el momento adecuado para dejarlo. Cosa que hice un día, tras darme cuenta de que no iba a llegar a nada que mereciese la pena. No me arrepiento de haber dedicado mis esfuerzos literarios de esos tres años (no en exclusiva, pero sí en su mayor parte) a esa tarea. Aprendí bastante el proceso y no todo fue trabajo que acabase en la papelera. Ciertas situaciones, ciertos elementos de ambiente y geografía, acabaron sobreviviendo y pasaron (muy deformados) a mi obra posterior.
Y hubo algo que, en principio, era puramente anecdótico y que acabó teniendo más importancia de la que yo preveía:
En cierto momento de la novela (que se llamaba, por cierto, El hombre y la diosa), el protagonista se veía apartado del resto del grupo y entraba de noche en una villa costera donde tenía una curiosa conversación con su creador, con el tipo que estaba escribiendo la novela en la que él era un personaje.
Original de narices, ¿eh? Bueno, era joven, acababa de leer Niebla de Unamuno y el pasaje donde el personaje central de la «nivola» iba a ver a su autor para pedirle que, por favor, no le «suicidase» me había marcado bastante.
En cualquier caso, cuando hubo que darle un nombre a ese pueblo de pescadores de aspecto fantasmal y ambiente onírico, decidí llamarlo Drímar. Básicamente tomé el término «dream», castellanicé su grafía y le añadí una terminación.
Drímar.
Me gustaba cómo sonaba. Y estaba seguro de que, tarde o temprano, lo usaría de nuevo.
De hecho, no tardé en hacerlo.
Con dieciocho años, acababa de descubrir Cien años de soledad. Caí sobre la novela de un modo un modo… voraz. El libro me duró menos que un suspiro y cada página que leía me tenía atrapado, hechizado, fascinado.
No tardé en hacerme con otras novelas de García Márquez. Y menos aún en darme cuenta de que muchas de ellas estaban ambientadas en una ciudad colombiana ficticia llamada Macondo. Faulkner tenía su Yoknapatawpha; Benet, su Región; Clarín, su Vetusta… Y García Márquez, su Macondo.
Y yo, me dije, no iba a ser menos.
Así que volví sobre Drímar, y decidí usarlo.
Decidí también que Drímar iba a ser una mezcla de Candás (mi pueblo de nacimiento) y Gijón (mi lugar de residencia desde hacía ocho años). Iba a ser un escenario en el que la realidad, lo onírico, los miedos y las fantasías, lo que pudo haber sido y lo que fue de verdad iban a convivir sin solución de continuidad. Iba a ser, pensaba con mis dieciocho años a cuestas, mi monumento a la nostalgia.
Me embarqué en la concepción de algo que llamé Cuatro noches en Drímar y donde narraba (y, de paso fantaseaba con ello, con todo lo que no había pasado pero pudo haberlo hecho) el periodo que iba de mis quince años a los dieciocho.
Eran cuatro capítulos. Cada uno abarcaba un año de mi vida (la real y la fantaseada), ocupaba unas cincuenta páginas y era una sola frase en la que, sin solución de continuidad, convivían distintos momentos temporales, diferentes puntos de vista narrativos y la secuencia de los acontecimientos era un carrusel un tanto enloquecido.
Si alguien piensa que hacía poco que había leído El otoño del patriarca de García Márquez, no va muy desencaminado, en efecto.
El resultado fue, digámoslo claro, pura basura autocomplaciente. No en sus intenciones, quizá, pero me temo que sí en sus resultados. No tenía ni la experiencia vital suficiente ni la madurez literaria necesaria para que hubiera sido otra cosa.
Pese a todo, intenté continuarlo, convencido de que aún podía sacar algo bueno de todo aquello. Escribí un relato llamado «Quinta noche en Drímar» donde, un año más tarde, a los diecinueve, intentaba de nuevo codificar literariamente algunos acontecimientos de mi vida. De nuevo el resultado fue… el esperable. Creo que llegué a empezar una «sexta noche», pero sospechó que no llegué a terminarla; y, de hacerlo, fue la última, eso seguro.
