Rodolfo Martínez's Blog: Escrito en el agua, page 12
March 19, 2012
ePublicar o ePerecer. (y 6) M’edito (filking autocomplaciente)
(Cántese con la música de «Bonito»… bueno, o de cualquier otra canción de Jarabe de Palo, para el caso, con la posible excepción de «La Flaca».)
M’edito; si no me lo editas… m’edito.
M’edito en papel,
m’edito en ebook,
m’edito on demand
m’edito en epub.
Si no me lo editas… m’edito.
M’edito, m’edito,
m’edito.
Maqueto y corrijo y busco portadas,
repito y repaso las galeradas.
Repaso y no pillo muchas erratas,
miro y remiro y no se rebajan.
Los tipos de letra van y se descuadran
y muchos estilos se me desencajan.
Esto es un desastre y no hay esperanza,
el libro no sale pero yo le digo…
M’edito. Aunque lo de Sherlock no me… lo edito.
M’edito a Yáxtor y también a Drímar,
m’edito un abismo y un horizonte.
M’edito esas cosas que ya publiqué,
m’edito y no sé si las venderé.
M’edito a veces y otras m’editan
Y no siempre me las… editan.
M’edito y m’editan y a veces medito
Y si tú te dejas a lo mejor… t’edito.
M’edito. Si no me lo editas, m’edito.
M’edito. Pero lo de Sherlock no me… lo edito.
M’edito. Lo pongo en la red y lo edito.
M’edito, m’edito, m’edito, m’edito.
M’edito.
© 2012, Rodolfo Martínez
ePublicar o ePerecer. (y 6) M'edito (filking autocomplaciente)
(Cántese con la música de «Bonito»… bueno, o de cualquier otra canción de Jarabe de Palo, para el caso, con la posible excepción de «La Flaca».)
M'edito; si no me lo editas… m'edito.
M'edito en papel,
m'edito en ebook,
m'edito on demand
m'edito en epub.
Si no me lo editas… m'edito.
M'edito, m'edito,
m'edito.
Maqueto y corrijo y busco portadas,
repito y repaso las galeradas.
Repaso y no pillo muchas erratas,
miro y remiro y no se rebajan.
Los tipos de letra van y se descuadran
y muchos estilos se me desencajan.
Esto es un desastre y no hay esperanza,
el libro no sale pero yo le digo…
M'edito. Aunque lo de Sherlock no me… lo edito.
M'edito a Yáxtor y también a Drímar,
m'edito un abismo y un horizonte.
M'edito esas cosas que ya publiqué,
m'edito y no sé si las venderé.
M'edito a veces y otras m'editan
Y no siempre me las… editan.
M'edito y m'editan y a veces medito
Y si tú te dejas a lo mejor… t'edito.
M'edito. Si no me lo editas, m'edito.
M'edito. Pero lo de Sherlock no me… lo edito.
M'edito. Lo pongo en la red y lo edito.
M'edito, m'edito, m'edito, m'edito.
M'edito.
© 2012, Rodolfo Martínez
March 18, 2012
ePublicar o ePerecer. (5) Qué hablen de mí, aunque sea bien
Bien. Aparentemente hemos hecho lo más difícil.
Hemos escrito nuestro libro. Lo hemos maquetado, revisado, corregido, conseguido una portada molona. Lo tenemos en los principales formatos de ebook y lo hemos colocado en varias librerías online.
Y ahora… a relajarse, descansar y esperar a que llegue el dinero.
Pues va a ser que no.
La cantidad de libros que se editan al año en España es apabullante. Ya lo era cuando editar en papel implicaba unos costes brutales, la impresión digital bajo demanda no existía y el libro electrónico era poco más que un sueño húmedo en la mente de los aficionados a la ciencia ficción.
Así que imaginaos en estos momentos.
Imprimir tu propio libro (ya sea usando intermediarios como Bubok o Lulu, ya sea acudiendo directamente a una imprenta digital que permita la impresión bajo demanda) es cosa de unos días. Y los precios, al eliminar las barreras de un tiraje mínimo, están al alcance de casi cualquier bolsillo. Y poner tu ebook a la venta tiene aún menos costes.
Así que imaginaos la cantidad de libros que pueden poblar el mercado en este momento. O los que lo van a poblar en un futuro cercano.
¿Cómo va a hacer el potencial lector para discriminar entre toda esa oferta y quedarse con nuestro libro? ¿Cómo vamos a conseguir que se fije en nosotros? ¿Qué reclamo podemos ofrecerle para que sienta atraído por lo nuestro y no por lo de los demás?
En resumen: ¿cómo podemos destacar y resultar, no ya atrayentes, sino meramente visibles?
Bueno, hemos encontrado el principal escollo de todo este asunto. Lo demás eran puras cuestiones técnicas en las que, como mucho, podía haber implicado un pequeño desembolso económico.
Pero ahora estamos en medio de un bosque inmenso, interminable, y somos un árbol más que, seamos sinceros, no parece destacar mucho del resto.
Así que… ¿cómo hacer para que el potencial lector nos tenga en cuenta?
Me temo que no hay una respuesta sencilla para eso. O mejor dicho, sí que la hay: inyectar el suficiente dinero en publicidad para que nuestro libro salte a los ojos de los lectores.
Sólo que lo más probable es que nuestras posibilidades económicas sean limitadas.
Así que…
Bueno, la red permite muchas estrategias publicitarias con un coste bajo (y a veces directamente de cero), muchos lugares en los que llamar la atención, un amplio abanico de escaparates donde poder captar posibles lectores. Redes sociales, foros, blogs de reseñas literarias…
Estar presente en todos esos sitios exige trabajo y tiempo, pero es posible. Claro que, si tú estás presente, también lo van a estar tus posibles competidores; sí, ese tipo que ha hecho con su libro lo mismo que tú con el tuyo, que aspira al mismo nicho de mercado (o, si nos horripilan esas cosas materialistas, al mismo tipo de lector) y que se publicita en los mismos sitios que tú. ¿Cómo hago para que se fijen en mí y no en él?
No hay respuesta para eso, me temo. O no hay una sola.
El objetivo es sencillo: tenemos que conseguir que hablen de nosotros y, llegados a esto, casi ni importa si lo hacen bien o mal con tal de no pasar desapercibido. Aunque mejor que lo hagan bien, claro. Cada uno tendrá su receta o su método. Todos probaremos unas cosas, seguiremos con las que parecen funcionar y abandonaremos las que no. No hay, realmente, un camino único para esto. Y, a la larga, será el dificultoso y perseverante método de «prueba y error» el que acabemos usando.
Sólo advertiros que será difícil. Será largo. Y será lento.
Así que paciencia.
Y tal vez un par de consejos.
Lo poco agrada y lo mucho enfada, dice el viejo refrán. La frontera entre la publicidad interesante y el pesado machacón que no para de hablar de su libro en todas partes y a todas horas es muy difusa. Y, si la cruzas, el resultado no va a ser precisamente el que esperabas.
