Óscar Contardo's Blog, page 74
September 30, 2017
Primer debate presidencial
Se realizó el primer “debate” presidencial, de tres que habrá hasta la elección. Éste fue organizado por ANP. Raya para la suma, es difícil que haya tenido algún impacto relevante. Ocho candidatos, entrevistados por cuatro periodistas y con muy poca interacción entre ellos, es básicamente para volver a escuchar exactamente lo mismo que dicen siempre. Ninguno dijo nada nuevo. La clave fue la actuación y puesta en escena de cada uno.
Lo primero que destacó fue la falta de cifras en los candidatos, probablemente debido al tenor de las preguntas. Esto se tradujo en amplias generalidades y la completa falta de conciencia de las restricciones propias de la realidad de un país. Todo se podía solucionar en forma simultánea. Crecimiento, empleo, medio ambiente, salud, educación, delincuencia, etc. El formato tampoco daba la posibilidad de profundizar en nada. En ese plano, los más patéticos fueron sin duda Artés, Navarro, Sánchez y ME-O, aunque este último destacó cuando dijo que la discusión real no eran los objetivos sino el cómo. Los más republicanos fueron Piñera, Guillier, Goic, y Kast, aunque este último a veces se encabritó especialmente por las declaraciones o acusaciones destempladas de Navarro y ME-O.
Llamó la atención la agresividad (en distintas modalidades) de ME-O, Navarro, y Artés. Sin duda, como actuación o puesta en escena, entre ellos, ME-O es claramente el más histriónico y probablemente el más agresivo, lo que yo creo que a estas alturas no le reporta dividendo alguno, quizás al contrario. Fue quien emplazó más repetidamente de manera especial a Piñera y a Guillier, por cierto haciendo caso omiso de las preguntas que se le hacían. Navarro a estas aturas ya casi da un poco de pena. Cada vez que decía “yo como presidente voy a…” era evidente, en su lenguaje no verbal, que tenía plena conciencia de que quizás ni siquiera llegue al 1% de votos. Su defensa irrestricta al régimen de Maduro y a Allende dio claras muestras de su fanatismo y poca racionalidad.
Artés es un caso aparte. Yo me he formado la opinión de que, de alguna manera, se está riendo de todos nosotros, y no amerita demasiados comentarios. Si el FA se situó a la izquierda del PC, Artés se fue aún más a la izquierda, a tal grado que ya se salió del mapa de la realidad y sostuvo que en Chile no hay democracia y él es candidato. Sánchez fue la más diestra en generalidades, y por cierto se sumó, en su estilo, a la idea refundacional del país. En suma, ella ofreció literalmente la felicidad.
Piñera, en estos debates, dada su amplia mayoría en las encuestas y la cantidad de candidatos, es el único que podía perder algo. No obstante, estuvo especialmente sólido y jamás perdió la calma. Probablemente no ganó más puntos pero ciertamente no perdió ninguno y consolidó. Kast respondió con creces a su electorado -como siempre, fue claro y directo en sus planteamientos- y probablemente ganó algo del sector más duro de la derecha. Guillier se mostró muy republicano, su discurso fue elegante, pero esencialmente retórico. Quedó claro que, tal como Bachelet, tiene muy buenas intenciones pero ninguna capacidad de realizarlas en lo concreto. Finalmente Goic, agradable y simpática, pero como de costumbre no dijo absolutamente nada contundente, que es la razón esencial de por qué no sube en las encuestas.
En suma, un debate que no fue tal. Si sumamos que en la franja habrán partidos que tendrán dos segundos, la conclusión es que en la política hacemos las cosas muy mal. Hay cuatro candidatos que juntos, con suerte, suman un 10%. La pugna real está entre tres de ellos, dos de los cuales irán a la segunda vuelta, que serán Piñera y Guillier. Después de ver este show, no parece muy posible que la centroizquierda se una para la segunda vuelta. Habrá que esperar el nuevo “debate”.
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La otra caverna
Mario Vargas Llosa vino al país a respaldar la candidatura presidencial de Sebastián Piñera, y terminó dejando una estela de crítica a las posiciones sostenidas por la derecha chilena en materia de aborto. Un contraste y un signo claro de los resabios culturales que posee un sector político que todavía exhibe con cierto orgullo sus atavismos provincianos, ese espejo desde el que mira con entusiasmo la globalización económica, pero refleja desconfianza hacia una sociedad secular que refuerza las opciones individuales en temas valóricos.
Sin duda estar en desacuerdo con el aborto en función de argumentos religiosos o bioéticos es perfectamente legítimo; lo que convirtió en “cavernaria” las posiciones sustentadas por la derecha fue el intento de absolutizar una visión única sobre el instante en que se origina la vida humana, un aspecto que ni siquiera la ciencia ha podido zanjar de manera concluyente. En paralelo, hay que reconocer también que muchos de los que con toda legitimidad defendieron el proyecto de aborto en tres causales, lo hicieron con el mismo grado de intolerancia y ausencia de respeto que cuestionaban en los críticos a dicha iniciativa.
