Jorge Morcillo's Blog, page 6

February 18, 2024

La Caída de Cartago, de Adrian Goldsworthy

Al hilo de la lectura de “La caída de Cartago”, me gustaría hacer una reseña histórica sobre Cartago, menos centrada en las guerras púnicas y más en su historia y en su idiosincrasia. 

Ya reseñé en su día el libro “Salammbô”, de Flaubert, el cual aprovechaba un acontecimiento histórico que sucedió al terminar la Primera de las tres grandes guerras: la rebelión de los esclavos. Las duras condiciones de Roma dejaron las arcas “semivacías” y Cartago se negó a pagar a sus mercenarios. Al contrario que Roma, que tenía una capacidad de movilización tremenda, Cartago poseía un ejército muy limitado. Formado casi en exclusiva por mercenarios (y unas pocas unidades fenicias- libias) era una amalgama de razas y lenguas, en la que se incluían baleares, ilirios, griegos, galos, númidas, íberos, ligures, desertores romanos y cualquiera que quisiese apuntarse por una paga. De hecho, el idioma oficial en el que los mandos púnicos daban las órdenes solía ser en griego, que todavía era la cultura predominante por esa época, pese a la cantidad de mamporros que se habían dado cartagineses y griegos por la posesión de Sicilia. 

En fin, dejamos por un momento a los esclavos rebelados en las inmediaciones de Cartago y nos vamos por un momento a la costa de lo que hoy es el Líbano. 

Lo primero que hay que dejar claro es que los púnicos y los fenicios no se llamaban a sí mismos de tal forma. Son cananeos. Sí, ese pueblo que aparece ya vilipendiado en la Biblia. Y es que las ciudades cananeas de la costa dominaban gran parte del comercio en el Mediterráneo y eso era motivo de envidia. A ellos les debemos el alfabeto que utilizamos, por ejemplo. También lo que podríamos considerar la primera Bolsa de valores de la historia, pues se pagaban en pagares que se canjeaban para que no viajar con dinero contante que pudiese ser robado. 

Cartago no es más que una de las muchas colonias cananeas fundadas. La diferencia es que fue más expansionista que el resto. El momento de su fundación no está muy clara. Algunos la sitúan en el 1200 a. C, pero las evidencias más fundamentadas parecen situarlo novecientos años antes de Cristo.  

La leyenda sobre su fundación también ha sido tergiversada por escritores latinos y griegos. La Dido de la Eneida de Virgilio es en realidad Elishat (Elisa), una mujer inteligente y tenaz que abandona Tiro junto a una buena cantidad de miembros de la corte huyendo de su hermano Pigmalión (nombre latino). Tras un viaje lleno de acontecimientos fundan lo que luego sería conocida como Cartago, en realidad creo que el nombre fue Birsa (Byrsa), la colina en la que luego se erigieron los templos más importantes, algo así como la acrópolis. Qart Hadasht (Cartago) sería la Ciudad Nueva que crece alrededor de esa colina. El lugar escogido no tenía puntada sin hilo y se erige en lo que hoy es el golfo de Túnez, un lugar en el que se podría controlar el tráfico de mercancías por el Mediterráneo y que era fácilmente defendible. 

Debido a la pericia marinera y a la capacidad comercial la ciudad pronto prosperó. Los Cartagineses eran menos imperialistas que los romanos. No deseaban tanto el control de un territorio, sino poder negociar con manufacturas. Las vinculaciones religiosas con la antigua colonia cananea de Tiro siguieron vigentes y no había año que Cartago no mandase una ofrenda generosa a sus templos. 

Hay evidencias arqueológicas que sitúan tanto a los fenicios (cananeos) como a los cartagineses en la costa occidental africana. Gadir era una ciudad importante. Las columnas de Melkart (posteriormente apropiadas nominalmente como las columnas de Heracles o Hércules) presidían a uno y otro lado el estrecho, básicamente para infundir miedo a otros pueblos y que no se atreviesen a navegar por esas geografías. Es casi seguro que llegaron a lo que hoy es América. También está comprobado que navegaron hasta las islas británicas buscando estaño y que frecuentaban la costa oeste africana, llegando muy al sur, hasta lo que hoy es el Golfo de Guinea. De hecho, “el pueblo púrpura” comerciaba con exquisitas telas de este color que eran utilizadas por reyes y altas aristocracias; aparte también comerciaban con madera, vidrio, esclavos, etcétera; y a su vez importaban oro, plata, cobre y estaño de Iberia, de las Canarias, de África, de las Islas Británicas, y de allí dónde consiguieran entablar relación con los pueblos autóctonos. 

La flota cananea era la mejor y la más experimentada de la época y esto pasó al pueblo cartaginés, que si bien fueron menos aventurados que sus lejanos hermanos de oriente consiguieron flotar una armada de guerra temible. Sus astilleros conseguían producir barcos en serie. Es decir, hacían piezas sueltas y luego las ensamblaban. De esta forma conseguían fletar armadas en muy escaso tiempo. Los mercaderes invertían mucha pasta en estas flotas porque querían que sus negocios estuviesen protegidos. Ya existía una fuerte piratería por la época. 

Ese monopolio fenicio-cartaginés (cananeo) rivalizó con el griego y saltaron chispas. Nos situamos, tras la muerte de Alejandro Magno y la desintegración de su imperio, en lo que hoy es Sicilia. La costa occidental de la isla estaba bajo la influencia púnica y la costa oriental bajo influencia griega. Siracusa, que es una ciudad que merecería un capítulo aparte, jugará un papel muy importante cuando estallen las hostilidades entre Cartago y Roma. Y de hecho, los primeros que se atrevieron a invadir África fueron los siracusanos, al mando del ínclito y terrorífico Agatocles de Siracusa, un personaje fascinante y teatral, de origen muy humilde y bastante traicionero, un tirano que supo utilizar a las masas en su beneficio y que ascendió debido a su inteligencia y perfidia.  

Roma, ese poblado rodeado de colinas, se había expandido por toda la península Itálica, sometiendo a todos los pueblos de su alrededor. Algunos los absorbía; otros los eliminaba. Curiosamente, cuando Pirro rey de Epiro se enfrentó a los romanos ocasionándoles muchas bajas (Guerras Pírricas) Roma solicitó ayuda a Cartago, pues esta disponía de una flota imponente y Roma prácticamente no tenía ni marineros ni barcos. 

Todo iba a cambiar en unas décadas. Nos situamos ya en el siglo III, concretamente en el año 264 a. C, fecha del inicio de la Primera Guerra Púnica. Cartago y los griegos siguen dándose mamporros por el control de Sicilia, pero llega la traición mamertina (unos asesinos itálicos al mejor postor que en realidad fueron los mercenarios ociosos de Agatocles) y lo cambia todo. La cuestión es que los mamertinos (se llamaron así en honor al dios de la guerra) se enfrentaban con los griegos y solicitaron ayuda cartaginesa. Los cartagineses, ávidos por hacerse de una vez con el control de la parte oriental de Sicilia, accedieron. Pero he aquí que en un giro de los acontecimientos los mamertinos solicitaron también ayuda de Roma para librarse de los cartagineses, y aunque con mucha discusión y no teniéndolo muy claro, Roma accedió a ayudar a los mamertinos. Comenzaba la primera de las grandes guerras entre estas dos potencias en colisión. Siracusa, que al principio estaba aliada con Cartago contra los mamertinos, cambió de bando y se pasó a ayudar a los romanos. Antiguamente se le conoció como “la guerra de Sicilia”. Nada más y nada menos que del 264 al 241, o sea 23 años de guerra. Supuso una gran derrota para Cartago que perdió su flota y su prevalencia sobre los mares. El esfuerzo romano por igualar y superar a los más rápidos y maniobrables barcos cartagineses fue gigantesco. La guerra dejó a las dos potencias exhaustas. Hubo de todo: batallas terrestres con elefantes, traiciones, saqueos, pollos que no querían comer (lo cual era un temible augurio), tormentas que destrozaron flotas enteras, desembarcos en la costa africana, espartanos instruyendo al ejército cartaginés, serpientes gigantes (a saber), leyendas… Quizá lo más significativo es que se calcula que una de las mayores batallas navales de la historia, la batalla del cabo Ecnomo, tuvo lugar en esos años. Ni siquiera los enfrentamientos de la Segunda Guerra Mundial llegaron a igualar la cantidad de efectivos que utilizaron romanos y cartagineses. Una locura. 

Terrestremente Amílcar Barca, padre de los futuros Asdrúbal y Aníbal, y cuyo yerno fue también el muy importante Asdrúbal el Bello, consiguió poner a raya a los ejércitos romanos que avanzaron y tomaron casi toda Sicilia. Con la escasa cantidad de medios de los que dispuso Amílcar lo hizo realmente bien. Al finalizar el conflicto Roma impuso unas condiciones durísimas y una gran cantidad de dinero a pagar. Cartago había perdido para siempre su gran flota y se le prohibía que volviera a construir otra. Solo se le permitía tener barcos mercantes y unos pocos de guerra para proteger a los primeros. 

Pero lo peor iba a llegar con la rebelión de los mercenarios en África. Si bien Roma no quiso alentarla sí que se aprovechó para quitar a Cartago sus posesiones en Cerdeña y Córcega. O sea que no solo perdió sus posesiones de Sicilia, sino que se quedó sin ningún enclave que pudiese proteger a la propia Cartago. Esto supuso un punto de inflexión. 