Así que dosifícate. Planifica. Haz las cosas con cuidado. Ten siempre en mente cómo reaccionarías tú ante un bombardeo excesivo cantando las loas y excelencias de un libro que desconoces de un autor del que no sabes nada.
Y, sobre todo, piensa a largo plazo.
Y ten en cuenta una cosa. No hay garantías de éxito. Puedes pasarte treinta años intentándolo y no conseguir nada. O puedes llegar y dar el pelotazo. Pero piensa que es muy posible que estés más cerca del primer caso que del segundo.
Con eso en mente, seguir o no adelante, ya es cosa tuya.
Buena suerte, en cualquier caso.
© 2012, Rodolfo Martínez
March 15, 2012
ePublicar o ePerecer. (4) ¿Solo o en compañía de otros?
Comentaba en las entregas anteriores que la mayor ventaja que tiene que un escritor decida gestionar él mismo la publicación de sus libros (referida sobre todo a los eBooks, pero se puede aplicar también si quiere publicar en papel en POD) es también el mayor inconveniente: la ausencia de intermediarios.
Y es que, si bien los intermediarios tienen sus aspectos negativos (el más evidente, que encarecen el producto) no dejan de cumplir una función que, en este caso, debe tomar sobre sus hombros el escritor.
El editor se ocupa de los aspectos físicos del libro: diseño e ilustración de cubierta, maqueta, corrección del texto, impresión. Pero también de la publicidad y la promoción.
Y es el distribuidor quien coloca el libro en los lugares de venta.
De pronto, esas dos figuras desaparecen y somos nosotros los que tenemos que hacerlo todo.
El último punto, colocar el libro electrónico en las distintas librerías online no exige otra cosa que tiempo: contactar con los lugares que te interesa, llegar a un acuerdo con ellos y entregarles el eBook. Digamos que, en el caso del libro electrónico, el distribuidor puede ser obviado con facilidad… al menos hasta cierto punto. Una empresa que se dedique a distribuir eBooks siempre podrá llegar a más lugares que un particular y con más facilidad. Pero, si uno tiene paciencia y está dispuesto a hacer el trabajo, puede distribuir su obra con unas mínimas garantías.
El papel del editor es más difícil de suplir. O, al menos, de hacerlo y garantizar que el producto tenga una calidad y un acabado adecuados. Quizá alguno de los que me están leyendo sea el último renacentista, perfectamente capaz de escribir un buen libro, maquetarlo adecuadamente y encargarse con eficacia del diseño y la ilustración. Pero sospecho que serán los menos.
Hablé brevemente de la cubierta hace un par de entregas, y no me parece mala cosa volver sobre el tema.
La portada es la punta de lanza del libro. Será lo primero que vea el potencial lector, lo que le llame la atención antes que ninguna otra cosa. Una portada que lo eche para atrás puede hacer que ni se tome la molestia de leer la sinopsis, no digamos ya comprar el libro.
Así que nuestro libro electrónico debe tener una cubierta que, en lo posible, resulte atractiva y, sobre todo, que no parezca la obra de un amateur, tanto en la ilustración como en su diseño.
¿Cómo conseguir eso?
La forma más obvia es pagándola. Ponernos en contacto con un ilustrador (mejor si además tiene conocimientos de diseño) cuya obra nos guste y plantearle el asunto. Discutir las tarifas hasta encontrar una que a él le resulte satisfactoria y para nosotros no sea gravosa y, una vez llegados a un acuerdo, que se ponga manos a la obra.
Pero es posible que no queramos —o no podamos— realizar el desembolso que supone contratar a alguien.
Tendremos que encargarnos nosotros mismos, entonces. ¿Y cómo? Partamos de la base de que no somos diseñadores, no nos dedicamos a eso y puede que no estemos capacitados para ello. Hay cosas que se pueden aprender, desde luego, pero el conocimiento de las herramientas adecuadas y el sentido estético para juzgar los resultados no es algo que se desarrolle de un día para otro.
Mi consejo en esos casos, la opción que siempre he intentado seguir cuando me he visto obligado a hacer algo que «no era lo mío», es optar en lo posible por la sobriedad, incluso a riesgo de resultar insulso. Prefiero ver una portada que no me llama demasiado la atención, ni para bien ni para mal, que otra que capta inmediatamente mi vista sólo para, acto seguido, hacer que desee hurgarme en el cerebro a través de la cuenca del ojo con una cucharilla de postre. En el primer caso, y dependiendo de cómo ande de tiempo, quizá me tome la molestia de echarle un vistazo a la sinopsis y a lo mejor ella consigue convencerme de lo que no pudo la portada. En el segundo, huiré de ese libro más rápido de lo que lo haría de la posibilidad de una emasculación.
Sobriedad, sencillez, incluso minimalismo. ¿Que no tenemos posibilidad de conseguir una buena ilustración? No usemos ninguna: resolvamos la cubierta en puro texto con un color discreto de fondo. Eso siempre será mejor que acabar con una portada cuya ilustración está proclamándole a gritos al mundo lo mucho que le queda por aprender sobre dibujo al autor.
Y lo que vale para la ilustración vale también para el diseño. Puede que nos hayamos enamorado de dos maravillosos tipos de letra, pero antes de usarlos quizá debemos juzgar cosas como su legibilidad, por ejemplo. Respecto a los colores que usemos para el título o el nombre del autor… bueno, habrá casos donde un título en verde pistacho acompañado de un autor en rojo sangre sobre fondo amarillo bilis sea el colmo de la elegancia, pero os aseguro que la mayor parte de las veces eso va a herir los ojos del valiente que ose mirar nuestra cubierta.
Lo repetiré de nuevo: sobriedad.
Eso vale también para la maquetación, y especialmente en el ámbito del libro electrónico, donde el consumidor va a poder alterar bastantes aspectos de ella a su gusto. Un libro electrónico debería estar maquetado de un modo muy sencillo y, sobre todo, hay que quitarse enseguida de la cabeza conceptos como el de la página.
Porque la página va a ser la que el lector quiera que sea, en función de cómo decida el tamaño y el tipo de letra en su ereader.
Lo que tenemos que tener claras son las secciones de nuestro libro (partes, capítulos…) y generar el ePub con eso en mente, siempre teniendo presente que la idea es facilitarle al lector el moverse por el eBook.
¿Tipos de letra, tamaños, estilos? Definiremos algunos, por supuesto: usaremos cursiva donde la consideremos necesaria, como haríamos en un libro impreso, resaltaremos títulos de los capítulos usando un tamaño de letra algo mayor, o poniéndolos en negrita… todo cosas sencillas y evidentes. Ir más allá de eso puede ser perder el tiempo… o, peor, obligar al lector que ha comprado nuestro libro a trabajar más de lo que querría para leerlo como a él le gusta. Con la posible consecuencia de que a lo mejor no vuelve a comprarnos otro.
Y llegamos al aspecto más peliagudo de la creación del libro.
La revisión del texto. La corrección del estilo.