Con todo, resultó casi irónico que la misma semana en que el Nobel de Literatura vino ilustrarnos sobre su imagen del sector que apoya al candidato que él también respalda, afloraran a la superficie “sedimentos cavernarios” bastante más impresentables y nocivos para la sociedad chilena, que los expuestos en el debate sobre el aborto. En los hechos, la candidata a diputado de la UDI Loreto Letelier, afirmó que Rodrigo Rojas y Carmen Gloria Quintana no fueron víctimas de uno de los crímenes más atroces y emblemáticos cometidos en dictadura, sino que se habrían quemado a sí mismos producto de un accidente causado por el material combustible que trasportaban. Lo que se habría estado haciendo desde entonces, por tanto, es inculpar de manera falsa y dolosa a una patrulla militar completamente inocente.
Que una joven abogada realice semejante afirmaciones -que contravienen todos los antecedentes del proceso, a los que se agregaron hace poco las confesiones de un miembro de la patrulla militar que decidió romper el “pacto de silencio”-, resulta a estas alturas insólito. Pero mucho más delicado y sintomático han sido las escasas reacciones y la impunidad general con que finalmente su sector está dejando pasar este incidente. Las críticas fueron menos que mínimas y su candidatura a diputada ha seguido adelante sin que nadie tuviera la estatura moral para cuestionarla. Precisamente los mismos que en el debate sobre el aborto hicieron un verdadero panegírico sobre el “derecho a la vida” del que está por nacer, pero optaron por el silencio y la ausencia de sanciones políticas, cuando se intenta negar uno de los crímenes de lesa humanidad más atroces cometidos por la dictadura militar.
Al preguntarnos por qué para un sector significativo del país la derecha chilena simplemente no tiene legitimidad democrática ni aún ganando elecciones con mayoría absoluta, la reacción esta semana a las expresiones de Loreto Letelier entregó buena parte de la respuesta.
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Liberalismo y progreso
En su reciente viaje a Chile, el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa fijó su posición sobre el aborto. Según él, oponerse a su práctica es una estupidez incompatible con el respeto a los derechos humanos; y la derecha que se resiste a aceptarlo sería nada menos que cavernaria. Tal es el singular evangelio liberal que predica el escritor peruano. Con todo, la tesis resulta altamente discutible.
Por un lado, es dudoso que estos argumentos estén a la altura de una buena discusión. La democracia, solía repetir Camus, consiste en sabernos falibles: siempre es posible que estemos equivocados.
Dicho de otro modo, la primera condición del diálogo es tomarse en serio la posición contraria, y evitar los (des)calificativos ampulosos que intentan clausurar una discusión en lugar de abrirla. Vargas Llosa no es el único que piensa que la tesis según la cual el feto tiene dignidad sea equivocada, pero hay un paso de allí a sostener que se trata de un delirio cavernario. El Nobel deja una buena cuña -digna de la civilización del espectáculo-, pero sirviéndose de un maniqueísmo cuando menos ramplón.
En lo que respecta al fondo, el argumento no deja de ser curioso en boca de un liberal. En efecto, hay un progresismo histórico implícito en el adjetivo utilizado. La tesis subyacente es hegeliana, y supone que el curso de la historia es ascendente y unívoco: la humanidad mejora, y prueba de ello es que ya no vivimos en cavernas. La dificultad estriba en que el liberalismo político (al que Vargas Llosa dice adscribir) se aviene muy mal con el progresismo, y es curioso que tantas mentes caigan en esa trampa. Por un lado, suponer un curso unidireccional de la historia implica negar la libertad humana, y asumir acríticamente que ésta tiene una dirección predeterminada, como si fuéramos esclavos de fuerzas que no manejamos. Por otro lado, importa asumir una omnisciencia incompatible con el escepticismo que caracteriza al liberalismo. Si el marxista cree ser (como decía Aron) el confidente de la providencia, el liberal se define supuestamente por lo contrario. Esto exige reconocer el carácter trágico más que progresivo de la historia: no sabemos lo que va a ocurrir, y hay que ser muy cuidadosos antes de condenar el pasado en virtud de una ilusoria superioridad moral del presente y del futuro (no se han cometido ni defendido pocas atrocidades bajo el rótulo del progreso). A fin de cuentas, el progresista no se permite dudar, pues dice poseer una certeza fundamental que dota a sus juicios de infabilidad.
En sus trabajos sobre Kant, Hannah Arendt afirma que creer en el progreso es contrario a la dignidad humana. Hay allí una idea profunda, que deberíamos meditar seriamente: la idea del curso ascendente de la historia implica una especie de sacrificio constante en nombre de un futuro que sería necesariamente mejor. Sin embargo, para salir de la auténtica caverna (la platónica) es imprescindible buscar honestamente la verdad en lugar de esperar que el paso del tiempo nos ahorre el trabajo de pensar. Nada más, ni nada menos.
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Cuestión de lucas
En Chile las polémicas se olvidan rápido. Les doy un ejemplo: las boletas de Jaime de Aguirre a SQM para que le pagaran el bono que tenía acordado en Chilevisión. El caso es muy similar al que se destapó esta semana respecto a la productora de eventos para la anterior campaña de Piñera, con la diferencia de que ya pocos lo recuerdan y a menos les importa.
