Jorge Morcillo's Blog, page 12
November 17, 2021
Reseña de Páradais, de Fernanda Melchor
El otro día leí en un periódico digital que hoy en día nadie editaría a Faulkner y que la literatura agonizaba porque solo se escribían banalidades.
Me pareció una opinión clasista, trivial y absolutamente equivocada. Primero por la ignorancia de las vicisitudes editoriales del propio Faulkner (bastaría conocer un poco su correspondencia para darse cuenta de las dificultades que tuvo en su día, y que solo en momentos puntuales o al recibir el Premio Nobel cesaron); segundo por el desconocimiento de lo que se edita (ni siquiera los lectores más feroces pueden conocer y leer más que una parte ínfima de todo lo que sale de las editoriales), aparte de que nunca ha sido tan barato y sencillo hacer un libro como lo es a día de hoy; luego por la prepotencia tonta. “Yo hago literatura de calidad. Mi modelo es el de los maestros más insignes. Los demás sois gentuza”. Eso es lo que quería decirnos sin atreverse a escribirlo. Casi desearía más sinceridad funambulista en este tipo de artículos. Total, para escribir tonterías que sea a lo grande y sin anestesia, con gran ironía y con mucho sentido del humor. Solo así se haría soportable tanta estupidez como la que destilan nuestros medios de comunicación. En fin, un artículo muy desafortunado y clasista.
Y yo me puse a pensar en Fernanda Melchor. Y en sus dos obras más importantes y significativas hasta el momento: “Temporada de huracanes” y “Páradais”. Las he leído y releído en varias ocasiones; pero hoy quiero centrarme en “Páradais”, que es la que he releído en estos días.
Para empezar estas dos obras de Melchor no tienen nada que envidiar a la mejor literatura de todos los tiempos. Puntos de conexión con la obra faulkneriana, con José Donoso, con toda la tradición más excelsa mexicana, con José Agustín, con Elena Garro, con Cristina Rivera Garza, con José Emilio Pacheco, y según he oído con Vicente Leñero, un autor del que todavía no he leído nada, pero que tengo ya en mi lista pendiente de futuras lecturas.
Si hay algo que destaca enseguida de la literatura de Melchor es su embriagadora prosa. Desenfrenada y asfixiante, de párrafos largos e inmensos y repletos de oralidad. La violencia de la realidad mexicana; la violencia patriarcal y la intrínseca al ser humano pulula y es el vórtice de todo lo que narra.
En esta ocasión nos regala otro personaje tremendo e inolvidable, Franco Andrade, un gordo seboso absolutamente obsesionado con la señora Marián. Ningún sutil erotismo, la pasión que siente el gordo por la señora Marián es de una violencia enfermiza.
Luego, al paso de las páginas, nos vamos dando cuenta de que no solo el personaje de Franco Andrade es detestable, sino que todo el entorno es igual de violento y horrible, de que todo está corrompido.
Las novelas de Fernanda Melchor son de una dureza extrema. Ningún edulcoramiento. Ninguna sibilina fórmula para hacernos más digerible lo que nos cuenta. La realidad mexicana y la del ser humano expuestas tal y como son, y con una prosa embriagadora, desbordante, fluida. Estilo y forma y calidad se dan la mano y caminan juntos. Nos aprisiona su estilo. Nos seduce su inteligencia. Nos desarticula la indefensión que sentimos como lectores.
Aquí se narra la historia de un crimen. Y eso no es novedad, porque se ha escrito sobre ello muchas veces, pero en la forma de narrar, en la forma de contarnos la historia, en la brutalidad sexual, en la violencia sórdida, en el destrozo social, en esta inmersión en las mentes y las vidas de dos adolescentes perdidos, desarraigados y hastiados, Polo y Franco Andrade, está todo el meollo de este espléndido libro.
Brutal. Un viaje al corazón de la violencia. Y vamos a llamar a las cosas por sus nombres: violencia de clase y violencia de género. Polo es un adolescente precarizado y exprimido por su propia familia, que sueña meterse en el narco, mientras el gordo Franco Andrade es un hijo de familia pudiente que no necesita labrarse ningún tipo de futuro porque ya se lo labrará su familia cueste lo que cueste. Ambos respiran hastío y machismo, alcohol, violencia y hartazgo.
Hay quien comenta que “Páradais” no está a la altura de “Temporada de huracanes”. Es verdad que siempre estamos comparando de forma un tanto injusta y que, a veces, cada libro tiene su propio tiempo, su espacio y sus razones creativas. Por lo que sé Fernanda lo comenzó a escribir mientras corregía la de “Temporada”. De todas formas son dos obras magníficas. Puede que la de “Páradais” sea menos ambiciosa y compleja, sin duda menos coral, pero las dos son inolvidables, trepidantes y terribles. Literatura de altísima calidad.
El artículo dominical del que me servía al principio de esta reseña no mencionaba en ningún momento a Fernanda Melchor. Supongo que no la habrá leído. Pero será ella y otras y otros como ella los que serán los clásicos de mañana. Eso es igual lo que les molesta. Que a pesar de disponer de las atalayas de los medios de comunicación, de las prebendas de entrevistas y de la promoción de premios corrompidos y dados de antemano, les falta lo más importante que ha de tener los escritores: la ambición, la perseverancia y la calidad. Y también añadiría que la valentía, porque hay que ser muy valiente para escribir lo que Fernanda escribe.
Larga vida vital y creativa a Fernanda Melchor. Que los dioses le protejan.
November 15, 2021
Reseña de Cristina Pérez Escribano sobre «El emperador de los helados»
La escritora Cristina Pérez Escribano ha escrito una reseña sobre “El emperador de los helados” en su blog «crisdejulia» y me gustaría compartirla con mis seguidores.
Sobran las palabras de agradecimiento por la generosidad de esta reseña.
Salud y muy feliz semana.
https://crisdejulia.blogspot.com/2021/11/jorge-morcillo-y-el-emperador-de-los.html
November 11, 2021
La mujer de los pájaros, de Yordanka Almaguer
Todo llamaba mi atención: la luz, los pájaros, la noche, los sueños, los perros, la mente humana, los sonidos, las plantas, la historia, los insectos, la verdad, el mar, la mentira, los ríos, las estrellas, las novelas rusas y francesas y norteamericanas, la caída del muro de Berlín, los hippies y los panteras negras…
Tuve la suerte de poder leer este libro cuando era un manuscrito en ciernes buscando su edición, hace ya unas cuantas estaciones, y aún recuerdo el enorme magnetismo que me provocó.
Había descubierto no un manuscrito con capacidad de convertirse en libro, que también, sino una narración hechizante repleta de poesía, musicalidad y con mucha hondura. Una joya. Un sortilegio.
Una narración que se escapaba de mi zona de confort centro europea-anglosajona y me devolvía a la tierra, a los mitos paganos caribeños, que yo o bien desconozco en su totalidad o solo he recibido en pequeñas dosis por mi habitual curiosidad de leer todo texto que caiga en mis manos y se sostenga por sí mismo.
Pero a medida que avanzaba en su lectura me iba dado cuenta de que ese texto era mucho más. Abandonaba cliches y bajaba al barro. Cauterizaba el dolor. Porque estar vivo es muchas veces perder y no saber y sangrar y sufrir. Y si se es mujer todavía más.
Es una obra narrativa que parece haberse gestado en las regiones del sueño y nos habla con una prosa llena de murmullos dolientes, y al mismo tiempo resulta cálida, humana, tierna, moldeadora. Como si la autora, al crear esta novela, hubiese trabajado las palabras como se trabaja con el material de la arcilla y luego hubiese soplado aliento sobre los párrafos y estos hubiesen cobrado una energía y un tacto propios.
Las palabras bailaban en mis ojos como figuras danzantes y la exuberante naturaleza de Cuba (y por extensión de todo el Caribe) complementaban el fondo. Me daba igual no captar o no entender algunas referencias. Yo estaba sumergido en un pequeña canoa y todo lo que tenía que hacer es dejarme llevar por la lectura, ni siquiera remar; empujar con los ojos y sentir la inercia del ritmo; permitir que la corriente del río me transportara al lugar que la escritora hubiese elegido.