Antes de nada, bajémonos de la higuera. No somos perfectos (no, tú tampoco, te pongas como te pongas) y cuando escribimos, por muy convencidos que estemos de nuestro depurado estilo, por mucho que sangremos y agonicemos sobre cada sílaba de nuestro texto, vamos a cometer errores. Desde despistes de tecleo que no detectaremos (porque, como somos humanos y nuestro cerebro tiene la puñetera manía de discernir patrones a diestro y siniestro, veremos lo que quisimos poner en lugar de lo que realmente pusimos) hasta puros errores gramaticales que, por muy convencidos que estemos de que conocemos el castellano mejor que Nebrija o Moliner, todos cometemos sin ser conscientes de ellos.
Por eso mismo, la revisión de nuestro libro por alguien que no seamos nosotros mismos es fundamental. Esa persona, que no estará cegada por nuestra proximidad al texto, verá con suma facilidad erratas y fallos que a nosotros se nos siguen escapando después de haber hecho la trigésima revisión de nuestra novela. Lo ideal, como en el caso de la cubierta, sería contar con un profesional. Pero, como antes, eso hay que pagarlo. Así pues, la solución barata pasa por darle el texto a revisar a varias personas: los errores que a uno le pasen desapercibidos es muy posible que sean pillados por otro.
Y finalmente, hay que tener en cuenta una cosa. No existen los libros perfectos. No existe el libro sin una sola errata, sin una sola imperfección, sin un solo error. Eso, que no es motivo para abandonarnos a la autoindulgencia, sí que debería serlo para no convertir el perfeccionismo en algo patológico. En cierto momento (y es tarea de cada uno decidir en cuál) hay que dar por terminado el trabajo, hay que dar la última pincelada y presentar tu obra al mundo.
Por supuesto, una vez que esté publicada, saltarán a tus ojos unos cuantos errores que no fuiste capaz de apreciar en el proceso de composición del libro. Por suerte, el libro electrónico tiene la ventaja de que todo eso es posible corregirlo prácticamente sin coste. Y que, una vez arreglado, la nueva edición de tu libro puede estar en el mercado cinco minutos más tarde.
Solventados todos esos detalles, queda el que quizá sea más complicado: una vez que tu libro está allí, en la selva, luchando por sobrevivir y rodeado de competidores… ¿cómo te las apañas para que el mundo sepa que está ahí y puede interesarle?
© 2012, Rodolfo Martínez
ePublicar o ePerecer. (3) Búscate un mecenas
En cierto modo, las librerías online no tienen mucho de novedoso. Utilizan tecnología moderna, cierto es, pero su funcionamiento no se diferencia gran cosa del de una librería tradicional que venda por correo, por ejemplo.
¿Hay alternativas? Dicho de otro modo, si tenemos listo nuestro ebook, aparte de intentar venderlo nosotros mismos, ¿tenemos más opciones aparte de ponernos en contacto con una librería (o un distribuidor, como Todoebook) y que ellos lo vendan a cambio de un porcentaje?
En realidad, sí, existen otros medios.
Medios que, además, solucionan la duda que planteábamos en la entrega anterior sobre si ponerle a nuestro libro electrónico algún sistema anti copia o no. De hecho, convierten esa idea en algo irrelevante.
Supongamos el siguiente caso:
Tienes tu —digamos— novela.
Informas a los lectores de que esperas recaudar con ella unos 1000 euros, pongamos por caso. Y que quieres que te financien. Es decir, que aceptas donaciones. Las aceptas, además, en distintas modalidades; en tramos de cantidades, tal vez, de forma que a los que donen en 1 y 10 euros les envías una foto dedicada; a los que donen entre 11 y 20, la foto dedicada y un ejemplar dedicado del libro; a los que donen entre 21 y 30, los haces aparecer en los agradecimientos de la novela; a los que… bueno, creo que lo vais pillando. Digamos que les ofreces, aparte del libro en sí, un pequeño extra por su ayuda económica.
Cuando hayas recaudado esos mil euros (o más, si tienes suerte y has logrado una participación del público más entusiasta de la que pretendías) pones la novela a disposición del público de forma totalmente gratuita bajo una licencia creative commons.
Es decir, no publicas hasta que no hayas obtenido, como mínimo, una cierta cantidad. Y a partir de entonces (aunque sigues aceptando donaciones, si alguien está dispuesto a pagar por el libro) lo ofreces gratuitamente.
Parece… no sé, como de cuento de hadas, ¿no?
Un modelo de negocio que es imposible que funcione. Basado sobre todo en la buena fe, en esperar que la gente pague por algo que no ha visto (quizá ha leído un capítulo o dos, pero ¿cómo va a saber si la novela completa merece la pena o no?) y que, además, «quema comercialmente» el material, pues una vez que se alcanza la cantidad deseada, el libro se convierte en un objeto de distribución libre y gratuita y deja de generar royalties.
Lo dicho, algo como eso no puede funcionar.
Y sin embargo, lo hace.
Echadle un vistazo a www.lanzanos.com, que es exactamente lo que acabo de describir y muchas cosas más.
De hecho, su idea de partida es bastante más amplia: se trata de pedir públicamente donaciones para financiar proyectos creativos, ya sean literarios, cinematográficos, musicales… Y, una vez obtenida esa financiación (que incluirá, lógicamente, un porcentaje de beneficios para la web y otro para el autor) el proyecto se pone a disposición del público, de cualquiera.
Y está funcionando, os aviso.
Echadle un vistazo, por ejemplo, a esto:
www.lanzanos.com/proyectos/condenados/
Allí veréis una novela de Santiago Eximeno que, treinta y cinco días antes de terminar el plazo de financiación, ya había recaudado un 118% de lo que esperaba recaudar. Cierto que es una cantidad modesta y, en ese aspecto, Santiago ha sido prudente, cosa que nunca está demás.
Pero demuestra que una cosa así es posible, que funciona y que puede ser una alternativa a medios de publicación más tradicionales.
Santiago no es un escritor profesional y no es muy conocido fuera del núcleo más activo de aficionados al fantástico así que, como hemos dicho, ha optado por una cantidad prudente. Cantidad que ha conseguido con bastante facilidad.
Y si lo pensamos un poco, ¿no podría un escritor profesional ya asentado, con un grupo de fans lo bastante nutrido, obtener cantidades más elevadas con ese mismo sistema, quizá incluso cantidades equivalentes a las que obtendría publicando de modo tradicional, editor y distribuidor interpuestos (con su correspondiente mordisco al precio de venta del producto) y demás?
Tal vez sí, o tal vez no.
El camino está ahí, en todo caso, para cualquiera que desee seguirlo y probar suerte. ¿Es el futuro? ¿Es el modelo que se impondrá para que los autores puedan cobrar su trabajo?
¿O es el pasado?
Al fin y al cabo, bajo otra fórmula, utilizando herramientas modernas y estrategias contemporáneas, de lo que estamos hablando es de un método de financiación del arte casi tan antiguo como la propia civilización: el mecenazgo. En este caso, un mecenazgo compartido por varias personas y, sobre el papel, libre de las servidumbres que conllevaba el mecenazgo tradicional.
No tengo ni idea de si este sistema se impondrá, fracasará, se convertirá en dominante o acabará siendo simplemente una alternativa más.