Tan cierto es lo que planteo que, cuando se conoció la triangulación orquestada por el mismo team de Piñera (en esa época, propietario del canal de TV), se armó la gran trifulca y De Aguirre vio frustrado su por entonces evidente aterrizaje en TVN.
Obvio, resultaba demasiado impresentable que el cuestionado exdirector de Chilevisión asumiera un cargo en el canal público. Pero el presidente de esta organización (y fiel amigo del afectado), Ricardo Solari, solo debió dejar pasar el tiempo para que todo quedara en el olvido. Conclusión: hoy De Aguirre dirige las riendas de TVN y punto.
Así que no vengan ahora a rasgar vestiduras frente a la nueva boleta descubierta en el entorno de Piñera. Primero, porque ya no es ninguna novedad que los señores de SQM financiaron a diestra y siniestra y nadie le hizo asco por incluir entre sus controladores al ex yerno de Pinochet. Segundo, porque el caso De Aguirre confirma que el puritanismo solo se presenta cuando el afectado representa al bando político contrario.
Por lo mismo, no pretendo gastar ni una línea más de este espacio para referirme a un asunto tan mediocre como el señalado.
Más llama mi atención el reclamo de los señores candidatos porque los bancos no les quieren prestar plata. Atónito quedé al leer unas declaraciones donde un dirigente reclamaba porque el banco le está exigiendo algún patrimonio como garantía del crédito.
¡Bienvenido a la realidad, señor! Y, de paso, demos gracias por la prudencia bancaria que ha permitido a nuestro país contar con un sistema financiero sólido y merecedor de la confianza de los depositantes. Un lujo dentro de la región.
No me cabe en la cabeza que hasta la vocera de La Moneda esté reclamando la contribución de la banca privada. Sepa usted, señora, que los bancos administran los ahorros de sus clientes y que nosotros, los clientes, agradecemos que reserven sus colocaciones para mejores oportunidades.
Quisiera, además, recordar a los señores, señoras y señoritas políticos que fueron ustedes mismos los que fijaron los nuevos parámetros para el financiamiento de las campañas, echando mano -era que no- de nuestros recursos como contribuyentes.
Si algo les salió mal o fuera de sus planes, fíjense mejor en lo que legislan (o, por último, copien bien, que puede resultar más usual para ustedes).
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El rumor de las cavernas
Ocurrió hace 11 años. Entrevisté en su casa a un hombre joven que estudiaba Ciencias Políticas y se declaraba nazi. Él y su mujer se reconocían como tales, y cuando les pregunté, me dijeron que a su hija le inculcaban sus mismas ideas. Vivían en La Granja, en el borde de un barrio limpio y ordenado, rodeado de poblaciones que parecían haber sido arrojadas a su suerte, salpicadas de sitios eriazos y basura. El pequeño pasaje de entrada a la manzana del domicilio de mi entrevistado estaba protegido por una reja en ambos extremos de la cuadra. El temor que la baja clase media le tiene a ser considerada pobre es un miedo que cobra formas diversas, casi todas ellas metáforas de escudos, punzones, zanjas, muros y barrotes.
Mis anfitriones me mostraron tatuajes con símbolos patrios, fotos de ritos de fortaleza física -que incluían dejarse quemar el cuerpo con cigarros- y me explicaron en qué consistían las barridas con bastones retráctiles que sus cercanos solían hacer por los suburbios de Santiago. Sus compinches atacaban inmigrantes, travestis, prostitutas y hombres homosexuales. “Limpiaban la escoria”, decían, como si estuvieran hablando de una misión de servicio público. Eran amables, educados en su trato, aunque firmes en sus convicciones, por las que incluso él había perdido su trabajo en un hospital. Según me explicaron, el servicio de salud estaba “lleno de maricones”. No se consideraban a sí mismos xenófobos, pero culpaban a la inmigración peruana de los contratiempos económicos que sufrían sus cercanos.
Llegué hasta ellos porque la justicia buscaba a uno de sus amigos por su presunta participación en el asesinato a puñaladas de un chico antifascista. El sospechoso -un tatuador de apellido Esparza- estaba prófugo. Mis entrevistados estaban bajo investigación por encubrimiento y asociación ilícita. En su casa tenían un ejemplar de El Judío Internacional, uno de los pocos libros que la policía no les incautó luego de un allanamiento.
La historia de aquella pareja joven era parte de una nota que publiqué en una revista extranjera. Me había olvidado de aquel encuentro hasta que hace unas semanas vi una foto de mi entrevistado como candidato a Core de Chile Vamos. Pensé que tal vez era un alcance de nombres -Rodrigo Pérez podía haber muchos-, pero después supe que no, que efectivamente era él posando junto a Sebastián Piñera y Loreto Letelier, una candidata a diputada que mintió públicamente sobre el llamado “caso quemados”. Letelier sostuvo en una cuenta de sus redes sociales que Carmen Gloria Quintana y Rodrigo Rojas no fueron incendiados por una patrulla de militares que luego los abandonó a su suerte, tal como constató la justicia. La candidata de Chile Vamos afirmaba que sus heridas eran producto de la explosión de unas bombas molotov que ellos mismos cargaban. Eso escribió la candidata, asegurando que era un asunto comprobado, que constaba en el expediente judicial. Letelier difundió como verdadero algo absolutamente falso y llamaba “terroristas” a las víctimas de un crimen horroroso.