Mi intento de crear mi Macondo particular, mi territorio literario personal, no parecía estar yendo muy bien.
Luego, un día, me puse a escribir algo que podríamos definir como un western postapocalíptico: una sociedad en ruinas, un pistolero de mirada fría, un pasado en el que prefería no pensar que le salía al paso, un tiroteo…
Y, por algún motivo que hoy ya no recuerdo, decidí que aquello también se ambientaría en Drímar, pero ya no en el pasado, sino en el futuro. En un futuro donde la sociedad, tal como la conocíamos, había desaparecido, y la pura supervivencia era el único factor relevante. Un escenario fronterizo. También, un escenario de ciencia ficción.
Que, al fin y al cabo, era lo que llevaba escribiendo desde los doce años. Así que, después de haberla abandonado, primero por la fantasía de corte tolkieniano y luego por un patético intento de hacer realismo mágico, volvía a mis raíces. De vuelta en casa, ¿qué hay para cenar?
Pues, como casi siempre, lo que había era un batiburrillo extraño que tenía mucho de western, de relato fronterizo; y era también ciencia ficción en su variante postapocalíptica; y no dejaba de ser una rememoración de un pasado que era como un fantasma molesto que no terminaba de irse jamás. Era, en realidad, una extraña macedonia en la que intentaba meter todo lo que me gustaba y me apetecía contar. Y trataba de hacerlo a la vez y sin preocuparme demasiado por cómo iba a encajar todas las piezas.
Y, de algún modo u otro, lo hacían. Encajaban. Mejor en algunos casos que en otros, pero la mezcla funcionaba.
Y siguió haciéndolo a medida que le fui añadiendo más ingredientes.
Escribí varios relatos ambientados en esa Drímar, en lo que podríamos llamar la segunda etapa. Y también una novela, Después del pasado, que estuvo a punto de ser publicada en Máser, el fanzine que hacía Juan José Parera, una historia que tal vez cuente otro día.
Y, poco a poco, Drímar fue creciendo. No hubo una tercera etapa, en el sentido de que no hubo un momento en que tuviera la sensación de que estaba ante una nueva fase del escenario. Simplemente, a medida que nuevas historias se me iban ocurriendo, Drímar se adaptaba a ellas, cambiaba para acomodarlas, crecía para hacerles espacio.
En un principio había sido un territorio de pura nostalgia. Una especie de pasado inventado.
Luego, fue un futuro cercano. Un futuro sombrío, en el que la civilización estaba en ruinas.
Y, poco a poco, ese futuro se fue ampliando. La civilización fue reconstruida. El hombre dejó su planeta de origen, se expandió por el sistema solar, aprendió a viajar más rápido que la luz y, por fin, colonizó la Galaxia.
Fue un proceso que duró varios años. Y no fue diseñado de un modo consciente ni premeditado.
Cada vez que se me ocurría una nueva historia que narrar, la primera pregunta que me hacía era: ¿tiene cabida en Drímar, puede desarrollarse allí?
A veces la respuesta era un claro «no». Otras, un «sí» muy evidente. Pero en la mayoría de los casos se trataba de un «tal vez».
Tal vez, si extiendo la cronología unos cuantos años y hago que pase esto, lo otro y lo de más allá. Porque para entonces, sí que tenía una cronología de los acontecimientos principales… de algo me había servido el trabajo de El hombre y la diosa, al fin y al cabo.
Tal vez, si retrocedo a este momento del escenario y lo amplio con este acontecimiento y el de más allá.
Tal vez, si aprovecho que aún no he publicado nada de todo esto y hago que esto no haya pasado y en su lugar haya sucedido esto otro.
Prácticamente todos estos «tal vez» se transformaron en «sí».
Y, con cada nueva pieza, Drímar fue creciendo. Y creciendo. Y creciendo.
Un puñado de historias se desarrollaba en la época posterior al colapso de la civilización, el periodo al que llamé «El Interregno».