La Revolución Industrial propició el nacimiento de la prensa moderna y eliminó la figura del mecenas, permitiendo que el autor generase más o menos ingresos en función de la cantidad de lectores de sus obras. ¿Está la Revolución Informática destinada, no sólo a eliminar la prensa tal como la conocemos, sino a hacernos regresar al sistema de mecenazgo?
La idea tiene cierta ironía, sin duda.
© 2012, Rodolfo Martínez
March 7, 2012
Vintage ’62: Marilyn y otros monstruos
Portada de «Vintage '62: Marilyn y otros monstruos», de Felicidad Martínez
Fue, creo recordar, hace más o menos un año. Alejandro Castroguer se puso en contacto conmigo y me ofreció participar en una antología que estaba compilando: un grupo de relatos de distintos autores que debían girar en torno a algunas de las personalidades públicas (tales como Marilyn Monroe, Hermann Hesse, William Faulkner o Charles Laughton) que habían muerto en 1962. La idea era publicar la antología en 2012, cincuenta años después de la cifra fatídica.
El proyecto me pareció interesante y acepté participar aunque confieso que, en aquel momento, no tenía muy claro a qué personaje le dedicaría mi relato ni, mucho menos, qué enfoque le daría. Y lo cierto es que costó trabajo, no tanto lo primero como lo segundo. Al fin, un día, en un chispazo di exactamente con lo que quería contar y con la manera en la que quería contarlo. El relato, titulado «En la mente de Dios», estuvo listo en poco tiempo y se lo envié a Alejandro, quien lo aceptó con entusiasmo.
Lo que no me esperaba es que, además de intervenir en el libro, acabara publicándolo yo mismo. Pero así ha sido: una serie de azares que ahora no vienen al caso han acabado haciendo que el libro vaya a ser publicado por Sportula.
Desde que inicié Spórtula, allá por 2009, siempre tuve claro que, con el tiempo, me gustaría editar material ajeno, publicar libros escritos por otras personas. Era un objetivo que me planteaba más bien a medio-largo plazo: la idea me resultaba atractiva, pero no tenía prisa. Antes quería consolidar el invento, ver cómo evolucionaba la cosa y comprobar si me lo podía permitir y era viable.
El tiempo ha ido pasando. En este momento Sportula tiene quince libros en catálogo, todos ellos míos. Hay un poco de todo: nuevas novelas (El adepto de la Reina, El Jardín de la Memoria), recopilaciones de material antiguo (El carpintero y la lluvia, Cabos sueltos), ebooks gratuitos (Embrión, Amistad, La Ciudad, tres momentos) y ediciones en ebook de libros publicados en papel por otros editores (La sabiduría de los muertos, El abismo en el espejo).
Vintage ’62: Marilyn y otros monstruos tiene el honor de ser el primer libro publicado por Sportula cuya autoría no me pertenece. Si bien es cierto que hay un relato mío, la paternidad del invento es múltiple y el mérito debe serle asignado en un alto porcentaje al autor de la idea y coordinador de todo el asunto: Alejandro Castroguer.
Si todo va bien, estará en la calle a final de mes, tanto en papel como en ebook. Ya veremos qué suerte corre. Sí que os puedo anticipar que no será el último libro editado por Sportula de autores que no sean yo mismo.
Entretanto, disfrutad de esta peculiar antología y de los relatos que Antonio Calzado, Antonio Castro-Guerrero, Alejandro Castroguer, Javier Cosnava, Mario Escobar, Rafael Fernández, Federico Fernández Giordano, Fernando J. López del Oso, Jorge Magano, Rafael Marín, Antonio Montes y yo mismo os hemos preparado. Creo que el viaje va a merecer la pena.
© 2012, Rodolfo Martínez
Vintage '62: Marilyn y otros monstruos
Portada de «Vintage '62: Marilyn y otros monstruos», de Felicidad Martínez
Fue, creo recordar, hace más o menos un año. Alejandro Castroguer se puso en contacto conmigo y me ofreció participar en una antología que estaba compilando: un grupo de relatos de distintos autores que debían girar en torno a algunas de las personalidades públicas (tales como Marilyn Monroe, Hermann Hesse, William Faulkner o Charles Laughton) que habían muerto en 1962. La idea era publicar la antología en 2012, cincuenta años después de la cifra fatídica.
El proyecto me pareció interesante y acepté participar aunque confieso que, en aquel momento, no tenía muy claro a qué personaje le dedicaría mi relato ni, mucho menos, qué enfoque le daría. Y lo cierto es que costó trabajo, no tanto lo primero como lo segundo. Al fin, un día, en un chispazo di exactamente con lo que quería contar y con la manera en la que quería contarlo. El relato, titulado «En la mente de Dios», estuvo listo en poco tiempo y se lo envié a Alejandro, quien lo aceptó con entusiasmo.
Lo que no me esperaba es que, además de intervenir en el libro, acabara publicándolo yo mismo. Pero así ha sido: una serie de azares que ahora no vienen al caso han acabado haciendo que el libro vaya a ser publicado por Sportula.
Desde que inicié Spórtula, allá por 2009, siempre tuve claro que, con el tiempo, me gustaría editar material ajeno, publicar libros escritos por otras personas. Era un objetivo que me planteaba más bien a medio-largo plazo: la idea me resultaba atractiva, pero no tenía prisa. Antes quería consolidar el invento, ver cómo evolucionaba la cosa y comprobar si me lo podía permitir y era viable.
El tiempo ha ido pasando. En este momento Sportula tiene quince libros en catálogo, todos ellos míos. Hay un poco de todo: nuevas novelas (El adepto de la Reina, El Jardín de la Memoria), recopilaciones de material antiguo (El carpintero y la lluvia, Cabos sueltos), ebooks gratuitos (Embrión, Amistad, La Ciudad, tres momentos) y ediciones en ebook de libros publicados en papel por otros editores (La sabiduría de los muertos, El abismo en el espejo).
Vintage '62: Marilyn y otros monstruos tiene el honor de ser el primer libro publicado por Sportula cuya autoría no me pertenece. Si bien es cierto que hay un relato mío, la paternidad del invento es múltiple y el mérito debe serle asignado en un alto porcentaje al autor de la idea y coordinador de todo el asunto: Alejandro Castroguer.
Si todo va bien, estará en la calle a final de mes, tanto en papel como en ebook. Ya veremos qué suerte corre. Sí que os puedo anticipar que no será el último libro editado por Sportula de autores que no sean yo mismo.
Entretanto, disfrutad de esta peculiar antología y de los relatos que Antonio Calzado, Antonio Castro-Guerrero, Alejandro Castroguer, Javier Cosnava, Mario Escobar, Rafael Fernández, Federico Fernández Giordano, Fernando J. López del Oso, Jorge Magano, Rafael Marín, Antonio Montes y yo mismo os hemos preparado. Creo que el viaje va a merecer la pena.
© 2012, Rodolfo Martínez
January 25, 2012
Inexperiencia
Corría el año 1994.