Mario Vargas Llosa, en su reciente visita a Chile, habló de la existencia de una derecha cavernaria de la que él -un farol de una rareza que podríamos llamar liberalismo latinoamericano- no se siente parte. Lo dijo a propósito del rechazo visceral que tuvo un determinado sector de la derecha chilena a la despenalización del aborto. Vargas Llosa dijo que ese sector “no entiende lo que son hoy los derechos humanos, lo que es conseguir que la mujer sea verdaderamente igual a un hombre. Para eso es fundamental que el aborto exista y se legalice”. El premio Nobel peruano llamó “cavernario” a algo que aquí suele describirse como firmes convicciones morales, justificadas por la tradición y el apego a un orden ancestral emanado de algo superior. Normas éticas talladas en mármol que se invocan de tanto en tanto, con una dureza de acero para condenar a los otros en virtud de su origen racial y social, sus conductas sexuales, la ausencia de fe o su adhesión ideológica.
Rigidez que se ablanda rápidamente cuando se trata de asuntos de dinero, intereses creados y corretaje de influencias económicas. Una moral de la edad de piedra sobre la que muchos -como Rodrigo Pérez y Loreto Letelier- se están encaramando para prometernos tiempos mejores. R
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Cavernas y diversidades
Si las palabras de Mario Vargas Llosa sobre la derecha cavernaria dolieron tanto en un espectro del sector no es porque se limitaran a una simple observación. Dolieron porque envolvieron una acusación y, desde luego, las acusaciones de los amigos duelen bastante más que las de los adversarios. El premio Nobel es una figura que la derecha chilena, con razón, no solo respeta transversalmente, sino también admira.
Es difícil creer que Vargas Llosa haya sido traicionado por las palabras. Eso no tiene asidero: cualquiera, menos él, que tiene un manejo incomparable del idioma. Incluso, es probable que muchos derechistas estarían dispuestos a suscribir su descalificación, que es fuerte, pero no por el aborto, sino por otros temas. En la interrupción del embarazo se juegan principios, convicciones y al final cuestiones de fe que por mucho que alguien pueda juzgar como supercherías constituyen datos objetivos que ninguna coalición política puede ningunear o pasar por alto.
Qué duda cabe que le ha costado a la derecha adaptarse al país moderno, diversificado, empoderado y plural que ella misma contribuyó a forjar. Y se le ha hecho complicado porque, al menos en sus dirigencias políticas, el sector sigue siendo bastante más monolítico y ortodoxo de lo que lo es su propia base política y social.
La polémica que tuvo lugar recientemente a raíz de una observación de Harald Beyer respecto de esa asimetría, y que derivó a un tema completamente distinto, puesto que terminó discutiéndose si los políticos debían acatar u oponerse al dictado de las encuestas, tiene desde luego mucho que ver con la estrechez de la paleta de colores y sensibilidades políticas que el sector sigue manejando y -más importante que eso- sigue en el fondo imponiendo como prueba de adscripción y lealtad.
Se dirá que en relación a la de los años 90 la derecha de hoy es mucho más diversa que entonces. Y es cierto. Por esa época la cercanía al régimen militar planteaba, incluso internamente en los partidos del sector, fundadas dudas acerca de la vocación democrática de muchos de sus dirigentes. Súmese a eso que la derecha cargaba con una moral y un historial de política fáctica de los que no le fácil sacudirse. El proceso -lo saben perfectamente quienes lo vivieron- fue lento, y si avanzó en la dirección correcta fue tanto porque un puñado de dirigentes se propuso instalar nuevos estándares de prácticas políticas en el sector como porque al conglomerado no le cupo otra opción que abrirse, que modernizarse, que transparentarse, en función de las dinámicas que tuvo la transición, en particular después de que el gobierno del Presidente Lagos comenzara a despeinar culturalmente un poco al país.
No solo en esos sentidos la experiencia de gobierno de la derecha con Sebastián Piñera fue importante. Los partidos de la entonces Coalición por el Cambio pueden haber sentido que no tenían ningún test democrático que rendir, pero no hay duda que la gestión del primer gobierno de derecha tras la recuperación democrática terminó disipando las reservas que, al menos en una parte de la población, la derecha inspiraba en función de su complicidad con la dictadura. Al hablar de los cómplices pasivos, Piñera rompió con ese pasado y despejó dudas que todavía persistían. Fue una declaración que hasta hoy mucha gente no le perdona y que, por supuesto, dividió las aguas. Pero alguien en algún momento tenía que hacerla.
Era necesario descomprimir y liberar. Lo importante es que, a partir de ahí, comenzó a hacerse no solo cada vez más vano, sino también más patético, el sentimiento de superioridad moral que la centroizquierda había seguido arrogándose en la escena pública como dueña exclusiva y excluyente de la moral y de las virtudes democráticas.
