Roberto Cofresí's Blog, page 2
March 4, 2016
Jimmy
Mano, le tuve que decir a Jimmy que no viniera más por casa. Jimmy. ¿Tú lo conoces? ¿El chamaco que jugaba futbol con nosotros en la playa? Si, éramos amigos, pero el tipo resulto ser un pedante (esa palabra me la enseño él mismo), y por fin no pude más y lo tuve que botar como bolsa. Si mano, al principio estaba bien, porque el tipo es inteligente, y tenía un estilito medio de prócer o revolucionario, tu sabes, bajito, flaco y medio eléctrico y siempre con la camisa abotonada hasta el último botón y los pantalones bien planchados. Era un tipo interesante. No me acuerdo ni de donde salió, sé que apareció un día en la playa y se metió a jugar futbol de playa con nosotros, pero jugaba malísimo. No podía ni tirar, ni cachar, ni correr. Y nosotros jugábamos a matar, no sé ni cómo sobrevivió ese primer juego. Jimmy estaba como fuera de lugar en la playa. Pero volvió, y como mi casa es de puertas abiertas y to el mundo janguea en el balcón, de momento estaba en casa a cada rato. Se pasaba las horas sentado en el balcón de casa hablando como si fuera un profesor. Tú sabes que él ya estaba en la yupi y además lo habían aceptado a la facultad de premédica y to. El grupo de los 100 decía siempre, porque era medio echón. Al principio que visitaba, pues estaba bien, era entretenido. Bueno, hasta cierto punto, porque el tipo no tenía nada de cómico y nosotros que nos pasábamos de chiste en chiste, el como que nunca caía en ese ritmo. Como que no tenía sentido del humor. Desde el primer día que lo conoció, a Nanana no le cayó bien. Ella tiene un sexto sentido para las personas. La primera vez que el vino a casa y lo conoció, y el Jimmy es súper formal y viste bien, ella después me dijo, ese tipo no me gusta nada, yo no sé qué tú haces con él. Y yo que he llevado a mucha persona dudosa a casa y Nanana nunca había dicho eso de nadie. Pero como era amigo nuevo y a mí no me gusta juzgar a las personas así de primera impresión, le dije algo como, Ay Nanana, deja eso, el tipo es buena gente, está en la yupi y to. Y ella pues no lo volvió a mencionar. Y Jimmy siguió sentado en el balcón por varios meses. Pero llegó el momento que parecía que estaba allí sentado permanentemente. Allí estaba casi todas las tardes esperándome cuando llegaba de la escuela, sentado en la silla de ratán mirando hacia la calle, hablando con cualquiera que pasara por ahí como si allí viviera. Que en verdad no era la primera persona que hiciera eso. En ese balcón se sentaba cualquiera a esperar a que alguien llegara a casa o simplemente a coger brisa. Pero Jimmy lo llevó a otro nivel. Lo hizo tantas veces que de verdad que empezó a parecer que no tenía nada más que hacer. No sé de donde sacaba el tiempo para sus estudios y otras cosas. Muchas veces le tuve que decir que ya se tenía que ir porque iba a comer o a dormir, porque si no se lo decía, no se iba. Entonces, siempre muy educado, daba las gracias y se iba a pie, o a veces tenía un punto ocho bien cocolo que un primo le prestaba. Y hasta un par de veces por salir de él, le di pon hasta su casa en la calle Almendro en Punta las Marías. Pero me cansé, la verdad que llegó el momento que estaba harto del tipo. Coño que mucho hablaba, todo lo sabía, cualquier cosa que dijera alguien, el sabia de eso, un genio, que al principio estaba cool, pero después de un par de meses de eso, mano, olvídate, y cuando empezó a corregirme todo lo que hacía, ahí quedamos. Que si comía mal, que si ejercitaba mal, que si me sentaba mal, que si un día iba a ser paciente de el por todas las cosas que estaba haciendo mal. Ahí ya pasó de ser solo un fastidio y yo estaba a punto de estrangularlo. Así que le dije que ya, que esta amistad no iba pa ningún lao y que no viniera más por casa.Pues tú no sabes ni la mitad del cuento, Rober. El tal Jimmy se desapareció. Parece que al par de días de tu botarlo, se fue con un cuento a pedirle chavos a no sé cuántos de tus amigos. Fue hasta donde el papá de Jorgito, imagínate, a Don Ramiro que es tan serio y tan cuadrao con los chavos. Parece que fue con un cuento de que tenía un tío que era juez y tenía algún embrollo en el hipódromo y sabia no sé qué de cómo ganar chavos jugando a los caballos. Y si le daban chavos él se los iba a duplicar o triplicar o no sé qué. Yo te lo dije, desde la primera vez que se apareció por aquí, ese tipejo no me cayó nada bien. Y pensar que estuvo todos esos días aquí sentado en el balcón. ¡Qué horror! Imagínate. Por suerte tú te avispaste a tiempo, si no, sabe Dios si te viene a ti también con el cuento ese. No sé cuántos de tus amigos le dieron chavos, pero parece que fueron unos cuantos y ahora el tipo se desapareció y cuando lo fueron a buscar a ver que había pasado con los chavos, resulta que ni vivía en esa casa en Punta las Marías donde tú lo llevabas. No vivía ahí y no es ni estudiante en la yupi y nadie sabe nada de él. ¡Dios santo! ¡Seguro que ni se llama Jimmy! El tipo se desapareció con un montón de chavos. Y bueno, no lo han encontrado ni por los centros espiritistas.