Me sentía un Hucleberry Finn con su amigo Jim intentando escapar de la esclavitud y del dolor, porque al fin y al cabo todos los parias y los pobres y los negros se parecen en todos lados, en todos los lugares de la tierra, en todas las geografías. Decidí que ese era mi punto de vista para comprender y gozar más la lectura de La mujer de los pájaros. Una lectura femenina y de amores femeninos pero abierta a todas las heridas humanas. Yo era Huckleberry y huía hacia la libertad. Leía las estrellas. O pretendía leerlas. Como siempre pasa con todas las grandes obras narrativas la narración era más inteligente que yo y no se dejaba atrapar en mi red de lecturas y juicios preconcebidos. Huía y volaba como un colibrí; tenía sus propias reglas autonomas.
Hay un nacimiento como un tumor:
Como un ternero, pensó la cuñada que ayudó a sacar lo que resultó ser una ternera.
O sea, una niña.
O sea, yo, embarrada de sangre y rastros del, hasta ese momento, incorrupto himen de mi madre.
De algún modo, la cuñada ya sabía lo que había pasado durante los nueves meses. En los bateyes donde se amontonan los portales y los patios siempre hay tiempo para saber, entre faena y faena, un poquito sobre la vida de los otros. Los secretos de los otros.
Un tumor.
Nada más nacer ya observa lo que le rodea:
El mundo era un techo lejano, lleno de fisuras, y a veces aparecía una botella suspendida de una mano pulcra, engauantada, sin rostro.
Acunada por cantos paganos comienza a ser y sentirse “una mano llena de peces y corales, de canciones y pescadores, de días soleados y huracanes”. ¿No es acaso esa frase un compendio de la geografía psicosensorial caribeña?
De alguna manera está buscando refundar un mundo: “Dame tu nombre”, y todos los animales y elementos de la naturaleza comparten visión y tragedia, redención y culpa.
Cada salto narrativo va precedido por fotos. Bellísimas fotos que complementan el libro y magnifican su lectura, pues no solo se ciñe a las palabras; es un libro muy visual.
La madre tiene luego más hijos, pero hasta peinando a la protagonista recuerda su nacimiento-tumor: “Tú, más que todos nosotros necesitas esforzarte, limpiarte ante él, porque llevas más de la sangre de tu padre, ¿ves estos pelos? Es la herencia de él, aunque quieras ocultármelo”.
La nacida goza del mar y conversa hasta con los caracoles. Pero algo se presiente en la uniformidad del mundo que presagia nubarrones: “Cuando se tienen seis años una Libreta puede ser la fuente de los mayores terrores”.
A los diez ya lee todos los libros que encuentra y quiere que su padre pueda sentirse orgulloso de ella; “aprender a disparar dos ametralladoras a la vez”. La mujer de los pájaros tiene epifanías, segmentos en los que su naturaleza interior se funde con lo de afuera. Creo que eso está mal expresado por mi parte; en realidad son momentos en los que solo hay una única naturaleza. Lo de afuera es lo raro, lo doliente, lo cruel. Los duendes son unos tramposos.
Poco después reniega. En algún momento “entre la secundaria y el preuniversitario dejaron de provocarme emoción los versos y las alabanzas al hombre nuevo”. La mujer de los pájaros comienza a entonar su propia canción de amor y vida. Dolida y ultrajada ha de reconstituirse a sí misma. Y lo hará volcando su continente interior volcánico, sensual y tierno, sin sentirse por ello sucia.
La narración se vuelve menos onírica y más realista. Entran en escena otros personajes. La vida sigue fluyendo como un río. Los hombres son terribles. Las mujeres no abrazan lo suficiente. Y cuando más perdida y vejada se encuentra comienza a encontrar algo de ternura y un paisaje. Un árbol encima de una montaña. El lugar en el que echar raíces o aprender a volar se encuentra más cerca. Cuando iniciamos un camino siempre hay una evolución, una transformación. Nuestros pies son azadas. Y las transformaciones de La mujer de los pájaros suceden cual epifanías- hechizos, aleteando. “Solo soy una piedra con ojos que no ven, viajando en una canoa”. Es decir, viaja con los sentidos a pesar de sentirse una piedra. Rimbaud caribeña sin ebriedad y sin barco. Porque la verdadera piedra es la vida, en la que se tropieza una y otra vez.
Como se dice en una conversación “la fotografía es química”; pero yo añadiría que la palabra es la alquimia. Y en este esplendido libro (que no voy a seguir desentrañando para que cada lector y lectora lo desmenuze a su gusto) Yordanka Almaguer consigue lo más complicado cuando alguien trabaja con la artesanía de las palabras: crear un mundo propio.
Si en el algunos momentos me sentí leyéndolo como mi adorado Huckleberry Finn con su amigo Jim, en otros me sentí una gota de agua danzante tras el rocío de la noche. Porque la lectura de este universo afectivo y emocional que es La mujer de los pájaros, ora terrible por una parte, ora cauterizador por otra, tiene un poder perceptivo enorme, poético, visionario.
¿O acaso no han sido los pájaros los animales totémicos con los que los seres humanos se comunicaban con los dioses?
Abandonen sus temores y prejuicios como lectores. Leer este libro no es nadar contracorriente, es sentirse parte de esa corriente que fluye. Disfruten de los colores y de sus multiples hallazgos, de sus corales. No traten de buscar siempre un sentido. En el fondo del corazón humano eso no importa. “De la oscuridad nacemos todos en el mundo”. Gocen de las fotografías que le acompañan a esta hermosa edición; huelan la exuberancia vital que desprenden sus páginas, a pesar de todas las culebras y del dolor. Un sueño social que nunca fue. Otra quimera más a sumar a la lista desde la noche de los tiempos. Paisajes y seres evocados. La farmacia del amor. El mar. La mar. La mar siempre. La orilla de la infancia. Huellas extraviadas en la arena. Corales y conchas marinas… La morfología estilística de un racimo de uvas en cada párrafo.
La ternera sangrante no puede ser un tumor; es una bendición.
Por cierto, la banda sonora corresponde a The Alan Parsons Project pero el diapasón lo pone la autora.
Les dejo con los primeros balbuceos. Para abrirles el apetito lector. Puro maná:
Me despierta una canción, lenta como los barcos que regresan hartos de la mar, tierna como el beso de los animales.
La mujer de los pájaros
November 7, 2021
Reseña de los diarios de Chirbes
Diarios: a ratos perdidos 1 y 2
Primeros cuadernos
A veces, cuando leo diarios y memorias —en definitiva ficciones con tintes muy autobiográficos— me asaltan las dudas de si al leerlos estaré cometiendo una profanación personal. Pero luego en cuanto me sumerjo y me gustan ya se me olvida el respeto.
Es verdad que los diarios que ahora me ocupan, los de Rafael Chirbes, fueron escritos y corregidos para ser publicados, pero no por ello uno deja de adentrarse en la intimidad más profunda de un ser humano, con sus desgarros y sus pasiones.
A Chirbes lo conozco literariamente desde hace muchos años. Creo que he leído todos sus libros, salvo uno de viajes. Si bien nunca ha estado en mi olimpo de autores más venerados, también es verdad que nunca ha dejado de mantenerse demasiado lejos. Novelas como Mimoun, En la lucha final, La buena letra, no me dijeron gran cosa. Las leí y las disfruté pero no dejaron un gran rescoldo en mi memoria. Otras como Los disparos del cazador y Los viejos amigos me parecieron magníficas. La caída de Madrid y La larga marcha, me parecieron muy trabajadas, tal vez en excesivo. Por entonces Chirbes empezó a tener éxito en Alemania, mucho más que en España, y eso contribuyó a que siguiera leyéndolo.
A medida que el escritor envejecía sus libros ganaban en complejidad estilística.
Su gran eclosión narrativa llegó al final con Crematorio y En la orilla, dos obras vastas y magníficas que le aportaron reconocimiento y éxitos en España, algo que hasta entonces no le había ocurrido. Personalmente siempre he preferido En la orilla, aunque las dos son duras y crueles y sinceras.
Desgraciadamente se nos murió en su mejor momento narrativo. Un escritor, entonces, dueño de todos sus recursos y capaz de apreciar, ver y contar la desazón y corrupción de este país nuestro en la que todos sus estamentos políticos y judiciales (y casi podría añadirse que también humanos) están podridos hasta la médula. La tan cacareada transición tan solo fue una farsa, que escritores como Chirbes denunciaron con valentía cuando muy pocos lo hacían.