Desprovista de la mayor parte de su riqueza y de sus colonias. Cartago mira hacia Iberia y ordena que Amílcar Barca se expansione por ese territorio. La familia Barca (en púnico parece ser que significa “relámpago” o “rayo”) se lleva a todos sus hijos hacia Iberia. Poco a poco consiguen crecer en territorios y dominar yacimientos mineros. 

A la muerte de Amílcar le sucede su yerno Asdrúbal el Bello, y tras el asesinato de este, el famoso Aníbal, que era un veinteañero por entonces. Invierno tras invierno las posesiones cartaginesas aumentan por la península y Asdrúbal el Bello y Aníbal son muy hábiles en ganarse el favor de muchos pueblos íberos. Roma, mientras tanto, observa con recelo el crecimiento de Cartago en la península, pero sus embajadas tratado de deponer la actitud expansionista de los Barca consiguen lo contrario. Hay un resentimiento cartaginés por cómo se aprovechó Roma para hacerse con Cerdeña y Córcega, en el momento de mayor debilidad, cuando justo tenía antes sus murallas la rebelión de los mercenarios a la que se unieron libios descontentos y algunas ciudades púnicas por el temor al saqueo y la destrucción. Cartago, tras una durísima guerra llena de atrocidades y torturas, consiguió volver a tomar el control de sus propios territorios, pero muchos campos habían quedado desolados y esa campiña africana (que no es la de ahora, al parecer era riquísimas y producía gran cantidad de frutas y cereales) ya no volvería a ser la misma. 

Seguimos en Iberia, tras volver del pasado y a esa nueva mención a la guerra contra los mercenarios. Es totalmente absurdo lo del juramento de Aníbal de odio eterno a Roma y todas esas tonterías que los autores latinos y griegos vertieron sobre su gran enemigo. Hay que leer a estos autores con pinzas, puesto que en muchísimas ocasiones escriban más propaganda que hechos históricos. Es verdad, que ni Aníbal ni ningún miembro de la familia Barca amaba a Roma, pero ese desprecio se lo habían ganado a pulso. Perder Sicilia y la flota fue un golpe duro. Las indemnizaciones de guerra también fueron tremendas, pero con esfuerzo y conquistas se consiguieron pagar; Cartago seguía siendo rica, pero aprovecharse para quitarles dos de sus enclaves isleños del mediterráneo mientras los mercenarios asolaban la campiña africana fue la puntilla que hizo que muchos cartagineses despertasen de su sueño de paz y concordia. No habría paz hasta que una de las dos potencias sucumbiera por completo. 

Y llega la Segunda Guerra Púnica. La toma de Sagunto fue la excusa.  A Aníbal, imposibilitado de provocar un desembarco en Sicilia o en la Magna Grecia (el sur de Italia) por la incapacidad de la armada cartaginesa, no le queda otra que marchar desde lo que hoy es España hasta lo que hoy es Italia. Atravesar los Pirineos y los Alpes en una marcha veloz e increíble.  

Una cosa a dejar claro es que los elefantes cartagineses no eran de la raza de elefantes que hoy habita algunas regiones del continente africano. Al parecer, eran más pequeños y procedían de otras partes, como de la cordillera del Atlas, por lo cual estaban habituados al frío y a temperaturas duras. Para pasar ríos caudalosos «uno de los trucos» era poner a las hembras elefantes en vanguardia y llenar las barcazas de tierra, así los animales al pisar tierra no tenían problemas de pánico. Estos animales sirvieron a los cartagineses para infundir temor a los pueblos galos, pues seguramente no los habían visto en sus vidas, y tras varias embajadas, batallas y muchas escaramuzas, con muchas bajas por tan esforzado viaje, el ejército de Aníbal llega a las tierras de Italia.  

Esta parte de la historia se conoce con mayor claridad: la cantidad de batallas en la que las legiones romanas sucumben ante el genio táctico de Aníbal y los suyos. Lo que los autores latinos cuentan con menos brío es la cantidad de traiciones y levantamientos de pueblos del sur de Italia a favor de los cartagineses: Capua, Tarento, etcétera. 

Aníbal no poseía suficiente fuerza como para asediar una ciudad enorme como Roma, y estos no quieren rendirse y negociar. Para la mentalidad cartaginesa esto es incomprensible. Así que el ejército de Aníbal se pasa décadas deambulando de un lado a otro de Italia y derrotando a los romanos cada vez que le salen al encuentro. 

Los romanos, mientras tanto, no pierden el tiempo y se organizan. Hacen continuas levas, ejercicios militares y cohesionan mejor su estrategia. La capacidad romana para poner un ejército tras otro es muy superior a la cartaginesa. Poco a poco golpean en los patios traseros de los púnicos: Iberia y África. Y a Aníbal no le queda más remedio que salir corriendo hacia África sin parte de su antigua caballería y con solo unos pocos miles de sus veteranos. Lo cual le supondrá el hándicap que le costará la derrota final en Zama. Salvo unos miles de veteranos el resto de ejército que manejaba Aníbal contra Escipión, el Africano, estaba formado por nuevos reclutas de Cartago. El ejército romano estaba perfectamente instruido durante años y tenía un alto nivel de profesionalidad. Aunque en honor a la verdad si Cartago se hubiese negado a rendirse tras la derrota de Zama (tal y como hizo Roma tras el desastre de Cannas) Escipión no poseía las fuerzas suficientes para asediar y tomar una ciudad tan bien defendida; pero como señalé la mentalidad cartaginesa no era la romana y eran mucho más prácticos y dados a negociar y pactar unas indemnizaciones de guerra. Roma, por el contrario, solo creía en la victoria o en la aniquilación. 

La Tercera Guerra fue una ignominia. Un exterminio. Todas las guerras son injustas, pero quizá esta tercera está en el Top de las guerras más ignominiosas de la historia. Cartago no le suponía ningún problema a Roma. De hecho, abastecía de grano a sus tropas orientales y pagaba religiosamente las indemnizaciones de guerra llegando incluso a completarlas. Su destrucción fue un puro deseo de venganza. Una tras otra las exigencias romanas eran satisfechas, salvo la última de que abandonasen la ciudad porque iban a destruirla. Aquí los cartagineses dijeron “basta” y por una vez fueron todos a una. Lo que Roma creía que iba a ser una campaña corta se convirtió en un asedio de años y en una auténtica carnicería. Conquistada casa por casa en una orgía de sangre, fuego y destrucción. Los últimos defensores, apostados en los templos de la colina de Byrsa, (la colina en la que nació la ciudad), prefirieron morir antes que ser capturados. Entre ellos unos cientos de desertores romanos (a los que les esperaba la crucifixión en el caso de ser capturados) y (según Polibio) la mujer y los hijos de Asdrúbal el Beotarca, entre otros últimos irredentos, que fue el general cartaginés encargado de la defensa y que, según cuentan, sí que se rindió. Curiosamente el círculo de la historia de Cartago se cierra entre el trágico final de su fundadora, Elishat, (Dido para Virgilio), y el de la mujer de Asdrúbal el Beotarca (de la que desconozco su nombre o no recuerdo si Polibio la menciona más allá de su vinculación con Asdrúbal). Ambas mueren de forma trágica.  

Tras siglos de existencia la colonia cananea dejó de existir. Lo de sembrar sal para que no naciera nada nuevo allí no es verdad. Sí que hubo un gran saqueo. Y es verdad que posteriormente hubo una ciudad romana en su enclave, pero la importancia de esta no fue tan significativa para la historia. El idioma púnico (o neo-púnico) sobrevivió mucho más allá del Imperio Romano en algunas poblaciones africanas. San Agustín ya comenta algo de la vigencia de ese idioma en sus escritos. Adaptándose a giros latinos y a las influencias libias el neo-púnico sucumbe, por fin, durante la dominación musulmana.  

Atrás queda ese esplendor de un pueblo cosmopolita y avanzado que fue realmente el gran enemigo de la república romana (Cartago también fue una república, y además alabada en su funcionamiento por Aristóteles), y cuyas guerras y costumbres fueron contadas por sus rivales, esencialmente griegos y latinos, tergiversando un montón de cosas y denigrando a un enemigo que supo ponerle de verdad contra las cuerdas. Por cierto, los tratados de agricultura romanos son estrictamente copiados de los púnicos, así fue la cosa.  

Muy por encima les he contado algo sobre este libro de “La destrucción de Cartago”. Es verdad que el libro se centra más en lo militar y que he intentado una visión más global, pero el libro es muy ameno y está muy bien documentado. 

Altamente recomendable para los que gusten de la historia del mundo antiguo. 

Hasta otra. 

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Published on February 18, 2024 01:10

January 8, 2024

Reseña de Enrique carro sobre dos de mis obras

El escritor y crítico Enrique Carro ha comentado dos de mis obras literarias en su canal de Youtube. Se trata de “De cielos y escarabajos”, publicada en 2020, y de “Estar aquí”, recién editada hace un mes y pico. Ambas en Niña Loba editorial.

Les invito a ver la reseña y, sobre todo, a suscribirse a su estupendo canal literario.

Hasta la próxima.

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Published on January 08, 2024 11:53

January 4, 2024

reseña de «Blancura», de Jon Fosse

“Me voy a morir de frío. Como no ocurra un milagro me voy a morir de frio. Y quizá fue justamente por eso que me adentré en el bosque, porque quería morirme de frio”. 