Algunas, especialmente las de mi detective privado Roy Córdal, en el periodo posterior a la reconstrucción.
Y buena parte de ellas, las más largas, complejas y ambiciosas, aquellas con las que di el paso de autor primerizo a novelista publicado, durante la colonización de la Galaxia por parte de la humanidad.
De éstas, una de las últimas fue La sonrisa del gato, mi primera novela publicada, que se desarrollaba en una estación espacial en forma de peonza que (tardé en darme cuenta, os lo aseguro, no fui consciente de ello mientras escribía la novela) estaba inspirada en Bespin, la ciudad en las nubes que aparece en El imperio contraataca.
Drímar es, posiblemente, el escenario al que más tiempo le he dedicado como escritor. Su primera aparición, casi anecdótica, en aquella novela de fantasía, fue allá por 1981 y la última aportación al universo (Bifrost, que tarde o temprano aparecerá de la mano de Sportula) fue escrita en 2001. Veinte años, por tanto. Veinte años durante los cuales, partiendo de un entorno intimista y onírico, acabó convirtiéndose en un ciclo narrativo que abarcaba varios miles de años y buena parte del espacio conocido.
Una buena porción del material que escribí ambientado en Drímar se quedó por el camino. Parte de él, antes de morir, dejó semillas que acabaron germinando. Fue un proceso largo, a veces complicado y casi siempre gratificante, de aprendizaje. Con Drímar perdí los «dientes de leche» como escritor y desarrollé y di forma definitiva a mis obsesiones, mis manías y mis hábitos a la hora de encarar la narrativa.
© 2011, Rodolfo Martínez
December 4, 2011
Nunca tiro nada
Hace poco, rebuscando por mis viejos papeles en busca de otra cosa (que, por supuesto, no encontré) me di de narices con la copia impresa de una vieja novela escrita a finales mediados de los años ochenta y que nunca conseguí publicar.
Bueno, en realidad encontré la segunda parte de las tres en las que estaba dividida la novela. No tengo ni idea de qué habrá pasado con la primera y la tercera.
La cosa en cuestión se llamaba El centro de la galaxia y era, más o menos, un space opera, una aventura espacial. Mientras releía aquello (y me decía a mí mismo una y otra vez «pero, por Dios, qué malo es esto, mira esos diálogos, qué patéticos») recordé que, en realidad, aquella novela era una reelaboración de otra que había empezado a los diecisiete años y que nunca llegué a terminar llamada La tercera galaxia.
Ambas versiones se iniciaban con una guerra a escala galáctica entre dos facciones: Amre y Sáver. Y si alguien quiere saber de dónde saqué los nombres, que piense en la Guerra Fría y en sus dos principales contendientes. Una tercera facción, hasta entonces en la sombra, irrumpía en mitad de la contienda y era la que terminaba ganando. Hasta ahí, por lo que recuerdo, lo que llegué a escribir de la versión original, La tercera galaxia.
El centro de la galaxia contaba, en su primera parte, más o menos eso mismo. La segunda era la historia de un grupo de exiliados que habían logrado huir antes de que la facción en la sombra se hiciera con el control total en la galaxia. La tercera y última parte narraba cómo ese grupo de exiliados regresaban y liberaban a los pueblos galácticos del yugo bajo el que estaban.
La parte que conservo, como he dicho, estaba escrita con torpeza, llena de personajes tópicos y estereotipados, diálogos de película barata de los años setenta y, en general, con una peripecia no demasiado original. Lo que recuerdo de las partes que se han perdido no es mucho mejor.
Así que, si lo pienso, bien, mejor que se hayan perdido, qué narices.
Sólo que, ¿lo han hecho?
Aquellos que hayan leído el ciclo de Drímar o parte de él, saben que a partir de determinado momento la galaxia se divide en dos facciones: La Confederación de Drímar y el Mandato Sáver.
Y aquellos que hayan leído «Los celos de Dios» o La sonrisa del gato, recordarán la existencia de una nueva facción, que aguarda entre las sombras el momento adecuado para hacerse con el poder y eliminar a las dos facciones existentes, cuando la Dispersión acabe provocando un estado de caos y, seguramente, de guerra en la galaxia.