Pues mira que lo encontraron sí. Allí lo tienen en el cuartel de Llorens. Ya mismo vamos to’s pa'lla que lo van a llevar a corte. Estoy loca por verle la cara a ese hijo 'e puta. Perdona mi lenguaje pero es que estoy incendiá. Ojala que lo encierren y boten la llave. ¡Cabrón! El vino a casa, carifresco coño, con ese cuento del hipódromo y mi nene, bendito, tan inocente y tan bueno, le dio cuarenta pesos que se había gana’o faja’o haciendo no sé qué trabajos por ahí. Gracias a Dios, parece que mi nene le debía chavos a otro muchacho, a un tal Edward ¿Lo conoces? que trabaja en la Interamericana y resulta que el tusa ese de Jimmy está inscrito en la Inter y Edward lo recordaba de verlo por allí y busco su registro y encontró nombre y dirección. Edward se fue con Jorgito a Llorens, porque vivía en Llorens y no en Punta las Marías como pensaban todos, y en Llorens hablaron con la mamá de Jimmy, y la pobre mujer les hizo el cuento de que no sabía en que líos estaba meti'o Jimmy, y que su hijo estaba perdi'o y ella ya no sabía qué hacer con él, y que nunca estaba en casa y no sé qué más cuentos. Mochos to's seguro pa' proteger al pillo. Pero igual lo reportaron a la policía y no sé dónde lo mangaron por fin y se lo llevaron arresta’o al cuartel de Llorens y hoy vamos to's pa'lla a verle la cara al sinvergüenza ese, coño que se aprovechó de mi nene y no sé cuántos otros muchachitos del vecindario, pobrecitos.
El lío en el cuartel estuvo un poco fuerte, pero no puedo negar que me lo gocé un poco. Estaban todos los papás y mamás con sus nenes allí gritando como si yo estuviera en Menudo. Digo, excepto por las esposas. Yo pensé, si los sueltan me descuartizan como si fuera un filete de res entre cien perros salvajes. Suerte que la policía estaba ahí para protegerme. (Eso es lo que llaman ironía.) Tenían dos filas formadas y entre ellas pasé del cuartel a la patrulla sin percance alguno. Con la cabeza en alto. ¡Que se jodan! Esos nenes riquitos nunca han pasado ni un día difícil en su vida, que aprendan un poco. Viven cómodos en sus casas, con sus estéreos, jugando en la playa y comiendo carne todos los días y nunca les falta nada. Nos ven pasar por la calle y nos miran con miedo y despecho como si lo único que nos interesara fuera robarles las bicicletas. ¿Que son veinte o treinta pesos para ellos? Eso se lo ganan con lavar un par de carros de los vecinos, o se los piden a papi y el saca la billetera y se los da sin pensarlo. Además, yo no se los quité a punta de pistola ni nada por el estilo. No tienen caso, el abogado que me apuntaron me lo dijo. Me dieron los chavos por cuenta propia, por su propia avaricia. Siempre quieren más y más, lo tienen todo y quieren más, y cualquier cuento medio pendejo que les prometa dinero fácil se lo tragan sin pensarlo. Mira que se tragaron el cuento ese del hipódromo sin pensarlo dos veces, la verdad es que se los vendí. Si, ya mismo les voy a triplicar los chavos. ¡Ja! Esos chavos no los vuelven a ver jamás.