Burjassot, Valencia. HispaCon, convención española de fantasía y ciencia ficción. Mi segunda HispaCon, como ya he comentado en otro momento.
Al llegar, dabas tu nombre, recogías la bolsa de bienvenida y una tarjetita con la acreditación. En ella, además, del nombre, había un lugar para poner algo parecido a «actividad».
Por aquel entonces llevaba unos años publicando relatos y artículos en los fanzines de ciencia ficción que había en España. Al principio, prácticamente en exclusiva, en Máser. Y, en los dos últimos años, en cualquier publicación que se me pusiera a tiro. De hecho, si uno se paseaba por las mesas que había en la HispaCon y ojeaba al azar cualquiera de los fanzines que en ellas se vendían tenía muchas posibilidades de acabar dando con material mío.
Así que, sin pensármelo demasiado, en aquello de actividad puse «Escritor». Me parecía lógico. No era un profesional, pero ¿quién lo era en aquellos tiempos? (Alguno había, pero más bien pocos). Y, por otro lado, había escrito y publicado la cantidad suficiente para que el término se me aplicase sin ningún problema. No sentí que, al poner aquello en mi acreditación, estuviera dando muestras de arrogancia, ego sobredimensionado ni nada parecido.
La HispaCon transcurrió sin problemas. Se presentaron libros, se presentaron nuevos números de los fanzines, se comió y se bebió, se discutió, hubo una asamblea de la Asociación Española de Fantasía y Ciencia Ficción, se fallaron algunos premios, se sacó un pequeño periódico (combozine, según la jerga americana de las convenciones) de la HispaCon… Lo de siempre.
Me lo pasé muy bien, restablecí el contacto con amigos a los que no veía desde hacía un año, hice algún amigo nuevo y, de paso, conseguí un par de sitios nuevos donde publicar lo que escribía.
En cierto momento, estaba en un corrillo de gente que, por lo que recuerdo, hablaban de la excesiva importancia que se daban algunos. No recuerdo quiénes eran las personas que había allí, pero sí que Julián Diez llevaba la voz cantante y decía algo parecido a:
—Sí, como esta gente que ha publicado un cuento cutre en un fanzine que saca veinte ejemplares y ya va poniendo «Autor» en su acreditación.
Entendedme bien, en ningún momento pensé (ni lo pienso hoy en día) que el comentario de Julián fuera por mí. De hecho, por el contexto de la conversación creo tener claro a quién se refería concretamente. No diré quién (o quiénes) porque ahora mismo no viene al caso.
Pero, aunque no fueran dirigidas a mí, aquellas palabras me hicieron pensar.
¿No me había pasado un poco poniendo «Escritor» en mi acreditación? Porque, al fin y al cabo, ¿quién coño era yo, qué había hecho de relevancia? En realidad, casi nada, publicar unos quince relatos por aquí y por allá, en revistas totalmente amateurs que no leerían (eso con mucha suerte) más de doscientas personas y que, seamos francos, no tenían mucha relevancia en el ancho mundo, más allá de las fronteras de nuestro paupérrimo fandom. Y allí llegaba yo, poniendo «Escritor» en un lugar bien visible como si fuera Stephen King o algo parecido.
Todo eso pasó por mi cabeza en un picosegundo, más o menos. No dije nada, y luego la conversación siguió por otros derroteros.
Pero las palabras de Julián no cayeron en saco roto.
No taché lo escrito en la acreditación o intenté hacerme una nueva. Habría sido una tontería. A aquellas alturas de la HispaCon, quien hubiera querido ver lo que ponía en ella, ya lo habría hecho de sobra.
La consecuencia importante fue que, a partir de aquel día, intenté sopesar algunas cosas antes de tomar ciertas decisiones o realizar ciertos gestos. No tanto por humildad (ése nunca ha sido uno de mis defectos, por suerte) sino por ¿imagen, relaciones públicas, evitar situaciones embarazosas? Todo ello, quizá, y algo más.
Quería encontrarme en un punto donde, si alguien me preguntaba a qué me dedicaba, pudiera responder «Soy escritor» sin que hubiera la menor posibilidad de rebatir mi afirmación o ponerla en duda.
Porque lo soy. Podéis discutir si soy bueno, regular, malo o infecto. Hasta podéis afirmar que talar un árbol para imprimir la bazofia que escribo es un crimen contra el planeta. No os lo rebatiré.
Pero no podéis negar que soy un escritor. Que eso es lo que hago y que es la principal actividad que me define públicamente (y, en buena medida, también en privado, pero eso ya no es cosa vuestra).
Lo gracioso es que, si lo pienso ahora, ya lo era en aquélla época.
En 1994 llevaba diecisiete años escribiendo y siete publicando, aunque fuera en revistas de tirada minúscula, difusión ridícula y repercusión casi inexistente. Y en el horizonte cercano había la posibilidad de publicar un par de novelas cortas y, tal vez, una novela. Ya entonces era, con todo merecimiento, un escritor. Y las palabras de Julián (independientemente del hecho de que estuvieran o no justificadas como parte de un comentario general) no deberían haberme hecho dudar ni un solo instante.
Era joven, claro. En muchos aspectos seguía siendo bastante tímido, igual que lo soy hoy en día, y un tanto inseguro respecto a mi percepción de cómo me veían los demás, algo que, por suerte ha ido desapareciendo con los años. Y, supongo, les daba una importancia exagerada a las palabras de aquéllos que parecían conocer las cosas mejor que yo… aunque a veces esa apariencia estuviera sostenida sólo por el aplomo con el que hablaban.
Hoy en día, seguramente no le habría prestado demasiada atención al comentario o habría respondido con un chascarrillo, sólo para olvidarlo enseguida y dedicarme a cualquier otra cosa más productiva.
Y sin embargo, echando un vistazo hacia atrás, prefiero que las cosas hayan ocurrido como ocurrieron. Las palabras de Julián, y mi posterior reflexión sobre ellas, tuvieron la virtud de volverme más prudente en algunas cosas, y eso nunca viene mal.
© 2012, Rodolfo Martínez
January 13, 2012
Sympathy for the Devil?
A lo largo de mi obra, me he acercado varias veces a la figura del Diablo, Lucifer, Satanás, el Enemigo, el Ángel Caído, la Serpiente o como cada uno prefiera llamarlo. Podría parecer, a primera vista, que eso resulta paradójico para alguien que se declara ateo y afirma no creer en lo sobrenatural. Aunque espero poder explicar, a lo largo de estas líneas que, en realidad, no lo es.
La primera vez que usé la figura del diablo fue en un relato titulado «¿Engañar a Satán?» que escribí allá por 1980 ó 1981. Recuerdo bastante bien de qué iba, no porque mi memoria sea un prodigio, sino porque el relato fue adaptado al cómic y publicado en el fanzine que otros dos compañeros y yo hacíamos en nuestra adolescencia; fanzine del que aún conservo algún ejemplar.