“Me subí al coche y me marché. Me sentó bien. El movimiento me hizo bien. No sabía adónde iba. Simplemente me marché. Me había embargado el aburrimiento, a mí que nunca me aburro me había embargado el aburrimiento. Nada de lo que se me ocurría hacer me producía el menor placer. Así que hice cualquier cosa. Me monté en el coche, empecé a conducir y donde podía elegir entre doblar a la derecha o a la izquierda, doblaba a la derecha, y en la siguiente bifurcación, donde podía elegir entre la derecha o la izquierda, doblaba a la izquierda. Y así fui avanzando” 

                                                                        Jon Fosse 

Abstenerse de leer esta reseña los que crean en los spoliers y ese tipo de cosas. 

 Independientemente de que esta obra pueda parecer un relato para algunos y una novela corta para otros (la edición estira los márgenes y las páginas aleatorias y los comentarios laudatorios en un afán muy claro de alargar el libro) Blancura de Jon Fosse es todo un enigma. 

 Hay que recordar que la Trilogía (editada por Deconatus) también es una recopilación de tres obras que compartían unos mismos personajes, por lo que si dividimos esas tres obras tal y como fueron editadas en Noruega también se quedarían en ese espacio difuso que hay entre el relato y la novela corta. Por lo general, que yo conozca, salvo la recién publicada en castellano “Melancolía”  y la de “El otro nombre” (la primera parte de Septología, también editada en un solo tomo al completo por Deconatus) las piezas literarias de Fosse suelen ser muy breves. 

 Está bien citar todo esto porque Blancura es la obra que ha escrito tras acabar su Septología, que aunque yo no he leído por entero pienso hacerlo puesto que los dos tomos de “El otro nombre” están entre las mejores lecturas que tuve en pasado año, así que cuando tenga tiempo emprenderé la lectura de toda su “Septología” al completo. “Mañana y tarde” también la leí, pero no pasa de ser una novelita corta. Creo que en este blog hice reseña de esa obra. En cuanto a la “Trilogía” tengo prevista leerla a finales de enero. 

 Pero vamos a lo importante, al enigma de Blancura. Aparentemente la trama (si es que esa palabra no resulta un insulto utilizarla en literatura creativa) es muy sencilla. Un hombre hastiado (del que nunca llegamos a saber su nombre) coge el coche y le da por pillar una carretera a la izquierda cuando la carretera gira a la izquierda y de pillar una carretera hacia la derecha cuando esta gira a la derecha. Así comienza el libro. Tal y como el pequeño fragmento que hemos puesto al principio. Lo que sabemos de él es muy poco, pero es fundamental: que está harto de todo, “como si el aburrimiento se hubiese transformado en vacío”.  

 Por lo que se nos sigue contando no es tan joven, está atardeciendo y el otoño avanza. De pronto, desde las primeras líneas, el coche queda varado en un páramo y el conductor no consigue sacarlo. Duda si volver atrás, pedir ayuda o permanecer en el coche. Al final se decide por adentrarse en el bosque creyendo que en el trayecto por la carretera divisó unas cabañas abandonadas.  

 Hasta aquí la extrañeza puede ser más o menos llevadera. Podemos pensar que el autor está intentando crear algo de interés con este episodio difuso de un no se sabe si un accidente automovilístico o un simple atasco en un camino forestal. Pero Fosse no piensa en el lector. En realidad, ningún autor que se precie puede pensar en el lector. Eso queda para la literatura que utiliza tramas y construye personajes arquetípicos y teje una prosa sin complejidad. Es decir, una literatura comercial y que será pasto de las llamas del tiempo. 

 Qué ocurre en el bosque. Un delirio. Una alucinación. Una experiencia de tránsito entre la vida y la muerte. Primero aparece una oscuridad muy densa y luego va apareciendo una silueta acercándose. Una silueta blanca, luminosa, “fosforescente en su blancura”. ¿Es Dios?, ¿el omnipresente Yahvé? ¿Es quizá la recreación del arcángel San Gabriel? Recordad que Fosse ha hecho gala de su adhesión al cristianismo, y hay páginas en la “Septología” en las que directamente se reza. Pues me temo que este libro no gustará tanto a sus críticos cristianos, porque hacia lo que se dirige nuestro accidentado personaje en el bosque es hacia una blancura que no tiene que ver mucho con el cristianismo normativo y sí mucho con el nihilismo y con el gnosticismo más hermético. No hay omnipotencia filosófica o religiosa. Por decirlo con claridad: la blancura es la nada. Y en el antiguo pensamiento gnóstico (no contaminado por el cristianismo) la nada es una especie de totalidad creativa. No hay tampoco elevación espiritual ni Kéter, que es la corona y el génesis creador de la cábala. No sabría qué decir respecto a que los que están en el tránsito aparezcan descalzos, puede que sea cual un regreso a la desnudez primeriza con la que llegamos al mundo, o tal vez (con pinzas) podríamos pensar que se trata de unas pequeñas dosis de dualismo religioso, es decir una herejía cristiana en la que el alma (digamos) se separa del cuerpo como si fuesen dos instancias distintas. Algo por otra parte que se ha repetido en muchos escritores aparentemente cristianos, véase a Milton. Pero ya no aprecio mayor sentido espiritual y lo he buscado con ahínco por si acaso me estaba extraviando en mis suposiciones. Tampoco veo ninguna frase que pudiese englobar dentro de las emanaciones de Plotino, o sea que pudiesen ser neoplatónicas. El personaje está absolutamente perdido y encuentra a sus propios padres andando por el bosque. La conversación que se establece entre los padres y el hijo no tiene tampoco trascendencia alguna. Discuten por cosas banales. Uno opina una cosa; otro opina otra. Hay como un desorden cósmico, otra cualidad del gnosticismo no cristiano. Ni rastro tampoco de esas imágenes resumen de nuestras vidas con las que el cerebro al parecer nos obsequiará (para mitigarnos el dolor) cual último servicio cómplice. Luego hay una especie de señor con corbata y traje negro que los acompaña en el tránsito, se supone que es el tránsito de la vida a la muerte. Fosse no se ha comido mucho la cabeza con esa presencia y casi podría imitar cualquier personaje banal de una película o serie de Netflix. Hace frío, está nevando, el otoño noruego avanza y todo está dominado por las sombras salvo esa blancura fosforescente que los atrae hacia sí. Aquí ni hay sol ni se le espera. Todo es muy enigmático. Yo incluso tras leerlo varias veces todavía me pregunto si el personaje murió al salirse de la carretera o lo hizo de frío en los primeros momentos que se adentró en el bosque. No sé por qué le estuve dando cientos de vueltas a ese punto en concreto, que ni leyendo tres veces seguidas la obra lo tengo aún claro.  

 También hay que decir que el lenguaje es muy sencillo, casi ramplón. El verdadero idioma en el que escribe Fosse es el nynorsk, un lenguaje minoritario recopilado desde el siglo XIX y extraído de los dialectos antiguos que hablaban los pescadores y agricultores. Por lo que yo tengo entendido esta lengua sería la más estrictamente noruega de todas y no la que resulta mayoritaria y que, según dicen, debe mucho al danés. Asistimos a esas reiteraciones ya características de otros libros suyos, pero en esta ocasión todo está escrito en un único párrafo. Falta música en la prosa; pero el enigma de lo que se cuenta es tan potente y misterioso que yo al menos quedé atrapado por ese delirio en el tránsito hacia el final de la vida, que es lo importante y catedralicio en esta singular pieza narrativa. 

 Desconozco si este libro es autoconclusivo o Fosse en el futuro proseguirá (en el más allá o más acá) con las andanzas de este personaje de naturaleza nihilista, o más bien debería escribir solitario. “Vivo solo, así que nadie me va a echar de menos y aunque alguien me echara de menos tampoco sabría dónde estoy”. Lo que sí tengo claro es que escritores así merecen la pena leerse y conocerse en toda su extensión, porque desubican a los lectores y eso es grandioso. 

 Estamos tan rodeados de mediocridad que siempre se agradecen posturas creativas tan originales y autónomas como la suya, que se saltan todos los convencionalismos literarios. Me pregunto cuántos escritores hoy en día serían capaces de escribir una obra sin poner el nombre a ninguno de los personajes que aparecen, o más bien deberíamos llamarlos “presencias inquietantes”, porque poco o casi nada llegamos saber de ellos y no entramos en sus verdaderos entresijos interiores. Que el personaje hable consigo mismo en una especie de monólogo delirante y con continuas reiteraciones es más sencillo de sobrellevar puesto que la primera cualidad shakesperiana (y Fosse es un hombre de teatro) es la de «escucharse a sí mismo». En nuestra cabeza no vamos, por lo general, manteniendo una conversación con párrafos inmensos y envueltos en meandros laberínticos. A mí ese tipo de prosa es la que más me atrae; pero en realidad “las conversaciones internas son así de básicas”, y ahí una intencionalidad clarísima en Fosse de limar toda posible metáfora reduciendo el lenguaje a su mínima expresión. Los grandes personajes teatrales se escuchan a sí mismos y eso hace que vayan evolucionando. Todo lo contrario al método cervantino en la que los personajes se transforman a través de las conversaciones que mantienen entre ellos. 