Porque si un rasgo es muy apreciable en la literatura de Chirbes es su valentía y su honestidad. Y también sus exigencias como escritor, que en sus Diarios pueden apreciarse de forma nítida.
A mí que estos Diarios critiquen a prebostes de la literatura (por todos conocidos) me da exactamente igual. A esos que a día de hoy nos dan lecciones desde los suplementos culturales y desde las televisiones nadie lo leerá dentro de unos años. Principalmente porque la literatura que hacen es bastante mediocre. Si tan solo fuera eso no sería molesto, pertenecería al gran saco de los escritores vivos que la guadaña del paso del tiempo despedazará sin compasión. Pero lo irónico es que alguno se cree absolutamente espléndido, como un Alejandro Dumas de nuestros días. Permitan que me ría por semejante memez de la que no tienen culpa alguna ni Alejandro Dumas padre, ni Alejandro Dumas hijo.
Es muy triste apreciar la cantidad de idiotas egocéntricos y chauvinistas que pululan en el mundo de las letras castellanas. De ahí que no me extraña que personas honestas como Rafael Chirbes huyera de todos esos petimetres. Y si ajustó cuentas con todos esos personajes en sus diarios me parece muy bien. Yo, desde luego, no me voy a molestar por ello. Casi me han entrado ganas de aplaudirle en algún párrafo.
Igual con Marta Sanz si fue algo cruel; pero los dos eran amigos (y yo esa polémica con Marta o se me ha pasado por alto o no la he pillado), y precisamente ha sido Marta Sanz la que ha escrito el prólogo inicial de sus diarios, un prólogo que resulta prescindible y no aporta mucho, la verdad. O igual la intención era la de crear polémica sabiendo que Chirbes crítica en sus diarios la prosa de Sanz por su excesiva utilización de adjetivos. Aunque como muy bien sabe Sanz al escritor que más le exigía Chirbes era al propio Chirbes. Consigo mismo era ya el valenciano bastante implacable. Lo que critica en los demás tan solo es una extensión de lo que criticaba de sí mismo. Un anexo.
En honor a su honestidad hay que decir que nunca aceptó premios que de antemano ya estuvieran dados, como muchos otros. Ni nunca aprovechó de sus amistades (que también las tenía) para progresar y encontrar más prebendas y éxitos. Lo que logró lo logró con la fuerza de su voluntad titánica, luchando con las palabras y leyendo vorazmente, como un artesano. Y en este país que alguien sea honesto y trabajador, humilde y crítico, no se lleva. Y no se lleva no ya en los tiempos de Franco y en los tiempos de ahora; basta leer a Baroja, a la Pardo Bazán, o al monumental Galdós, para darse cuenta que ha sido así desde siempre. Nuestros pecados de hoy los llevamos arrastrando muchos siglos. Y a día de hoy Torquemada sigue vivo.
En los diarios también pueden encontrarse muchos momentos en los que Chirbes habla sobre sus relaciones, las sexuales y las personales. Leí con interés esa novela de París-Austerliz, que es la novela en la que contó literariamente la que, al parecer, fue su historia de amor más intensa (ahora refrendada por algunos pasajes de sus diarios); pero la verdad es que la considero muy menor dentro de su obra. No me llamó mucho la atención y apenas recuerdo casi nada de su lectura. Y no porque tratara el tema de la homosexualidad. No tiene nada que ver con eso. Jamás he tenido ningún complejo en leer a nadie ya fuera por su sexualidad, por su ideología o por lo que fuese. Simplemente no conecté con ese libro de París-Austerliz en ningún momento. También me está pasando con una lectura actual y completamente distinta, con Mugre Rosa de Fernanda Trías, y esto me preocupa más porque todos los libros de Fernanda los he leído con sumo deleite, y este último, sin embargo, no es que se me esté atragantando, pues es muy sutil, sino que no me está diciendo nada. O yo no estoy sabiéndolo leer, que también puede ser.
A veces los libros nos conquistan y desarman cuando a ellos les apetece.
De hecho estos Diarios son muy notables y ayudan a conocer muchos aspectos de su obra, además de deleitarnos con la trastienda de un escritor: esos momentos en los que uno se desespera porque no le sale nada y quiere superarse y escribir algo mejor a lo que ya escribió y nada parece salirle bien. Todos los que escribimos con asiduidad hemos vivido esos momentos, a mayor o a menor escala.
El cuerpo, la memoria, las enfermedades, el pasos de los años, los estragos del alcohol, las comidas, los amigos, los libros, los trabajos para sobrevivir, la literatura, la honestidad, la democracia, el sexo, en definitiva la buena literatura y todas esas cosas que nos aporta un Chirbes en estado puro. Todo un ejemplo de ética profesional.
Un escritor de otra generación que me queda lejos en muchos aspectos, pero al que lo reconozco siempre joven en su voz y en su autenticidad, puesto que ese cascarrabias que fue Rafael Chirbes, como todos los grandes cascarrabias, era en el fondo una persona sensible y sentimental.
Muy entrañables las páginas en las que habla de su amiga escritora Carmen Martín Gaite y como ella le ayudó a que se publicase su primera novela, Mimoun, que luego quedó finalista del Premio de novela Herralde.
El primer tomo de los diarios abarca desde 1984 hasta 2005. Sus comienzos como escritor profesional. Su consolidación. Después vendrán los años restantes, los de sus grandes obras.
Es un libro muy descarnado. Como el propio escritor y el trasfondo de la escritura que nos brindó. Como la vida.
November 3, 2021
La Mujer de los Pájaros
Dejé de ser Gorda y Ahora soy... Escritora
novela la mujer de los pájarosY ya se hizo realidad.
Desde hace poco más de un año me enamoré de una editorial pequeña con nombre tierno y una filosofía de publicación que me llamaba a gritos.
Al menos llamaba a gritos a la novela corta que recién terminaba de escribir, después de diez años sin hacerlo, después de diez años casi peleada a muerte con la literatura. Pero esa, como siempre, es otra historia.
Para mi mala suerte de cubana migrante en un país en plena crisis económica (y política y social pero esa también es otra historia), la editorial de la que me enamoré no aceptaba manuscritos de escritores fuera de España; por aquello de ser una editorial pequeña, con poco tiempo de fundada y porque, sobre todo, es difícil hacer la promoción de un libro sin poder tener presente Nunca a la escritora.
novela la mujer de…Ver la entrada original 402 palabras más
October 27, 2021
Reseña de «Jaulas de Hormigón», de Mayte Blasco
“A veces por las noches, sueño que un ejército de insectos hormiguea por mi cuerpo mientras duermo”
El otro día alguien colgaba en las redes sociales una foto de un edificio que me hizo reflexionar. Se trataba de una barriada residencial un domingo por la tarde y en la foto se veían todos los tendederos repletos. “Esto es un barrio obrero”, decía. Y, efectivamente, aquellos tendederos no parecían albergar a familias muy pudientes, sino a obreros y trabajadores humildes, fácilmente deducible por la cantidad de uniformes de trabajo que se veían aireándose al sol.
Los diez relatos que conforman “Jaulas de hormigón”, el nuevo libro de Mayte Blasco, trata sobre la vida de esos hombres y mujeres que habitan en esas casas, en esas “Jaulas de hormigón”, si bien no con el enfoque de un conflicto de clases sino como el conflicto humano de siempre, el de las relaciones personales, los vínculos filiales, el abandono en la vejez y la enfermedad.
Estamos ante un pequeño volumen de relatos que primero provoca la alegría de la prosa que se articula sin regodeos, que va a lo concreto, que avanza en tensión, que es similar a un escalpelo que separa la frustración de la carne para que apreciemos los estragos del paso del tiempo, y que entretiene, deleita y nos sobrecoge porque no deja de ser un espejo de nuestra realidad más inmediata. Tan abstraído me quedé leyendo estos relatos que un bizcocho que tenía puesto al horno se me quemó. Y eso en el fondo, pese al disgusto pasajero de mis comensales, es muy buena señal de que su lectura atrapa y te mantiene en tensión sin soltarte ni un segundo.