Era una historia de —cómo no— pactos con el Diablo. El protagonista invocaba al Príncipe de las Tinieblas y le vendía su alma a cambio de… morir. Hastiado de la vida, decía, quería que el Diablo le matase. Éste le preguntaba si estaba seguro: si moría, iría al infierno. El protagonista asentía. El Diablo le mataba y el protagonista sonreía astutamente y se jactaba de haberle engañado. ¿Cómo? Muy sencillo. Era masoquista y en el plano terrenal no había encontrado sufrimiento suficiente para colmar sus apetitos. En el infierno, en cambio… En ese momento era el turno del Diablo de sonreír astutamente y decirle que su condena sería recibir placer, pero nunca dolor, por toda la Eternidad.
Es decir, estamos ante el relato de un adolescente que se cree el colmo de la sofisticación y el ingenio. Y que, evidentemente, no lo es. Supongo que es un peaje que casi todos los escritores de fantasía pagamos, tarde o temprano: escribir un cuento de pactos con el Diablo. Todos, sospecho, tenemos en mente la idea de superar el «Tren al infierno» de Robert Bloch. Creo que nadie lo ha hecho (ése sigue siendo el mejor relato de pactos con el Diablo, en mi opinión) y está claro que yo, con aquel «¿Engañar a Satán?», ni siquiera me acerqué. Ni por asomo.
Tuve mejor suerte con «Oye, véndeme tu alma», un cuento que escribí a finales de los ochenta. Aunque no pasa de ser un chiste (todo el relato está orientado al giro de tuerca final) narrativamente aún me funciona y me parece moderadamente ingenioso. Podéis comprobarlo por vosotros mismos pinchando aquí y ver si tengo razón o no.
En cualquier caso, «Oye, véndeme tu alma» no era estrictamente un relato sobre el Ángel Caído: su figura no aparece durante todo el cuento y simplemente se le menciona.

Sherlock Holmes y la sabiduría de los muertos
No creo haber vuelto a usar al Diablo hasta 1993, en mi primera novela holmesiana, La sabiduría de los muertos. Allí veíamos asomar a un enigmático individuo llamado Shamael Adamson que parecía estar entre bastidores durante toda la historia y que intervenía de forma decisiva en el clímax narrativo. En ningún momento se decía explícitamente que fuera el Diablo, pero no hacía falta: las pistas que se daban eran más que evidentes por sí mismas. Era un diablo que había renunciado al infierno y había decidido encarnarse en humano y hacer del mundo su hogar. Este personaje reaparecería en la tercera novela del ciclo (La boca del infierno) y tendría una participación marginal, aunque interesante, en la última, El heredero de Nadie.
Al año siguiente, en una novela corta titulada «Territorio de pesadumbre» que escribí con destino al Premio UPC, volvía a aparecer prácticamente el mismo personaje y con el mismo nombre. Era una historia de ciencia ficción —con bastantes reminiscencias del Dune de Frank Herbert— que arrancaba con un joven peleando a muerte con varias personas que, luego, descubríamos que no eran otra cosa que clones suyos. Junto a él había una figura enigmática que respondía al nombre de Shamael y que, algo más tarde, descubriríamos como un Lucifer que había renunciado al infierno y se había encarnado como humano.
Algunos años más tarde inicié una novela llamada Este incómodo ropaje que acabó convertida en Los sicarios del cielo. El porqué del cambio del título quizá lo explique otro día pero, entretanto, es suficiente con saber que el protagonista de la novela es un antiguo ángel que, durante la rebelión de Lucifer, no tomó partido por bando alguno. En cierto momento, ese personaje acude al reino de pesadumbre de Lucifer (al que, una vez más, llamo Shamael) y sostiene con él una larga conversación.

Los sicarios del cielo
En lo básico, es el mismo Lucifer que había empleado en anteriores novelas, aunque con un par de diferencias. Este Lucifer no ha renunciado a reinar sobre el infierno, por un lado; y, por el otro, no sólo no es hostil a los humanos, sino que es el verdadero responsable de que los humanos seamos humanos y no simples bestias. En cierto momento, de hecho, afirma que a él le debemos el regalo del libre albedrío, la capacidad de distinguir entre el Bien y el Mal y ser capaces optar por uno o por otro.
¿Qué fue lo que hizo que la presencia del Diablo pasara, con el tiempo, de ser un mero cliché a cobrar más importancia en mi narrativa? ¿Qué me hizo reflexionar sobre él, jugar con su concepto básico, buscarle las vueltas y tratar de presentarlo, en cierto modo, como el héroe oculto y a menudo difamado de toda nuestra historia?
Un par de cosas, en realidad.
En primer lugar, la visión que del Ángel Caído daba Neil Gaiman en su Sandman, a su vez, muy relacionada con el concepto de Cielo e Infierno que tenía Enmanuel Swedenborg.
El momento clave, sin embargo, la revelación, en cierto modo, viene de una época en la que me dio por releer la Biblia con cierta atención. Especialmente el Génesis y su relato de la Creación y de la Caída.
Echémosle un vistazo al capítulo 3 del Génesis:
Pero la serpiente, la más astuta de cuantas bestias del campo hiciera Yavé Dios, dijo a la mujer: «¿Conque os ha mandado Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?». Y respondió la mujer a la serpiente: «Del fruto de los árboles del paraíso comemos, pero del fruto del que está en medio del paraíso nos ha dicho Dios: "No comáis de él, ni lo toquéis siquiera, no vayáis a morir"». Y dijo la serpiente a la mujer: «No, no moriréis; es que sabe Dios que el día que de él comáis se os abrirán los ojos y seréis como Dios, conocedores del bien y del mal.»
Si seguimos leyendo, nos daremos cuenta de que la serpiente en ningún momento le miente a Eva. Todo lo que dice sobre el Árbol del Bien y del Mal y las consecuencias de probar su fruto, es cierto. Y, de hecho, el propio Dios corrobora lo dicho por la serpiente con su reacción al enterarse de lo ocurrido:
Díjose Yavé Dios: «He ahí al hombre hecho como uno de nosotros, conocedor del bien y del mal; que no vaya ahora a tender su mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre». Y le arrojó Yavé Dios del jardín de Edén, a labrar la tierra de que había sido tomado. Expulsó al hombre y puso delante del jardín de Edén un querubín que blandía flameante espada para guardar el camino del árbol de la vida.
Siempre tuve muy claro, al leer esta historia, que la serpiente no era aquí el villano. Al contrario: nos daba el más preciado de los regalos, aquello que nos hace humanos, la capacidad de distinguir entre el Bien y el Mal. Es Dios quien se comporta de un modo, como poco, cuestionable. Afirma que el hombre se ha convertido en su igual (su igual moral, suponemos) y temeroso de que sea también inmortal, lo expulsa del Edén.
Sí, sé que para un católico estoy haciendo algo que no se puede hacer: interpretar por mí mismo la Biblia, cosa que sólo la jerarquía de la Iglesia está, se supone, capacitada para hacer. De hecho, el cisma protestante surge de ahí, de la idea (aberrante para la Iglesia Católica) de la libre interpretación de la Biblia. Así que, bueno, llamadme cismático, si queréis.