 Puede que esta pequeña pieza narrativa sea fallida, pero resulta todo lo contrario a lo que se aconsejaría escribir en un taller literario. Por eso es importante leerla, para darse cuenta de que la creatividad que persiste en su autenticidad no necesita de consejos ni de tutelas; aunque en este caso el resultado no sea, precisamente, para tirar cohetes. La literatura que nace en los talleres literarios no sobrevivirá al paso del tiempo y no perderemos mucho con su aniquilación. Lo importante es escribir libros que dentro de cien o doscientos años puedan leerse y que de alguna manera profundicen en la relación de los seres humanos con los problemas y los enigmas de la existencia, que trasciendan o al menos lo intenten.  Crear cosas atemporales a través del poder del lenguaje. 

 ¿Sobrevivirá Blancura al paso del tiempo? No creo que sobreviva ni media década, porque al final se queda en un mero ejercicio simplón al que le falta constancia, fuerza y profundidad. A mí me ha gustado porque me ha desconcertado y porque no deja de ser una inmersión muy atrevida el intentar reflejar el tránsito de la vida a la muerte, lo cual no es empresa sencilla; pero he de reconocer que este librito le gustará a muy poca gente. Eso sí, merece la pena leerse simplemente por imaginar las caras de turbación que pondrán esos “iluminados” críticos literarios que señalaban el cristianismo de Fosse como un valor literario, como si acaso lo que crea o deje de creer cada escritor tuviese cualidades literarias intrínsecas. Pues hala, ahí tenéis, un librito que de cristiano no tiene nada y que casi parece el primer borrador de un alumno que está comenzando a leer al poeta Lucrecio. Y siguiendo con la guasa, para acabar ya esta reseña «tan espiritual», podría parafrasear a San Agustín al añadir: “¡Oh, crueldad misericordiosa!” 

 Hasta otra.  

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Published on January 04, 2024 01:30

December 17, 2023

RESEÑA DE «uN HOMBRE BUENO»

    Cualquier historia, por pequeña que sea, puede llegar a ser como el aleteo de una mariposa. 

                                                                          Cecilio Gamaza   

 Recuerdo una escena que me impresionó del Silas Marner de George Eliot: el anciano Silas, tejedor en un pueblo remoto al que se desplazó a vivir tras una traición personal, es víctima de la desconfianza del pueblo y le roban todo el dinero de su esfuerzo. Un buen día, en la oscura habitación en la que trabaja, nota algo extraño, por un momento sus sentidos le engañan y cree que su oro robado lo han vuelto a depositar en su sitio, pero al acercarse para palparlo descubre unos rizos y un rostro, le han dejado a una niña en su lugar. A partir de ahí la tarea de Silas es la no abandonar a esa niña, a la que percibe más débil y necesitada que él. Todo el libro, como bien acostumbra George Eliot, es una fábula moral, pero esa escena tiene una enorme fuerza sugestiva, porque tal vez la personalidad de Silas sea una de las personificaciones más poderosas de la bondad en la literatura. 

 Hay algo ético y también imperecedero que vuelve a aparecer en este “cuaderno de páginas blancas” que es Un hombre bueno de Cecilio Gamaza Hinojo, en Niña Loba Editorial. El protagonista, C, conecta con ese anciano Silas del que antes hablaba, al menos a mí me lo recuerda, si bien son dos libros distintos, pues el de Eliot es una fábula moral y Silas, al fin y al cabo, era un exiliado del mundo antes de lo del robo y la niña; el de Cecilio, en cambio, es una edificación nostálgica de alguien que observa su alrededor y trata de ser escritor, creando lo que yo definiría como un pequeño santuario al legado vital del que se procede, con un paisaje muy definido, la campiña gaditana, que ejerce de imán y sostén entre generaciones. 

 Dividido en dos grandes bloques: “El balcón de mi infancia” y “C y la utopía de las palabras”, el libro se abre dando gran importancia al entorno, a la familia, a proceder de una familia de honrados trabajadores, a la pandilla, a la imagen del abuelo, son unos paisajes y olores que reconozco también como míos: el olor a puchero, los geranios, los patios vecinos, los olivos, la brisa del mar, los paisajes del interior y de la Bahía; también las caras pintadas de los disfraces de carnaval; todas esas tradiciones de las caras pintadas de blanco van pasando de padres a hijos renovándose; esa juventud perdida en la que los muchachos gaditanos nos deleitábamos de sol a sol en ser felices, unos más en la playa y otros más en el interior de la provincia, pero al fin y al cabo todos libres y obstinados en vivir siempre en la calle, sin mayor ataduras que la de ir a comer a casa de vez en cuando y la de asistir a la escuela.  

 Cecilio pasa de puntillas sobre esa juventud perdida. Pero en cambio nos deleita con páginas memorables como las que cuenta el tema de las arrugas del abuelo o en las que define a su padre cual un universo: 

 “Mi padre es campo. Está hecho de tierra negra, morena, dura como sus manos. Mi padre es piedra, cal, adoquines, tejas. Sus arrugas son veredas, atajos, caminos que llevan a la sabiduría. Su pelo fue otoño y es invierno, invierno acogedor, es rescoldo de estufa, patio de vecinos. Mi padre es amanecer cuando el verde se tiñe de cobre. Mi padre es medio día cuando el sol abraza sin clemencia. Mi padre es atardecer cuando el horizonte se prende de fuego en el último suspiro. 

Mi padre es mi pueblo; mi pueblo, mi padre”. 

 En la segunda parte, “C y la utopía de las palabras”, la literatura cobra mayor protagonismo. Aparecen los escritores a los que C venera: Bolaño, Kafka, el siempre presente desde casi la primera página Vasili Grossman, Curzio Malaparte, Bohumil Hrabal, etcétera, y como todo lector voraz hay una identificación con esas lecturas, en las que la propia vida de C se amalgama fundiéndose; la lectura y la literatura se han impuesto y cobran su bagaje, ya nada volverá a ser lo mismo, porque queramos o no la lectura modifica nuestra visión del mundo, la amplia.  

C siempre habla con cariño de las experiencias literarias y personales en su vida. Nunca hay una mala palabra para nadie desde su San Julián en la que observa el mundo. Pareciera como si se hubiese construido una especie de atalaya introspectiva. Se trata con respeto y veneración no solo a los familiares sino a profesores, amigos, vecinos, sanitarios, mendigos, etcétera; en toda ocasión trata siempre de ver el aspecto positivo, y si la situación vivida no lo tiene nada de por sí ya se lo buscará él; por eso mismo yo le escribí por Twitter (o X ahora) que este libro me parecía “una bandeja de pasteles un domingo por la mañana”; no sé si le gustaron o no mis palabras, pero lo escribí con el mayor entusiasmo porque son piezas literarias relativamente cortas, muy depuradas, entrañables y dulces, y qué queréis que os diga: pues que una bandeja de apetitosos y artesanales pasteles me merecen la misma o mayor devoción que la más espléndida de las catedrales o el más antiguo de los sarcófagos fenicios.

 De hecho, mucha gente no lo sabe, pero la pastelería ya era muy importante en el sentido terapéutico y religioso muchos siglos antes de Cristo. En Egipto casi siempre iban endulzados en miel y se ofrecían a los muertos para que estuviesen colmados y satisfechos; en la antigua Fenicia se hacían también unos pasteles muy singulares. Sospecho que en la antigua colonia de Gadir estos pastelitos también existieron, pero calculo que se degustarían en una época posterior: la del dominio púnico. Al parecer, los árabes adaptaron esas antiquísimas tradiciones cananeas añadiéndoles pasas y dátiles. No sé si el actual «pastel fenicio» deriva de ahí, pero no andará muy lejos. Por lo tanto, los pasteles siempre han sido sagrados y venerados como lo que en verdad son: manjares para el alma y los sentidos.  

 “El enfermero no dejó de charlar y bromear en todo el rato que estuvo en la habitación. Hablo de fútbol, de telebasura, del tiempo, de política. Fue increíble; los hizo llorar de la risa. <>, pensó.  

—Bueno, voy a ver los demás. Voy a darles un poco de caña a los madridistas de aquí al lado—se despidió. 

C, aprovechando que el enfermero se iba, también se despidió, deseando mejoría a los dos. Gracias a este hombre se marchó con una sensación totalmente distinta a la que tuvo al entrar. Al pasar por la habitación de al lado le oyó bromeando, << ¡Esto no fue penalti y lo sabéis!>>. 

A C le habría gustado pararlo por el pasillo y darle la enhorabuena, decirle que era una gran persona, que lo que hacía era poco menos que magia, demostrarle su admiración; pero C es demasiado introvertido y aún hoy se arrepiente de no haber tenido ese detalle con él”.  

 Si bien, tengo que afirmar que desde mi punto de vista “felicidad y bondad” son también imposiciones ficticias. Seleccionamos unos recuerdos y no seleccionamos otros y al mismo tiempo que estamos seleccionando estamos promocionando unos y arrinconando al resto. La literatura basada en “hechos reales” no existe, porque todo es ficción en ficción y el yo narrativo puede adoptar todas las máscaras posibles, todas las posibilidades, todas las voces, todas las singularidades, todas las utopías, y al convertirse en palabras toda literatura pasa de inmediato a ser ficción, mutila el cordón umbilical que le comunicaba con el pasadizo laberíntico de la realidad; desde luego siempre es más amable asistir a una “fiesta de la bondad” que a un velatorio o un crimen, y en este caso nada que reprochar al escritor por tan placentero viaje emocional y vital, todo lo contrario, es un espléndido libro con una visión tan humana que solo puede elogiarse; pero (desde mi punto de vista) creo que el título más acertado hubiera sido el de “C y la utopía de las palabras”, el más ajustado a la realidad de lo que se cuenta. 