Me quedé pensando en mi propia experiencia urbana, en las “Jaulas de hormigón” que yo había habitado, sobre todo cuando era pequeño, un edificio de muchas plantas, vivíamos en las alturas, y a través de los muros, muy de madrugada, se escuchaba el paso del tren, las vías estaban ahí al lado, cada vez que íbamos al colegio mi hermano y yo teníamos que atravesarlas con las obsesivas y repetitivas recomendaciones de nuestra madre, “de que nos detuviéramos sí o sí hasta que pasase el tren y no intentáramos cruzar hasta asegurarnos de que la barrera la hubiesen levantado”. Como siempre las recomendaciones iban dirigidas hacia mi hermano, que era él que tenía que cuidar de la integridad física del salvaje que os escribe. A pesar de todas las precauciones de vez en cuando moría atropellada alguna persona y también escuchábamos rumores de gente que se lanzaba al tren por su propia voluntad. Entonces vivíamos en la calle o en la playa cual indígenas sin civilización, siempre con una pelota entre los pies, como la presencia fantasmal de “Los niños del patio”, uno de mis relatos preferidos de este libro. Entonces no existía los móviles; éramos más libres y volvíamos a casa cuando el sol comenzaba a declinar, antes de que la cena familiar estuviese lista; era otra realidad urbana, pero no menos sórdida.
El libro de Mayte se abre con una cita de Fernanda Trías, la escritora uruguaya que tanto nos está influenciando con sus libros, “el mundo es esta casa”, escribió en su tremendo libro de “La azotea”, en España editada por la editorial Tránsito; y Mayte lo aprovecha muy bien porque esa cita le viene como anillo al dedo a estos relatos.
. Se abre el pequeño volumen con “Purgatorio”, un relato duro y directo que va sobre un paralítico que perdió tanto la movilidad como la capacidad de hablar. A medida que la narración avanza se ahonda sobre la degradación de su relación con su pareja, que se ve obligado a cuidarle en las horas que Elvira, la cuidadora contratada, descansa. El punto de vista narrador parte de Antonio, el paralítico, un hombre que como él dice “la enfermedad me dejó sin habla y sin movilidad, pero no me volvió retrasado”. Unas pocas páginas serán suficientes para sobrecogernos en esta degradación que no solo afecta al propio enfermo sino a su propio entorno. Muy recomendable e inquietante.
. Sigue con “El hijo”, la visión de una madre obsesiva y controladora con su hijo, de la que ella piensa que “algún día hará algo terrible”.
En todos estos relatos los sonidos son muy importantes. Tanto las llamadas por teléfono como los sonidos que salen de la televisión, siempre encendida, formando parte indivisible de las vidas en esas “Jaulas de hormigón”, porque están presentes a cualquier hora, la de las comidas, la cena, etcétera. Y siempre flota en el ambiente algún secreto que eleva la tensión de lo que va a suceder, eso terrible y latiente que está ahí agazapado y a punto de manifestarse.
. Prosigue con “Un inmenso cubo negro”, que es uno de los dos relatos en los que se trata el abandono y la soledad en el tema de la vejez. Creo que este relato está enfocando de una manera muy original. Por cierto, aquí la televisión también emite su sonido continuo y algo más…. Sin destripar nada (aunque casi lo hago) lo recomiendo muy entusiasmado.
. El siguiente relato se titula “En la habitación”, y trata sobre una relación que surge entre un joven y una mujer madura en un foro literario, en la que supuestamente se va a hablar de literatura pero que no deja de ser lo mismo que uno de esos habituales foros de contactos. Un relato más en la que en el último momento, cuando uno cree que ya lo tiene desentrañado mientras lo está leyendo, va y te sorprende con su resolución. Otra pequeña joya.
Proseguimos con “La ninfa enjaulada”, el número cinco. Aquí vamos a meternos en la piel de una mujer que desea tener sexo en medio de lo más duro de la pandemia del Covid. Muy bien conseguido esas sensaciones de ver la realidad a través de la terraza, los sonidos, los vecinos, las urgencias carnales, etcétera.
Hay que decir que todos los relatos están situados en nuestra realidad más inmediata, y que esto es otro mérito que no quiero pasar por alto, puesto que el escritor que escribe sobre el mundo que le tocó vivir —lo que no quiere decir que escriba sobre sí mismo— asume verdaderos riesgos.
En realidad lo fácil es situar la trama en la antigua Roma o en el misterioso Egipto, bastaría leer unos cuantos libros sobre ello y tener cierta ligera idea de historia para hacer un pastiche de los que luego se venden como rosquillos. Lo señalo porque tengo metida en la cabeza esa frase de Faulkner que tenía un sarcasmo terrible: “¿Pero alguien en su sano juicio sabe de verdad cómo hablaba un faraón?” Pues eso. Afortunadamente estos relatos nada tienen que ver con esos pastiches históricos que tan mal están escritos. Y eso que a mí me encantan libros como “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar; pero mientras este último es un libro de calidad incuestionable y de una identificación total con el personaje y la época, los otros son, en su mayoría, como un culebrón de las cuatro de la tarde con ropajes de otras épocas y otros tiempos. Soltada esta digresión que no venía a cuento volvamos con urgencia al libro de Mayte.
. Pasamos al siguiente relato “Fotofobia”, la relación que se establece entre Oriol, al que llaman en el barrio “el vampiro”, y Martina. Ambos se conocen en un antro de esos de poca luz en los que hay que bajar las escaleras teniendo cuidado de no perder el equilibrio. Este relato me hubiese gustado que fuese más extenso. Los dos saltos en el tiempo ocurren con demasiada celeridad, y de pronto vemos a los dos conociéndose en el bar y a las pocas páginas a ella consultando un test de embarazo. Como siempre todo está magníficamente logrado, la ambientación, el ritmo, una prosa que no se anda con regodeos y que llama a cada cosa por su nombre. Pero como le pasaba a Chesterton con los libros que le gustaban mucho, pues yo también miré por si el relato seguía por alguna parte, en otras páginas escondido, por ahí agazapado, en algún otro lugar del libro, como páginas que se han desprendido, y así podía recuperarlo y seguir leyéndolo para que no se terminase tan pronto.
. “Madre” es uno de mis relatos preferidos. La situación es muy sencilla y seguro que todos (o en primera persona o por gente muy conocida de nuestro entorno) la hemos vivido: un matrimonio separado del que el hombre se lleva al niño de excursión a un pueblo, y la madre, a la que le gusta escribir, está viviendo un «sinvivir» continuo por si el niño se habrá llevado esto, se habrá llevado lo otro y demás… Yo casi sufría más porque la mujer no pudiese pasar del primer párrafo de esa novela que estaba escribiendo, “ A veces por las noches, sueño que un ejército de insectos hormiguea por mi cuerpo mientras duermo…”, que por la trama del relato en sí, porque desde el primer momento supe que ningún acontecimiento truculento iba a acontecer al niño con el padre, que todo misterio enseguida se esclarecería y todo saldría bien; pero ese nerviosismo de la mujer, constantemente mirando el móvil y llamando, en vez de escribir su novela, me estaba incendiando.
Bueno, es un magnífico relato, logradísimo. Tan perfecta ficción que se puede decir que funciona tan bien como esos relojes suizos de bolsillo que una vez vi en un museo y de los que me aseguraron que nunca retrasaban; y yo, mientras la guía del museo me lo contaba con todo género de detalles y combinaciones matemáticas, me puse abstraído a pensar en la bombilla Byron de Pynchon, posiblemente las veinte páginas más gloriosas de la literatura que yo haya leído en lo que arrastro de mi existencia, mejores que las mejores páginas de Bernhard, de Woolf, Proust, Duras, o cualquiera de los autores y autoras que leo y releo como si fuesen profetas de mí propio y particular evangelio vital, si bien Pynchon tiene de vez en cuando esas epifanías gloriosas en tramas absolutamente hinchadas y locas, pero el conjunto de su obra, a mi parecer, no está a la altura. Da igual, esas veinte páginas justifican toda una existencia literaria. La gnosis primigenia del conocimiento literario.
En fin, que el relato “Madre” de Mayte Blasco es de orfebre. No le sobra ni una coma; tiene ese flujo que te empuja a leerlo por entero, sin parar, y está al alcance de todo el mundo, todo el mundo que sepa leer puede entenderlo y gozarlo y sufrirlo. Porque una de las cosas a más valorar de este conjunto de relatos es la sensatez de la prosa de Mayte Blasco, no necesita de florituras ni de ambages ni de moralina ni de ejercicios prosistas de esgrima, va a lo que va cual una flecha certera, y esa concreción, esa maravillosa sensación de leer una narración como una fuente cristalina de agua que brota al natural, solo se consigue tras el esfuerzo y el sobreesfuerzo constante de pulir la materia del lenguaje y la vida.