En todo caso, para mí, el papel de la serpiente (y, para la tradición cristiana, la serpiente es un avatar de Lucifer) en los mitos judeo-cristianos es el mismo que el de Prometeo en los mitos griegos: ambos roban algo que es propiedad exclusiva de los dioses y se lo dan a los humanos y son castigados por una divinidad celosa que no está dispuesta a compartir sus dones con los mortales. No son los villanos. Son (o deberían ser) los héroes de la humanidad.
Hablo, por supuesto, en términos de estricta ficción. Al fin y al cabo, soy ateo. Para mí, Prometeo o Lucifer tienen la misma existencia real que puedan tener Superman o Sherlock Holmes: son creaciones de la mente humana. Son, en cierto modo, arquetipos; y, como tales, nos reflejan a nosotros mismos. Hablan de lo que somos, de cómo nos vemos o de cómo tememos vernos.
Y eso es quizá lo que más me fascina de la figura de Lucifer, el arquetipo que representa y su contradicción con lo que, aparentemente, debería representar. Según el mito es, en cierto modo, nuestro creador. Yavé quizá nos construyó a partir del barro primigenio, pero hasta que la serpiente no nos empuja a adquirir la capacidad de discernimiento entre el Bien y el Mal, no somos más que animales; carecemos, hasta ese momento de pensamiento ético. Su papel en el panteón judeo-cristiano, por tanto, debería ser el de una fuerza positiva.
Y en lugar de eso, lo hemos convertido en el Enemigo, en la Oscuridad, en el Mal. Y en cierto modo, lo es. Al menos, desde la perspectiva de una humanidad que es como un adolescente enfurruñado que no puede negar lo que sabe, pero que le gustaría seguir en la ignorancia y no haber sido expulsada del paraíso de la infancia. Porque, una vez que llega el conocimiento, una vez que aprendes a discernir entre el Bien y el Mal y a obrar en consecuencia y, por tanto, a hacerte responsable como un adulto de tus propios actos… en ese momento has sido expulsado del paraíso. Y ya no podrás volver.
¿Es, por tanto, el benefactor, un auténtico benefactor? ¿No preferiríamos seguir en la ignorancia y, seguramente, ser más felices? ¿No estamos, entonces, castigando a Lucifer por haber tenido la osadía de convertirnos en adultos?
© 2012, Rodolfo Martínez
January 9, 2012
Los superhéroes y yo
Desde el momento mismo en que aprendí a leer, me convertí en un lector voraz. Y, por supuesto, una de las primeras cosas que devoré fueron los tebeos, comics, historietas o como las queráis llamar (siempre y cuando no las llaméis «novelas gráficas», por supuesto). Al principio, Mortadelo, Pulgarcito, TDT, TBO… Luego descubrí, más o menos a la vez El guerrero del antifaz (que no me entusiasmó gran cosa) y El capitán Trueno (del que fui fan desde la primera viñeta). Y otras cosas como El Jabato, El Cachorro, Dani Futuro. Y tebeos europeos como Tintín (del que abominé al primer vistazo), Astérix (amor a primera vista) o Lucky Luke (que tenía su gracia). Y, unos cuantos años más tarde, pero eso ya es otra historia —que además he contado por aquí—, los fumetti eróticos de Leone Frollo, especialmente su Blancanieves.
Un día, cayó en mis manos mi primer tebeo de superhéroes. No recuerdo cuál era, pero casi toda seguridad era un Superman de los que Novaro (editorial mejicana) distribuía en España. A través de Superman descubrí otros superhéroes, como Batman, Linterna Verde, Aquaman o Flash.
Después llegó Marvel. Y el universo, de repente, se hizo enorme, gigantesco, abigarrado y mayor que la vida misma.
Quien publicaba Marvel en España era una editorial que se llamaba Vértice que, curiosamente, también publicaba libros de ciencia ficción (de hecho, algunas de las primeras novelas que leí de Asimov o de Philip K. Dick fue en su colección Galaxia). Y los publicaba de un modo extraño, en un formato mucho menor que el original, a blanco y negro y remontando las viñetas (y, a menudo, redibujando partes de ellas). También se adelantó, supongo que sin saberlo, a la moda snob y agilipollada de llamar al tebeo «novela gráfica», pues en la portada de todos sus números, en un recuadro bien visible, uno podía ver «relatos gráficos para adultos».
Soy, desde mi más tierna infancia, lector de comics. Y, aunque he leído un poco de todo (bueno, de casi todo, confieso que el manga sigue siendo mi gran asignatura pendiente en ese terreno), son los superhéroes los que, desde el principio, se ganaron un hueco especial en mi corazón. Sobre todo, en aquella lejana época, Marvel (aunque, curiosamente, mi personaje favorito era Superman), aunque con los años mis querencias han ido derivando más hacia DC.
Pero, en todo caso, ésa sería otra historia.
Demos un salto de unos pocos años, concretamente allá por mis doce. He decidido ponerme a escribir una novela de ciencia ficción. Lo que sale de mis manos (usando como herramientas un boligráfo «bic cristal» —nunca fui muy fan del «bic naranja» y su punta fina— y una libreta de anillas en A5 con papel cuadriculado) es, en realidad, poco más que un cuento largo. Unas cuarenta o cincuenta páginas. Pero tiene la estructura y la intención de una novela. Podríamos decir que se trataba de una «novela deshidratada», del embrión de una novela, podríamos decir.
La mayoría de las primeras cosas que escribo son de ese estilo. Yo las llamaba novelas, aunque en extensión estaban muy lejos de serlo. Recuerdo que conseguí llevar a buen puerto (en el sentido de que logré terminarlas y dejar cerrada la historia) las dos o tres primeras. Y luego me pasé algún tiempo iniciando cosas, escribiendo unas cuantas páginas y dejándolas al cabo de un rato para pasar a algo nuevo con lo que, otra vez, hacía lo mismo.
Creo que me tiré así un año o dos y confieso que llegó un momento en que empezó a resultar frustrante. Coño, quería acabar algo que empezase, para variar.
Lo conseguí creo que a los quince años con una novela que se llamó Alfa, el emisario de las estrellas y que, oh sorpresa, era una historia de superhéroes.
Recuerdo, más o menos, el argumento. Un adolescente se iba de excursión al campo, entraba en una cueva y allí descubría un artefacto extraño que le hablaba y le investía en el papel (y le daba los correspondientes superpoderes) de Alfa, emisario de una avanzada civilización galáctica para impartir justicia y todas esas cosas. El adolescente corría varias aventuras, se enfrentaba a algunos villanos de poca monta, se iba a otro sistema solar donde estaba punto de morir, regresaba a la Tierra justo a tiempo para detener la amenaza de un robot gigante y, finalmente, se iba con su novia al cine. O algo muy parecido, en todo caso.
Además de ser la primera novela que terminaba en varios años fue también la primera que pude considerar, por extensión, una verdadera novela. No muy larga. Calculo que sobrepasaría por poco las cien páginas, pero al menos —con todo aquel trajín de empezar a escribir, emborronar varias páginas y luego dejarlo para pasar a otra cosa— había aprendido a tomarme las cosas con cierta calma, dedicarle un tiempo a la ambientación y la caracterización y, en general, hacer que lo que escribía fuera algo más que un mero esqueleto narrativo.