 Sé que el editor no piensa así y lo deja claro en el prólogo del libro. Pero aquí estamos para dar nuestra opinión, siempre libre y desde el respeto, en todo caso esclava e indivisible de mi propia experiencia como lector y escritor a la que no puedo sustraerme. C y la utopía de las palabras no solo era un título más ajustado al contenido del libro, sino que es mejor título, más sugestivo e interesante, más acorde y real, y sin duda más cercano y deudor de las influencias literarias que laten en su sustrato.  

 Era Cărtărescu el que afirmaba que “ser poeta no es escribir poesía, sino ver belleza allí donde nadie más la ve”. Algo de eso consigue Cecilio Gamaza en este libro.  Por lo que “ese vuelo de mariposa” que citaba al principio ha resultado efímero, pero hermoso y conseguido. 

 Hasta otra. 

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Published on December 17, 2023 00:45

December 10, 2023

El sonido del fuego

“Y la diferencia entre un hombre de talento y el resto de los hombres es que el primero sigue siendo, en cierto modo, un niño. Todo lo mira con los ojos enormes de los niños, asombrado siempre, inconsciente de tanta sabiduría y consciente, sin embargo, de la ignorancia infinita y del poder infinito; una fuente de admiración eterna, de gozo y de fuerza creativa, que vive dentro de él, se une al océano de cosas visibles y gobernables que le rodean”.    

John Ruskin 

En ese párrafo de alumbramiento de crítica literaria Ruskin nos habla del poder creativo que imana de los niños y de las personas con talento, de lo imaginativo e innovador que conservan para observar el mundo y nadar en el océano de las cosas infinitas, de las visibles e invisibles, de todo lo que nos rodea. 

La prosa de Yordanka Almaguer se impulsa de esa fuerza creativa. Y se aprecia mejor si se lee en voz alta, si se deja uno transportar por sus marejadas oscilantes entre una frase y otra frase; basculando entre la crueldad y la bondad; fluctuando en complejidad coral; alejándonos y devastando nuestras limitadas concepciones europeas sobre la literatura caribeña y, en general, todo lo que salió deformado de la literatura del “boom”, que no fue en realidad más que una gran campaña de marketing orquestada, y que poco o nada tiene que ver con la mayoría de la literatura que se escribe en tan extenso continente y con tan distintas y singulares voces.  

No importa mucho “la lógica real” de lo que nos cuente porque en el universo de Almaguer los árboles y el fuego y todos los elementos de aire y tierra están engarzados en esta canción de vida y muerte que es la existencia. Y en los libros y en las composiciones creativas la única lógica que ha de imperar ha de ser la que aporte consistencia interna a lo creado, porque la visión del ser humano es pobre y limitada y suele ser presa de sus prejuicios y ambiciones. Creemos que la totalidad del mundo es lo que percibimos por nuestros sentidos; pero imagínense por un momento convertirse en un pájaro, sí, en un pájaro, y quien dice un pájaro puede decir un papagayo, un gato, una llama, una brizna de hierba, una leña en combustión… ¿verdad que la percepción sería distinta?, ¿cuál es más real, más sentida?, ¿todas o ninguna?, ¿en cuál os sentiríais más retratados? Pues entonces estad preparados para que un árbol hable y no os parezca anormal. Y más si es una ceiba, que tiene un rico simbolismo de perpetuidad y grandeza para la tradición maya. 

Sirva de ejemplo este párrafo en los inicios en los que de pronto las palabras acaban convertidas en brisa, que es precisamente de lo que está hablando, esa identificación con los elementos no desde la lejanía, sino desde el núcleo, desde el interior: 

«Como a todas las criaturas que no tienen gran dimensión, a la brisa, que es la hija más pequeña del viento, le encantan los juegos y las fechorías de tarde en tarde. Por eso se las arreglaba para enredarse entre las piernas de Eusebio, para manosearle todo el cuerpo, como una diminuta amante perversa, e irse a dar vueltas, luego, alrededor de las ramas secas, haciendo que los restos de la hojarasca, que aún quedaban prendidas a ellas, danzaran como poseídas por el mal de las espigas de centeno». 

Me gusta pensar que los lectores somos los cartógrafos en el océano prosístico de Almalguer, y que cada lector encuentra su rumbo y sus mapas, sus percepciones internas y su deleite; estoy seguro que este libro para cada lector significará cosas muy distintas: igual algunos se fijan más en la psicología del amor y el sexo, en los abusos y la violencia; los curiosos letraheridos en las obras literarias que se menciona (algunas un tanto osadas si se me permite afirmar desde el más sentido agradecimiento); otros igual tratan de apreciar (no sé si con suficiente acierto) qué hay más allá de la neblina simbólica; qué se esconde tras los elementos de esta fábula; cuál es la sustancia que aviva las llamas del fuego. 

  La prosa de Almaguer es rica para ese vaivén de prismas pues lo mismo que apuntilla su belleza también irradia sus momentos de desconcierto, y en una sola frase podemos pasar “de un brillo inquietante” a una imagen sórdida y doliente, tal y como es la vida, en la que todo está mezclado en un mismo guiso, y los individuos, por lo general, son capaces de lo mejor y de lo peor en este baile ignífero en el que todo arde. 

Al final la vida es solo eso, un insecto efímero que a muchos les parece hermoso porque aparenta fragilidad; pero, como todo lo que tiene boca, vive por ella y para ella. Como el fuego que se mantiene hambriento y necesita su hambre para transformarse, necesita tragar para vivir: o sea, matar”. 

O: 

Algo dentro de él deseaba aniquilarlo, extinguir aquel brillo inquietante, pero a veces se sorprendía imaginando también cómo sería mirarlo mientras se extendía por toda la habitación, por toda la casa. En estos momentos Eusebio sentía una rara necesidad de adentrarse en las llamas y dejarse consumir en sus colores, derretirse como una vela en su interior y mirar al fin lo que había dentro de sí mismo y del fuego: llegar a convertirse, él mismo, en el sonido del fuego”. 

Hay un combate por el deseo en todos los personajes. Individuos o entes literarios capaces de sentir mucho y de desear mucho; pero luego capaces de rechazar mucho, como una especie de desdoblamiento que les impulsa y les retrotrae. Una Cartuja de Parma americana (en las novelas de Stendhal todo el mundo ama a alguien) que recorre buenas extensiones de geografía del “Abya Dala”, que si no me equivoco es la manera de la que los indios panameños nombran al continente, y que viene a significar “la tierra madura”, una expresión que no he querido dejar pasar la oportunidad de mencionar, pues resulta muy escasa la literatura que leo de esas geografías y salvo México y Argentina (y algo de Chile y Uruguay) apenas tengo conocimientos de literaturas como la venezolana, la panameña, la costarricense, la cubana, la ecuatoriana, etcétera, sabiendo que hay voces muy singulares pero que llegan a cuenta gotas a este lado del océano. 

Ese deseo que arde en los personajes tal vez sea fruto de la soledad interior que padecen: 

En las aceras no encuentra a nadie, hay tanta soledad a su alrededor que le ataca la horrible sensación de ser un personaje de novela. Una de esas novelas existencialistas escrita por una mujer que no soporta tanta culpa, que se desprecia y desprecia al mundo, pero que no se atreve a suicidarse y terminar lacerando alma y cuerpo de sus personajes, para expiar así sus culpas y luego largarse con su alma limpia, resucitada e impoluta, dejándola a ella, a Ana Angélica, el personaje protagónico, llena de mierda y sabiduría totalmente inútil en medio de un huracán que, por mucha lluvia y viento que traiga, no podrá sacarle toda la pudrición de la que se ha llenado su alma”. 

Pero luego nos reconcilia (un par de frases más allá) con el oficio de crear literatura al exclamar: 

¿Adónde van a parar los que son incapaces de crear? ¿Se van de este mundo con toda su basura intacta?”.  

En definitiva, un libro coral en que palabras y fotografías se amalgaman en un artefacto creativo contra el tiempo y el olvido: 

Preguntas que he escrito, sin esperar respuestas ¿acecha la vida en la muerte, del mismo modo en que la muerte acecha en cada respiro? El tiempo es un pájaro que nos devora las entrañas, no importa cuán buenos hayamos podido ser, ni cuánta sabiduría creímos poder alcanzar, ¿ni siquiera importará que nuestra memoria logre mantener el recuerdo del fuego? Ni siquiera el recuerdo del fuego nos salvará, ahora estoy casi segura de eso. 

Algo arde tras ese cónclave de huesos y linfa y sangre que nos constituye.  “El sonido del fuego” crepita más y mejor si se lee en voz alta, como se leía en tiempos lejanos cuando el ser humano estaba más vinculado a la tierra y se profesaban ritos ancestrales cuya gnosis se traspasaba generación a generación y los árboles hablaban y las aguas pronunciaban sus canciones de purificación y los dioses convivían con pescadores y talabarteros y todos los oficios estaban al alcance de las manos y lo pies y las raíces de los seres humanos se movían y las distancias eran distancias que ampliaban las vivencias y los conocimientos y la muerte era un tránsito necesario e inevitable y la vida otro tránsito necesario e inevitable y el sol y la luna y las mareas gobernaban nuestros ritmos vitales e internos entre la luz y la oscuridad. 