La falta de diversidad, sin embargo, reapareció en la votación parlamentaria de Chile Vamos con ocasión de la ley de aborto. Fueron muy pocos los votos disidentes. Está bien. El sector votó por principios y convicciones atendibles, que no tienen nada que ver ni con las cavernas ni con la barbarie. Acéptese, por último, que este sea el común denominador del conglomerado. Aun así, es extraño que no lo sea también (por buenas o por malas razones, para este efecto da lo mismo) dentro del mundo ciudadano que se identifica con la derecha y que no por tener en estas materias posiciones distintas o más matizadas deba sentirse ajeno al sector. Hasta por razones de sentido común las coaliciones políticas no debieran excluir por anticipado a nadie.
Es posible, muy posible, que queden todavía varios capítulos por escribirse en el proceso de madurez y consolidación de la derecha. El apartado, por ejemplo, de la derecha liberal sigue estando aún muy inconcluso. Hay en el sector una tradición, una matriz histórica, que no ha sido hasta ahora debidamente reivindicada. Algo se quiso hacer a este respecto en los 90, sobre todo en Renovación Nacional, pero el esfuerzo no terminó bien, porque se cruzaron otras derivadas, no precisamente por culpa de la fatalidad o del destino. Evópoli está intentando en la actualidad avanzar de manera más sistemática en esa dirección, en especial en sectores juveniles e ilustrados. En cualquier caso, deberían articularse o surgir más sensibilidades y grupos ciudadanos para diversificar al conglomerado, particularmente en momentos en que las circunstancias lo han vuelto a colocar a las puertas del gobierno. Y todavía más cuando las expectativas son proyectar al sector más allá de un mandato. Para eso no solo se necesita hacerlo muy bien. Se necesita más densidad.
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La esfinge
Moisés Naím ha denominado “huracán político” a las transformaciones que está produciendo el incremento de las clases medias a escala global: a ellas le atribuye la elección de Trump, el Brexit, la caída de gobiernos (democráticos) y la “oleada mundial de protestas callejeras”. Uno de sus ejemplos es Chile, “una de las sociedades más estables de Latinoamérica”, sacudida por protestas, abstención y expresiones de decepción con el gobierno y las instituciones.
La clase media, sin embargo, carece de definición o, mejor dicho, sólo acepta una definición relativa: es toda la gente que, en una sociedad dada, no es rica ni pobre, dispone de los medios de supervivencia y tiene acceso a todos los servicios básicos de la civilización. No es igual la clase media china que la belga, ni la brasileña que la rusa. Para que ocurra entre todas ellas un fenómeno común se tiene que producir una convergencia entre orígenes muy diferentes: en las sociedades ricas, el estancamiento; en las sociedades pobres, el temor al retroceso entre las personas que recién han logrado salir de la pobreza. Este último es el fenómeno masivo en China y Brasil, y el fenómeno progresivo en Chile.
Las clases medias definirán las elecciones de noviembre, como decidieron ya las del 2013. ¿Quiénes las integran? Si se toma como medida el ingreso per cápita ajustado a precios de paridad de compra (unos 23.950 dólares), la media-media del ingreso de los chilenos está en el orden de un millón 200 mil pesos. Pero las clases medias se expanden hacia abajo y hacia arriba, desde los 600 mil pesos hasta los dos millones. La socióloga Emmanuelle Barozet ha hecho notar una paradoja: con esta definición económica cumple sólo el 30% de los chilenos, pero las encuestas de identificación socioeconómica indican que un 70% “se siente” de clase media. Esta distinción es importante, porque refleja la convivencia tirante de una realidad material con una psicología social, una tensión cuya expresión política se torna aún más impredecible que con la sola definición de clase. Y refleja también una segunda cosa: las familias salidas de la pobreza en las dos últimas décadas -más o menos un 20% de las familias- se apretujan en las zonas bajas de las clases medias, con esfuerzos dramáticos para no caer de allí.
En cualquier caso, reales o imaginarias, esas clases medias, más educadas, mejor informadas, preocupadas de su futuro, han decidido los últimos torneos electorales. Aún más: en un cuadro de altas abstenciones, como las que se han producido desde el 2012 en adelante, parecen ser las que más votan. Y todas las señales conocidas indican que lo harán en una dirección contraria a la que tomaron hace cuatro años. ¿Es esto posible?
El marxismo tradicional detestaba (detesta) a las clases medias precisamente por su nadería, por su significación nula dentro de la gran confrontación entre el capital y el trabajo, entre la burguesía y el proletariado. Podía admitir alianzas de oportunidad con ellas, como fueron los frentes amplios y las alianzas antifascistas, pero a la hora de la revolución tendrían que sufrir el mismo destino que los explotadores, como efectivamente ocurrió primero en la Unión Soviética y después en China. El marxismo sospechaba (sospecha) que estas clases medias, por su propio origen -comercio, servicios, artesanado, intermediación-, estaría siempre al servicio del capitalismo y por eso le reservaba hasta una designación con un toque despectivo: pequeña burguesía.