Y, cuando alguien le eche los ojos encima a Bifrost (último libro del ciclo de Drímar y que saldrá, si todo va bien, para 2013), descubrirá que, con el tiempo, un grupo volverá a la galaxia dispuesto a destronar a la criatura que se ha hecho con el poder en ella.
Es decir toda una subtrama importante para los acontecimientos del trasfondo en la última parte de mi ciclo de Drímar tiene su origen en algo que escribí por primera vez con diecisiete años. El material original no era publicable, desde luego. Ni tampoco el que escribí años más tarde partiendo de él. Pero de algún modo, no fue un trabajo estéril. Sus semillas germinaron en mi mente, se ramificaron, se mezclaron con otras ideas y acabaron dando un fruto que mereció la pena.
Nada de lo que escribes es inútil, no por completo. Por malo que sea, por carente de valor que parezca, todo acaba teniendo su utilidad, de un modo u otro.
© 2011, Rodolfo Martínez
December 1, 2011
¿Gigatrek?
Me temo que el chiste acabó resultando inevitable.
Veréis, Gigamesh empezó como un fanzine. Y así siguió durante unos años. Luego, Alejo Cuervo decidió dar el salto a revista profesional y de ahí surgió un primer número de Gigamesh (con fecha de portada Junio/Julio de 1991), que tuvo una distribución bastante potente en toda España. De hecho, en su día pude llegar a verla en varios quioscos de Gijón. Y si llegó hasta aquí es que tuvo que haber llegado a todas partes.
No tengo la menor idea de cómo se vendió ese primer número de la revista, aunque los rumores de la época decían que a Alejo se le había ido la mano, había hecho imprimir como veinte mil ejemplares y se había visto obligado a comerse con patatas buena parte de ellos.
Repito, era la rumorología que había por aquel entonces. No tengo manera de saber qué había de verdad en ella. Aunque, conociendo cómo son estas cosas es fácil suponer que el rumor fuera una exageración que contenía algún que otro elemento real.
El caso es que sacó un segundo número. La revista era bimestral, así que aquél fue el número de Agosto/Septiembre del 91. Tras la salida del número tres, con un pequeño retraso (Enero/Febrero de 1992), la cosa parecía estar afianzada y en marcha.
Así que nos dispusimos a esperar por el número cuatro.
Y a esperar.
Y a esperar.
Y pasaron los años. Casi tres, si no recuerdo mal. Pese a las protestas de su editor, casi todo el mundo en el fandom estaba convencido de que el experimento Gigamesh había pasado a mejor vida tras un periodo fugaz e interesante en que había intentado convertirse en revista profesional y que, aunque su muerte nunca sería anunciada de forma oficial (eso nunca se hacía en el fandom: los fanzines entraban en hibernación, jamás se cancelaban, no importaba que la hibernación fuera eterna), ésta era un hecho.
Lo cual demuestra lo equivocado que uno puede estar. O que muchos pueden estar. Porque hubo un número cuatro de Gigamesh. Y un cinco. Y un seis. Y, con el tiempo, aunque fue costoso (hubo un larguísimo paréntesis entre el número 6 -diciembre del 95- y el 7 -octubre del 96-), Gigamesh empezó a cumplir plazos y fechas y la revista salió puntual y sin retrasos. El responsable de eso (y de hacer que la publicación empezase a convertirse en un referente entre los aficionados) fue, sin la menor duda, Julián Díez.
Pero, entretanto, y hasta la llegada de Julián, el tiempo seguía pasando, no salían números nuevos de Gigamesh y, sin embargo, su editor anunciaba que la revista no estaba muerta y que, en cuanto ciertas cosas estuvieran en orden, seguiría adelante.
Así que, como decía al principio, el chiste fue inevitable.