Regresemos a la tierra y a sus vínculos eternos. 

Esa es la sensación que queda al finalizar el libro (con un último párrafo muy bello), que se ha asistido a una lucha contra el tiempo; que la literatura no son solo palabras para rellenar y describir símbolos, sino que todas esas representaciones provocan ondas magnéticas que gravitan haciéndonos sentir ser más puros y libres. 

Hasta otra. 

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Published on December 10, 2023 01:03

October 29, 2023

«Los comienzos» de Antonio Moresco. Un big bang sin estallido.

Volvía al dormitorio, pero no lograba conciliar el sueño. Había quienes, aquí y allá, gesticulaban en la penumbra- Otros sacaban la mitad superior del cuerpo de las mantas y, dejando la otra mitad debajo, se descolgaban de la cama: así podían comunicarse con otra cabeza invertida, con el pelo casi a ras de suelo, dos o tres camas más allá. Me daba la sensación de que, en el cielo, el fragor de las estrellas aumentaba sin mesura: planos completos del espacio iban a la deriva, su corrimiento trituraba firmamentos, mientras Dios era presa de la angustia ante lo ilimitado. “En otros tiempos — me parecía oírlo vociferar en silencio en el espacio—. Yo era un libérrima y magmática papilla que hacía estragos en lo increado, hasta entonces intacto. ¿Qué le ha ocurrido a mi mente? Una idea jamás concebida y que, sin embargo, estalló. El límite se rebasó por primera vez, se desbordó, cuando envié a mi hijo a la Tierra. Así que esta vez me encarnaré en un bacilo”. 

Lo primero que hay que decir es que siempre resulta más complicado hacer una reseña de un libro que no nos gusta. Sin embargo, cuando el libro entusiasma no hay que planificar nada. Las palabras ya salen solas y encuentran su propio camino. No se halla uno en la tesitura de tener que justificar su alegría. 

Y además (antes de entrar en las razones por las que este libro de Antonio Moresco no me ha gustado) hay que aclarar que, de antemano, Los comienzos reunía todos los requisitos para que acabase siendo una gran lectura. Su autor un hombre ya mayor, consagrado cual un alquimista durante 35 años a pulir una obra que durante décadas las editoriales se la rechazaron, y él volviendo a rehacer y copiar hoja a hoja, párrafo a párrafo, a mano, como se hacía antes del advenimiento de las máquinas de escribir y de los ordenadores, con la paciencia infinita de los viejos maestros; eso ya de por sí merece todos los elogios. Encima una obra gigantesca, ambiciosa, desmesurada, anticomercial en su concepción embrionaria, dividida en tres tomos por su enorme tonelaje. Con un título global muy sugerente: “Los juegos de la eternidad”. Y, por si fuese poco, publicada en castellano por Impedimenta, que tiene ya bagaje en editar grandes tochos imprescindibles como la trilogía “Cegador” de Cărtărescu. 

Todo me hacía presagiar una gran lectura. No ha sido así. Me he aburrido como una ostra. Y ni siquiera el descontrol creativo de la segunda y tercera parte de la novela consigue salvar los muebles de una primera parte que me ha resultado (salvo el párrafo con el que habría la reseña) muy aburrida. 

Se no querrá vender que Moresco está intentando trascender la realidad, más concretamente que consigue romper “el esqueleto de la realidad prosística” con una (supuesta) visión múltiple que “conquista una desmesura tan constante que acaba creando sus propias reglas”. Bueno, no me hagan reír. Hay más desmesura y trascendencia en cualquier epigrama de dos versos de la Antología Palatina que lo que el señor Moresco nos ofrece en cientos y cientos de páginas. No está creando nada nuevo (ese vivir al mismo tiempo tres vidas en una: la peregrina idea de un realismo a la horizontal) y cualquier inmersión en la literatura de calidad desde los tiempos de Homero ya nos ha ofrecido (más y mejor) lo que él nos da aquí. Es más —sin remontarnos tan lejos— basta una lectura continuada y profunda de los grandes epígonos del naturalismo y el realismo, llevados a su máximo expresión, para darse cuenta de que crearon otra realidad paralela a la que intentaban reflejar. 

Lo que hace el señor Moresco es modificar el punto de vista, creyendo que así amplifica la profundidad y la percepción. Craso error. El que se nos narre algo desde otro ángulo no necesariamente quiere decir que eso sea más agudo ni tampoco que esté mejor narrado. La visión desde la que los lectores percibimos lo que se nos narra es confusa adrede; pero eso no es del todo malo, Thomas Pynchon lo hace con frecuencia y a él le sale muy bien, y por si fuese poco de vez en cuando nos regala “sus epifanías de la postmodernidad paranoica” que son momentos casi mágicos. O sea que “ser raro” no es el problema. Pero en el caso de Moresco no llega tan lejos, se queda en la mofa alucinatoria, en el chiste superficial, en la anécdota vacía. Cree que vuela alto, pero me da la impresión de que ni levanta los pies del suelo. Lo terrible es que a pesar de utilizar la dimensión religiosa-filosófica- literaria (el libro se divide en tres partes: la época seminarista; la agitadora revolucionaria; la de escritor del subsuelo) no alcanza emanaciones de lo sublime, tal y como lo concebimos desde el famoso tratado de Longino. La etapa del seminario da más pena que otra cosa; la de agitador revolucionario me parece una oportunidad perdida, casi simula una road movie dialogada por los pueblos de Italia para luego perderse de inmediato, y no nos ofrece en compensación más que momentos hilarantes. La tercera parte invita a la lástima, pero es la más lograda por su ironía. Podemos llegar a empatizar con el escritor, con lo que tuvo que sufrir para ver su obra publicada. 

Estilísticamente tampoco es una cosa para tirar cohetes. Cărtărescu nos ofrece su visión onírica-literaria y su esplendoroso poema gnóstico; Krasznahorkai su visión del fin del mundo y su prosa envolvente como la niebla; Fernanda Melchor su indagación en la violencia con su ritmo vertiginoso e impregnado de oralidad; Mariana Travacio su “batalla en el desierto”, su sequedad hiriente y vengativa; Lobo Antunes su barroca visión desesperanzada, riqueza para la lengua portuguesa y para la literatura universal; Gerald Murnane, un australiano loco amante de las carreras de caballos, nos contagia “su enfermedad” por la gran literatura y por la vida; hasta Jon Fosse, el reciente Premio Nobel, (que algunos envidiosos dicen que no sabe escribir) nos ofrece su oído y su mente en búsqueda de la redención personal, en el hallazgo (más que de una ortodoxia cristiana) de una mística palpable que vive encerrada en las cosas comunes y diarias, y lo hace desnudando la prosa de ornamentos hasta dejarla en su esqueleto más primario. Por no hablar de más escritores “vivos” y que me parecen muy notables como Gustavo Faverón, Fleur Jaeggy, Laure Charpentier, Horacio Castellanos Moya, Eduardo Halfon, Olga Tokarczuk, etcétera, que leo, descubro y releo, cada uno con su particular estilo, con interés y deleite. Lo que Moresco nos ofrece es un juego de espejos para vampiros.  

Y al final de tanto esfuerzo, de tantas páginas, de “voy a seguir leyendo por si acaso”, al final en el espejo no se refleja nada porque hemos sido vampirizados. Hemos sido por completo vampirizados y ni siquiera, en compensación, se nos ha ofrecido un mínimo atisbo de inmortalidad, de trascendencia lectora. Un libro que aspira “a jugar con la eternidad” es lo que se debería de proponer. 

Otros lectores habrá que elogien esta obra, por supuesto que sí. Alguno disfrutará de su lectura, sin lugar a dudas. Moresco ama la literatura y siente hacia ella una vocación irrenunciable. Esto no admite duda. Por lo tanto considero “Los comienzos” un fracaso por su ejecución, no por su ambición. Pero hay fracasos que duelen porque malogran su potencial al intentar romper el encorsetamiento narrativo.  

Visiones como lectores hay muchas y muy variadas. Y es bueno que así suceda. Lo que a uno no le gusta, y viceversa, no tiene que ser lo mismo que le gusta y disgusta a otros. Certezas no hay ninguna en literatura. Pero para mí, y si dijera lo contrario estaría mintiendo, la lectura de “Los comienzos” ha sido un juego insustancial del que he obtenido muy poco.  

Hasta otra. 

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Published on October 29, 2023 02:26

“Los comienzos» de Antonio Moresco. Un big bang sin estallido.

Volvía al dormitorio, pero no lograba conciliar el sueño. Había quienes, aquí y allá, gesticulaban en la penumbra- Otros sacaban la mitad superior del cuerpo de las mantas y, dejando la otra mitad debajo, se descolgaban de la cama: así podían comunicarse con otra cabeza invertida, con el pelo casi a ras de suelo, dos o tres camas más allá. Me daba la sensación de que, en el cielo, el fragor de las estrellas aumentaba sin mesura: planos completos del espacio iban a la deriva, su corrimiento trituraba firmamentos, mientras Dios era presa de la angustia ante lo ilimitado. “En otros tiempos — me parecía oírlo vociferar en silencio en el espacio—. Yo era un libérrima y magmática papilla que hacía estragos en lo increado, hasta entonces intacto. ¿Qué le ha ocurrido a mi mente? Una idea jamás concebida y que, sin embargo, estalló. El límite se rebasó por primera vez, se desbordó, cuando envié a mi hijo a la Tierra. Así que esta vez me encarnaré en un bacilo”. 