El desprecio del marxismo es también un reflejo de la dificultad para interpretar a las clases medias. Por mucho tiempo se asumió que esta tarea la cumplirían los partidos de centro, si es que esto existe. Ergo, la alianza entre los partidos de izquierda y los de centro tendría que constituir una “mayoría sociológica”, una hegemonía indisputable por todo el tiempo que esa alianza durase.
Esa presunción es la que se ha venido resquebrajando desde el 2009 en adelante. Y lo esencial de ese cambio se encuentra en el crecimiento de las clases medias: allí nacen la volatilidad política, los problemas de participación y la discusión sobre la legitimidad de las instituciones.
Las clases medias carecen de ideología o, mejor aun, la rechazan instintivamente. Cuando más, tienen una ética política asociada a su historia favorita: el sacrificio, el esfuerzo y el premio correspondiente. En esa anchura se pueden encontrar al mismo tiempo las peores expresiones de egoísmo (como la xenofobia) y las mayores muestras de generosidad. La idea individualista, liberal, del progreso obtenido gracias al esfuerzo propio se combina, en dosis variables, con la idea colectivista, iliberal, del derecho a recibir un fuerte soporte del Estado o, dicho de otra manera, la obligación del gobierno de proveer las seguridades para no retornar nunca a la pobreza.
Así como es relativa la definición de clase media en función de la situación de la economía en que vive, también es relativa en función de su contexto político y de su historia cercana. En el Este de Europa, donde una vez campearon los regímenes comunistas, las clases medias sostienen a gobiernos fronterizos con el fascismo, y de sus manos ha crecido la ultraderecha en Francia y Alemania. Pero en Brasil o Uruguay, que sufrieron dictaduras de derecha, han glorificado a personajes como Lula o Pepe Mujica, y en Italia apoyan a una excentricidad liderada por un cómico.
Las clases medias pueden ser enigmáticas como las esfinges, pero no impenetrables ni incomprensibles. Su lógica no es lineal y deriva de una combinación muy compleja de factores personales y ambientales. Quizás más que nunca, los políticos de hoy necesitan oídos extremadamente finos. En las elecciones de noviembre, las clases medias actuarán con su racionalidad de siempre: un ojo en el presente y el otro en el futuro inmediato.
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El necesario silencio de los periodistas
Escribo el jueves en la tarde, antes del primer debate con todos los candidatos presidenciales. Como la mayoría de los chilenos, espero con anticipación el intercambio de ideas entre los postulantes a la Primera Magistratura. Quiero saber qué piensan sobre los problemas más importantes del país, sobre los desafíos de la nación. ¿Cómo enfrentarán la nueva revolución tecnológica y sus efectos sobre el empleo y la competitividad? Le comento el tema a un amigo, quien me mira con escepticismo. Luego me dice: “No te hagas ilusiones”. Agrega que es poco lo que podrán decir. Le encuentro razón, y apuntó que habiendo tantos candidatos es muy difícil que se produzca una conversación a fondo.
A mi amigo le da un ataque de risa. “No”, me dice, “el problema no es que sean muchos. El problema es que los periodistas no los dejarán hablar. Las preguntas serán extremadamente largas y alambicadas. Y cuando el candidato o la candidata quiera contestarla, serán interrumpidos en forma agresiva, casi soez, por los encargados de guiar el debate”.
Le digo que no exagere. Pero la verdad es que me deja pensativo, y decido mirar en internet los debates anteriores; también entrevistas, con y sin participación del público. Como en otras ocasiones, mi amigo tiene razón. Más que debates o entrevistas, muchos de esos certámenes parecen ataques furibundos de parte de periodistas agresivos. Ha sido así con todos los candidatos y candidatas.
Entonces recordé lo que dijo hace unos días Mónica González, en Buenos Aires: es fundamental que los periodistas se desprendan del ego para hacer su labor, que entiendan que lo importante es la noticia o el entrevistado y no ellos mismos.
De todas las entrevistas que he visto en mi vida, en televisión, en radio y en documentales, la más impresionante, la que quedó indeleblemente grabada en mi memoria, es la que se le hizo a Robert McNamara, el secretario de Defensa de los Estados Unidos durante la guerra de Vietnam. Es un documental extraordinario, titulado Las nieblas de la guerra (The fog of war). El único personaje de este filme es McNamara. Esto es tan cierto, que nadie recuerda quién o quiénes fueron las personas encargados de elaborar las preguntas.
Un “bad hombre”
Para mucha gente de mi generación, Robert McNamara fue el prototipo del “hombre malo”. En 1960 fue nombrado secretario de Defensa por el Presidente John Kennedy. Como tal estuvo a cargo de la escalada de la guerra de Vietnam. Fue bajo su mandato que el número de tropas estadounidenses aumentó enormemente -de tan sólo 900 asesores, a más de 16.000 tropas de combate-, y fue él quien dio las órdenes de bombardear en forma generalizada los territorios del norte, incluyendo aldeas y pueblos, para doblegar el espíritu de los vietnamitas.