. Pasamos a “Antigüedades”. Hablando de relojes, aquí sale uno de sobremesa. Volvemos a las relaciones de parejas. Basta una enfermedad, una pérdida de empleo, una situación de empeoramiento para que las relaciones se vayan degradando y pudriendo y las personas se conviertan en inservibles, en meros objetos decorativos, en antigüedades.
. Llegamos a “Los niños del patio”, junto a “Madre” mi preferido, aunque la calidad de los ocho restantes es muy pareja.
No estamos ante un libro de esos de relatos de las que dos son buenos y el resto se incluyen para rellenar páginas; aquí todos tienen su interés y su calidad. Indudablemente el gusto es algo personal, pero qué lector con un poco de corazón no se va a emocionar con la octogenaria de “Los niños del patio”. Es imposible. Las páginas más épicas de esa tragedia obrera de los que viven en estas “Jaulas de hormigón” acontecen a esta anciana, que también tiene veleidades literarias y está muy sola y desamparada y sin capacidad para saber qué está aconteciendo más allá del patio. Y que sufrirá un accidente casero que le llevará al límite de sus fuerzas. Un primer piso sin ventanas. Un encierro en vida del que los únicos contactos con el exterior son mínimos. Toda la sordidez de esas vidas que se ocultan en esos edificios obreros que llenan los tendederos de ropa tendida y uniformes de trabajo los domingos por la tarde.
. En el último, en “Trinchera”, asistimos a la defensa de su integridad por una mujer traumatizada. Aquí la tensión está muy bien trabajada y nada más he de añadir si no quiero chafar lo que ocurre. Solo puedo recomendarlo que no lo dejen pasar por alto.
Una vez más el ruido de esas “Jaulas de hormigón”, el sonido de los ascensores, los rellanos, los móviles que no contestan, las miradas a través de los visillos de las puertas, las llaves en las cerraduras, los timbres, las neveras que se abren, las despensas, crean una atmosfera de opresión y angustia.
No busquen en estos relatos los acontecimientos de personajes de la jet set y tertulias infumables sobre aristócratas y crónica rosa; vidas principescas de viajes en crucero de lujo y atardeceres en los restaurantes alrededor del puerto de Mónaco, con vistas, por supuesto, al otro lado de la bahía y a su famoso casino; aquí todas son vidas humildes pero que luchan y se esfuerzan por sobrevivir, o bien se ven arrastradas por sus pasiones y la enfermedad o bien por la llegada de la vejez que los zarandea entre la soledad y el abandono hasta un punto insostenible.
Mayte Blasco ha construido un pequeño volumen de relatos que beben de la realidad de nuestra sordidez, en nuestros días de mascarillas y encierros de pandemia y modernidad tecnológica de envases vacíos y soledades antológicas, y que no reflejan más que nuestro propio espejo como sociedad en descomposición, como seres humanos que somos latientes y sufrientes, a pesar de todo.
Ya demostró singular maestría en su anterior novela “La extrañeza de la lluvia”, editada por maLuma, que tuve la suerte de leer y releer y reseñar en mi humilde blog, un libro que si bien partía de una distopía no dejaba de hundir su hocico en la realidad de las relaciones humanas y de un planeta cuya propia existencia está en vías de extinción; aquí yo creo que se ha superado porque el grado de realismo es absoluto.
Si la comparación no ofende me ha retrotraído a la literatura de una Émile Zola de nuestros días. Leyendo este pequeño volumen he recordado toda la serie de los Rougon, con una de mis novelas preferidas a la cabeza, la de L´Assomoir, porque, independientemente de las diferencias, la vida sórdida de esos ciudadanos no deja de ser la misma (sin tantos aparatitos modernos) que la de los habitantes de estas “Jaulas de hormigón”.
Quizá los siglos han pasado; quizá las grandes ciudades se han ensanchado; quizá hasta las hogazas de pan no tengan ni el mismo sabor ni la misma textura, ni siquiera el mismo color debido al tipo de harina tan distinto que utilizamos, y tengamos todavía más hormigón que antaño, eso es seguro, y televisión y móviles y neveras y ascensores…, y antes la ropa se limpiaba frotando hasta la extenuación y ahora se mete en ese objeto que se llama “lavadora”, y que el vecino de enfrente ha programado a las tres de la mañana porque seguramente habrá escuchado en la tele que en ese horario ahorrará algunos euros en la factura de la luz; pero la sordidez, la lucha por la existencia, las relaciones, las obsesiones, la carne llamando a la carne, el desamparo de los más humildes e impedidos que ya no son útiles ni para ser reventados, siguen ocurriendo día tras día.
Tras esos tendederos repletos de ropa los domingos por la tarde la vida sigue latiendo. Observarlos: en ellos conviven galopantes la comedia y la tragedia humana.
Basta leer este magnífico libro de relatos para sentir la vibración de esas vidas, que en gran parte o en alguna parte, siguen siendo también las nuestras.
Jaulas de hormigón
Reseña de “Jaulas de Hormigón”, de Mayte Blasco
“A veces por las noches, sueño que un ejército de insectos hormiguea por mi cuerpo mientras duermo”
El otro día alguien colgaba en las redes sociales una foto de un edificio que me hizo reflexionar. Se trataba de una barriada residencial un domingo por la tarde y en la foto se veían todos los tendederos repletos. “Esto es un barrio obrero”, decía. Y, efectivamente, aquellos tendederos no parecían albergar a familias muy pudientes, sino a obreros y trabajadores humildes, fácilmente deducible por la cantidad de uniformes de trabajo que se veían aireándose al sol.
Los diez relatos que conforman “Jaulas de hormigón”, el nuevo libro de Mayte Blasco, trata sobre la vida de esos hombres y mujeres que habitan en esas casas, en esas “Jaulas de hormigón”, si bien no con el enfoque de un conflicto de clases sino como el conflicto humano de siempre, el de las relaciones personales, los vínculos filiales, el abandono en la vejez y la enfermedad.
Estamos ante un pequeño volumen de relatos que primero provoca la alegría de la prosa que se articula sin regodeos, que va a lo concreto, que avanza en tensión, que es similar a un escalpelo que separa la frustración de la carne para que apreciemos los estragos del paso del tiempo, y que entretiene, deleita y nos sobrecoge porque no deja de ser un espejo de nuestra realidad más inmediata. Tan abstraído me quedé leyendo estos relatos que un bizcocho que tenía puesto al horno se me quemó. Y eso en el fondo, pese al disgusto pasajero de mis comensales, es muy buena señal de que su lectura atrapa y te mantiene en tensión sin soltarte ni un segundo.
Me quedé pensando en mi propia experiencia urbana, en las “Jaulas de hormigón” que yo había habitado, sobre todo cuando era pequeño, un edificio de muchas plantas, vivíamos en las alturas, y a través de los muros, muy de madrugada, se escuchaba el paso del tren, las vías estaban ahí al lado, cada vez que íbamos al colegio mi hermano y yo teníamos que atravesarlas con las obsesivas y repetitivas recomendaciones de nuestra madre, “de que nos detuviéramos sí o sí hasta que pasase el tren y no intentáramos cruzar hasta asegurarnos de que la barrera la hubiesen levantado”. Como siempre las recomendaciones iban dirigidas hacia mi hermano, que era él que tenía que cuidar de la integridad física del salvaje que os escribe. A pesar de todas las precauciones de vez en cuando moría atropellada alguna persona y también escuchábamos rumores de gente que se lanzaba al tren por su propia voluntad. Entonces vivíamos en la calle o en la playa cual indígenas sin civilización, siempre con una pelota entre los pies, como la presencia fantasmal de “Los niños del patio”, uno de mis relatos preferidos de este libro. Entonces no existía los móviles; éramos más libres y volvíamos a casa cuando el sol comenzaba a declinar, antes de que la cena familiar estuviese lista; era otra realidad urbana, pero no menos sórdida.
El libro de Mayte se abre con una cita de Fernanda Trías, la escritora uruguaya que tanto nos está influenciando con sus libros, “el mundo es esta casa”, escribió en su tremendo libro de “La azotea”, en España editada por la editorial Tránsito; y Mayte lo aprovecha muy bien porque esa cita le viene como anillo al dedo a estos relatos.