No sé quién lo lanzó al aire. Pero no tardo en calar entre los aficionados. No es sorprendente, era sencillo, directo y su retruécano resultaba perfectamente comprensible por todos:
—Oye, ¿te acuerdas de aquel episodio de Star Trek: la nueva generación en el que Picard está leyendo el número cuatro de Gigamesh recién salido de imprenta?
© 2011, Rodolfo Martínez
November 29, 2011
¿Estamos solos en el universo?
Nueva Dimensión 119
Esa pregunta encontró respuesta para mí a principios de 1980.
Hasta ese momento, no lo tenía claro, pero si me lo hubiesen preguntado, habría dicho que sí, que estábamos solos. Concretamente, que Javier Cuevas y yo estábamos solos, éramos los únicos aficionados a la ciencia ficción y la fantasía que había en el mundo. Bueno, venga, no exageremos. Dejémoslo en España.
Sabía que no podía ser así. Por ingenuo que fuera, era imposible que una editorial sobreviviera vendiendo sólo los ejemplares que podíamos adquirir Javier y yo. Así que, obviamente, alguien más leía a Asimov, a Clarke, a Dick o a Heinlein. Y seguro que hasta había gente que leía al tipo aquel polaco tan raro (no, no hablo de Sapkowski, obvio es decirlo) cuyos libros a veces veía en los estantes pero que nunca me decidía a pillar. De hecho, sabía que algunos compañeros de clase leían ocasionalmente ciencia ficción y les gustaba.
Pero no era lo mismo. Eran lectores generalistas que lo mismo se leían un policiaco que un histórico, una novela realista decimonónica, el best-seller de moda o una de ciencia ficción. No sentían verdadera predilección por un género concreto. No eran fans.
No eran, por usar una palabra que yo entonces desconocía, friquis.
La lógica me decía que no, que no podíamos estar solos. Vale que tanto Javier como yo éramos… iba a decir excéntricos, pero ninguno de los dos tenía suficiente dinero para ser calificado así. Así que éramos simplemente raros. Capaces, más o menos, de mezclarnos con la gente… ¿normal? y socializar con ellos e incluso, en ocasiones, de camuflarnos y mezclarnos en la multitud y parecer uno más. Pero no, aquéllos no eran los nuestros. Estábamos entre filisteos. En algún lugar tenían que existir más fieles de la fe secreta (bueno, no tan secreta, porque lo cierto es que nunca hicimos ningún esfuerzo en ocultarla) que compartíamos.
Y un día, alguien vino con la respuesta bajo el brazo. Un compañero de clase me trajo dos extraños libros… que no eran dos libros, sino dos números de una revista. Con un formato raro de narices (casi cuadrada, un poco más ancha que alta), se llamaba Nueva Dimensión y en aquellos dos números, si no recuerdo mal, estaban las dos primeras antologías que Isaac Asimov había recopilado de los ganadores de los Premios Hugo.
No eran, según supe después, verdaderos números de la revista, sino dos de los especiales que Dronte Argentina había sacado, algo que al parecer podían hacer en virtud de su contrato con la revista «de verdad».
Pero eso no importaba.
Existía una revista de ciencia ficción española. Como aquéllas de las que hablaba Asimov en los comentarios de sus cuentos: Astounding, Galaxy, F&SF…
Y si existía, estaba en los quioscos o las librerías. Y, por tanto, podía hacerme con ella.
Así que me acerqué al lugar donde solía comprar los libros. Una librería llamada Paradiso que, en aquellos tiempos, era lo más parecido al cielo que podía encontrar un solitario aficionado a la ciencia ficción en Gijón. Tenían un estante completo de CF. Y otro de fantasía. Y otro de cómic. Y otro más de novela policiaca. Y la gente que trabajaba allí conocía lo que vendía, te orientaban, podían informarte. Era, de lejos, lo más parecido que podías encontrar en 1980 en una ciudad de provincias española a una librería especializada.
Y sí, allí estaba, un ejemplar del número 119 de Nueva Dimensión. No era como los que me había dejado mi compañero de clase: el formato ya era más estándar, más parecido a un libro normal, aunque seguía manteniendo el mismo diseño de portada. Y unos minutos más tarde, con él bajo el brazo, me dirigí a casa. Abrí sus páginas y empecé a leer.