Antes de llegar al gobierno, McNamara había sido un alto ejecutivo -incluso gerente general- de la Ford Motor Company. En ese puesto demostró todo su talento de gestión. Sistematizó el control de costos, introdujo procesos bien definidos y logró aumentar fuertemente la productividad de la compañía. Pero hizo todo esto con un alto costo para la convivencia dentro de la empresa. Entre otras cosas, con sus exigencias y su preocupación a ultranza por la eficiencia, se ganó un fuerte rechazo de parte de los sindicatos.
Aun antes de eso, durante la Segunda Guerra Mundial, McNamara trabajó en el comando estratégico de la Fuerza Aérea con el grado de teniente coronel. Ahí utilizó todos sus conocimientos de ingeniería y de modelos de optimización para mejorar la eficiencia de los bombardeos de los Estados Unidos en Alemania, y especialmente en Japón.
A principios de 1968, durante la administración de Lyndon Johnson, renunció a su puesto en el Departamento de Defensa. Johnson lo nombró presidente del Banco Mundial, lo que fue extremadamente controvertido entre los opositores de la guerra de Vietnam. Para ellos era una gran paradoja que el arquitecto de ese absurdo conflicto estuviera ahora a cargo de las políticas multilaterales para terminar con la pobreza y promover el desarrollo económico.
Lo más sorprendente del documental Las nieblas de la guerra, lo que lo hace increíblemente efectivo, es que las preguntas que se le hacen a McNamara nunca aparecen en forma explícita; no las escuchamos, ni aparecen escritas en la pantalla. Es un documental repleto de respuestas, pero sin preguntas.
El hombre, ya anciano, está sentado en una silla de respaldo recto, contra un fondo de color blanco. Tiene las manos sobre las rodillas y la mirada fija en la cámara. Habla. Está contestando una pregunta, pero nosotros, el público, no sabemos cuál es la pregunta, no la hemos escuchado. Pero en la medida en que la respuesta avanza, nos damos cuenta de cuál es el tema y podemos concentrarnos completamente en lo que McNamara tiene que decir.
Cuando termina de hablar sobre ese tema, se produce una pausa en la grabación. Un corte, un momento donde se muestra tan sólo el color blanco de la pared de fondo. Luego el entrevistado -pero no así el entrevistador- aborda un nuevo tema. Fuera de cámara el periodista le ha hecho una nueva pregunta, y McNamara empieza a responder nuevamente.
Lo que hace que este documental sea inolvidable es la combinación del silencio de los periodistas y de las respuestas que da McNamara. Algunas respuestas son breves, otras más largas y aún otras son extensas, ya que el ex secretario de Defensa quiere explicar por qué en cierto momento actuó de una determinada manera.
El hecho de que los periodistas no aparezcan en el documental, ni que sepamos sus preguntas, no le hacen la vida fácil a McNamara. Al contrario, al final el público sale de la sala convencido de que su actuación pública fue reñida con la moral, fue oscura y les hizo mucho daño a su país y al mundo.
Quizás el momento más impresionante es cuando habla de la Segunda Guerra Mundial, del rol que él y su unidad analítica jugaron en la planificación de los bombardeos a Tokio. Dice, con su voz de barítono, y en una forma pausada que denota cansancio, que los ganadores de una guerra son los que deciden a quién juzgar y qué actos considerar criminales. Agrega que si Estados Unidos hubiera perdido esa guerra, sin ningún lugar a dudas, él y sus colaboradores hubieran sido declarados criminales de guerra y juzgados como tales. El bombardeo de Tokio con bombas incendiarias fue un crimen contra la humanidad. Es un momento escalofriante, y cuando termina de decirlo, McNamara se queda en silencio. El periodista también.
El calor del silencio
Se dirá que el rol de los periodistas es hacer preguntas difíciles, investigar, sacar a la luz pública los pecadillos de quienes aspiran a conducir un país o a tener importantes puestos públicos.
Desde luego, eso es verdad.
Sin embargo, hay un momento para cada cosa, hay espacios e instancias para la investigación y el periodismo de denuncia, y hay otras instancias donde lo que corresponde es la modestia, el silencio relativo, la mesura; dejar que sean los candidatos quienes hablen y sean los protagonistas ante las cámaras y los micrófonos. Ese es el objetivo de los debates políticos. Es informar a los ciudadanos sobre las ideas en pugna. Dejar que los candidatos, reunidos en un mismo escenario, hablen y traten de seducir a los ciudadanos. Los debates políticos no son para que los periodistas se roben el foco de luz.
Recordemos que fue, justamente, Mónica González, una de las más grandes periodistas investigadoras de este país, quien recientemente habló sobre la necesidad de que los periodistas controlen su ego y su afán de figuración. Hay momentos para hablar y momentos para el silencio
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September 29, 2017
El cubismo antes de Cuba ( y 1917)
Estamos a punto de cumplir cien años de la Revolución Rusa, la de octubre 1917. Razones sobran para no celebrarla, pero olvidarla no es aconsejable; debiera tenernos desvelados. Tras cien años, setenta de ellos justificando a un régimen autócrata totalitario, el soviético, es como para quitarle el sueño a cualquiera. Pero no. Se suele creer que es cosa de poner fin a todo un mundo para dar inicio a una nueva era infinitamente mejor. Es que a algunos conciudadanos les da por volverse bolcheviques o jacobinos, se les prueba que por ahí no se termina bien, e igual insisten. Hay gente que se fascina con lo infernal.