. Se abre el pequeño volumen con “Purgatorio”, un relato duro y directo que va sobre un paralítico que perdió tanto la movilidad como la capacidad de hablar. A medida que la narración avanza se ahonda sobre la degradación de su relación con su pareja, que se ve obligado a cuidarle en las horas que Elvira, la cuidadora contratada, descansa. El punto de vista narrador parte de Antonio, el paralítico, un hombre que como él dice “la enfermedad me dejó sin habla y sin movilidad, pero no me volvió retrasado”. Unas pocas páginas serán suficientes para sobrecogernos en esta degradación que no solo afecta al propio enfermo sino a su propio entorno. Muy recomendable e inquietante.
. Sigue con “El hijo”, la visión de una madre obsesiva y controladora con su hijo, de la que ella piensa que “algún día hará algo terrible”.
En todos estos relatos los sonidos son muy importantes. Tanto las llamadas por teléfono como los sonidos que salen de la televisión, siempre encendida, formando parte indivisible de las vidas en esas “Jaulas de hormigón”, porque están presentes a cualquier hora, la de las comidas, la cena, etcétera. Y siempre flota en el ambiente algún secreto que eleva la tensión de lo que va a suceder, eso terrible y latiente que está ahí agazapado y a punto de manifestarse.
. Prosigue con “Un inmenso cubo negro”, que es uno de los dos relatos en los que se trata el abandono y la soledad en el tema de la vejez. Creo que este relato está enfocando de una manera muy original. Por cierto, aquí la televisión también emite su sonido continuo y algo más…. Sin destripar nada (aunque casi lo hago) lo recomiendo muy entusiasmado.
. El siguiente relato se titula “En la habitación”, y trata sobre una relación que surge entre un joven y una mujer madura en un foro literario, en la que supuestamente se va a hablar de literatura pero que no deja de ser lo mismo que uno de esos habituales foros de contactos. Un relato más en la que en el último momento, cuando uno cree que ya lo tiene desentrañado mientras lo está leyendo, va y te sorprende con su resolución. Otra pequeña joya.
Proseguimos con “La ninfa enjaulada”, el número cinco. Aquí vamos a meternos en la piel de una mujer que desea tener sexo en medio de lo más duro de la pandemia del Covid. Muy bien conseguido esas sensaciones de ver la realidad a través de la terraza, los sonidos, los vecinos, las urgencias carnales, etcétera.
Hay que decir que todos los relatos están situados en nuestra realidad más inmediata, y que esto es otro mérito que no quiero pasar por alto, puesto que el escritor que escribe sobre el mundo que le tocó vivir —lo que no quiere decir que escriba sobre sí mismo— asume verdaderos riesgos.
En realidad lo fácil es situar la trama en la antigua Roma o en el misterioso Egipto, bastaría leer unos cuantos libros sobre ello y tener cierta ligera idea de historia para hacer un pastiche de los que luego se venden como rosquillos. Lo señalo porque tengo metida en la cabeza esa frase de Faulkner que tenía un sarcasmo terrible: “¿Pero alguien en su sano juicio sabe de verdad cómo hablaba un faraón?” Pues eso. Afortunadamente estos relatos nada tienen que ver con esos pastiches históricos que tan mal están escritos. Y eso que a mí me encantan libros como “Memorias de Adriano”, de Marguerite Yourcenar; pero mientras este último es un libro de calidad incuestionable y de una identificación total con el personaje y la época, los otros son, en su mayoría, como un culebrón de las cuatro de la tarde con ropajes de otras épocas y otros tiempos. Soltada esta digresión que no venía a cuento volvamos con urgencia al libro de Mayte.
. Pasamos al siguiente relato “Fotofobia”, la relación que se establece entre Oriol, al que llaman en el barrio “el vampiro”, y Martina. Ambos se conocen en un antro de esos de poca luz en los que hay que bajar las escaleras teniendo cuidado de no perder el equilibrio. Este relato me hubiese gustado que fuese más extenso. Los dos saltos en el tiempo ocurren con demasiada celeridad, y de pronto vemos a los dos conociéndose en el bar y a las pocas páginas a ella consultando un test de embarazo. Como siempre todo está magníficamente logrado, la ambientación, el ritmo, una prosa que no se anda con regodeos y que llama a cada cosa por su nombre. Pero como le pasaba a Chesterton con los libros que le gustaban mucho, pues yo también miré por si el relato seguía por alguna parte, en otras páginas escondido, por ahí agazapado, en algún otro lugar del libro, como páginas que se han desprendido, y así podía recuperarlo y seguir leyéndolo para que no se terminase tan pronto.
. “Madre” es uno de mis relatos preferidos. La situación es muy sencilla y seguro que todos (o en primera persona o por gente muy conocida de nuestro entorno) la hemos vivido: un matrimonio separado del que el hombre se lleva al niño de excursión a un pueblo, y la madre, a la que le gusta escribir, está viviendo un “sinvivir” continuo por si el niño se habrá llevado esto, se habrá llevado lo otro y demás… Yo casi sufría más porque la mujer no pudiese pasar del primer párrafo de esa novela que estaba escribiendo, “ A veces por las noches, sueño que un ejército de insectos hormiguea por mi cuerpo mientras duermo…”, que por la trama del relato en sí, porque desde el primer momento supe que ningún acontecimiento truculento iba a acontecer al niño con el padre, que todo misterio enseguida se esclarecería y todo saldría bien; pero ese nerviosismo de la mujer, constantemente mirando el móvil y llamando, en vez de escribir su novela, me estaba incendiando.
Bueno, es un magnífico relato, logradísimo. Tan perfecta ficción que se puede decir que funciona tan bien como esos relojes suizos de bolsillo que una vez vi en un museo y de los que me aseguraron que nunca retrasaban; y yo, mientras la guía del museo me lo contaba con todo género de detalles y combinaciones matemáticas, me puse abstraído a pensar en la bombilla Byron de Pynchon, posiblemente las veinte páginas más gloriosas de la literatura que yo haya leído en lo que arrastro de mi existencia, mejores que las mejores páginas de Bernhard, de Woolf, Proust, Duras, o cualquiera de los autores y autoras que leo y releo como si fuesen profetas de mí propio y particular evangelio vital, si bien Pynchon tiene de vez en cuando esas epifanías gloriosas en tramas absolutamente hinchadas y locas, pero el conjunto de su obra, a mi parecer, no está a la altura. Da igual, esas veinte páginas justifican toda una existencia literaria. La gnosis primigenia del conocimiento literario.
En fin, que el relato “Madre” de Mayte Blasco es de orfebre. No le sobra ni una coma; tiene ese flujo que te empuja a leerlo por entero, sin parar, y está al alcance de todo el mundo, todo el mundo que sepa leer puede entenderlo y gozarlo y sufrirlo. Porque una de las cosas a más valorar de este conjunto de relatos es la sensatez de la prosa de Mayte Blasco, no necesita de florituras ni de ambages ni de moralina ni de ejercicios prosistas de esgrima, va a lo que va cual una flecha certera, y esa concreción, esa maravillosa sensación de leer una narración como una fuente cristalina de agua que brota al natural, solo se consigue tras el esfuerzo y el sobreesfuerzo constante de pulir la materia del lenguaje y la vida.
. Pasamos a “Antigüedades”. Hablando de relojes, aquí sale uno de sobremesa. Volvemos a las relaciones de parejas. Basta una enfermedad, una pérdida de empleo, una situación de empeoramiento para que las relaciones se vayan degradando y pudriendo y las personas se conviertan en inservibles, en meros objetos decorativos, en antigüedades.
. Llegamos a “Los niños del patio”, junto a “Madre” mi preferido, aunque la calidad de los ocho restantes es muy pareja.
No estamos ante un libro de esos de relatos de las que dos son buenos y el resto se incluyen para rellenar páginas; aquí todos tienen su interés y su calidad. Indudablemente el gusto es algo personal, pero qué lector con un poco de corazón no se va a emocionar con la octogenaria de “Los niños del patio”. Es imposible. Las páginas más épicas de esa tragedia obrera de los que viven en estas “Jaulas de hormigón” acontecen a esta anciana, que también tiene veleidades literarias y está muy sola y desamparada y sin capacidad para saber qué está aconteciendo más allá del patio. Y que sufrirá un accidente casero que le llevará al límite de sus fuerzas. Un primer piso sin ventanas. Un encierro en vida del que los únicos contactos con el exterior son mínimos. Toda la sordidez de esas vidas que se ocultan en esos edificios obreros que llenan los tendederos de ropa tendida y uniformes de trabajo los domingos por la tarde.