Lo primero que hay que decir es que siempre resulta más complicado hacer una reseña de un libro que no nos gusta. Sin embargo, cuando el libro entusiasma no hay que planificar nada. Las palabras ya salen solas y encuentran su propio camino. No se halla uno en la tesitura de tener que justificar su alegría. 

Y además (antes de entrar en las razones por las que este libro de Antonio Moresco no me ha gustado) hay que aclarar que, de antemano, Los comienzos reunía todos los requisitos para que acabase siendo una gran lectura. Su autor un hombre ya mayor, consagrado cual un alquimista durante 35 años a pulir una obra que durante décadas las editoriales se la rechazaron, y él volviendo a rehacer y copiar hoja a hoja, párrafo a párrafo, a mano, como se hacía antes del advenimiento de las máquinas de escribir y de los ordenadores, con la paciencia infinita de los viejos maestros; eso ya de por sí merece todos los elogios. Encima una obra gigantesca, ambiciosa, desmesurada, anticomercial en su concepción embrionaria, dividida en tres tomos por su enorme tonelaje. Con un título global muy sugerente: “Los juegos de la eternidad”. Y, por si fuese poco, publicada en castellano por Impedimenta, que tiene ya bagaje en editar grandes tochos imprescindibles como la trilogía “Cegador” de Cărtărescu. 

Todo me hacía presagiar una gran lectura. No ha sido así. Me he aburrido como una ostra. Y ni siquiera el descontrol creativo de la segunda y tercera parte de la novela consigue salvar los muebles de una primera parte que me ha resultado (salvo el párrafo con el que habría la reseña) muy aburrida. 

Se no querrá vender que Moresco está intentando trascender la realidad, más concretamente que consigue romper “el esqueleto de la realidad prosística” con una (supuesta) visión múltiple que “conquista una desmesura tan constante que acaba creando sus propias reglas”. Bueno, no me hagan reír. Hay más desmesura y trascendencia en cualquier epigrama de dos versos de la Antología Palatina que lo que el señor Moresco nos ofrece en cientos y cientos de páginas. No está creando nada nuevo (ese vivir al mismo tiempo tres vidas en una: la peregrina idea de un realismo a la horizontal) y cualquier inmersión en la literatura de calidad desde los tiempos de Homero ya nos ha ofrecido (más y mejor) lo que él nos da aquí. Es más —sin remontarnos tan lejos— basta una lectura continuada y profunda de los grandes epígonos del naturalismo y el realismo, llevados a su máximo expresión, para darse cuenta de que crearon otra realidad paralela a la que intentaban reflejar. 

Lo que hace el señor Moresco es modificar el punto de vista, creyendo que así amplifica la profundidad y la percepción. Craso error. El que se nos narre algo desde otro ángulo no necesariamente quiere decir que eso sea más agudo ni tampoco que esté mejor narrado. La visión desde la que los lectores percibimos lo que se nos narra es confusa adrede; pero eso no es del todo malo, Thomas Pynchon lo hace con frecuencia y a él le sale muy bien, y por si fuese poco de vez en cuando nos regala “sus epifanías de la postmodernidad paranoica” que son momentos casi mágicos. O sea que “ser raro” no es el problema. Pero en el caso de Moresco no llega tan lejos, se queda en la mofa alucinatoria, en el chiste superficial, en la anécdota vacía. Cree que vuela alto, pero me da la impresión de que ni levanta los pies del suelo. Lo terrible es que a pesar de utilizar la dimensión religiosa-filosófica- literaria (el libro se divide en tres partes: la época seminarista; la agitadora revolucionaria; la de escritor del subsuelo) no alcanza emanaciones de lo sublime, tal y como lo concebimos desde el famoso tratado de Longino. La etapa del seminario da más pena que otra cosa; la de agitador revolucionario me parece una oportunidad perdida, casi simula una road movie dialogada por los pueblos de Italia para luego perderse de inmediato, y no nos ofrece en compensación más que momentos hilarantes. La tercera parte invita a la lástima, pero es la más lograda por su ironía. Podemos llegar a empatizar con el escritor, con lo que tuvo que sufrir para ver su obra publicada. 

Estilísticamente tampoco es una cosa para tirar cohetes. Cărtărescu nos ofrece su visión onírica-literaria y su esplendoroso poema gnóstico; Krasznahorkai su visión del fin del mundo y su prosa envolvente como la niebla; Fernanda Melchor su indagación en la violencia con su ritmo vertiginoso e impregnado de oralidad; Mariana Travacio su “batalla en el desierto”, su sequedad hiriente y vengativa; Lobo Antunes su barroca visión desesperanzada, riqueza para la lengua portuguesa y para la literatura universal; Gerald Murnane, un australiano loco amante de las carreras de caballos, nos contagia “su enfermedad” por la gran literatura y por la vida; hasta Jon Fosse, el reciente Premio Nobel, (que algunos envidiosos dicen que no sabe escribir) nos ofrece su oído y su mente en búsqueda de la redención personal, en el hallazgo (más que de una ortodoxia cristiana) de una mística palpable que vive encerrada en las cosas comunes y diarias, y lo hace desnudando la prosa de ornamentos hasta dejarla en su esqueleto más primario. Por no hablar de más escritores “vivos” y que me parecen muy notables como Gustavo Faverón, Fleur Jaeggy, Laure Charpentier, Horacio Castellanos Moya, Eduardo Halfon, Olga Tokarczuk, etcétera, que leo, descubro y releo, cada uno con su particular estilo, con interés y deleite. Lo que Moresco nos ofrece es un juego de espejos para vampiros.  

Y al final de tanto esfuerzo, de tantas páginas, de “voy a seguir leyendo por si acaso”, al final en el espejo no se refleja nada porque hemos sido vampirizados. Hemos sido por completo vampirizados y ni siquiera, en compensación, se nos ha ofrecido un mínimo atisbo de inmortalidad, de trascendencia lectora. Un libro que aspira “a jugar con la eternidad” es lo que se debería de proponer. 

Otros lectores habrá que elogien esta obra, por supuesto que sí. Alguno disfrutará de su lectura, sin lugar a dudas. Moresco ama la literatura y siente hacia ella una vocación irrenunciable. Esto no admite duda. Por lo tanto considero “Los comienzos” un fracaso por su ejecución, no por su ambición. Pero hay fracasos que duelen porque malogran su potencial al intentar romper el encorsetamiento narrativo.  

Visiones como lectores hay muchas y muy variadas. Y es bueno que así suceda. Lo que a uno no le gusta, y viceversa, no tiene que ser lo mismo que le gusta y disgusta a otros. Certezas no hay ninguna en literatura. Pero para mí, y si dijera lo contrario estaría mintiendo, la lectura de “Los comienzos” ha sido un juego insustancial del que he obtenido muy poco.  

Hasta otra. 

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Published on October 29, 2023 02:26

October 15, 2023

JON Fosse, “mañana y tarde» y toda la eternidad

“Y ahora un niño chico, el niño Johannes, verá la luz del mundo, porque el niño se ha hecho grande y fuerte en la oscuridad del cálido vientre de Marta, ha pasado de no ser nada de nada a ser una persona, una personita, pues sí, en el vientre de Marta le han salido dedos en las manos y dedos en los pies, y le ha salido cara, le han salido ojos y cerebro y quizá hasta algo de pelo, y ahora, mientras su madre Marta grita de dolor, el niño vendrá al frío de este mundo y aquí estará solo, separada de Marta, separado de todos los demás, estará solo aquí, siempre solo, y luego, cuando todo haya acabado, cuando llegue su hora, se descompondrá y volverá a la nada de la que salió, de la nada a la nada, ese es el curso de la vida…”. 

Estamos ante el nacimiento de Johannes, su “mañana”, y en apenas ciento y doce páginas asistiremos a los dos momentos más importantes en la vida de todo ser: su nacimiento y su muerte. 

La primera novela que he leído del reciente premio Nobel, Jon Fosse, y recientemente publicada en gozoso contubernio por Nórdica y De Conatus, deja claro cuáles son las señas de identidad de este escritor noruego.  

Aparte de la forma, ese no escribir con puntos y aparte y el ayudarse e la conjunción Y para engarzar las frases, entre otros “efectos” de vanguardia igual de destacables, me gustaría hablar más de lo que se cuece en el interior de su arquitectura, de cuáles son las motivaciones y las ambiciones que demuestra este autor. Quizá una sola novela leída por mi parte sea escasa mochila para tamaña empresa, pero contrariamente a lo que pueda parecer por su estilo ajeno a los convencionalismos (y por su aparente complejidad) Fosse me parece un escritor muy nítido. 

Explora, o desea explorar el dolor, y sale a la búsqueda de la presencia de Dios en lo humano. Para ello se vale de los recuerdos, de las vivencias, de la cotidianidad, de los momentos culminantes en las vidas de todos los vivos y también de la presencia de los muertos. Todo envuelto con un lenguaje sencillo, hipnótico, y en la complejidad de un estilo que lo entronca como un lejano nieto de la prosodia beckecttiana y berhandiana. Si bien, hay también muchísimas diferencias, puesto que no aprecio (al menos no en este libro) ni crítica social ni nihilismo alguno. Fosse es un creyente cristiano. Para él la eternidad existe, “tiene que haber un espíritu de Dios que esté en todo y haga que las cosas sean algo más que nada”. 