Y eso que no todas las revoluciones del siglo XX han sido o apocalípticas, en nombre de Armagedón, como diría Edmund Wilson de Lenin, o de secta según el decir de Roger Caillois. Las ha habido tremendamente subversivas e influyentes, pero sus promotores han estado dispuestos a terminarlas después de un rato breve, siguiendo con otros experimentos. El cubismo en las artes plásticas diez años antes de los hechos de Petrogrado cambió, por ejemplo, la manera como visualizamos la realidad. Hizo converger una serie de propuestas vanguardistas que circulaban: el llamado de Cézanne a constatar que la naturaleza se modela en torno a unas pocas formas (conos, esferas y cilindros); las varias lucubraciones sobre una cuarta dimensión; la posibilidad de subvertir la antigua perspectiva renacentista; el psicoanálisis que hiciera ver que la mente no se limita solo a lo consciente; el cine y sus imágenes en movimiento; y el descubrimiento que las artes primitivas pueden dar cuenta de otras maneras culturales válidas de cómo concebir el mundo. Tan así que se estuvo dispuesto a fraccionar y “deconstruir” lo percibido para justamente apreciar mejor un mundo burgués en descomposición y movimiento.
Y esto además con espíritu lúdico, como cuando Picasso reconoce que el arte es mentira que permite captar la verdad. Nada que podría habérsele escuchado a Lenin, un poseso convencido de su razón y sí mismo (cero humor), sus consecuencias a la vista al convertir ideales -“Paz, Pan y Trabajo”, el Pueblo, la Historia- en mentiras.
El cubismo no sobrevivió a la Guerra, en cambio la Guerra sirvió para dar cauce a otras fuerzas esperando su oportunidad para hacerse del poder. Fuerzas además de minoritarias, dispuestas a liquidar a sus propios secuaces (a otras izquierdas posibles también). Eso lo llamativo de la revolución, versión “de Octubre”, también su relevo “cubano”, que es desde cuando se da entre nosotros una suerte de bolchevismo al acecho y en barbecho -en medio de cataclismos, guerras o colapsos institucionales provocados- en espera de su turno y ciclo. Siete décadas los rusos (el fidelismo va para seis) y eso que el cubismo no duró un lustro y fue sin daños.
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Derecha cavernaria
Durante su visita a Chile esta semana, Mario Vargas Llosa calificó de “cavernaria” a la derecha que no admite el aborto bajo ninguna excepción. “Eso es una estupidez, una barbaridad y hay que decírselo claramente a esa derecha, porque no es liberal y no entiende lo que son los derechos humanos”, sentenció el escritor peruano.
Sus palabras sacaron chispas en el sector aludido, que ha recibido críticas por lo que algunos llaman su excesiva derechización en temas valóricos, descuidando no solo el votante de centro, sino también el de sus propias filas que, al menos en las encuestas, muestra un apoyo mayoritario al tema del aborto en alguna circunstancia de las que considera el proyecto recién aprobado en Chile.
Algunos dicen que aquello no es así. Que la derecha sigue siendo la misma y lo que sucede es un problema de contraste con una Nueva Mayoría que está cada día más a la izquierda. Pero, aunque sea así, el tema de fondo no cambia. La derecha chilena es y siempre ha sido más liberal que otras en términos económicos y más conservadora en términos valóricos. Vaya a sabor uno por qué es así.
Abordar esta cuestión es relevante. Quizás no para esta elección, pero es fundamental si quiere proyectarse a futuro. Para ello se necesita elaborar un set de ideas más sofisticadas en torno a los temas que van más allá de los económicos. Y en esto la elite de derecha está muy al debe. Y tampoco parece interesarle mucho.
Quedó de manifiesto con el mismo Vargas Llosa, quien cerró su visita a nuestro país con una concurrida charla en una galería de arte de la capital. El escritor aprovechó la ocasión para destacar el valor de la lectura, no solo como placer, sino como algo fundamental para combatir el totalitarismo y el subdesarrollo. “Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leemos. Más conformistas, menos inquietos e imaginativos. Soy un convencido de que la lectura es la mejor manera de crear ciudadanos responsables y con espíritu crítico, que es la base de la democracia y el desarrollo”, dijo.
Mientras aquello ocurría, una parte no menor de la audiencia estaba fuera de la sala, distraída y conversando, de quizás qué cosa. Para ellos, la presencia del Premio Nobel no fue más que otra excusa para juntarse, para ver y dejarse ver, en esa manía de convertir todo en un evento social. A lo mejor, porque han leído demasiado. Pero, lo más probable es que sea lo contrario: simplemente porque no les interesa. Bueno, eso sí es cavernario.
Tener una elite de derecha más culta, más preparada, aparece como fundamental para un sector que aspira a convertirse en un referente de ideas para el país. Por eso, cuando al final de su charla Vargas Llosa dice que espera haber convencido a la audiencia de ser mejores lectores, está apuntando no al mero capricho de un escritor, sino a algo fundamental: apuntalar con bases sólidas un proyecto político.
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