Así mismo fue, todo el mundo bien agitado con el juicio de Jimmy, pero no lo pudieron condenar porque todo el mundo le había dado el dinero voluntariamente. El Jimmy salió libre de todos los cargos y se quedó con los chavos. Alguien mencionó algo de demandarlo por el dinero, pero eso quedó en nada, probablemente por la misma razón que no lo encontraron culpable en la corte. El Jimmy se salió con la suya. Por lo menos hasta aquel día, años después, cuando Jorgito y su novia Marilee iban guiando en el Volvo de Jorgito por la McLeary frente a Kasalta cuando vieron a Jimmy caminando por la acera. Jorgito no lo veía desde aquel día en el cuartel de Llorens, y Marilee solo había oído el cuento, pero Jorgito lo reconoció enseguida. Chilló el carro y se bajaron los dos. Jimmy los vió y salió corriendo, y los dos salieron detrás de él y hubo carrera en la McLeary por medio bloque hasta que Marilee lo alcanzó, se le tiró encima y lo tumbó como si estuvieran jugando futbol de playa. Ahí lo obligaron a que les diera un reloj que tenía, y el par de pesos que llevaba en la billetera y se fueron medios satisfechos.
Published on March 04, 2016 05:47
February 26, 2016
El Volar de mi Chiringa
Cuando el viento sopla fuerte en la orilla, ahí es que esta bueno para volar chiringa en la playa. Una Gayla de dos pesos con doble cabuya para que suba más alto y nos fuimos. Cuando el viento esta fuerte la chiringa se levanta sola. Y cuando está bien alta, es como si estuviera volando yo con ella. Un brinquito y me levanta sobre la arena, otro brinquito y me fui volando. Subo y subo hasta que estoy por encima de las palmas y de allá arriba veo toda la extensión de la playa, desde el Parque del Indio y los surfers de la Punta, hasta los Hobbies de Park Boulevard en Punta las Marías. Esa es mi playa. Nuestra playa. La playa del Machuchal.Hay otras playas, seguro que sí, muchísimas más. Desde Boquerón a Jobos a Mar Chiquita, El Alambique, Piñones, Cerro Gordo, Luquillo, Media Luna, Flamenco, Ballenas, Guajataca, demasiadas para mencionarlas todas, y muchas más que son secretas y no se pueden ni mencionar. Muchas de esas playas tienen agua más clara, o mejores olas, o mejor buceo, o mejor pesca, o más de esto o menos de lo otro. Y seguro que ninguna de esas tenía una bomba que echara caca al agua a cada rato como tenía la nuestra por muchos años. Pero nada de eso importa. Esas otras no son esta. Esta es nuestra playa, la playa del Machuchal. Y ahí es donde me gusta volar mi chiringa.
Volando. ¿Quién lo diría? Después de tanto nadar. Porque mucho que nadamos. Con la corriente y en contra de ella, en mar que parece posa y mar con olas que si sacabas la cara a respirar a mal momento te tragabas medio galón de agua. Nadamos y también caminamos. Caminamos en la arena, pisando primero con el talón o por la orilla con las chancletas en la mano. Así caminamos desde Punta las Marías hasta el Parque del Indio. Y nadamos frente al Parque Barbosa, y jugamos futbol de playa frente a la Rambla del Almirante donde eventualmente Jimmy infiltró al corillo, y nos embadurnamos de Hawaiian Tropic o baby oil sobre un mar de toallas y sillitas frente a la Tapia o la San Miguel o la Santa Cecilia, jugando backgammon, tomando cerveza, y haciendo chistes con los mejores amigos del mundo. Frente a la bomba de la Santa Ana, Javier y yo vimos una salida del sol tan linda mientras nos bañábamos en ese mar del amanecer, que no nos dimos cuenta que alguien pasó y nos robó las billeteras de donde las dejamos en la arena. Y frente a la Yardley vimos a los primeros hombres besándose y un poquito más allá, no sé si la Atlantic o la Pacific (el embobe me confunde la memoria) vimos a la primera turista topless hablando con dos policías que no parecían tener ninguna intención de decirle que se pusiera la camisa. Y no sé porque, siempre pasábamos de largo la Carrión, la Taft y la Kings Court, tal vez por la prisa de llegar al Parque del Indio donde hasta ya de manganzones nos gustaba jugar en los columpios y tomar agua de la boca del león. Pero fue en la Elena y la Gertrudis donde me crie, en esa arena como si fuera un corralito de bebé.