Curiosamente, nunca mecanografié Alfa, el emisario de las estrellas, que era lo que solía hacer por aquella época: un primer borrador a mano, sobre una libreta, para luego pasarlo a máquina —mi vieja Olivetti, que quién sabe por dónde andará a estas alturas— y, mientras lo hacía, aprovechar para cambiar, alterar y revisar algunas cosas del manuscrito. Alfa, el emisario de las estrellas, se quedó para siempre en la libreta de anillas donde estaba escrita, y nunca fue más allá.
¿Por qué? No lo sé, realmente. Creo que me di con satisfecho con haber conseguido terminar algo. Aquello fue suficiente. Y, una vez conseguido, una vez me demostré a mí mismo que era capaz de terminar lo que empezaba, fue como si me olvidase del asunto, como si la novela no hubiera sido el verdadero objetivo sino simplemente un medio para alcanzar un fin.
Es posible (no podría asegurarlo) que el manuscrito exista aún, en su libreta de anillas original. Confieso que no tengo el menor deseo de dar con él ni, mucho menos, de volver a leerlo.
Un par de años más tarde estaba yo en Estados Unidos, en uno de esos programas de intercambio de estudiantes. Antes de ir a mi destino definitivo (una pequeña población de Texas llamada —si no recuerdo mal— Katy y que parecía sacada de una película de Spielberg) pasamos un par de días en Nueva York.
Nueva York, nada menos. Donde vivía y trabaja Peter Parker, el asombroso Spiderman. Donde estaba el edificio Baxter, sede de los Cuatro Fantásticos. Y la mansión Stark, en la que se reunían los Poderosos Vengadores. Y la Cocina del Infierno, en cuyas calles el abogado Matt Murdock se enfrentaba al crimen como el enmascarado Daredevil. Y… ¿lo vais pillando?
Así que me puse a escribir una nueva novela. De superhéroes. Y, encima, qué narices, iba a poder ambientarla bien, con conocimiento de causa. ¿Acaso no veía asomar más allá de la ventana de mi hotel la aguja del Chrysler Building? ¿No había paseado por Times Square y me había acercado a Central Park y subido a una de las Torres Gemelas?
Bueno, vale, sí. Relájate y tómalo con calma, campeón.
Escribí una docena de páginas o poco más (recuerdo el arranque: un tipo se despertada en una habitación mugrienta de Nueva York sin tener ni la menor idea de lo que había hecho la noche anterior, qué original) y enseguida descubrí que no tenía ni la menor idea de por dónde tirar o qué hacer con aquello.
Algunos meses más tarde, ya de vuelta en España, quise escribir la historia de una adolescente en sus últimos años de instituto que, de pronto, descubría que podía volar. Quería escribir un retrato de la adolescencia, usar el tema de los superpoderes para explorar las consecuencias de la fama y, en general, hacer lo que podríamos definir como una «novela gafapasta de superhéroes». Sólo que no tenía ni idea de cómo hacer eso. Creo que por suerte. Nunca llegué a escribir esa novela.
Aunque sí lo hice, en cierto modo.
Demos un nuevo salto.
Han pasado unos cuantos años desde mis dieciocho. Estamos, de hecho, en 1998. He empezado a escribir una novela a la que voy a llamar Este relámpago, esta locura y en la que uno de los personajes es un joven diseñado genéticamente por una secta religiosa para que tenga habilidades sobrehumanas. De hecho, sus poderes no se diferencian mucho de los que uno suele asociar con Superman.
Fue una novela que encaré con ambición. Había varias subtramas (una de ellas, ciberpunk; otra contaba la historia de amor entre un maduro sacerdote y una adolescente) aparte de la central, que giraba alrededor del superhombre y de su negativa a convertirse en una especie de mesías superheroico que debía tomar sobre sus hombros la responsabilidad del destino humano.
Por desgracia, los resultados no acompañaron a las intenciones. En cierto momento perdí el rumbo, las tramas que tenía en mente se simplificaron demasiado al pasar al papel y, de hecho, la novela menguó en tamaño y acabó convertida en una novela corta de poco más de setenta páginas.

Premio UPC 1998, que contiene «Este relámpago, esta locura»
Aunque lejos de mis intenciones iniciales, el resultado me pareció lo bastante satisfactorio para mandarlo al Premio UPC de aquel año. Y el jurado la encontró lo bastante decente para concederle el segundo premio. Salió publicada al año siguiente por ediciones B (en el volumen que, anualmente, recogía los ganadores del UPC) y fue elegida como Mejor Novela Corta por los votantes de los Ignotus en la HispaCon (convención española de ciencia ficción y fantasía) del año 2000.
No estuvo mal. Aunque, en mi fuero interno, seguía sin sentirme satisfecho del todo con los resultados.
Y, por supuesto, no fue ésa la última vez que introduje el tema superheroico en mis novelas.
Como ya he contado en otra parte, en Sherlock Holmes y las huellas del poeta, mi segunda novela holmesiana, acabó teniendo un papel secundario pero importante un joven periodista de gafas de pasta y habilidades sobrehumanas que respondía al nombre de Kent.
De hecho, en la siguiente novela del ciclo, Sherlock Holmes y la boca del infierno, la figura de Kent pasaría a primer plano y se convertiría en protagonista absoluto de la segunda parte del libro, donde traté de explorar su personalidad y sus motivaciones. Confieso que esa parte (titulada «La batalla interminable», una de las frasecitas promocionales que solían presentar al Hombre de Acero en serial radiofónico y, más tarde, en su serie de animación) aún sigue estando entre mis páginas favoritas, de todo cuanto he escrito.

Sherlock Holmes y el heredero de Nadie
Finalmente, en Sherlock Holmes y el heredero de Nadie, Kent tendría un pequeño papel en la trama. Y no sólo él. En esta novela haría su aparición BW Kane, un justiciero enmascarado que aterrorizaba el corazón de los criminales bajo el nombre de guerra de «Alcaudón». Era, evidentemente, la otra cara de la moneda de Kent. De hecho, el propio Kane es consciente de ello cuando, en cierto momento de la novela dice que Kent es:
—El hombre más extraordinario del mundo, créame. Es luz donde yo soy oscuridad y esperanza donde yo no veo más que tinieblas. Es mi contrario en casi todo y, desde que ha desaparecido, el mundo es un lugar mucho más pequeño, ruin y oscuro.
Me lo pasé muy bien jugando con esos dos arquetipos superheroicos, y mostrando el modo en que contrastaban y, de un modo extraño, se complementaban.
De hecho, cuando terminé la novela, habían quedado sentadas las bases para una posible historia de superhéroes que tuviera como pivotes a Kent y Kane. Una especie de historia de «La liga de la justicia», por así decir.
¿La escribiré algún día?
Quién sabe. Sospecho que sí.
© 2012, Rodolfo Martínez