. En el último, en “Trinchera”, asistimos a la defensa de su integridad por una mujer traumatizada. Aquí la tensión está muy bien trabajada y nada más he de añadir si no quiero chafar lo que ocurre. Solo puedo recomendarlo que no lo dejen pasar por alto.
Una vez más el ruido de esas “Jaulas de hormigón”, el sonido de los ascensores, los rellanos, los móviles que no contestan, las miradas a través de los visillos de las puertas, las llaves en las cerraduras, los timbres, las neveras que se abren, las despensas, crean una atmosfera de opresión y angustia.
No busquen en estos relatos los acontecimientos de personajes de la jet set y tertulias infumables sobre aristócratas y crónica rosa; vidas principescas de viajes en crucero de lujo y atardeceres en los restaurantes alrededor del puerto de Mónaco, con vistas, por supuesto, al otro lado de la bahía y a su famoso casino; aquí todas son vidas humildes pero que luchan y se esfuerzan por sobrevivir, o bien se ven arrastradas por sus pasiones y la enfermedad o bien por la llegada de la vejez que los zarandea entre la soledad y el abandono hasta un punto insostenible.
Mayte Blasco ha construido un pequeño volumen de relatos que beben de la realidad de nuestra sordidez, en nuestros días de mascarillas y encierros de pandemia y modernidad tecnológica de envases vacíos y soledades antológicas, y que no reflejan más que nuestro propio espejo como sociedad en descomposición, como seres humanos que somos latientes y sufrientes, a pesar de todo.
Ya demostró singular maestría en su anterior novela “La extrañeza de la lluvia”, editada por maLuma, que tuve la suerte de leer y releer y reseñar en mi humilde blog, un libro que si bien partía de una distopía no dejaba de hundir su hocico en la realidad de las relaciones humanas y de un planeta cuya propia existencia está en vías de extinción; aquí yo creo que se ha superado porque el grado de realismo es absoluto.
Si la comparación no ofende me ha retrotraído a la literatura de una Émile Zola de nuestros días. Leyendo este pequeño volumen he recordado toda la serie de los Rougon, con una de mis novelas preferidas a la cabeza, la de L´Assomoir, porque, independientemente de las diferencias, la vida sórdida de esos ciudadanos no deja de ser la misma (sin tantos aparatitos modernos) que la de los habitantes de estas “Jaulas de hormigón”.
Quizá los siglos han pasado; quizá las grandes ciudades se han ensanchado; quizá hasta las hogazas de pan no tengan ni el mismo sabor ni la misma textura, ni siquiera el mismo color debido al tipo de harina tan distinto que utilizamos, y tengamos todavía más hormigón que antaño, eso es seguro, y televisión y móviles y neveras y ascensores…, y antes la ropa se limpiaba frotando hasta la extenuación y ahora se mete en ese objeto que se llama “lavadora”, y que el vecino de enfrente ha programado a las tres de la mañana porque seguramente habrá escuchado en la tele que en ese horario ahorrará algunos euros en la factura de la luz; pero la sordidez, la lucha por la existencia, las relaciones, las obsesiones, la carne llamando a la carne, el desamparo de los más humildes e impedidos que ya no son útiles ni para ser reventados, siguen ocurriendo día tras día.
Tras esos tendederos repletos de ropa los domingos por la tarde la vida sigue latiendo. Observarlos: en ellos conviven galopantes la comedia y la tragedia humana.
Basta leer este magnífico libro de relatos para sentir la vibración de esas vidas, que en gran parte o en alguna parte, siguen siendo también las nuestras.
Jaulas de hormigón
October 19, 2021
Entrevista a Jorge Morcillo
Normalmente los autores cuando conceden una entrevista suelen hablar sobre sus obras. Yo, más bien, creo que hablo casi de cualquier cosa antes que tener hablar de mi obra.
Sin embargo, en esta ocasión algo he contado.
Por si les interesa aquí pueden leerla.
Para meterse en situación hay que escuchar la canción y luego lo demás viene solo.
Entrevista a Jorge Morcillo sobre ‘El emperador de los helados’
September 29, 2021
«humanimal», de Emilio Picón.
El deseo es una noche que no necesita estrellas
En la rica tradición cultural del planeta que habitamos (y destruimos día a día) existe una modalidad del teatro de títeres que siempre me ha parecido muy enriquecedora. Se trata del Wayan Kulit, o también conocido, por nosotros los occidentales, como el “teatro de sombras”.
Suele representarse por muchos lugares de Indonesia; pero es en la isla de Java en la que se perfila con una belleza más arrebatadora. Ante el fondo de una lámpara de aceite el dalang (intérprete) mueve las figuras de cuero en un ritual de sombras y luces en las que los espíritus vagan y se mezclan con lo humano. Al parecer, toda esta rica tradición oral deriva de las viejas epopeyas indias.
La novela que nos ocupa, humanimal, me ha recordado esa tradición del teatro de títeres. Y me ha retrotraído a esas imágenes escénicas porque más allá de los tiempos en los que los distintos personajes de la narración se confiesan (y nos confiesan sus infidelidades, pensamientos y naufragios personales), más allá de eso, se encuentra el intérprete mayor de la sinfonía, el director o dalang, en este caso Emilio Picón, o alguien que se hace pasar por Emilio Picón, moviendo los hilos y el ritmo narrativo a su total antojo. A veces más escondido; otras más omnipotente, pero siempre presente, con personalidad, y predispuesto a sorprender con una estructura narrativa que avanza como en espirales concéntricas.
Fundamentalmente estamos ante un libro de experimentación. Y a fuerza de experimentar —como esas narraciones digresivas que se convierten toda ella en una digresión— la novela se convierte a su vez en un experimento. En la primeras cien páginas el juego es muy metaliterario y de ahí hasta el final el juego (sin dejar de ser metaliterario) va in crescendo.
Emocionalmente creo que es un libro de eso que podríamos encuadrar en “la nostalgia afectiva”. Aquí se ha perdido de antemano, ya sea el “eros”, “la inocencia”, o todas esas derrotas que llevan a los seres humanos a considerar su vida como una tragedia. Pero eso es igual lo menos importante, puesto que el autor a fuerza de múltiples referencias literarias (Cernuda, Onetti, Bolaño, etcétera) y musicales (Radiohead, Barricada, Los enemigos —una lástima que no se mencionen los mejores discos de Josele y los suyos: La vida mata y La cuenta atrás, jajaja—) va avanzando en segmentos narrativos en las que las voces narrativas se confunden y mezclan hasta crear una polifonía propia. Para mí eso es lo mejor: la multiplicidad de prismas.
Los muertos conversan con los vivos en ese teatro de títeres y sombras del que antes hablaba. Eso quizá vaya a chocar a posibles lectores, que lo irreal es el tiempo real de la narración y, a su vez, no deja de ser en todo momento un juego.
No recuerdo muy bien pero creo que en alguno de los seis libros autobiográficos del noruego Knausgård el escritor comentaba que uno de sus primeros artefactos fue aceptado por un editor porque incluía una escena en la que el personaje principal llamaba por teléfono para asegurar su propia muerte, o algo así, y que esa originalidad convenció al editor. Desde luego Emilio Picón tiene ya a sus espaldas una carrera literaria más dilatada que la que tenía el noruego en ese momento, pero la originalidad siempre sobrecoge y es fácil reconocerla cuando se presenta.
Aquí, en humanimal, las influencias literarias son de otras latitudes menos gélidas, “al otro lado del charco”, y además el autor no nos lo oculta y nos lo recuerda en el propio texto; y estos autores no son otros, como ya mencioné, que Juan Carlos Onetti y Roberto Bolaño. Dos grandes, desde luego. Por lo menos desde mi punto de vista. Hay muchos guiños a esos autores.
Sin embargo, hay otra influencia no menos importante: Unamuno. Y sobre todo “Niebla”. Es verdad que no todo el mundo sabe que unos pocos años antes de que Unamuno creara ese estupendo libro, otro español, un tal Felipe Alfau, escribió “Locos”, que ya anticipaba lo que Unamuno iba a conseguir después. Pero Alfau fue un escritor marginal y expatriado y salvo sus últimos años de vida apenas tuvo ningún reconocimiento.