¿Y qué era aquello?
¿Solos? ¿Qué coño íbamos a estar solos? Si uno leía las páginas de Nueva Dimensión se quedaba con la sensación de que la península hervía de grupos de aficionados, cada uno de ellos embarcados en multitud de actividades. Y, encima, había una cosa llamada HispaCones donde se reunían todos una vez al año. La última había sido en Madrid, en 1979, y aquel número hablaba de ella y publicaba algunos de los relatos que se habían premiado en su transcurso.
¡Relatos de ciencia ficción de autores españoles!
Así que no era yo solo el que se tiraba tardes y tardes escribiendo ciencia ficción. Y, encima, había tipos que conseguían publicarla. Me llamó especialmente la atención un cuento de un tal Rafael Marín titulado «Habrá un día en que todos…». Aquel tipo tenía garra, sabía contar las cosas, habría que seguirle en el futuro. No contento con eso publicaban un fragmento de una novela de un tal Ignacio Romeo en una sección llamada «Lo que preparan nuestros autores». Y relatos de Joan D. Vinge y Leigh Bracket. Y un artículo de un tal Javier Redal sobre la ciencia ficción y la genética, y otro sobre comics de ciencia ficción (SF, como la llamaban entonces, usando las siglas anglosajonas) dedicado a Buck Rogers.
Y algo más. Una sección llamada «Se dice» donde se informaba de los libros que salían a la calle. De las revistas que había. Y de una cosa llamada fanzines que, básicamente, eran revistas hechas por aficionados donde se publicaban relatos y artículos de otros aficionados.
Y una sección de correo, donde los lectores opinaban sobre números anteriores de la revista y daban su divina opinión sobre lo que habían leído.
¿Solos?
Ni de coña. Qué narices íbamos a estar solos. El universo estaba lleno de aficionados a la ciencia ficción. Javier y yo teníamos la mala suerte de vivir en la periferia de la Galaxia, y nos parecía un lugar desolado y sin habitantes. Pero allá, a lo lejos, en el luminoso centro, había una civilización activa y abigarrada con la que acabábamos de establecer nuestro primer contacto.
Las últimas páginas de la revista incluían un boletín de suscripción. Ni siquiera me lo pensé. Lo rellené, lo puse un sobre y lo mandé por correo. Y a partir de ese momento, durante unos tres años, recibí puntualmente mi ración de ciencia ficción. Al principio cada mes, luego cada dos meses, cuando la revista se hizo bimestral.
Y, poco a poco, fui descubriendo el ancho mundo que había más allá de mi solitaria posición de aficionado casi solitario a la ciencia ficción.
A través de Nueva Dimensión descubrí a George R. R. Martin («Los reyes de la arena») y a John Varley («La persistencia de la visión») y a Orson Scott Card («La casa del canto») y me enteré de la enloquecida forma de pensar de Dick en el número especial dedicado a él, y descubrí la obra de autores españoles como Rafael Marín («Nunca digas buenas noches a un extraño»), el propio Domingo Santos, director de la revista («En la ciudad»), Ángel Torres Quesada (Dios de Dhrule y Dios de Kherle), Juan Miguel Aguilera y Javier Redal («Sangrando correctamente»). Y oí hablar de un fanzine llamado Space Opera que editaba Miguel Ángel Martínez y otro llamado Máser que publicaba Juan José Parera (él no lo sabía, pero unos nueve años más tarde se convertiría en mi primer editor). Y un día, sorpresa, me llegó un ejemplar de uno llamado Kandama que editaba un tal Miquel Barceló y que Nueva Dimensión regaló a todos sus suscriptores. Y un montón de ellos más.
Términos como fandom, WordlCon, SF (aunque yo siempre preferí llamarla CF) empezaron a ser familiares.
Estaba lejos, cierto. Pero ya no estaba solo. Y no lo estuve nunca más.
© 2011, Rodolfo Martínez