Marisol, yo y JavierEn nuestra playa estaba la guardería de Mrs. Tormos, prácticamente en la playa, con palmas y arena a todo alrededor y mientras nos comíamos los Cheetos (¡Con dos dedos, por favor! decía Mrs. Tormos), olíamos el salitre y sentíamos la brisa del mar. En esa playa Marisol, Javier, Jay, Diana, yo y muchos otros nos enterramos en la arena hasta el cuello no sé cuántas veces, para después tener que sacar libras de arena del traje de baño con la manguera. En esa playa hicimos castillos y fuertes de todos los tamaños y estilos, y después los destruimos todos jugando a los gigantes. También hicimos guerras épicas con bolas de arena y entre esas guerras fue que descubrimos como hacer las mejores bolas de arena del mundo. Y después de tanto correteo, nos sentábamos a la orilla del mar y dejábamos que las olas poco a poco nos enterraran los pies en la arena.Míralos ahí, allí están como si fuera yo mismo. Desde la altura de mi chiringa los veo, los hijos de mis primos, de mis amigos, de los vecinos, y mi hija también. Y los hijos de ellos, y los hijos de esos hijos, generaciones de niños jugando en la arena y en las olas. Haciendo igual que hicimos nosotros, que dejamos que las olas nos arrastraran por la orilla como quisieran. Que corrimos lo más rápido posible hacia el mar, y brincamos por encima de las olas hasta llegar a una que era muy grande para brincar y le dimos de pecho o tratamos de dar una vuelta de carnero por encima mientras rompía. A veces rompíamos la ola y a veces la ola nos rompía a nosotros. Así aprendimos a revolcarnos en las olas, y saber distinguir el sol y el aire que estaba hacia arriba y la arena dura que estaba hacia abajo mientras la ola nos daba vuelta tras vuelta. Mucho llantén que hubo con arena en los ojos y mucha agua que tragamos por boca y nariz para aprender esas cosas.
Sí, porque también hubo dolor en nuestra playa. Aunque Mafúz no lloro la vez que se dio sendo tajo en un pie con algún cristal o caracol en el fondo del mar y mi mamá tuvo que llevarlo volando a la sala de emergencia del Presbiteriano donde le cogieran varios puntos en el pie. Allí también fue que Jay más de una vez se metió al mar teniendo un yeso en el brazo y también hubo que correr a que el doctor le pusiera uno nuevo cuando el yeso se deshizo en el agua.
En nuestra playa aprendí a bodysurfear y después a guaipear dándome tortazos y moretones contra la arena mojada de la orilla. Después vinieron las morey boogies con Juan Carlos y Jay y por un tiempo la tabla gigantesca de surfear de René en la cual aprendí a surfear. Y poco antes de irme a los Estados Unidos vino la fiebre de windsurfing y Mafúz tenía una tabla y ahí nos pasamos los días completos de ese último glorioso verano, windsurfeando de un lado al otro de la playa. Y ahora desde mi chiringa veo que los muchachos han amarrado unas súper chiringas a sus tablas de windsurfear y vuelan casi tan alto como voy yo. De aquí los veo claramente cuando agarran una buena ráfaga, con la sonrisa de oreja a oreja. Igual que la mía ahora mismo mientras voy flotando al libre viento sobre nuestra playa.
Pachu con un tinglar.Desde aquí arriba veo los manatís y las picúas y las aguavivas y todos los pececitos que nadan en nuestro mar. Y los tinglares que llegan de noche a poner sus huevos. En esa playa mi abuelo, Pachu, y mi mamá y muchos otros ambientalistas han protegido y ayudado a cientos de tinglaritos a que encuentren el mar sin percance.Esa es mi playa. La playa del Machuchal, mira que bella se ve desde esta altura al amanecer, mira aquel grupito haciendo yoga y aquella pareja jogeando y otros caminando por la orilla para empezar su día con un poco de sol y salitre. Después más tarde vendrán los corillos a jugar paletas o volibol o a tirarse en la arena a leer o hablar, y vendrán algunos vendedores ambulantes con sus refrescos y cervezas. Y míralos al atardecer, el sol poniéndose y los que quedan dándose un último chapuzón antes de irse a sus casas. Y entonces cae la noche...
La noche llena de estrellas y a veces fogatas, sobre todo la noche de San Juan. Muchas fogatas que prendimos y nos sentamos alrededor a comer marshmellows y después de más grandes a pasar la botella de vino o la de ron y nos tiramos al agua de espalda siete veces, todos agarrados de manos en una fila que se perdía en la oscuridad. Después vinieron los tambores y las batucadas que parecían durar toda la noche y a veces dos. Una de esas noches di mis primeros besos bajo la luna llena con arena incomoda por todas partes.