Mientras lo leía pensaba que la primera parte, la de la Mañana, estaba mucho mejor lograda que la segunda, la de la ancianidad y la muerte, pero en las últimas páginas Fosse hace una pirueta que me ha dejado una grata sensación de lectura. No de una obra genial e imperecedera, sino de una novela corta interesante y con ambición; eso es lo que al final me ha parecido: una interesante novela. Notable en su complejidad formal, pero quizá demasiado corta para tan desmesurada ambición espiritual. 

Y se para y se vuelve y mira por encima del estrecho, hacia la ciudad, y ve que ha arreciado mucho el viento, así que dentro de poco empezará a llover, piensa Johannes, así que tendrá que irse ya para casa, y madre mía, ahora se hace de noche y la noche llega sin avisar, no hay ni atardecer ni anochecer, llega de sopetón, porque es ya tan de noche que no ve ni dónde pone los pies”. 

La luz, el nacimiento, la noche, el sufrimiento, la soledad, la nada, la vida, la muerte…, estos son los conceptos y los temas en los que la literatura de este escritor noruego se mueve.  

¿Quién no va a ser un poco místico observando esas auroras boreales que se dan por allá, entre los fiordos y la soledad de los campos nevados? Tiene que ser una cosa tremenda. 

Por cierto, Knausgård fue alumno de Fosse. En “Tiene que llover”, su quinto libro de la saga “Mi lucha”, habla de su profesor. Por entonces “el alumno rebelde” era un muchachito lleno de inseguridades que empezaba a leer los clásicos y ansiaba escribir. Quizá sea el tomo más cruel de toda la saga, incluso más que el primero: el de la muerte del padre. A mí me impresionó el ajuste de cuentas que el escritor hace consigo mismo. Como curiosidad está bien conocer este tipo de encuentros entre los dos autores vivos más conocidos de Noruega.  

Hasta otra. 

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Published on October 15, 2023 01:15

JON Fosse, «mañana y tarde» y toda la eternidad

“Y ahora un niño chico, el niño Johannes, verá la luz del mundo, porque el niño se ha hecho grande y fuerte en la oscuridad del cálido vientre de Marta, ha pasado de no ser nada de nada a ser una persona, una personita, pues sí, en el vientre de Marta le han salido dedos en las manos y dedos en los pies, y le ha salido cara, le han salido ojos y cerebro y quizá hasta algo de pelo, y ahora, mientras su madre Marta grita de dolor, el niño vendrá al frío de este mundo y aquí estará solo, separada de Marta, separado de todos los demás, estará solo aquí, siempre solo, y luego, cuando todo haya acabado, cuando llegue su hora, se descompondrá y volverá a la nada de la que salió, de la nada a la nada, ese es el curso de la vida…”. 

Estamos ante el nacimiento de Johannes, su “mañana”, y en apenas ciento y doce páginas asistiremos a los dos momentos más importantes en la vida de todo ser: su nacimiento y su muerte. 

La primera novela que he leído del reciente premio Nobel, Jon Fosse, y recientemente publicada en gozoso contubernio por Nórdica y De Conatus, deja claro cuáles son las señas de identidad de este escritor noruego.  

Aparte de la forma, ese no escribir con puntos y aparte y el ayudarse e la conjunción Y para engarzar las frases, entre otros “efectos” de vanguardia igual de destacables, me gustaría hablar más de lo que se cuece en el interior de su arquitectura, de cuáles son las motivaciones y las ambiciones que demuestra este autor. Quizá una sola novela leída por mi parte sea escasa mochila para tamaña empresa, pero contrariamente a lo que pueda parecer por su estilo ajeno a los convencionalismos (y por su aparente complejidad) Fosse me parece un escritor muy nítido. 

Explora, o desea explorar el dolor, y sale a la búsqueda de la presencia de Dios en lo humano. Para ello se vale de los recuerdos, de las vivencias, de la cotidianidad, de los momentos culminantes en las vidas de todos los vivos y también de la presencia de los muertos. Todo envuelto con un lenguaje sencillo, hipnótico, y en la complejidad de un estilo que lo entronca como un lejano nieto de la prosodia beckecttiana y berhandiana. Si bien, hay también muchísimas diferencias, puesto que no aprecio (al menos no en este libro) ni crítica social ni nihilismo alguno. Fosse es un creyente cristiano. Para él la eternidad existe, “tiene que haber un espíritu de Dios que esté en todo y haga que las cosas sean algo más que nada”. 

Mientras lo leía pensaba que la primera parte, la de la Mañana, estaba mucho mejor lograda que la segunda, la de la ancianidad y la muerte, pero en las últimas páginas Fosse hace una pirueta que me ha dejado una grata sensación de lectura. No de una obra genial e imperecedera, sino de una novela corta interesante y con ambición; eso es lo que al final me ha parecido: una interesante novela. Notable en su complejidad formal, pero quizá demasiado corta para tan desmesurada ambición espiritual. 

Y se para y se vuelve y mira por encima del estrecho, hacia la ciudad, y ve que ha arreciado mucho el viento, así que dentro de poco empezará a llover, piensa Johannes, así que tendrá que irse ya para casa, y madre mía, ahora se hace de noche y la noche llega sin avisar, no hay ni atardecer ni anochecer, llega de sopetón, porque es ya tan de noche que no ve ni dónde pone los pies”. 

La luz, el nacimiento, la noche, el sufrimiento, la soledad, la nada, la vida, la muerte…, estos son los conceptos y los temas en los que la literatura de este escritor noruego se mueve.  

¿Quién no va a ser un poco místico observando esas auroras boreales que se dan por allá, entre los fiordos y la soledad de los campos nevados? Tiene que ser una cosa tremenda. 

Por cierto, Knausgård fue alumno de Fosse. En “Tiene que llover”, su quinto libro de la saga “Mi lucha”, habla de su profesor. Por entonces “el alumno rebelde” era un muchachito lleno de inseguridades que empezaba a leer los clásicos y ansiaba escribir. Quizá sea el tomo más cruel de toda la saga, incluso más que el primero: el de la muerte del padre. A mí me impresionó el ajuste de cuentas que el escritor hace consigo mismo. Como curiosidad está bien conocer este tipo de encuentros entre los dos autores vivos más conocidos de Noruega.  

Hasta otra. 

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Published on October 15, 2023 01:15

October 10, 2023

El vacío cósmico de László Krasznahorkai

Relaciones misericordiosas. Relatos mortales


«Comprendí entonces que si miramos el mundo con odio y repugnancia el mundo se vuelve odioso y repugnante, y si lo hacemos con amor y esperanza se vuelve imprevisible y hostil; lo mejor es entonces no mirarlo en absoluto».

La reflexión pertenece al relato “Lejos de Bogdanovich”, el sexto de los ocho relatos en “Relaciones misericordiosas- Relatos mortales”, el último libro traducido y editado al castellano del escritor húngaro László Krasznahorkai.

Se trata de una pieza enigmática que emana entre los efluvios del alcohol y en el que asoma un desdoblamiento de la personalidad, muy dostoyevskiana en su nihilismo.

Una vez más Krasznahorkai nos conduce al lado oscuro de la sociedad: condenados esperando que un barco fluvial los traslade por el Danubio; un trampero jubilado que vuelve al servicio y que sufre una transformación interna tras contemplar la muerte de un zorro; ladrones y asesinos; juegos de persecución kafkianos; desesperanza política; querencia al fuego y la destrucción; a la búsqueda de emisoras y voces porque sus personajes padecen una soledad cósmica en un mundo hostil, en el que Dios o lo trascendental ya sea por su ausencia o por su inmutabilidad es otro personaje más en el engranaje de la crueldad:

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Nos hemos trasladado al segundo relato del libro, “Herman, el guardabosques”. En mi opinión el mejor de todos. De hecho disponemos de una segunda versión al final del libro. Se trata del relato que antes mencionaba en relación al trampero jubilado. En el bosque de Remete (sé que en la región del Budapest hay una zona que se llama Garganta de Remete, muy frondosa de vegetación y con abundancia de árboles y arroyos, pero desconozco si se trata de la misma del libro) las bestias pululan a sus anchas. Así que las autoridades vuelven a contratar a Herman, que ya se encuentra jubilado, para que con su meticulosidad (“es un artista único en el arte de tender trampas”) acabe con los animales y consiga habilitar de nuevo los senderos. Y vaya si lo consigue, pero la muerte de un zorro le provoca toda una crisis interior y se vuelve contra los mismos que le contrataron. Ahora las trampas las coloca a los humanos, para vengarse e intentar mantenerlos lejos del bosque.

Por momentos, tanto en el relato de Herman como “En manos del barbero” y en “Lejos de Bogdanovich”, encontramos al mejor Krasznahorkai, pero solo son leves ecos de su grandeza en un libro que no pasa de ser más que un mero ejercicio gimnástico del escritor, a la espera de otras obras más fecundas y extensas, en la que su particular visión lúgubre de la existencia y el vacío cósmico puedan aflorar con mayor énfasis.

“Comprendió que no tenía sentido oponer resistencia, que ese orden estaba de todos modos contra él, que con el asesinato no había hecho más que sellar su situación, porque ese orden impulsado por la fuerza invencible de lo irremediable devoraba sin piedad a aquel en quien no se calmaba la amargura de ser incapaz de gobernarse libremente a sí mismo, crear y liquidar luego lo creado para empezar de nuevo”.

Hasta otra.



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Published on October 10, 2023 08:32