Dos cosas a señalar que no me han gustado. De la primera no es responsable Emilio y es esa costumbre prologuista de tildar de “prosa poética” la voz de cualquier autor porque ha publicado con anterioridad libros de poesía. Algunos deberían saber (como lo sabía de sobra Bolaño) que la mejor prosa supera y expande a la poesía. Y que un autor por haber publicado libros de poesía no necesariamente tiene que escribir en “prosa poética”, aunque incluya algún poema en el texto. Ahí tenéis Une sainson en enfer, alfa y omega de la modernidad, para quitar prejuicios y clichés definitorios sobre tales asuntos.
La segunda no es una crítica en sí, sino el lamentar la ausencia de un paisaje ¿Si se tiene a mano un entorno tan salvaje y tan peculiar como el de Cabo de Gata por qué no aprovecharlo narrativamente?, ¿por qué? Salvo algunas páginas que supuestamente se desarrollan en Gijón el resto del libro ocurre (supuestamente) en Almería. No sé. Es verdad que es una novela muy de interiores y de reflexión y experimentación, pero no creo que fuese menos vanguardista si el sobrecogedor y árido paisaje del sur estuviese más presente. Algunas de esas aguas son igual de diáfanas que el cristal de un espejo.
Me faltaron esas pinceladas para hacer todavía más placentera la lectura de esta novela exigente de Emilio Picón. Y el final de la misma es algo así como asistir a una noche de fuegos artificiales: primera explosión-variante; segunda explosión-variante; tercera explosión-variante. Cual tres heridas: la vida, la muerte, el amor.
Un escritor singular al que habrá que no perder de vista y al que quiero dejarle la última palabra:
“Aquí cierro, ya está bien, mi personal y breve circunferencia. Aquí trazo la superficie del círculo de lo mediocre, donde las personas confunden la calidad con la cantidad, la creatividad con la copia, la emoción con la apariencia, el espejo con la pantalla. Procura salir de él, del círculo”.
Salgamos del círculo; pero solo para contemplar mejor este juego de sombras narrativas.
humanimal
“humanimal”, de Emilio Picón.
El deseo es una noche que no necesita estrellas
En la rica tradición cultural del planeta que habitamos (y destruimos día a día) existe una modalidad del teatro de títeres que siempre me ha parecido muy enriquecedora. Se trata del Wayan Kulit, o también conocido, por nosotros los occidentales, como el “teatro de sombras”.
Suele representarse por muchos lugares de Indonesia; pero es en la isla de Java en la que se perfila con una belleza más arrebatadora. Ante el fondo de una lámpara de aceite el dalang (intérprete) mueve las figuras de cuero en un ritual de sombras y luces en las que los espíritus vagan y se mezclan con lo humano. Al parecer, toda esta rica tradición oral deriva de las viejas epopeyas indias.
La novela que nos ocupa, humanimal, me ha recordado esa tradición del teatro de títeres. Y me ha retrotraído a esas imágenes escénicas porque más allá de los tiempos en los que los distintos personajes de la narración se confiesan (y nos confiesan sus infidelidades, pensamientos y naufragios personales), más allá de eso, se encuentra el intérprete mayor de la sinfonía, el director o dalang, en este caso Emilio Picón, o alguien que se hace pasar por Emilio Picón, moviendo los hilos y el ritmo narrativo a su total antojo. A veces más escondido; otras más omnipotente, pero siempre presente, con personalidad, y predispuesto a sorprender con una estructura narrativa que avanza como en espirales concéntricas.
Fundamentalmente estamos ante un libro de experimentación. Y a fuerza de experimentar —como esas narraciones digresivas que se convierten toda ella en una digresión— la novela se convierte a su vez en un experimento. En la primeras cien páginas el juego es muy metaliterario y de ahí hasta el final el juego (sin dejar de ser metaliterario) va in crescendo.
Emocionalmente creo que es un libro de eso que podríamos encuadrar en “la nostalgia afectiva”. Aquí se ha perdido de antemano, ya sea el “eros”, “la inocencia”, o todas esas derrotas que llevan a los seres humanos a considerar su vida como una tragedia. Pero eso es igual lo menos importante, puesto que el autor a fuerza de múltiples referencias literarias (Cernuda, Onetti, Bolaño, etcétera) y musicales (Radiohead, Barricada, Los enemigos —una lástima que no se mencionen los mejores discos de Josele y los suyos: La vida mata y La cuenta atrás, jajaja—) va avanzando en segmentos narrativos en las que las voces narrativas se confunden y mezclan hasta crear una polifonía propia. Para mí eso es lo mejor: la multiplicidad de prismas.
Los muertos conversan con los vivos en ese teatro de títeres y sombras del que antes hablaba. Eso quizá vaya a chocar a posibles lectores, que lo irreal es el tiempo real de la narración y, a su vez, no deja de ser en todo momento un juego.
No recuerdo muy bien pero creo que en alguno de los seis libros autobiográficos del noruego Knausgård el escritor comentaba que uno de sus primeros artefactos fue aceptado por un editor porque incluía una escena en la que el personaje principal llamaba por teléfono para asegurar su propia muerte, o algo así, y que esa originalidad convenció al editor. Desde luego Emilio Picón tiene ya a sus espaldas una carrera literaria más dilatada que la que tenía el noruego en ese momento, pero la originalidad siempre sobrecoge y es fácil reconocerla cuando se presenta.
Aquí, en humanimal, las influencias literarias son de otras latitudes menos gélidas, “al otro lado del charco”, y además el autor no nos lo oculta y nos lo recuerda en el propio texto; y estos autores no son otros, como ya mencioné, que Juan Carlos Onetti y Roberto Bolaño. Dos grandes, desde luego. Por lo menos desde mi punto de vista. Hay muchos guiños a esos autores.
Sin embargo, hay otra influencia no menos importante: Unamuno. Y sobre todo “Niebla”. Es verdad que no todo el mundo sabe que unos pocos años antes de que Unamuno creara ese estupendo libro, otro español, un tal Felipe Alfau, escribió “Locos”, que ya anticipaba lo que Unamuno iba a conseguir después. Pero Alfau fue un escritor marginal y expatriado y salvo sus últimos años de vida apenas tuvo ningún reconocimiento.
Dos cosas a señalar que no me han gustado. De la primera no es responsable Emilio y es esa costumbre prologuista de tildar de “prosa poética” la voz de cualquier autor porque ha publicado con anterioridad libros de poesía. Algunos deberían saber (como lo sabía de sobra Bolaño) que la mejor prosa supera y expande a la poesía. Y que un autor por haber publicado libros de poesía no necesariamente tiene que escribir en “prosa poética”, aunque incluya algún poema en el texto. Ahí tenéis Une sainson en enfer, alfa y omega de la modernidad, para quitar prejuicios y clichés definitorios sobre tales asuntos.
La segunda no es una crítica en sí, sino el lamentar la ausencia de un paisaje ¿Si se tiene a mano un entorno tan salvaje y tan peculiar como el de Cabo de Gata por qué no aprovecharlo narrativamente?, ¿por qué? Salvo algunas páginas que supuestamente se desarrollan en Gijón el resto del libro ocurre (supuestamente) en Almería. No sé. Es verdad que es una novela muy de interiores y de reflexión y experimentación, pero no creo que fuese menos vanguardista si el sobrecogedor y árido paisaje del sur estuviese más presente. Algunas de esas aguas son igual de diáfanas que el cristal de un espejo.
Me faltaron esas pinceladas para hacer todavía más placentera la lectura de esta novela exigente de Emilio Picón. Y el final de la misma es algo así como asistir a una noche de fuegos artificiales: primera explosión-variante; segunda explosión-variante; tercera explosión-variante. Cual tres heridas: la vida, la muerte, el amor.
Un escritor singular al que habrá que no perder de vista y al que quiero dejarle la última palabra:
“Aquí cierro, ya está bien, mi personal y breve circunferencia. Aquí trazo la superficie del círculo de lo mediocre, donde las personas confunden la calidad con la cantidad, la creatividad con la copia, la emoción con la apariencia, el espejo con la pantalla. Procura salir de él, del círculo”.
Salgamos del círculo; pero solo para contemplar mejor este juego de sombras narrativas.
humanimal