Todos crecemos y el mundo crece también y yo me fui a ver hasta donde llegaba, solté mi chiringa y la dejé volar. Pero a veces cuando me acuesto a dormir, me hace falta oír el romper de esas olas que me arrullaron noche tras noche por tantos años. Hasta el día que me duerma en mi chiringa, y me vaya bailando con el viento, volando sobre las palmas y oyendo el romper de las olas. Así que cuando veas mi chiringa volando libre por ese cielo azul, salúdame y tírame un beso.
Published on February 26, 2016 07:02
February 19, 2016
El Camino de Flipperland
En Flipperland por primera vez nos encontramos cara a cara con la noche. No las noches de luna en las que corríamos bicicleta por el barrio, ni las noches de cine en el Grand. No, esta era la noche noche, la noche misteriosa, la noche peligrosa, la noche de adultos nebulosos y muchachos medio perdidos, la noche de luces y tinieblas, la noche de aventuras y loqueras.A los catorce años, Marcelo era la bola plateada en el pinball de la vida. Rebotaba de esquina a esquina y donde quiera que daba ahí prendían luces de colores y sonaban campanas. A los catorce años era la mejor compañía para explorar el nuevo mundo de la juventud que se nos ofrecía en todo su esplendor. Y la música siempre estaba a todo volumen.
Yo por mi parte era más como los flippers, asegurándome que nos pudiéramos mantener en juego sin irnos por la culata. El me instigaba a ir hasta el fin del mundo y yo me aseguraba de que hubiera un camino para volver. Una combinación perfecta. Así juntos descubrimos el mundo, descubrimos la música rock que nadie oía, descubrimos a las muchachas donde quiera que estuviesen. Y así juntos descubrimos lo que había más allá de nuestro barrio. Y por ahí salimos con rumbo al futuro hablando de nada y de todo y haciendo lo que quisiéramos. Caminante no hay camino...
El mundo que nos esperaba fuera del barrio se extendía en dos direcciones. Hacia el este llegamos primero hasta el condominio Park Boulevard que era como su propio mundo mágico. Allí oímos discos de Pink Floyd con Milton y Antonio, y nadamos en la piscina con Denise y Rosa y quien más estuviera allí. De ahí lo seguimos hasta Isla Verde donde recorrimos toda la playa desde los Hobbies hasta el Alambique y brincamos desde el mirador y a veces llegábamos hasta Pine Grove. Allí comimos hamburgers en la Playita o pizza en Sbarro y mantecado en Baskin-Robbins. Allí jangueamos en la piscina del Coral Beach donde vivía mi papá, o en la del New San Juan donde vivían Oscar y Osvaldo, y si no, nos colábamos en los hoteles como si fuéramos turistas.
Pero es por el oeste donde se pone el sol. Y hacia el oeste es donde nos llevó el camino largo. Durante los próximos años llegaríamos hasta el Centro Cervecero en la marginal de la Baldorioty y después hasta el viejo San Juan, y después a las súper fiestas en fincas por todo la isla, y después a Texas y a California y a México y Australia y Japón, y el camino no iba a tener fin mientras nosotros lo siguiéramos caminando.
Pero donde dimos los primeros pasos sobre ese camino sin andar fue en Flipperland. Flipperland estaba en un edificio como para doctores casi en el mismo cuchillo de la Ashford y la Magdalena, frente al Hospital Presbiteriano, donde mismo yo había llegado al mundo.
Flipperland era un negocio sencillo, unas vitrinas donde podías ver adentro y un letrero que decía Flipperland arriba. Al entrar había dos filas de flippers, una a cada lado de un espacio largo, y al final a la derecha una máquina de cambio y una vellonera que creo que solo tenía dos canciones - Back in Black de AC/DC y The Long Run de los Eagles. Una o la otra siempre estaba tocando a todo volumen para que se pudiera oír sobre el escándalo de treinta o más maquinitas de pinball sonando campanas, pitos, y todos los otros sonidos que las maquinas hacen.
Por ahí entrabamos como Pedro por su casa. Ignorábamos las maquinitas y caminábamos hasta la parte de atrás del negocio. Allí había una entradita a un pasillo bajito y oscuro. Por ahí nos metíamos y el pasillo seguía hasta atrás y viraba a la derecha hasta llegar a una puertecita que siempre estaba abierta. Al otro lado de la puertecita como por magia, había una barra. En penumbra, una barra que casi ni cabía allí. El techo bajito y un par de señores sentados dándose el trago, tal vez los papás de algunos de los nenes que estaban jugando pinball al frente, pensaba yo.
Allí comprábamos un par de Budweisers a peso y nos íbamos a jugar maquinitas. Pero en verdad no jugábamos mucho, lo principal era janguear al frente. Allí bebimos, allí fumamos, allí conocimos a muchachas con demasiado maquillaje, y a muchachos que parecía que no tenían casa donde vivir (probablemente la misma impresión que dábamos nosotros). Todos más o menos de nuestra edad, todo bajo la media luz eléctrica de la noche y los carros pasando por la Ashford.
Ahí fue la primera vez que conocí a Lucy.
No recuerdo los nombres de casi ninguna de las personas que jangueaban en Flipperland. Era un jangueo anónimo y nadie se hacía ilusiones de que mañana íbamos a vernos otra vez. Nadie hablaba de donde vivía, ni donde iba a la escuela, ni teléfonos, ni planes de ningún tipo más allá de esa noche. En ese ambiente, poco a poco las personas empezaron a tomar aspecto de estereotipos. ¿Este gordito, es el mismo que estaba jodiendo la pita el mes pasado? ¿Este chamaco, es el mismo que estaba pidiendo chavos el sábado? ¿Esta muchacha, es la misma que quería ir a la playa a nadar la otra noche?
Tal vez eran los mismos, tal vez no. En verdad no importaba, lo único que importaba era lo que estaba pasando en el momento y tan pronto pasaba, ahí quedaba. Como las bolas de pinball que rebotan tan rápido que no te das ni cuenta donde fue que dieron la última vez.
Pero me acuerdo de Lucy. Igual que Lucy in the Sky with Diamonds, le dije. Ella no conocía la canción. Venía de Yabucoa y tenía un tipo medio de chica surfer y medio de jibarita del campo. Estaba de paseo en San Juan, nos dijo. Y no sé porque a mí me dio la impresión de que estaba huyendo de alguien.
Necesito un recorte de pelo. ¿Tú tienes tijeras? me pregunto.
No tengo, le dije. En casa tal vez.
Está bien, olvídate, me dijo. Pero no te olvides de tu casa, no vayas a hacer como el indio que se fue de paseo hasta que perdió el camino y nunca pudo volver a su casa. Dicen que todavía está por ahí, buscando el camino de vuelta.
Me reí, pero ella no se rió. Era bien seria.
Caminamos juntos, Marcelo, ella y yo, por todo el Condado y después ella se fue y no la volví a ver.
Marcelo y yo seguimos caminado, y mucho que caminamos, desde Culebra hasta Boquerón. Por par de años caminamos, pero en algún momento nuestros caminos se separaron, el siguió por un camino y yo seguí por otro, y perdimos contacto. Después yo me fui a la universidad en Texas, estudié, y terminé de estudiar. Y me casé y me divorcié en Texas y estaba viviendo en un apartamentito de un cuarto en un complejo de mala muerte donde nadie se conocía y nadie me conocía. Allí, un día, conocí a una muchacha de pelo pintado de rubio y mucho maquillaje que vivía en otro de los apartamentos.
Yo estaba llegando a casa y ella estaba en el área de parking hablando con un señor que tenía un solo brazo. Al pasarles por al lado ella me llamó. Ven acá, me llamó. Yo fui a donde ellos. ¿A ti te gusta Madonna? me pregunta. Pues algunas canciones si otras no, le digo. Ella es fantástica, es la mejor, me dice. Hola, yo me llamo Lucy. Y me da la mano. ¿Cómo Lucy in the Sky with Diamonds? le pregunté. Yo prefiero a Madonna, me dijo. ¿Tú no eres de por aquí verdad? me pregunta de súbito. Ten cuidado y no te pase como al indio que se fue de paseo y perdió el camino y no pudo volver a su casa.
Y en ese momento me acorde de la Lucy de Flipperland. Y me acorde de Marcelo, y me pregunte donde estaría. Y pensé que tal vez Marcelo era el indio que había perdido el camino a casa. Pero tan pronto lo pensé, me di cuenta que no, que el indio era yo. Y ahí me di cuenta que me había convertido en un adulto.
Published on February 19, 2016 19:44


